Judas.

En la antigua Roma se matizaba lo que nosotros llamamos unívocamente traición. Por un lado estaba la proditio, que era esencialmente la violación de un secreto. Proditio venía de prodare , es decir, pro dare, ofrecer algo al prójimo; información primariamente. Por otro lado estaba la traditio, que estaba más vinculada al cambiar de mano las cosas que a desvelar las informaciones. La traditio era la violación de un compromiso de lealtad respecto a un objeto o un ente. Por ejemplo, si un general asediado en una ciudad entregaba el enclave al enemigo, estaba haciendo una traditio de las llaves encomendadas, y por añadidura una traición.

En estos tiempos se está hablando mucho de traición, en los dos sentidos que en Roma se le daba al concepto; la traición de los graves secretos que se divulgan ya sea desde las más bajas cloacas del estado o desde los más elevados tálamos; o la traición de quienes rompen su compromiso de lealtad y abandonan a sus electores o a las formaciones políticas que les encumbraron.

Son tiempos de Judas, por lo tanto. Porque Judas (si nos olvidamos de Tarpeia y de Bruto) es el primero y principal de los modelos de traidor. Y en Judas se reflejan muchos de los traidores de los que hablan los medios. 

El modelo de Judas nos enseña que entre el traidor y el traicionado siempre debe existir o más bien preexistir una relación de amor. Judas fue el único apóstol al que Jesús llamó amigo (a ninguno más). Y en los Evangelios se nos dice que Judas era «querido» por su maestro.

El mismo icono del beso de Judas, con el que el apóstol entrega a Jesús, después de haber informado oportunamente a los romanos sobre su localización (proditio y traditio combinadas), es el símbolo perfecto de la relación amor/odio inherente a toda gran traición. Esto hace fascinante la figura de los grandes traidores.

¿Han de ser bienvenidas estas traiciones que estamos viviendo? ¡Quién sabe! La traición de Judas, desde luego, se supone que cumplía un papel indispensable en el plan divino. En los Hechos de los Apóstoles, Pedro subraya que la actuación de Judas es requerida porque «era preciso que se cumpliesen las Escrituras«. Esto a su vez planteaba a los teólogos medievales un rompecabezas filosófico: si Dios había planificado la traición de Judas, y lo había hecho para bien del hombre…¿qué culpa podría tener Judas respecto a sus actos? 

El puzzle lo resolvió el gran Abelardo que en sus Conferencias distingue entre el «actuar bien» (es decir, el «bene«) y el hacer una buena cosa (es decir, el «bonum«). Puede existir «bonum» sin que se de el «bene». Esto es, se puede hacer algo bueno en sí mismo, pero actuando mal.

Ingenioso ¿no es cierto?

Pues quizá podríamos aplicar la doctrina de Abelardo a lo que está ocurriendo. Todas estas traiciones, delaciones, ruptura de deslealtades, desvelación oportuna de secretos con fines chantajistas, que estamos viendo, son en sí mismas actos repugnantes. No son «bene«.

Pero a mi me gustan. Porque tal vez sean «bonum«, en el sentido de que acaben siendo un factor principal de la necesaria catharsis. Y puede que, al igual que el arquetipo de Judas, nos impulsen a reflexionar sobre el Mal y su lenta interiorización, tanto en las personas como en las organizaciones y en las sociedades democráticas.

Todos estos Judas, proditores y traditores, acaso nos ayudan a reencontrarnos con la parte oscura que llevamos dentro, y a metabolizarla adecuadamente, tanto en el plano individual como en el colectivo

Influencers.

De repente, estamos rodeados. Rodeados de influencers…

Son personajes que al parecer determinan valores, pautas de consumo, criterios generales…

Están sustituyendo a la publicidad convencional. O en todo caso están fusionándose con ella.

¿Es algo inocuo esta extraña ubicuidad de personajes que no parecen tener (salvo excepciones) otra virtud que una inexplicable capacidad para atraer la atención y el seguimiento de multitudes?

Evidentemente, no. No es inocuo este estallido de modelos no ejemplares. 

Porque la influencia del influencer es, por decirlo así, irracional. De modo que la cultura de los influencers es también la cultura de la irracionalidad. Los criterios y los valores que ellos establecen no tienen otro fundamento que ser los suyos propios. Y por ello mismo no pueden ponerse en cuestión ni refutarse. Tienen followers en sus redes sociales como los profetas tenían fanáticos tras de sí. Y, salvo excepciones, son tan farsantes como los falsos profetas de siempre.

Hasta la palabra influencia nos da la pista del desastre que se avecina con esta eclosión de los irrelevantes conduciendo a las masas. Porque influencia es palabra originalmente astrológica (como lo es desastre, o revolución, o sideral, o ángulo, o tantas otras). 

La «influence», en la jerga de los astrólogos y ocultistas provenzales era la emanación que provenía de las estrellas e influía en el carácter y el destino del individuo. 

Obviamente, pensaban los astrólogos, si los astros determinaban la vida, debería existir algún vehículo que canalizase esa determinación. Así que pensaron en que tendría que existir algo así como una sustancia vaporosa y fluida que permitiese a Marte, Jupiter o el planeta que fuera, influir sobre la persona.

ALa deleznable cultura de los influencers es puro ocultismo, en cierto modo. Lleva en sí misma un aviso de un nuevo peligro global, y revela que, de alguna manera, estamos recreando una especie de nueva Edad Media, volviendo a aquellos tiempos en los que la educación, la cultura y los valores se basaban tan solo en la lectura de las colecciones de exempla. Pero esos ingenuos exempla eran mucho más edificantes que lo que cuentan en sus vídeos los influencers al uso, me parece a mí.

Ad Astra.

Se diría que cada vez que el ser humano trata de extender su mirada hacia adelante, sobrepujándose a sí mismo, acaba volviendo a lo más remoto de sus origenes. Este recorrido circular parece darse en todos los ámbitos, desde el arte contemporáneo, que en tantos aspectos se siente primitivista, hasta la organización social, que aspira a hacernos más libres, más sabios y más felices insertándonos en complejas redes de comunicación, siendo así que nos hace tan siervos, ignorantes y superficiales como lo fuimos en los peores momentos de un lejano pasado. O quizá más.

También la literatura o el cine muestran este enorme peso gravitacional de las raíces. Ese peso que lleva al creador hacia lo más profundo del fenómeno humano, justo cuando cree estar lanzando su creación hacia lo futuro y desconocido.

Hace unos seis años, se estrenó Gravity, una muy premiada película de ciencia ficcción que parecía querer transportarnos hacia el lírico mundo de la conquista espacial, pero que en realidad, se centraba en el drama intemporal de la maternidad y nos mostraba, acaso como lo hubiera hecho el mismísimo Eurípides, a una mujer anímicamente anclada, igual que un satélite en órbita gravitatoria, en la tragedia irreparable de la pérdida de su hija. 

Más aún, en Gravity, el relato cumplía con todos los requisitos que Campbell y Propp identificaron en las narraciones que venimos escuchando y transmitiendo los humanos desde el neolítico: la llamada de la aventura, los compañeros del viaje, el trayecto más allá de las fronteras, la pérdida de toda guía, la aparición del monstruo o enemigo insuperable, el sabio anciano que nos aconseja, la recuperación de la conciencia y el sentido de la misión, el renacimiento, el final feliz…Todo eso, punto por punto, estaba en Gravity.

Y todo eso, punto por punto, está en Ad Astra, la recientemente estrenada película de ciencia ficción que también parece que nos quiere transportar hacia un futuro, siendo así que en realidad nos lleva directamente al patio donde jugábamos de niños.

Porque si Gravity nos mostraba el peso de la maternidad frustrada, haciendo de Sandra Bullock una especie de Niobe petrificada por la pérdida y el dolor, Ad Astra nos traslada al eterno conflicto entre padres e hijos, al llamado mito de sucesión, eso que quizá constituye el primer tópico narrativo de toda la literatura y mitología occidental. 

Hesíodo nos cuenta en su teogonía que el primero de los dioses, Urano, el dios nacido de ese bostezo cósmico que era el Caos, abusa cada noche de su esposa Gaia, y aborrece a los hijos que sin descanso va generando. Con la complicidad de su madre, el más joven, fuerte y ambicioso de sus vástagos, llamado Crono, atrapa a su padre Urano en una emboscada y lo castra, lanzando sus testículos al mar. 

Pero, ay, Crono a su vez es tan cruel con sus hijos como su padre Urano lo fue con él y sus hermanos. Y tal como sugiere su nombre, Crono solo aspira a detener el paso del tiempo y cerrar el paso a las nuevas generaciones. Por ello, devora sistemáticamente a la prole que la sufrida Rhea (la que fluje, la que menstrua) le va dando. 

Crono, sí, devora a sus hijos, con la misma sistemática precisión con la que el Tiempo mismo va devorando la vida de los mortales. Pero uno de esos hijos de Rhea, el gran Zeus, se salva del crimen parental, se esconde en Creta y un día, según nos cuentan los poemas Orficos, ese hijo, llamado a ser el Señor del Olimpo, conseguirá encerrar para toda la eternidad a su padre en la Cueva de Nix, la oscurísima caverna de la Noche, tan oscura como el espacio vacío del Cosmos.

En la nueva película, el personaje encarnado por Brad Pitt, cual moderno Telémaco, también inicia un largo viaje en busca de un poderoso padre que en realidad no amó nunca a su esposa ni a su prole, a quienes abandonó un día sin piedad. Un padre al que el hijo se ve forzado a intentar destruir y que se encuentra precisamente justo más allá de Saturno, es decir el planeta y el dios que en la mitología romana representa al griego Cronos.

Es un viaje el del Comandante McBride que, reitero, reproduce punto por punto los elementos del héroe de las mil caras de Campbell que más arriba he citado. Un viaje que culminará con el renacimiento del hijo y con el padre vagando para siempre en esa inmensa Gruta de Nix que es el espacio estelar.

Y, por si quedase alguna duda sobre la profunda vinculación de la película con uno de los conflictos más intemporales del fenómeno humano y de su transunto literario, la han dado en titular Ad Astra, lo que nos evoca el poema dramático de Seneca en el que se nos relata el descenso interior de un héroe (Hércules) hacia el infierno de la depresión y la locura, y su esforzadísimo ascenso de vuelta a las alturas de la razón. Una de de las frases del poema sintetiza de forma bellísima toda la temática del poema: «No es fácil el camino del hombre desde la tierra hasta las estrellas» («Non est ad astra mollis e terris via«). Esta frase del sabio cordobés se popularizó en el medievo bajo la forma del conocido dictum «ad astra per aspera«, «hacia las estrellas a través de las dificultades», una frase que, mira por donde, figura en el disco de oro que la Nasa incluyó en el Voyager para hacer su Gran Tour por el sistema solar, junto con otros mensajes, dibujos, música y demás testimonios de la especie humana.

Así que «Ad Astra«, nos lleva desde la Teogonía de Hesíodo a la carrera espacial, de la mano de una clave eterna del ser humano, que no es otra sino el inacabable conflicto intergeneracional.

Es una hermosa expresión latina que, remitiéndonos lo mismo a Virgilio que a Séneca, Lucano o a los ingenieros de Cabo Cañaveral, resulta por tanto una óptima elección para titular este nuevo estreno cinematográfico que, bajo la apariencia de un viaje a las estrellas, nos lleva directamente a nosotros mismos. Como toda verdadera obra de arte.

Psaht, Remez, Drash y Sod.

Tengo un buen amigo que tiene un precioso huerto, en el maravilloso sotomonte segoviano del Guadarrama, lleno de variados árboles frutales.

Mi amigo llama a su huerto fruteto, que es un término poco usado, derivado sin duda del italiano frutétto, que vale lo mismo que arboréto, es decir, huerto de árboles frutales en italiano. Lo mismo que el orchard inglés. También en castellano decimos arboreto, claro.

Me dice mi amigo, que su frutétto es su paraíso, el lugar donde se encuentra a sí mismo y, donde, paseando entre perales y manzanos, alcanza a veces a atisbar la verdad de las cosas.

Y a mí me hace gracia que diga esto, porque paraíso, en esencia, es un huerto (cerrado) de árboles frutales. Y no es menos cierto que esos árboles frutales estén relacionados con la sabiduría, más allá de aquello del Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal, de lo que se nos habla en el Génesis, sino porque frutétto en hebreo es sinónimo de paraíso, esto es «pardés» (palabra relacionada también con la lengua persa). Pero a su vez, «pardés«, en la cultura judía, es un acrónimo de los cuatro niveles de la sabiduría, entendida ésta como el conjunto de las cuatro capas posibles de interpretación de la Torah.

La primera capa interpretativa sería el nivel puramente literario o gramatical (pshat), luego estaría el nivel de las alusiones o relaciones (remez), después el nivel filosófico (drash) y, por último, el nivel de lo secreto o inefable (sod). 

Este último nivel del metafórico «jardín frutal» es el que se vincula al cuarto y último plano del conocimiento de la Torah, un nivel al que no se puede acceder por uno mismo, sino que solo se puede aspirar a recibir (kabbel, recibir) y que por ello se denomina Kabbalah…

Así que mi amigo está diciendo algo muy profundo cuando dice que su frutétto le abre las puertas a la felicidad y a la sabiduría.

Le entiendo perfectamente. Y también le entendería el menor de los cabalistas.

Lo inoportuno y lo oportuno.

En un almuerzo de este viernes, donde me senté a la mesa con gente mucho más autorizada que yo, se habló de actualidad y de política, como no podía ser de otro modo. 

Uno de los comensales se asombra del error de última hora de uno de estos «líderes» que venimos sufriendo, quien, después de mantenerse en sus trece durante meses, tiene la ocurrencia de modificar in extremis su postura y se muestra de repente más receptivo para apoyar un posible nuevo gobierno. 

Ese cambio de posición inoportuno (en el sentido más preciso de la palabra inoportuno) le costará muy caro en el futuro a ese líder y a su formación, nos dice el bien informado comensal…

Yo intervengo para subrayar que esas meteduras de pata de última hora son lo que en el mundo del ajedrez se conoce como síndrome de Kotov (en honor del gran pedagogo ruso del noble juego, en la foto), a saber, esa tendencia que todos tenemos de andar dándole vueltas a las decisiones sin saber que hacer y, finalmente, cuando ya se nos ha acabado el tiempo para actuar, ponernos nerviosos y apresuradamente «jugar la mala», cometiendo un error de bulto decisivo.

Un poco más avanzado el almuerzo, ya en los postres, otro comensal señala que conviene reflexionar sobre el hecho de que en la vida política actual da la impresión de que los datos escandalosos sobre los líderes se conservan cuidadosamente en secreto para ser utilizados justo en el momento mas oportuno. Cita como ejemplo el caso de una destacada autoridad autonómica cleptómana cuya ominosa grabación en vídeo fue conservada sigilosamente durante diez años hasta salir a la luz en el momento óptimo…

Me permito replicar para indicar que esa noción de la oportunidad en el chantaje también puede ser vista desde una perspectiva ajedrecística, y la podríamos llamar «Principio de Nimzowitsch«, pues fue este genial maestro letón quien nos enseñó algo importantísimo, a saber, que la amenaza es siempre más poderosa que la ejecución de la amenaza…

Este Principio de Nimzowitsch, al igual que el Síndrome de Kotov, se cumple siempre en la guerra limpia del tablero, metáfora de la vida.

Y, al parecer, tanto el uno como el otro también se cumplen en la feroz guerra sucia de la política.

Narcisismo de las pequeñas diferencias.

«Viajando se cambia de sitio y se cambia de aburrimiento; y se persuade uno de que la Humanidad no se diferencia más que en la manera de servir el café y en la clase de ropa interior que se usa…»

Esto escribía el injustamente olvidado Jardiel, quien no había viajado poco, ciertamente. Y algo debía saber sobre variedades de ropa interior…

Seguramente el tiempo, con la imparable globalización, le ha ido dando la razón en esto a Jardiel.

Sin embargo, también es imparable el extraño proceso de magnificación de las diferencias, que parece que va en sentido opuesto…

Cada grupo social gusta de enfatizar hasta el paroxismo lo poco, lo insignificante que le distingue respecto a los demás grupos sociales. Y emerge aquí la raíz del soberanismo galopante, de los muros, del independentismo, de las escisiones en los movimientos políticos y sociales…

Freud intentó comprender esta dinámica de desvertebración y la vinculó con una variante del narcisismo: el narcisismo de las pequeñas diferencias. Describió en detalle este enfoque en una de sus obras menos conocidas: Narzissmus der kleinen Differenzen

Tal vez se inspiró el genio vienés en el antropólogo británico Ernest Crawley que ya había notado hasta qué punto son las pequeñas diferencias las que provocan los más intensos sentimientos de hostilidad entre individuos o grupos. Individuos o grupos que no son en realidad disímiles.

No está mal recordar hoy, 80 aniversario de la muerte de Freud, esta lamentable variedad del narcisismo. Porque son tiempos de fragmentación. Tiempos de todos contra todos. Tiempos del narcisismo de las pequeñas, de las mínimas diferencias sobre las que el narcisismo levanta muros y desencandena los cismas y las escisiones. 

Pequeñas, diminutas diferencias, que, en sí mismas, apenas son más relevantes que la manera de servir el café y la ropa interior que se usa…

Huríes y Coliflores

Ya se sabe que la imprenta comenzó con la Biblia en alemán de Gutenberg. Pero la traducción impresa del Corán al latín no tardó mucho en llegar, de manos del editor suizo Johannes Oporinus.

Lamentablemente, en 1542, las autoridades de Basilea se apresuraron a prohibir esa versión impresa del libro sagrado de los musulmanes y ordenaron confiscar los ejemplares disponibles. 

Lutero protestó con energía frente a la medida censora, pues consideraba que nada mejor para descalificar el islamismo que dar a conocer y divulgar, mediante la publicación su libro sagrado, la cantidad de aberraciones que a su juicio contenía la religión de Mahoma: «¡para honrar a Cristo, para hacer el bien a los cristianos, para perjudicar a los turcos y fastidiar al diablo, liberad ese libro y no lo retengáis

Quizá, Lutero se refería, entre otras cosas, a nociones como el extraño paraíso de los musulmanes, para quienes la felicidad de los bienaventurados consistiría esencialmente en retozar indefinidamente con atractivas huríes rubias; seres que ni siquiera serían humanos, sino más bien una especie de robots o criaturas con mera apariencia de mujer (tal como se especifica en el Corán). 

Pasar la eternidad en medio de esa holganza sexual interminable con algo así como muñecas hinchables perfeccionadas puede ser, lo acepto, una idea de la felicidad completa. 

O puede no serlo, y con no menor probabilidad. 

Acaso Lutero lo intuía.

Nosotros también podemos justificar nuestras dudas. 

Bastaría pensar en el sultán otomano Osmán III, el todopoderoso señor que gobernó el imperio turco a mediados del siglo XVIII. No durante muchos años, la verdad.

Este sultán, antes de llegar al trono, había pasado la mayor buena parte de su juventud y madurez encerrado a la fuerza en el descomunal harén de Estambul, rodeado de hermosas odaliscas y exhuberantes concubinas. Y tal vez a consecuencia de esa larguísima estancia entre beldades (una estancia que se nos antoja muy parecida al cielo musulmán) este sultán desarrolló una especie de aborrecimiento hacia la mujer. 

Así es. Su rechazo hacia lo femenino era tan intenso e insuperable que decidió calzar siempre zapatos con suela de hierro, a fin de que sus pasos se escucharan desde lo profundo de los pasillos del palacio de Topkapi y les diera tiempo a las féminas a evitar cruzarse con él. Clan, clan, clan y todas salían corriendo con sus velos y tafetanes al aire…

Lutero no vivió para conocer esta curiosa particularidad de tan raro Señor de la Sublime Puerta, pues murió el reformador casi un siglo antes de que el maniático autócrata otomano naciese. De no ser así, seguro que Lutero le hubiese sacado punta al asunto. Pues bueno era él.

Aunque tal vez algún sesudo teólogo musulmán le hubiera contestado al díscolo monje agustino diciendo que en el cielo cristiano ni siquiera existiría el consuelo de esas huríes robotizadas del Jannah o jardín del edén musulmán, pues tal como se indica en el Evangelio, en el paraíso de los cristianos no hay lugar para las esposas.

Al menos eso es lo que se deduce en el Evangelio de San Marcos donde, a preguntas tramposas de los saduceos (de aquí la magnifica expresión «trampa saducea» que felizmente introdujo en el lenguaje español el astuto Fernández Miranda) Jesús aclara que en el cielo no habrá casados ni casamientos (oute gamousin, oute gamizontai), sino que todos serán como ángeles (y por tanto asexuados, añado yo). Tal cual.

O sea, que estamos prácticamente en las mismas. 

A mí no me acaba de convencer ninguna de las dos opciones. Lo digo sin pretender ser irreverente, ni mucho menos.

Y, por ello, a veces pienso que lo verdaderamente interesante es el modelo de reencarnaciones indefinidas de los hinduistas, en las que tu futuro avatar mejorará tu vida actual si es que te lo has sabido ganar con buenas acciones. 

Pero no se. Me aterra la idea de que algo salga mal y yo me acabe convirtiendo en coliflor, pongamos por caso…

Combatir y comprender.

Marta, que como casi toda su generación (menos mal) es activista y muy beligerante respecto al cambio climático, me pregunta si le puedo explicar, con sencillez, y no como siempre–»enrollándome«–una cuestión relativa al llamado efecto invernadero de los gases que emite la actividad industrial y ganadera, como el anhidrido carbónico, el monóxido de nitrógeno o el metano. En particular, ella no entiende bien por qué esos gases «dejan pasar» el calor del sol, pero no permiten que ese calor retorne al espacio. Le parece algo incomprensible.

La explicación es simple. Hay que empezar diciendo que el sol no emite exactamente calor, sino que emite radiación. Radiación en diferentes longitudes de onda, no solo la que podemos ver con nuestros ojos (lumínica) sino también radiación infrarroja que no nos es dado percibir con esos mismos ojos por estar fuera del espectro que percibimos los humanos.  

La radiación lumínica solar se convierte en calor propiamente solo cuando choca con alguna materia y estimula a los electrones que forman parte de sus átomos, haciendo que estos pasen a un estado cuántico de excitación vibratoria. Ese estado de excitación es propiamente el origen del calor, pues implica la emisión de radiación infrarroja, que es la que nos hace sentir el aumento de temperatura.

Así es: lo que nos calienta no es propiamente la luz solar que veos, por extraño que pueda parecer sino el «reflejo» que no vemos de esa luz en la superficie de la tierra (o en la de nuestro cuerpo, o en la atmósfera…) en forma de infrarrojos.

Pues bien, los gases «invernadero» como el CO2, son totalmente transparentes para la radiación lumínica que emite el sol (por fortuna, porque si no adiós a los días soleados). Sin embargo, esos mismos gases son opacos para la radiación infrarroja (de hecho, son los que impiden también la llegada de una buena parte de la radiación infrarroja que el sol va emitiendo, pero eso se compensa con el efecto térmico de la radiación luminosa que sí dejan pasar, tal como acabo de comentar).

Por lo tanto, en cierto modo, los gases invernadero actúan como una válvula: dejan pasar radiación lúminica que acaba produciendo calor, pero no dejan que ese calor, en forma de radiación infrarroja escape a la atmósfera. Debemos a este efecto válvula la vida en la Tierra, que de otro modo sería un mundo de hielo. El problema es que al actividad humana está rompiendo el equilibrio con la emisión de muchos más gases que en los siglos pasados.

En realidad, el efecto invernadero de los gases, es muy simple de comprender pensando justamente en…los invernaderos.

Los plásticos que cubren la superficie de un invernadero son translúcidos, todos lo sabemos. Es decir, dejan pasar buena parte la luz solar ,que acaba convirtiéndose en calor por el mecanismo físico arriba explicado, pero esos mismos plásticos impiden en buena medida que el calor escape.

Veo que me mira Marta pensativa. Me parece que no le ha parecido muy tediosa esta vez mi explicación, que acaso no es muy rigurosa científicamente, pero inteligible.

Pues me alegro. Porque para combatir al enemigo, lo primero que hay que hacer es intentar comprenderlo.

Perdrix aux Truffes.

Mi amigo se queja de la situación política actual, y en particular de la debilidad de aquel movimiento esperanzador que nació en aquel lejano 15M y que encara ahora con tristes perspectivas la insidiosa nueva convocatoria electoral. 

En este país–me dice, mi amigo–un buen día surge un líder joven, razonablemente dotado y extraordinariamente preparado y no se tarda nada en crucificarlo, simplemente por comprarse un chalet. Es infame.»

Tal vez–le concedo (aunque yo desconfío de todo aquel que empieza diciendo «en este país«, como si él conociese en profundidad la totalidad de las sociedades del mundo y las hubiese cotejado). 

Pero–añado–conviene que recuerdes que a Danton, ya sabes, alias L’Incorruptible, la prensa le pilló en un restaurante muy caro de París, zampándose un menú de 100 libras, con perdiz trufada de segundo plato. Y lo gracioso es que no ocultaba Danton esos exquisitos y caros gustos culinarios, sino que se vanagloriaba de ellos, tal como hacía también su aliado Desmoulins.

Pero esa perdiz trufada que se zampó Dantón fue el primer paso que condujo al radical lider revolucionario a aquella guillotina que él mismo había promovido…Y a su compañero de escaño y festines Desmoulins, claro.

En tiempos de crisis, no hay que subestimar nunca la exigencia popular de una frugalidad ejemplar y el riesgo de ser arrollado por el impulso de un rigor moral exacerbado y no exento de cierta hipocresía.

En «este país» y en cualquier otro.

Colchicum Autumnale

¿Por qué llaman con un nombre tan tonto como «quitameriendas» a esas florecillas que crecen en la dehesa cuando se acerca el Otoño? Se suele decir que el nombre se debe a que cuando aparecen ya empieza a hacer frío, y no se puede merendar en el campo…

Pero esta es una explicación poco plausible. Mi amiga Cristina, que pasea conmigo entre «quitameriendas», lo duda, y me dice que además la gente no se dedica a merendar en el campo con tanta asiduidad como para que a ciertas florecillas se les endose el sambenito de marcar el final de temporada de tan ociosa práctica. Además, lo de merienda le suena a palabra demasiado moderna, veraniega e infantil, con resonancias a colacao, nocilla o pan con chocolate…

Tiene razón Cristina en la primera de las objeciones. No tanto en la segunda.

Merienda, o más bien su antecedente latino, es palabra de muy antiguas raíces. Aparece por ejemplo en San Isidoro de Sevilla, quien nos explica que la merienda es algo así como una «antecena» y que merendar es como comer cuando el día ya está mediado (…item merendare quasi meridie edere…).

En esas palabras está la clave del significado original de la merienda y tal vez de la justificación del nombre de la florecita.

La merienda era una especie de gratificación voluntaria, en forma de piscolabis, que el amo ofrecía a los obreros cuando los días de trabajo, como ocurre en verano, son demasiado largos. La idea era que se pudiese alargar con ello algo más la jornada laboral. Y la palabra merienda se utilizaba porque el amo pretendía darle al mínimo condumio un carácter de premio o incentivo. Merienda está relacionada con la idea de partir, repartir o asignar (el griego meiromai) y por añadidura con la noción de merecer (merere en latín), porque si lo miras bien, el merecimiento no es sino el derecho a recibir la parte que a uno le corresponde (toda justicia es en esencia justicia distributiva).

Entonces, cuando se acerca el Otoño, los días se hacen más cortos. Y ya no resulta ni oportuno ni preciso que el patrón gaste recursos en dar de merendar a los campesinos a su servicio. Así que a los braceros les bastaba ver florecer estas colchicum autumnale, como el propio Linneo las denominó (le llamaba mucho la atención al taxónomo sueco el fuerte olor a chivo que despiden estas plantas) para saber que la gratificación alimenticia del amo tocaba a su fin. Total, les diría el amo, si ya enseguida vais a cenar…

Esta y no otra es la razón de que llamemos a estas florecillas quitameriendas, que llamaban mucho la atención a Unamuno por ejemplo. El sabio vasco las calificaba de «deleznables» en el famoso discurso del teatro de La Zarzuela, en 1906, pero luego las ensalzaba con lirismo en un bello poema. Y en ambos casos justificaba Unamuno sus antitéticos sentimientos en el hecho que esta flor parece que empuja desde el interior de la tierra, cerril y obstinada como lo peor y lo mejor de Castilla y lo castellano, hasta surgir sin tallo en el páramo sin otro apoyo que sí misma. He aquí todo un ejemplo de la mentalidad agudísima, genial y contradictoria de Don Miguel…

A mí no me parecen por ningún concepto deleznables estas flores de los «campos ceñudos» y que muestran una «tenacidad paciente«. Pero el origen de su nombre, que evoca, frío, trabajo duro y manipulación laboral, no me acaba de gustar, la verdad.

Y me inquieta que sean tóxicas y no huelan nada bien. Como la explotación.