
En la antigua Roma se matizaba lo que nosotros llamamos unívocamente traición. Por un lado estaba la proditio, que era esencialmente la violación de un secreto. Proditio venía de prodare , es decir, pro dare, ofrecer algo al prójimo; información primariamente. Por otro lado estaba la traditio, que estaba más vinculada al cambiar de mano las cosas que a desvelar las informaciones. La traditio era la violación de un compromiso de lealtad respecto a un objeto o un ente. Por ejemplo, si un general asediado en una ciudad entregaba el enclave al enemigo, estaba haciendo una traditio de las llaves encomendadas, y por añadidura una traición.
En estos tiempos se está hablando mucho de traición, en los dos sentidos que en Roma se le daba al concepto; la traición de los graves secretos que se divulgan ya sea desde las más bajas cloacas del estado o desde los más elevados tálamos; o la traición de quienes rompen su compromiso de lealtad y abandonan a sus electores o a las formaciones políticas que les encumbraron.
Son tiempos de Judas, por lo tanto. Porque Judas (si nos olvidamos de Tarpeia y de Bruto) es el primero y principal de los modelos de traidor. Y en Judas se reflejan muchos de los traidores de los que hablan los medios.
El modelo de Judas nos enseña que entre el traidor y el traicionado siempre debe existir o más bien preexistir una relación de amor. Judas fue el único apóstol al que Jesús llamó amigo (a ninguno más). Y en los Evangelios se nos dice que Judas era «querido» por su maestro.
El mismo icono del beso de Judas, con el que el apóstol entrega a Jesús, después de haber informado oportunamente a los romanos sobre su localización (proditio y traditio combinadas), es el símbolo perfecto de la relación amor/odio inherente a toda gran traición. Esto hace fascinante la figura de los grandes traidores.
¿Han de ser bienvenidas estas traiciones que estamos viviendo? ¡Quién sabe! La traición de Judas, desde luego, se supone que cumplía un papel indispensable en el plan divino. En los Hechos de los Apóstoles, Pedro subraya que la actuación de Judas es requerida porque «era preciso que se cumpliesen las Escrituras«. Esto a su vez planteaba a los teólogos medievales un rompecabezas filosófico: si Dios había planificado la traición de Judas, y lo había hecho para bien del hombre…¿qué culpa podría tener Judas respecto a sus actos?
El puzzle lo resolvió el gran Abelardo que en sus Conferencias distingue entre el «actuar bien» (es decir, el «bene«) y el hacer una buena cosa (es decir, el «bonum«). Puede existir «bonum» sin que se de el «bene». Esto es, se puede hacer algo bueno en sí mismo, pero actuando mal.
Ingenioso ¿no es cierto?
Pues quizá podríamos aplicar la doctrina de Abelardo a lo que está ocurriendo. Todas estas traiciones, delaciones, ruptura de deslealtades, desvelación oportuna de secretos con fines chantajistas, que estamos viendo, son en sí mismas actos repugnantes. No son «bene«.
Pero a mi me gustan. Porque tal vez sean «bonum«, en el sentido de que acaben siendo un factor principal de la necesaria catharsis. Y puede que, al igual que el arquetipo de Judas, nos impulsen a reflexionar sobre el Mal y su lenta interiorización, tanto en las personas como en las organizaciones y en las sociedades democráticas.
Todos estos Judas, proditores y traditores, acaso nos ayudan a reencontrarnos con la parte oscura que llevamos dentro, y a metabolizarla adecuadamente, tanto en el plano individual como en el colectivo