Desacoplar

Mientras nos nutrimos con una deliciosa dorada a a sal que me ha salido perfecta, Marta me pregunta respecto a algo que ha escuchado decir en la radio cierto prebostillo periférico de cuyo nombre no quiero acordarme.

Al parecer, el prebostillo afirmaba, con esa convicción que solo muestran los muy ignorantes, que la solución al problema del coste de la electricidad es tan obvia como “desacoplar” el precio del gas, es decir, que se paguen las energías renovables a un precio más reducido que el de las energías no renovables. “¿No es acaso una injusticia que se pague a todos la energía al precio más caro del mercado?”. 

Este asunto epitomiza la ceremonia de la confusión y la demagogia en la que se mueven los medios de comunicación y los políticos. 

Eso de “desacoplar” y pagar cada tipo de energía a un precio, puede parecer una obviedad, pero no es más que una majadería.

El mercado eléctrico es una cosa muy seria y muy especial. No puede ser un mercado similar al de otras materias primas. Si se dejase ese mercado al albur de los mecanismos ordinarios de oferta y demanda, el desastre sería descomunal, pues muchos días faltaría electricidad para el sistema socioeconómico (con las consecuencias obvias) y otros días sobraría electricidad producida (lo que sería otra forma de desastre; desastre por ejemplo para las centrales nucleares que necesitan “sacar fuera” toda la energía que producen, so pena de significativos y peligrosos inconvenientes técnicos). Recordemos al respecto que la energía eléctrica no se puede almacenar, por lo que no es posible recurrir a unos imposibles “almacenes” de electricidad para solventar desajustes entre oferta y demanda.

Por ello, el mercado de electricidad exige la existencia de un regulador institucional, a ser posible multinacional, que estime con precisión las necesidades de cada día y se las comunique a los productores, para que estos hagan sus ofertas de cantidad y precio de cara al día siguiente. Y para que en ese día se produzca exactamente la energía necesaria, ni más ni menos.

Comprensiblemente, el precio más caro lo solicitarán siempre los que fabrican electricidad de forma “clásica”, mediante carbón o gas natural.

El coste “marginal” de las centrales eólicas, solares o nucleares es mínimo. Los verdaderos costes de esas centrales alternativas son sobre todo los fijos, esencialmente derivados de la amortización de las enormes inversiones de creación de sus sistemas.

Siendo así que el precio más caro es el de las centrales de carbón y gas, cabría pensar que bastaría con pagarles a ellas ese precio y a las otras formas de energía pagarles mucho menos. ¡Qué bien y qué fácil!

Pero el hecho es que las empresas que invierten en energías alternativas esperan y exigen que su electricidad se pague como cualquier otra. Faltaría más. Han hecho sus cálculos de costes y precios en función de esta premisa elemental. Si el “gran comprador” insiste en pagar menos por la energía “limpia”, estará expulsando del mercado a este tipo de empresas y estará evitando que entren nuevos operadores de energías alternativas. Con ello, no solo se estará contrariando lo previsto en los planes contra el cambio climático, sino que se estará aumentando la demanda de energías “sucias”, y esto implicará que su precio…¡subirá!. 

O sea, con esta historia del “desacople”, se obtendría un resultado desastroso por partida doble: no se habrá ahorrado nada, sino todo lo contrario, y además se empeorará la perspectiva respecto al cambio climático.

Sinceramente pienso que todo esto es fácil de comprender. Al igual que también es sencillo de entender que cuando se dice con fingida resignación que el mercado eléctrico es “marginalista”, se está dando erróneamente a entender que se trata de un mercado “raro” o artificioso, en el que tiene lugar el sin sentido de pagar a todos el precio más caro. 

En realidad, todos los mercados son, en cierto sentido marginalistas. Si en una subasta de pescado, en la lonja del puerto, un comprador empieza a comprar los langostinos para una boda al precio X, todos los pescadores querrán cobrar ese mismo precio por sus langostinos, independientemente del coste alto o bajo que les haya supuesto su captura. 

Sí, señor. Todos los mercados transparentes son, intrínsecamente marginalistas, y no tiene sentido utilizar esa palabreja para sugerir que el mercado eléctrico es “injusto”.

En fin, que lo “desacoplar” el precio del gas es un disparate más entre los muchos que escuchamos cada día.  Un disparate similar al de los que sostienen que la guerra en Ucrania ha tenido como consecuencia la escasez del aceite de girasol y su consiguiente aumento de precio…Pero ¡Por dios! ¡si la cosecha de girasol se hace en Otoño y no se ha reducido ni en una botella las existencia de este aceite en almacenes por mor del conflicto ucraniano! 

Si falta aceite de girasol en los supermercados será por los infames artificios especulativos de los propietarios de la distribución, pero no porque hayan entrado los rusos en Ucrania.

Así estamos con todo. Y pensándolo bien, creo que la solución, sí que está en el desacople.

Debemos desacoplarnos todos de los medios de comunicación sensacionalistas y de los políticos poco instruidos.

Desacoplarnos por completo.

Tell me where is fancy bred…

Recibo un mensaje de una amiga que vive en Amsterdam. Su mensaje habla de recuerdos y de emociones. Ella dice que los recuerdos y el corazón van en cierto modo unidos, como sugiere la etimología.

Tiene razón mi amiga al mencionar la vinculación etimológica. Recordar viene a significar, etimológicamente, volver a llevar al corazón, y por lo tanto, recordar podría ser algo así como emocionarse de nuevo.

Pero lo cierto es que, en sentido estricto, el análisis etimológico no nos permite realizar esta vinculación tan lírica. 

Activar o usar la memoria es, desde luego, volver a llevar al corazón en muchos idiomas. Los franceses, para indicar que algo se sabe de memoria, dicen saberlo “par coeur”, esto es, por el corazón. Los ingleses también dicen lo mismo con la expresión by heart. Hasta en la lengua árabe encontramos la misma idea; يحفظ عن ظه, (ean zahr qalb), es la expresión árabe equivalente a “de memoria” y puede traducirse literalmente como “de vuelta al corazón

Por supuesto, también tenemos en español una bella expresión– desusada–con el mismo sentido. Me lo se de corome lo se de memoria-decían nuestros abuelos.

Sin embargo, la vinculación del recuerdo con el corazón solo tiene que ver con la idea ancestral según la cual el corazón era la sede del pensamiento, del espíritu. Y es esa idea antiquísima es la que está detrás de la relación etimológica que nos sugieren palabras como “re-cordar”. 

Hace más de dos mil años, Platón ya proclamaba que el corazón era la sede de las emociones, aunque aceptaba que tal vez las ideas se generaban en el cerebro. Por su parte, Aristóteles había dejado dicho en la misma época que el corazón era el órgano central de la vida, el origen de todo placer y dolor. 

Los pensadores medievales matizaron algo las ideas del Filósofo , y sostenían que si bien existía algo inmaterial como el espíritu, ese “algo”, requería del corazón para transmitirse físicamente por el cuerpo, por lo que en realidad seguía siendo válida la idea de que el alma o el pensamiento y el corazón estaban vinculados . 

Más tarde, gracias primero a Vesalio y más tarde a Harvey, empezó a entenderse el sentido del corazón como músculo capaz de bombear la sangre, pero no necesariamente las ideas. Comenzaba entonces a tomar el relevo el cerebro, en cuanto a “fábrica” del pensamiento y también de las emociones. 

En el Mercader de Venecia, cuando Bassanio está a punto de hacer la trascendental elección de estuches a fin de conquistar el amor de Porcia, se escucha al fondo una canción que dice: “¡decidme de dónde viene mi capricho de amor! ¿Es del corazón o es de la cabeza?” (“Tell me where is fancy bred…or in the heart, or in the head?

Los pensadores del XVII, como Hobbes o Descartes, ya tenían muy claro que las ideas y también las emociones podían, sí, influir en el corazón, pero no se generaban ahí, sino más bien en algún lugar del cerebro (para Descartes, en la glándula pineal, curiosamente, lo que no es del todo absurdo, pues la medicina moderna nos dice que la glándula pineal puede influir en las secreciones de la glándula pituitaria, que a su vez produce las hormonas sexuales).

Pero la ancestral vinculación entre el pensamiento y el corazón no perdió arraigo. Incluso algunas mentes egregias se obstinaban en seguir atribuyendo un papel estelar al corazón: “le coeur as ses raisons que la raison ne connaît point”, decía Pascal, quizá más bien en un sentido metafórico o poético.

Por ello, independientemente de los avances en el conocimiento anatómico, el lenguaje siguió refiriéndose al corazón como el lugar de las ideas. Por eso, recordar algo siguió siendo equivalente a activar de nuevo el corazón, es decir, el espíritu, en relación con alguna cosa. «De corazón» siguió valiendo por “en la mente”. Un curioso y claro ejemplo es la expresión francesa “dîner par coeur”, que no significa sino saltarse una comida, es decir, comer solo con la mente.

De modo que recordar, aún desde una estricta visión histórico/lingüistica, solo viene a ser algo así como llevar de nuevo algo al espíritu, sin más.

Sin embargo, lo cierto es que recordamos sobre todo aquello que nos ha conmovido. Lo que no nos emociona tiende a diluirse en el tenebroso olvido con mucha mayor facilidad que aquello que nos ha tocado de verdad el corazón. Parafraseando a Nietzsche, lo que nos hace dichosos tiene vocación de eternidad. Quizá también lo que nos hace infelices.

Por lo tanto, aquí tenemos otro caso de la maravillosa virtualidad de la etimología para darnos pistas sobre la verdadera esencia de las cosas. 

Mi amiga, con su mensaje enviado desde un Amsterdam en el que ya se adivina la orgía floral de la primavera holandesa, tiene toda la razón del mundo. El recuerdo y el corazón irán siempre de la mano. Felizmente.

Dos Palabras.

Las pancartas de las manifestaciones constituyen un verdadero género literario. 

Algún día trataré recopilar algunos de los mejores ejemplos. 

Empezaré, tal vez, por esa deliciosa pancarta que apareció el pasado 8 de Marzo; tan solo decía: “Neruda, cállate tú”. 

Sublime.

Otra obra maestra es la que apareció hace unos días en una manifestación en Moscú contra la censura. Era simplemente una pancarta…en blanco…completamente en blanco.

No se puede decir más con menos.

Todo un milagro semiótico.

Y otra magnífica pancarta la ha mostrado una mujer entrevistada anteayer en una plaza de Moscú. En su cartel solo se leía: “dos palabras” (dvie sloba), con lo que obviamente se hacía entender el ya clásico “no a la guerra” (niet voinie) sin incurrir con ello, formalmente, en violación de la censura.

Pero de poco valió el subterfugio pues, tan pronto como la mujer mostró la pancarta a un periodista occidental, fue capturada por la policía.

Supongo que también capturó la policía a la persona de la pancarta en blanco. 

Lo que pasa es que no acabo de ver cómo habrán de imputar a esa persona los sicarios judiciales del régimen neozarista. Después de todo, no dijo nada.

Armagedón.

Mi amigo me dice que ya estamos en el genuino Armageddon: vino la peste, creció el expansionismo chino, apareció el riesgo de la tercera guerra mundial y para colmo, subió la gasolina a 2 euros el litro.

Pues tiene toda la razón, quizá sin saberlo. Porque en el libro del Apocalipsis, el alucinado autor profetiza sobre cuatro jinetes que acabarán con el gobierno humano sobre el mundo. Cada uno de esos jinetes es una horrorosa catástrofe para los humanos. El primero es la guerra. El segundo es la expansión o conquista de los imperios. El tercero es la peste…¿Y el cuarto?…Pues el cuarto jinete del Apocalipsis es justamente la inflación.

A este último jinete, nos dice el autor bíblico, lo vio no con una espada, sino con una balanza en su mano (símbolo del comercio y el peso de las mercancías) y adivinó que con el poder de esa balanza el jinete fijaría el precio de un denario por una medida (un choenix) de trigo y tres denarios por una medida de cebada. Esto, según me he informado, equivale a un 700% de incremento sobre los precios de estos cereales en los tiempos en los que el flipado de Patmos escribía.

Curioso ciertamente. Alguno habrá que, al saber esto, pensará que el autor del último libro del Nuevo Testamento contiene fascinantes profecías. Y no digamos si además se entera de que en ese mismo libro del Apocalipsis se menciona también una terrible lluvia venenosa de ajenjo que Dios envía como castigo a los hombres. Y resulta que en ucraniano, ajenjo se dice precisamente chernobil (o más bien chornobil, pero aceptemos que la profecía está bien traída, pese al error vocálico). 

En fin, contemos con que el valor profético de Juan de Patmos se quede en su enumeración de las obvias lacras de la Humanidad, incluida la inflación, y la curiosa coincidencia sobre el ajenjo y esa malhadada central nuclear que estos días vuelve a estar de actualidad.

Al fin y al cabo, el hombre lleva temiendo el fin del mundo, de forma continuada a lo largo de los últimos dos mil años. 

Y por ahora, parece que estamos sobreviviendo.

Incluso con una odiosa guerra a las puertas de casa. Y con la gasolina a dos euros el litro.

Le nationalisme c’est la guerre.

En Rusia, según me dicen, se aprecia ahora un abrumador apoyo popular a la invasión de Ucrania. En el resto del mundo, se produce exactamente lo contrario.

Llama la atención esa práctica unanimidad en cada uno de los dos lados del conflicto. ¿Cómo es posible? ¿Acaso no hay personas lúcidas, equilibradas, pacíficas y honradas en todas partes? ¿Acaso la mayoría de los seres humanos no consideran la guerra como la peor de las catástrofes? ¿Puede ser que no se sepa que, según la Historia enseña, todo conflicto bélico acaba siendo nefasto para todos?

La respuesta al enigma es la idea de nación, o si se quiere, la idea de nacionalismo, ese virus infame que campa a sus anchas por el planeta desde hace milenios y que puede llegar a infectar a todos, incluso a los más sensatos.

Me apetece dar un simple ejemplo de este odioso poder de la idea nacionalista. 

En Julio de 1914 el Imperio AustroHúngaro rechazó la respuesta de Serbia a su ultimatum (el ultimatum abusivo de quien busca la guerra y cuyos términos inicuos estaba aceptando Serbia en su práctica totalidad). Ese rechazo equivalía a la declaración de una guerra local que acabaría siendo casi planetaria, cuando Prusia, Rusia, Francia e Inglaterra se incorporarán al terrible conflicto, para hacer valer sus respectivas alianzas.

Pues bien, al tener noticia del rechazo del ultimatum, Sigmund Freud, austriaco de nacimiento y residente por entonces en Viena, declaró que celebraba esa virtual declaración de guerra y que por primera vez «se sentía orgulloso de ser austriaco» (y no parecía importarle mucho que sus dos hijos fueran reclutados para ir al frente ruso y jugarse la vida en las trincheras).

Ciertamente, Freud no tardó en cambiar de opinión y sentir una profunda desilusión por la guerra. Pero, ¿como entender esa primera reacción, en el verano del 14, en un personaje de su talla intelectual?

Einstein, que ya por entonces abogaba por una sociedad de naciones que aboliese los conflictos bélicos, se preguntaba también por qué diablos resultaba “tan fácil que los hombres se entusiasmen por la guerra”.

Un Freud más maduro, y ya arrepentido del entusiasmo belicista de primera hora, llegó a pensar que la respuesta al enigma era que en el alma del hombre coexiste un instinto de unidad y preservación con otro instinto de odio y destrucción.

Quizá le faltó a Freud vislumbrar, como sí lo hizo Mitterrand con su célebre frase lapidaria en Estrasburgo, que no hay nada que desate el instinto bélico y destructivo como la terrible y fatal idea de nación. Una peste frente a la que casi ningún humano parece ser inmune.

Las Palabras y los Aullidos

Al parecer, en estos oscuros días, en Rusia no se puede pronunciar la palabra guerra. Al menos no en relación con la cruel guerra desencadenada contra el país vecino. 

Prohibir las palabras es la prueba ácida del totalitarismo. Cualquier otro atentado contra la libertad puede ser mas o menos discutible, pero quien pretende controlar el lenguaje ya no deja lugar a dudas.

Así que boiná, guerra, se ha convertido en palabra controlada, en palabra tabú. 

Y el grito de esos manifestantes que se atreven a jugarse quince años de cárcel en Rusia es precisamente ¡niet boinie!, ¡no a la guerra!

El ruso boiná (o biinie en ucraniano) es una palabra interesante. Su etimología es confusa.  Hay más de diez hipótesis diferentes en los diccionarios rusos, a cuál más dudosa. Pero yo me inclino por pensar que en última instancia, boiná tiene relación con la interjección rusa “¡boi!, que significa aullido, grito animal. Esto nos evoca nuestro adjetivo “feroz”, es decir, propio de las fieras; un término que están utilizando apropiadamente los periodistas cuando hablan de los actuales combates en Jarkov o las afueras de Kiev.

Pero en la mayoría de los idiomas europeos no encontramos nada relacionado con este muy exclusivo boiná ruso y sus parientes eslavos. Es como si el lenguaje también hubiese levantado un telón de acero lingüístico. 

A este lado del telón usamos términos relacionados con el protogermánico “werza”, que es el ancestro del inglés war, de nuestra guerra, del italiano guerra o del francés guerre (curiosamente, en las lenguas romances se optó por recurrir a términos de origen germánico y renunciar al bellum latino, debido a su inapropiada similitud con bellus, bello, como ya lo entrevió San Isidoro, y como lo reafirma Corominas catorce siglos después). 

Y no hay en estas palabras germánicas o romances ningún rastro de la idea eslava de “aullido”. Más bien la connotación aquí es de “perplejidad”, “desconfianza” o “confusión”, pues werza puede remitirse al protoindoeuropeo “wers”, con la idea de mezclar caóticamente, de confundir (de aquí las palabras inglesas worse o wrong; o el verbo alemán verwirren que significa crear confusión, o el latín vulgar versura, mezcla de desperdicios, de donde viene nuestra basura; curioso este parentesco etimológico entre lo bélico y la suciedad ).

En fin, ciertamente, yo veo pleno sentido en ambos enfoques etimológicos. 

La guerra es, en lo material, un aullido colectivo terrible, como quieren verlo las lenguas eslavas.

Y la guerra es también, en lo no material, como quieren verlo otras familias linguísticas, una apoteosis de la mentira, una generalizada confusión, un puro retorcimiento de la verdad (por cierto que el griego polemos, guerra, puede tener relación con el verbo poleo, retorcer).

Por eso empecé este textito diciendo “al parecer”. 

Y no se siquiera si hice bien. 

Porque en la guerra, cuya primera víctima se dice con razón que es la verdad, nada es lo que parece.

En la guerra, casi todas las palabras pierden su significado, silenciadas por los aullidos de dolor.