Entropía.

Marta me pregunta por qué decimos que un virus no es un ser vivo. Le respondo que en realidad yo no estoy de acuerdo en que no lo sea.
Para los biólogos, un ser vivo debe tener ciertas características, como la existencia de alguna célula, una estructura más o menos compleja, y determinados mecanismos de procesamiento de energía, y relación con el entorno. En este sentido, un virus, que apenas es una bolita de grasa que a su vez envuelve una cierta cantidad de proteínas cuyo «comportamiento» ha programado la minúscula cantidad de genes que contiene la nanoscópica bolita, no tiene el rango suficiente –dicen los biólogos–para ser considerado un ser vivo.
Pero podríamos definir la vida de una manera más amplia. Por ejemplo, cabría decir que un ser vivo es simplemente un intercambiador de entropía. Es decir, un ser vivo es todo ente que transmite entropía a su entorno (devorando otras criaturas por ejemplo, o convirtiendo unas espigas en harina), reduciendo con ello, o manteniendo, su propia entropía (consiguiendo subsistir, crecer, producir crías…).
En este sentido más amplio, y quizá más preciso y más profundo, de la noción de vida, un virus es indiscutiblemente vida; la forma más elemental de vida que conocemos, sin duda, pero vida al fin y al cabo. El virus desordena la estructura de las células a las que se adhiere y utiliza los elementos de esas celulas para ponerse en condiciones de reproducirse. Crea desorden, es decir, aumenta la entropía, en el entorno, a fin de crear orden, es decir, reducir la entropía (o evitar su aumento), en sí mismo.
En algún momento remoto del caos primigenio del Universo, surgieron ciertas «cosas» como los virus, que lograron resistirse frente la irrebatible tendencia de la realidad hacia el aumento del desorden. Así empezó todo. Bien por ellos.
Nosotros que, al igual que los virus, somos simplemente generadores de desorden en nuestro entorno y que en esencia destruimos cuanto nos rodea a fin de subsistir, somos, después de todo, tan solo una forma de intercambiadores de entropía particularmente sofisticada y, tal vez por ello, particularmente vulnerable.

Los Ojos de Edipo

Hablo de educación con una sabia amiga, que además es profesora y madre. Sale a relucir el asunto de la mentira y los niños.
¿Existen supuestos en los que tenga sentido mentir a los niños?
Mi amiga piensa que no se debe mentir a un niño. En este sentido es ella muy de Kant. Ya se sabe que el filósofo prusiano decía que ninguna circunstancia nos debe dar permiso para mentir. Si yo soy el padre de Anna Frank y viene la Gestapo a preguntarme dónde está mi hija, estoy moralmente obligado a decirle que se esconde en la buhardila. Al menos así nos hace pensar Kant.
Yo soy menos maximalista. La mentira es inherente a la vida de los hombres. Y por ello negar su papel y su utilidad es casi inhumano.
Los niños comienzan mintiendo desde los dos años. Hay estudios que dicen que a los siete años de edad todo niño ha aprendido a mentir concienzudamente. Y hay pruebas de que los que mejor mienten tienen un adelanto cognitivo que les será útil a lo largo de su vida de adultos. Eso indica algo.
Somos criaturas que narran e inventan, y utilizamos esas narraciones e invenciones de mil maneras diferentes, desde la pura defensa propia a la piedad o a la creación artística. No siempre mentimos con fines estrictamente egoistas.
En estos temas tan peliagudos sobre el alma humana y la moral, me gusta retrotraerme a los antiguos griegos, le digo a mi amiga. Y me dispongo a contarle que el mito de Edipo no es relevante por la bobada freudiana esa del interés sexual del hijo hacia la madre. La leyenda de Edipo es más bien una lección moral sobre la verdad y la mentira. Nos sugiere que la verdad es como un haz de intensa luz, que a menudo nos ilumina, pero que en algunos casos nos ciega. Edipo era un buen tipo. Nunca debió conocer que, sin saberlo y sin su culpa, había matado a su propio padre y había convertido a su madre en su esposa. Cuando descubre esa terrible verdad, le deslumbra hasta tal punto que pierde sus ojos. Ya no ve mas.
La sabiduría profundísima de los mitos griegos nos sugiere que, parafraseando a Wilde, mentir es peligroso, pero a veces, no hacerlo, es fatal.

La Ciega Justicia.

¿Qué pretendió expresar Brueguel el Viejo, con su fascinante dibujo que convirtió en grabado el buril de Philip Galle?
La interpretación clásica (Arthur Klein) es que se trata de ilustrar el poder punitivo de la Justicia, como corrector implacable y crudélisimo de los crímenes y vicios del hombre (incluida la usura, el comercio fraudulento, la corrupción…). En principio eso es lo que puede deducirse de la inscripción en latín, que nos dice: «el objeto de la ley es corregir castigando y mejorar a los otros mostrando ese castigo…».
Pero otra interpretación podría ser la de presentar a la Justicia como un ser impávido y ciego frente a los incontables crímenes, los terribles abusos, la diabólica tortura…(obsérvese a la izquierda, abajo, cómo el tristemente célebre «waterboarding» ya se usaba hace unos cuantos siglos antes de que la CIA lo popularizase en Iraq y la Casa Blanca lo aprobase cínicamente como método aceptable de interrogación).
Yo me inclino por este último enfoque, dado el carácter sarcástico y burlón del viejo Brueguel. Y creo además que el icono universal de la Justicia ciega surge a partir de este trabajo genial, datado en 1560, cuando la represión brutal en Flandes estaba sembrando la semilla de la inminente rebelión de las Diecisiete Provincias contra la corona española.
Porque ni en la Antigüedad ni en el Medievo era ciega la Justicia. Faltaría más.
La primera personalización de la Justicia nos llevaría a la diosa egipcia Maat, que usaba una balanza para valorar el alma de los muertos y cuyo nombre significaba verdad, paridad, orden, equilibrio…pero no ceguera.
Los antiguos griegos también tenían sus formas personalizadas de la Justicia, en diferentes variedades y funciones, como Némesis, y sobre todo Themis, con sus hijas Diké, Eunomía y Astrea. Ninguna de ellas era ciega.
Platón nos dice explícitamente que la Justicia todo lo ve.
Tampoco en Roma la Justicia es ciega. Aulo Gelio nos habla de su apariencia «severa» y de su «mirada vivaz«. Apuleyo considera que el ojo de la Justicia es como el ojo del Sol, al que nada se oculta.
Así que es solo al final del siglo XVI cuando la Justicia empieza a perder la vista.
Es apenas un par de décadas después del grabado de Brueguel, cuando ya apreciamos esa ceguera en la celebérrima Iconología de Cesare Ripa (Roma, 1593), ese compendio de ilustraciones que inspiró a incontables pintores, escultores, oradores y poetas de los siglos siguientes. En una de las muchas formas de la Justicia que reproduce Ripa (la «giustizia esecutiva«, concretamente), la damisela ya aparece con los ojos vendados…
Desde Brueguel y Ripa, pues, la Justicia ya no ve un pimiento.
Hombre, esto se podría interpretar también en el sentido de que el juez humanista, hijo del Renacimiento, debe dictar sus sentencias dejándose guiar solamente por la razón y no por los engañosos sentidos o por las fementidas apariencias.
Pero también podríamos pensar que para el hombre moderno, que contempla y sufre el poder omnímodo del soberano absolutista, la Justicia solo ve aquello que el propio Estado quiere que vea.
Quién sabe. El hecho es que las encuestas nos dicen que actualmente la opinión pública desconfía cada vez más de la Justicia. Mala cosa.
¿No será esta desconfianza sino la manifestación de una sospecha ancestral? Recordemos que Themis, la diosa griega madre de la Justicia que he mencionado más arriba, era, después de todo, la amante y secretaria del todopoderoso Zeus. Una función subalterna, después de todo.

El Síndrome de San Jorge Jubilado.

Me escribe un buen amigo para quejarse de que escribo poco últimamente. Pues qué le voy a hacer, le contesto. Tengo el privilegio de escribir solo cuando tengo algo más o menos interesante que decir. Y eso no siempre ocurre. En realidad no ocurre casi nunca. Añado a esta excusa que, además, se me atasca a veces la sesera cuando me ronda un asunto tan complicado que no acabo de dar forma clara a mis ideas y opiniones. Y cuando hay confusión en el alma, mejor guardar silencio. Ojalá todos hiciesen lo mismo.
Es eso lo que me ocurre con esta nueva obsesión iconoclasta que está derribando estatuas de próceres por todo el mundo.
Por un lado, no puedo menos de entender que se ponga en cuestión la existencia de monumentos como el de Edward Colston en Bristol, por ejemplo. Era un tipejo al que su labor como empresario y filántropo no le cancela su condición de principalísimo traficante de esclavos. Así que no me acaba de disgustar que su estatua, indebidamente erigida, haya acabado en el fondo del Avon.
Pero en general, me produce rechazo ver a las masas tomándosela con las efigies de piedra o bronce. No puedo evitar recordar que la Inquisición ahorcaba o quemaba estatuas de aquellos a quienes no podía poner la mano encima (por ejemplo a Vives), siendo este el uso absurdo que da origen a la castiza frase de «ahí me las den todas». Y estoy convencido que de esta fiebre iconoclasta se podría decir algo parecido a lo que proféticamente escribió Heine en «Almanzor» (1821), esto es, que «Dort, wo man Bücher verbrennt, verbrennt man am Ende auch Menschen», o sea, que primero se empieza por quemar libros y se acaba al final por quemar hombres.
El rechazo hacia un Colston, como digo, puede acaso entenderse, mucho menos la cólera contra los incontables personajes históricos que andan ahora por los suelos, desde Colón a Churchill, desde Cervantes a Voltaire, desde Fray Junípero a George Washington.
En realidad, todos los grandes nombres de la Historia tienen su lado oscuro, sin que ello justifique la barbarie de las turbas que la toman con sus estatuas. Por ejemplo, el personaje más admirado de la Antigüedad, que era sin duda Alejandro Magno, asesinó vilmente a su mejor amigo, amén de hacerse pasar por Dios y llevar la sangre y el fuego muy lejos de su patria. Julio César o Napoleón fueron carniceros implacables. Colón fue un supremo ejemplo de codicia. Cervantes, según parece, prostituyó a sus hermanas. Fray Junípero Serra retenía contra su voluntad-y esclavizaba-a los nativos que acudían a su misión. Gandhi era decididamente partidario de una sociedad organizada en clases. Churchill masacró a los mineros huelguistas de Tonypandy, gaseó a las tribús rebeldes de Irak, y consintió la destrucción de Coventry. Podríamos seguir así hasta el infinito.
En general, no existe un gran hombre anterior a la mitad del siglo XIX que, entre otras cosas, careciera de convicciones racistas, machistas, antisemitas o no juzgase lícita la esclavitud.
El problema es que la Historia es la más conveniente arma de manipulación en manos de quién se atreve a manejarla a su antojo. Es tan difícil fijar la objetividad de lo que ocurrió en el pasado que cualquiera se siente capaz y autorizado de jugar la carta del reduccionismo y convertir al héroe en villano, al filántropo en enemigo público, o valga el ejemplo, al Santo Oficio en benefactor de la Humanidad, como hacen los panfletos pseudohistóricos que últimamente se han convertido en exitosos bestsellers.
Pero a mí lo que me llama la atención, y me parece muy digno de análisis, es el hecho de que está nueva forma de cólera iconoclasta de las masas se inscribe en un movimiento mucho más general que se viene observando desde hace años. Es el movimiento que impulsa la ira y la agresividad colectiva, y lo hace en nombre de las políticas identitarias, de la radicalidad en la justicia social, del poder del pueblo, del combate antisistema, de la lucha contra las élites, de la diversidad cultural, del lenguaje inclusivo, de la discriminación positiva o incluso, paradójicamente, de la defensa de la tolerancia a ultranza.
Todos esos ideales han sido en sí mismos los que han hecho del mundo actual algo mejor de lo que era hace siglos. Esos ideales han sido el motor que ha ido derribando o empequeñeciendo las barreras del género, de la raza, de la pobreza, de la injusticia…y no digamos de la esclavitud. Pero, de algún modo, es como si ahora ese impulso se hubiese desbocado y, una vez conquistados sus principales objetivos, el bólido prosiguiese su carrera sin detenerse, para adentrarse en un nuevo estadio de cólera y rechazo militante hacia quien no comparte lo que la policía de lo apropiado (por usar una afortunada expresión de Woody Allen) ha decidido establecer como correcto.
¿Qué está ocurriendo?
Para responder a esta cuestión, sugiero a mis sufridos lectores que lean, mejor que a un servidor, a Kenneth Minogue, que es quien ha acuñado el brillante concepto del «Síndrome de San Jorge Jubilado».
La idea es sencilla. Vivimos una época, especialmente desde el 68, en la que todas las grandes narrativas han ido derrumbándose, una tras otra. Y como quiera que en el mundo de las ideas se da también el horror al vacío, han ido surgiendo, amplificadas por las redes, causas nuevas, para ocupar el lugar de las que se perdieron para siempre.
Es como si San Jorge, después de matar al dragón, se sintiese deprimido, en su súbita redundancia. Y necesitase, tras triunfar en su noble causa, seguir dando mandobles en el aire, para huir de la melancolía del jubilado.
Nuestra sociedad padece ese síndrome. Eso explica aberraciones como que se derriben estatuas de figuras, casi indiscutibles, de la Historia. O que se diga que las carreteras construidas por hombres están matando a las mujeres. O que el acrónimo LGTBIQ+ siga creciendo imparablemente con nuevos signos ASCI de difícil encaje. O que un articulista de color del New York Times considere que es cuestionable que sus hijos puedan ser amigos de otros chicos blancos. O que consideremos indiscutible el derecho de un niño a tomar medicamentos para evitar su pubertad, en aras de la presunta defensa de su libertad para definir su propio género. O que veamos casi como un asesino en serie a quien se atreve a comer un entrecot de vaca o acudir a un festejo taurino. O que consideremos como culpable de leso delito de patriarcado a todo varón, tan solo por el hecho de haber nacido como tal.
¿Hasta cuándo seguiremos dando sablazos al aire? ¿Hasta cuándo estará sembrado el mundo de minas para todos los que se separen del camino de la nueva y sacrosanta corrección ética? Es difícil saberlo. Pero me parece que esta desagradable locura colectiva con las estatuas es la que hace preciso que busquemos la manera de que este pobre San Jorge jubilado deje algún día de ver dragones por todas partes.
En estas cosas tan peliagudas he estado pensando estos días. Y por no tenerlas claras me he abstenido hasta hoy de escribir algo aquí. Pero en realidad, sigo sin tenerlas muy claras…

El elixir de Vishnu

Cuenta una leyenda de la India que la Humanidad surgió como el capricho de un dios borracho. Parece que ocurrió cuando el Cosmos estaba recién creado. Brahma, ebrio, sintió el deseo de rematar su obra creando algo pequeño, insignificante…algo que le vendría bien para contrastar las maravillas creadas previamente. Y entonces, sumido en profunda embriaguez, creo al Hombre.
Nacidos del divino desvarío, los hombres comenzaron a vagar por el mundo durante interminables edades. Y nunca les abandonó una melancolía incurable. Se avergonzaban de su insignificancia, de su pequeñez y de su miseria, pues por aquellos tiempos tenían una imágen precisa e sí mismos.
Ante los atribulados humanos, apareció un día Shiva, con la maligna intención de arruinar la última de las creaciones del odiado Brahma.
–¿Queréis poner fin a vuestros males? ¿Deseais que yo os conceda la Muerte, de la que soy ama y señora?
–¡Oh, sí!–respondieron todos al unísono–¿Qué sentido tiene esta vil existencia que llevamos? ¡Solo somos el capricho de un dios perturbado!
–Muy bien–dijo Shiva– pues voy a resolver vuestro problema en menos tiempo del que tarda una mariposa en aletear…
Y diciendo esto, Shiva se dispuso a destruir de un manotazo a la Humanidad.
Pero en ese mismo instante apareció Vishnu.
–Detente, Shiva. Yo tengo un elixir que acaso alivie los sufrimientos de los hombres. Y me place que antes de exterminarlos, les concedas probarlo.
Y así fue como Vishnu dio a beber a los hombre su licor.
Durante toda una jornada los infelices humanos bebieron y bebieron hasta saciarse del elixir de Vishnu. Y cuando volvió a salir el sol, Shiva se presentó de nuevo ante ellos para renovar su oferta.
–Ja, ja, ¿morir? ¿Pero quién quiere morir tan pronto, si tenemos un mundo entero a nuestra disposición, para que lo dominemos y disfrutemos?–respondió uno de los hombre a la divinidad.
–Yo, podré conquistar el orbe si así lo quiero–dijo otro.
–Y a mí, cuando lo desee, se me desvelarán todos los misterios del Universo, uno tras otro. Nada escapará a mi entendimiento–proclamó un tercero.
–Yo podré conseguir que las generaciones recuerden mi nombre y que mi fama sea eterna–dijo uno más.
Shiva comprendió que ya no había nada que hacer.
–¿Puedo saber qué es lo que les has dado a estos imbéciles que ayer languidecían melancólicos y hoy, exultantes y felices, se vanaglorian de sus miserias ante mis propias barbas?
Vishnu sonrío triunfante. Se acercó a Shiva y le dijo al oído:
–Les he dado el amor propio.

New Normal

El improbable prócer parece sentirse satisfecho de la oximorónica expresión “nueva normalidad”, y siempre, tras enunciarla en sus soporíferas alocuciones televisivas, le da por usar la tonta e innecesaria aposición de “como hemos dado en llamarla”.
Quizá desconoce el prócer que la expresión fue utilizada repetidamente en tiempos de la crisis económica mundial, del 2008, cuando toda clase de analistas, en el mundo anglosajón, repetían una y otra vez lo de “new normal” para referirse los tiempos financieros venideros.
A mí me indigna esa obsesión del prócer por repetir una y otra vez la bobada de la nueva normalidad, y sugerir, encima, como que es su personal invención.
Hablar de nueva normalidad es una forma saducea de presentar como normal lo que no debería considerarse normal de ningún modo, especialmente si tenemos en cuenta las víctimas y los desastres humanos generados hasta ahora por la pandemia y los que, por desgracia, aún quedan por llegar.
Hablar de nueva normalidad no solo es una forma ilegítima e interesada de blanquear o sanear el presente y el futuro inmediato, sino que es también un error desde el punto de vista de la psicología individual y colectiva. No es saludable cancelar con la idea de “normalidad” la conciencia del daño que hemos sufrido, y no conviene a la salud mental neutralizar o normalizar el pesar por el inmenso desastre.
Es erróneo y falaz pretender que todo es o va ser normal otra vez, aunque se añada el adjetivo de “nuevo”.
Pero hay más. Si la llamada “nueva normalidad” se refiere a la implementación de rigurosas medidas de profilaxis y distanciamiento social, hay que anotar que esas medidas solo serán aplicables para los segmentos sociales más privilegiados.
Es obvio que las capas mas pobres de la población no podrán adaptarse a esa presunta nueva normalidad…
Por ello, para quienes no están en la élite del mundo, incluyendo los adicionales 547 millones de seres humanos a los que la pandemia ha arrojado o arrojará de forma inminente a la pobreza, no cabe hablar de nueva normalidad.
Para ellos, y para los que ya estaban en la pobreza la nueva normalidad será exactamente igual que la vieja normalidad…solo que mucho peor.

Si fa ugualmente.

Comento con una amiga la pintoresca nueva normativa del confinamiento en UK, según la cual queda prohibido, entre otras cosas, durante el «lock down«, mantener relaciones sexuales en un domicilio o lugar cerrado, con aquellas parejas con las que no se conviva regularmente. La normativa parece que ha sido aceptada sin rechistar por la población británica, en otro ejemplo más de la inmensa lucidez de Orwell cuando pronosticaba que la Humanidad iba a ceder gustosa amplias parcelas libertad (y su dignidad) a cambio de protección, bienestar y salud. Somos todos presos felices orwellianos.

Mi amiga me dice que esto de que la autoridad competente regule las relaciones sexuales viene de muy atrás. Y me indica que la palabra “fuck” en realidad es un acrónimo de raíces medievales, que deriva de la expresión: “Fornication Under Consent of The King.”

En realidad, esto no es así en absoluto; “fuck” es una palabra inglesa muy antigua y aquilatada, que se deriva tal vez del bajo alemán, y que tiene un sentido de golpeo, empuje o movimiento rítmico. No tiene «fuck» nada de acrónimo. De hecho, es un asunto bien estudiado por los filólogos que las etimologías basadas en acrónimos son generalmente falsas para aquellas palabras usadas con anterioridad al siglo XX, como es el caso que nos ocupa.

Un acrónimo (etimológicamente “nombre por las puntas”) como OTAN, por ejemplo, no se debe confundir una abreviatura como RIP, pongamos por caso (que sí es muy antigua, ciertamente). Un acrónimo adquiere naturaleza de verdadero nombre para definir una entidad, un concepto o una cosa y se usa sin problemas para referirse a ella; bien distinto es el papel de la mera abreviatura, que no se usa sino en los escritos o grabados y con estrictos fines prácticos de economía de caracteres. 

En todo caso, le concedo a mi amiga, en los falsos acrónimos hay que reconocer que hay imaginación e ingenio. Quizá por eso se les da tanto crédito. Por ejemplo, hay muchos convencidos de que golf, es un acrónimo de Gentlemen Only, Ladies Forbiden.  O que posh es acrónimo de “port out, starboard home”, en relación a los mejores camarotes de los transatlánticos, reservados a los «pijos». O que “tip” es acrónimo de “to insure promptness”. 

Pero no solo abundan las falsas etimologías acronímicas en inglés. Tenemos “spa”, por ejemplo, que siendo un simple topónimo derivado del vocablo valón “espa”, fuente, y que da nombre a un famoso enclave belga de baños termales, erróneamente se considera vinculado al latín “Salus Per Acqua”. Y no se puede dejar de mencionar en este contexto al gran sabio medieval hispánico, San Isidoro, al que le encantaba inventarse etimologías con sentido acronímico. Una de las más divertidas es “cadaver”, que el erudito obispo cartagenero acreditaba como un acrónimo de “caro data vermibus» es decir, “carne dada a los gusanos.”

Es paradójico que la etimología, que no es, etimológicamente, sino la ciencia de la verdad, se preste tanto a fantasías e invenciones. Eso es algo de lo que ya nos avisaba el Diccionario de Autoridades, a finales del XVIII, cuando, bajo la entrada de “etymología”, nos prevenía diciendo que “muchos reciben engaño en las etymologías”.

Pero en general siempre hay un punto de verdad en las fantasías acronímicas. Por ejemplo, si bien carece de fundamento la idea de que la autoridad de los monarcas pudiese extender en algún momento historíco permisos para la fornicación de sus súbditos, no es menos cierto que la Iglesia sí lo hacía, en cierto sentido. En la Edad Media europea, la prohibición religiosa para realizar actividades sexuales en determinados días del calendario, formalmente vetaba no menos de 195 días al año para holgar con el cónyuge, como ha explicado en alguna ocasión un medievalista tan autorizado como Alessandro Barbero (Pascua Florida y de Resurrección, domingos y fiestas de guardar, Cuaresma…) Ahora bien, esa tremenda limitación se suavizaba en el grado deseado mediante el correspondiente óbolo o la pertinente obra de caridad. 

Así que en la práctica, la prohibición eclesiástica era papel mojado, como ocurre con muchas leyes innecesarias e incoercibles. A ellas se aplica una expresión que los italianos (ese pueblo martirizado por un océano de normas absurdas) pronuncian a menudo con naturalidad: “non si può fare ma si fa ugualmente”. Como supongo que ocurrirá con la norma británica que ha suscitado este post.

El corazón y la cartera.

A un personaje periférico le preguntan por su postura en relación a una espinosa cuestión territorial. Responde que tomaría una decisión el corazón, pero bien distinta con la cartera. Y que seguramente mandaría la cartera.

Pues esta es una estupidez que define nuestra barbarie moral. 

El corazón se tiene o no se tiene. Y si se tiene, no se puede desconectar a voluntad.

Quien cínicamente afirma tener el corazón a la izquierda pero la billetera al otro lado, en realidad ya no tiene el corazón en ningún sitio.

Together We Rise.

CONFINARON a la gente, y la gente se puso a hacer pan. 

El consumo de harina se duplicó desde los primeros días del confinamiento. Nos lo confirman los burócratas que llevan el control de estas cosas.

¿Una forma más de matar el tiempo, como torpemente dice algún periódico?

Ni mucho menos. 

Hacer pan en casa es, antes que nada, un rito propiciatorio.

Hacer pan en casa es una liturgia, un sacramento laico. Es una práctica religiosa en un sentido estricto y etimológico, pues nos vuelve a vincular, a religar con nuestro yo interior, tan tristemente alienado por tanto miedo y tanta ansiedad. . 

Hacer pan en casa, amasar y hornear nuestro propio pan, es una insuperable terapia, tal vez la más apropiada en estos procelosos tiempos en los que el mundo exterior se ha hecho peligroso y poco confiable. Apelando a los cinco sentidos, hacer pan en casa nos devuelve a nuestro propio ser. Es una forma sensorial, simple y eficiente de llevar a cabo una terapéutica mindfulness.

Esto no son especulaciones mías. En 2017, un grupo de psiquiatras británicos del Bethlem Royal Hospital de Kent organizó para los enfermos mentales un curso de seis sesiones para aprender a amasar y hornear pan. El resultado fue extraordinario en términos de reducción de la ansiedad y creación de sentido de la realidad entre los pacientes. Aquel estudio formaba parte de un movimiento surgido en 2013 en el Reino Unido (Together We Rise) orientado a promover las virtudes terapéuticas de la preparación doméstica del pan. De algún modo, lo que ha ocurrido durante este extraño confinamiento planetario, es la mejor prueba de que esas iniciativas iban por buen camino.

Pero es que el pan es mucho pan. 

No hay objeto material más prominente que el pan en el imaginario de Occidente.

En el poema de Gilgamesh, el ancestral héroe mitológico Erkidu, se asombra al descubrir el delicioso sabor del pan, él que hasta entonces solo conocía la leche ordeñada de las fieras y el acre gusto de las hierbas salvajes.

Para los antiguos griegos, lo que definía al verdadero ser humano no era otra cosa que el hecho de alimentarse de pan. Así nos lo explica Homero. El fuego que Prometeo arrebata a los dioses para entregarlo a la Humanidad sin duda estaba destinado a encender los primeros hornos panificación. Para Anaxágoras, el hombre en cierto modo estaba hecho del pan que comía, lo que a su vez le sugería al filósofo presocrático la idea de la unicidad última de la materia para explicar, en clave fisicista, la diversidad del mundo.

La milagrosa conversión del grano en delicioso alimento era el mejor ejemplo del dominio de la especie humana sobre la Naturaleza. Por eso llamaban los griegos al pan “artos”, con el significado de ajuste preciso o composición exacta, utilizando un derivado del verbo ararisko, ajustar.

Porque, ciertamente, hacer pan es un prodigio de equilibrio. La creación de una masa perfecta exige, entre otras muchas cosas, que quien la prepara obtenga un balance exacto entre elasticidad y extensibilidad, dos factores que a su vez se corresponden con las dos proteínas que forman el gluten del trigo, la glutenina, que es la responsable de la cualidad elástica de la masa, y la gliadina, que es la responsable de su capacidad para ser estirada. Estas dos proteínas, interactuando sutilmente, son las que permiten que la masa de pan pueda ser estirada sin desgarrarse. Todo un punto de partida químico para una cierta reflexión antropológica o incluso moral. O poética. Equilibrio era también lo que veía la medicina galénica en el pan, pues se pensaba que este era el único alimento en el que estaban en perfecto balance los cuatro principios básicos cuyo desajuste determinaba la enfermedad del cuerpo, es decir, lo seco, lo húmedo, lo frío y lo caliente, que a su vez se relacionaban con los cuatro elementos físicos que se concebían en aquellos tiempos como principios naturales, o sea, la tierra, el agua, el aire y el fuego.

Tal vez por su condición de milagrosa hazaña de la más refinada tecnología humana, el pan se convierte en un objeto mítico, con un puesto central en la historia de las religiones y en la vida social. El pan es el primer artefacto que aparece en el Génesis, cuando Yahvé menciona la necesidad de ganarlo con el sudor. A partir de ese episodio bíblico, el culto al pan es una constante en el mundo judeocristiano. Desde los Salmos al Padre Nuestro. 

Padre es por cierto una palabra vinculada etimológicamente con el pan, a partir de la raíz indoeuropea pa-u, con el significado de protector o responsable de la custodia.

Jupiter, pita, pater, padre, pasta, pasto, pastor, sátrapa, bajá…todo nos lleva, cuando menos etimológicamente, a pa-u y al pan.

Cuando yo era niño, recuerdo que ante un pedazo de pan caído al suelo en casa, era de rigor recogerlo y besarlo, como si fuese un objeto religioso, que es, después de todo, lo que realmente era. El pan no solo comparte la sacralización del hogar, sino que en cierto modo lo define. Nuestro hogar es allí donde comemos nuestro propio pan, el pan nuestro de cada día. Por eso Dante habla de la tristeza de tener que comer otro pan distinto, como metáfora del forzado exilio. Lo mismo que el Ricardo II de Shakespeare que nos dice que ha conocido también «the bitter bread of banishment«.

Y en conexión con su significado mítico y religioso, el pan se convierte en el más poderoso referente de la vida social y política. Los faraones egipcios distribuían generosamente pan entre sus súbditos para acrecentar su autoridad y prestigio. Lo mismo hacían los emperadores romanos, quienes entregaban graciosamente pan a la plebe como una forma de subsidio, el llamado panis civilis o panis cibarius. También se entregaba pan a cuenta del emperador en las gradas de los recintos donde se celebraban espectáculos: era el panis gradilis, que ha dado lugar a la expresión panem et circenses (y a su versión carpetovetónica “pan y toros”).

Y en Roma, como en toda Europa el poder estaba condicionado por la capacidad de proveer de pan a los súbditos. Si las naves frumentariae, cargadas de harina siciliana o africana no llegaban a tiempo a Ostia, la agitación social en la Urbe era inevitable y peligrosa. Como lo fue la carestía del pan previa a la Revolución Francesa, cuando, según acendrada leyenda urbana, María Antonieta aconsejó a las masas rebeldes que comiesen brioches ante la imposibilidad de comer pan. Anotemos, por cierto, que la palabra inglesa “Lord”, con el sentido de dominador o amo, no significa etimológicamente sino “dueño de las rebanadas”, loaf ford, haflord…lord. Es todo lo mismo, ya sea en Roma, en París o en York.

Lo cual me lleva a evocar otro de los acontecimientos que podemos imputar al confinamiento, a saber, la aceptación generalizada de una renta universal o subsidio mínimo. Hay algo en esa medida, a todas luces necesaria, que nos evoca a esos panes sabiamente distribuidos con fines propiciatorios por los faraones o los augustos. Es un forma moderna de panis civilis, y evoca la “Conquista del Pan” que el príncipe anarquista veí como motor de la revolución (“la anarquía solo está a tres comidas perdidas de distancia” reza un sabio apotegma político).

La renta básica universal es el paracetamol que se estaba haciendo indispensable en una sociedad cada vez más inflamada por la injusticia social y el desamparo de los que nada tienen ni esperan. En cierto modo, esa renta universal, heredera de aquel panis civilis de Roma, puede aliviar el malestar psicológico colectivo que nos aqueja, de la misma manera que amasar pan ha aliviado el malestar psicológico de millones de personas durante estos meses de confinamiento. Y durante toda la Historia. Together we rise, sí, y los duelos con pan son buenos (buenos, no menos) como nos dijo Sancho y como sabe Sánchez…

El corazón de un mundo sin corazón.

Unos arqueólogos parecen haber encontrado estos días unos residuos de alucinógenos en los restos hallados en un antiguo templo de Tel Arad, al sur de Jerusalén. Es un hallazgo que se diría confirma los vínculos entre el fenómeno religioso y la promoción mediante químicos de estados alterados de conciencia. 

Basta repasar la historia de la Humanidad, para constatar esa relación entre la experiencia religiosa y los alucinógenos, desde el soma védico hasta el kava de Fiji, pasando por el maná judío, el loto de los griegos, el vino báquico, la ayahuasca, la ganja jamaicana, las arguilas de los derviches, los vapores tóxicos de Delfos, o las tormentas interiores de endorfinas o endocanabinoides que induce el ayuno extremo o las disciplinas autoinfligidas…

Muy a menudo la religión establece alianzas con química. Y en todo éxtasis religioso se atisba de un modo u otro la sombra de la psicodelia.

¿Se refería a esto Marx cuando decía que la religión es el opio del pueblo?

Para empezar, Karl Marx no dijo exactamente lo que usualmente se pretende significar con esa cita.

El párrafo en el que figura la idea es más largo y transmite una idea un tanto diferente de la interpretación habitual.

Ocurre que el opio y los opiáceos, especialmente en la época en la que escribía Marx, se veían más bien como eficaz medicina contra el sufrimiento físico que como sustancia puramente estupefaciente o alienante. Aún faltaban décadas para que este tipo de sustancias psicotrópicas adquiriesen la mala prensa que tienen en nuestros días (recordemos que Nietzsche era adicto al láudano, un opiáceo después de todo, lo mismo que le ocurría Freud con la morfina o la cocaína). 

Marx veía tanto en el opio como en la religión no tanto un veneno, sino un cierto alivio para el sufrimiento humano en un mundo sin piedad. La crítica marxista a la religión no es tanto una crítica a la religión en sí misma, sino a los factores objetivos que obligan al hombre a refugiarse en el consuelo de la espiritualidad. Todo esto se entiende mejor si se lee el fragmento completo escrito por Marx en Zur Kritik der Hegel’schen Rechts-Philosophie. Ahí se dice:

La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón en un mundo sin corazón y el alma en las condiciones desalmadas. Es el opio de las gentes.

Propiamente, no fue Marx quien imputó a la religión una función social alucinógena; esa es más bien una idea casi de sabiduría convencional que encontramos en no pocos pensadores anteriores y posteriores al barbudo teutón, desde Lucrecio a Bertrand Russell.

Se puede mencionar, a modo de ejemplo, el poderoso reproche que la Juliette de Sade (en una novela que es un probado precedente de toda la crítica social del XIX) le hace al rey de Nápoles, y cuya referencia literal al opio es quizá, mira por dónde, la que inspirase la célebre y mal interpretada frase marxiana:

Tu redoutes l’oeil puissant du génie, voilà pourquoi tu favorises l’ignorance. C’est de l’opium que te fais prendre à ton peuple, afin qu’engourdi par ce somnifère, il ne sente pas les plaies dont tu le déchires.”