Umwelt.

–Siempre te veo justamente por aquí con Mao–me dice un vecino y amigo al encontrarse con nosotros camino de la dehesa.

–Es que en lo relativo a los paseos matutinos–le respondo– Mao y yo somos gentes de costumbres. Hacemos siempre el mismo recorrido. 

–Ya. Lo que pasa es que a tí ve veo con los auriculares; debes ir entretenido escuchando música, pero ¿no se aburrirá un tanto Mao, que le llevas siempre por el mismo sitio?

–¡Ah! qué interesante pregunta. La respuesta es el Umwelt…

–¿Umqué…?

–Umwelt, es decir, el mundo que tenemos a ambos lados. Es una palabra alemana derivada del prefijo latino amb, por ambos lados, y de welt, mundo en alemán, pero no me hagas contarte la etimología de world o welt, porque es compleja. 

–No es necesario, la verdad. Pero, bueno, pero ¿qué pasa con eso de… Umwelt?

–Pues que Mao, al igual que este collie que va junto a tí, tiene su propio mundo, su propio Umwelt, y es bien diferente del nuestro. 

El Umwelt de cada criatura está definido por su propio sistema sensorial. El Umwelt de los murciélagos, con su sistema de sónar y ecolocalización, es diferente del de los tiburones, que están dotados de un maravilloso sistema de electrorrecepción, o del de las abejas, que pueden orientarse manejando la luz polarizada como si fuese una brújula. ¿Cómo imaginar cómo es el Umwelt de una almeja o el de una medusa? 

De esta barrera entre los diferentes “Umwelten” dio cuenta por primera vez Jakob von Uexküll, el  bigotudo zoólogo de primeros del pasado siglo, que fue quien acuñó el concepto…

–¿Y bien? ¿Por qué me cuentas todo esto?

–Pues que para Mao, y para tu collie, cada paseo por los mismos caminos es sin duda infinitamente diferente del anterior o del siguiente. Ambos experimentan cada día un mundo de variaciones en los olores, que ellos perciben con una amplitud cien mil veces superior a la nuestra, y que interpretan de una manera que quizá ni siquiera somos capaces de comprender.

–Ya.

–O sea, querido amigo, que quien se debería aburrir mucho en todo caso durante estos paseos soy yo, con mis limitados cinco sentidos de homo sapiens. Y entonces yo, perteneciente a una especie antropocéntrica, cerril y agresiva, me tengo que conformar con entretenerme oyendo a Schubert y meditando sobre asuntos trascendentes, como esta limitación que nosotros tenemos para entender el mundo de los otros, ya se trate de animales o semejantes. Un tema por cierto que a veces justifica no poca melancolía.

–No, si al final me vas a decir que te gustaría ser perro.

–Pues-respondo con cinismo propiamente dicho– tal como va el mundo de los humanos, no me parece tan mala idea…

Y tras esta breve pero enjundiosa conversación, mi amigo y vecino se despide e inicia el camino hacia su casa. Tengo la convicción de que seguramente va planeando no frecuentar demasiado el recorrido que ha hecho hoy, so pena de soportar de nuevo estas cavilaciones mías. Cavilaciones que casi siempre tienen un toque de amargura. Debe ser mi Umwelt.

…darüber muß man schweigen

A veces, Cristina me pide que ayude con las matemáticas a Diego. Yo lo hago con gusto, aunque acabo siempre un poco triste. Los chicos con dificultades en la materia solo buscan “recetas” para aprobar a cualquier precio (lo mismo que sus padres). A mí en cambio, me parece que lo esencial es ir a los fundamentos, sin darle mucha importancia al examen próximo. Mala estrategia la mía.

Yo pienso que en una materia como la Historia, por ejemplo, se puede enseñar relativamente bien la Primera Guerra Mundial a alguien que no sepa absolutamente nada de la Guerra de los Treinta Años (aunque ayudaría bastante el conocimiento de aquel terrible conflicto europeo del siglo XVII que está en la raíz de las grandes masacres bélicas de la pasada centuria o incluso de la presente). Pero en el campo de las matemáticas, es totalmente imposible enseñar, digamos, trigonometría, a alguien que no maneje bien el algebra elemental. 

He aquí el gran problema de la didáctica de las matemáticas. El profesor enseña algo del programa, los alumnos no entienden nada, y pese a ello, el profesor…sigue (Jardiel decía algo parecido de los malos escritores: se ponen ante el papel blanco, no se les ocurre nada y…siguen).

No es de extrañar el odio generalizado hacia una materia que, bien aprendida, es grata, además de enormemente útil.

Precisamente ahí radica parte del problema. Los enseñantes de matemáticas parecen ser incapaces de motivar al alumno mostrándole las incontables aplicaciones de las matemáticas en la ciencia y en la vida. Una y otra vez, alumnos inteligentes como Diego le preguntan al profesor “¿y esto de las matemáticas para qué sirve? La respuesta del docente suele ser siempre una estéril y tonta generalidad: “pues para todo, las matemáticas sirven para todo y están en todas partes?”. Y dicho esto, el profesor prosigue, convencido de que ha resuelto la inquietud del alumno y su aversión por las matemáticas.

En los casos en los que a mí hacen esta pregunta, suelo contar el episodio de la vida de Pitágoras que nos cuenta Boecio.

Al parecer, se fijó el sabio de Crotona en la labor de un herrero en su taller y comprobó que cada vez que el artesano usaba un martillo con el doble de peso, el sonido del martillazo cambiaba en una octava exactamente. Con esa experiencia, Pitágoras empezó a comprender, acaso por vez primera en la Historia, que existía una misteriosa y precisa relación entre el mundo físico y el mundo matemático.

A partir de aquel momento de revelación de Pitágoras, toda la historia de la ciencia y la tecnología ha sido una demostración continuada de que las matemáticas y el mundo tienen una estructura similar. Y esto es por cierto asombroso. Porque incluso los modelos matemáticos más abstractos y aparentemente alejados de la realidad acaban siendo un reflejo de algún aspecto de esa misma realidad (baste como botón de muestra el ejemplo de los cuaterniones concebidos “en abstracto” por Hamilton o los números imaginarios pensados de igual modo por Euler y Cauchy).

Es decir, me atrevo a comentarle a Diego, la verdadera cuestión no es entender la aplicabilidad de las matemáticas, sino explicarse por qué la matemática es tan prodigiosamente aplicable a todo nuestro mundo. Wigner calificó esta asombrosa “aplicabilidad” como “un milagro”, y como un “don que se nos ha dado sin que realmente lo merezcamos…”

Yo a menudo pienso en estas cosillas. Veo el mundo como un fascinante reflejo de las matemáticas. Y viceversa. Pero entonces me inquieta mucho saber que si, como nos enseñó Gödel, no es posible “demostrar” las matemáticas como un todo, entonces también el mundo parece ser en última instancia indemostrable. 

Llegando a estos desvaríos, yo me acuerdo de lo que decía Aristóteles al comprender que había cosas que la mente humana no podría resolver y ante las que lo mejor que se podía hacer es callarse. Wittgenstein tenía sin duda en la cabeza esta reflexión resignada del Filosofo cuando puso punto final a su Tractatus con aquello de que “de lo que no se puede hablar, lo mejor es callar”.

Y yo también pongo ahora punto final a este texto. Noto que empieza a ser demasiado metafísico. 

Debe ser porque estoy haciendo dieta.

Con artists…

Se suele decir que la verdad es la primera víctima de las guerras. Eso parece muy cierto, a juzgar por las patrañas que orquesta cada bando para justificar o negar sus propias atrocidades, o para fingir o realzar las del enemigo. 

Pero en realidad no es así. Porque la verdad muere antes de que las guerras estallen. De hecho, la mayoría de las guerras estallan solo cuando la verdad ya se ha retorcido a conciencia.

Todos los conflictos bélicos han surgido del engaño; de un engaño cuidadosamente orquestado por los gobernantes. Un engaño en el que quizá incluso ellos mismos llegan a creer en alguna medida.

No se encontraron armas de destrucción masiva en Irak, pese a los interrogatorios en Abu Ghraib.

Hitler hizo creer a sus ciudadanos que el país estaba amenazado por una conspiración internacional, promovida por los judíos, para destruir Alemania, lo que le obligaba a iniciar una guerra “defensiva”.

Napoleón, tras una larga sucesión de triunfos militares, se embarcó en la catastrófica aventura rusa, tal vez impulsado por el autoengaño de ser invencible y convenciendo a sus soldados de que la Grande Armée se disponía a un simple paseo militar por las estepas.

Y en nuestro tiempo, estamos viviendo una guerra que ha surgido tanto del engaño previo sistemático al pueblo ruso sobre la malignidad de los “nazis” ucranianos, como de la hábil propaganda occidental orientada a reforzar la idea de una Rusia siempre expansionista y tiránica.

Los hombres engañamos y nos autoengañamos. Y de qué manera. Tenemos una extraña habilidad para hacerlo. De hecho, pudiera ser que la explicación real del fenómeno humano sea justamente el asombroso talento de este simio que somos para autoengañarse y para engañar al prójimo. Este factor, junto con la extraña capacidad para pensarse a sí mismo, para tener “conciencia del yo personal” y para promoverlo por todos los medios, podría explicar lo que somos y lo que hacemos, especialmente en los aspectos más negativos de nuestra trayectoria como especie.

Se me puede protestar que todos los animales engañan. Y es cierto. El engaño tiene lugar en todos los ámbitos de la Naturaleza. Un pez agitará parte de su cuerpo para simular que es un gusano, de tal forma que atraerá a otro pez y se lo comerá. Un insecto imitará la forma y color de una ramita para evitar ser devorado. Y hay mil casos más, a cuál mas asombroso. El zoólogo suizo Thomas Bugnyar demostró que un cuervo hace creer que esconde trocitos de queso en ciertos recipientes vacíos, para engañar así a su rival dominante y poder ir luego a los que recipientes que están llenos. Incluso hay engaño en el mundo de las bacterias y los virus. El VIH modifica continuamente su cobertura de proteinas, a fin de despistar el sistema inmunitario del huésped.

Pero, aceptémoslo, nada supera la creatividad y diversidad del engaño y autoengaño del ser humano, y, sobre todo, su vinculación con el poder y la agresividad. En este punto solo se nos aproximan, mira por dónde, los chimpancés. La forma en la que los machos de estos primates organizan sutiles emboscadas para masacrar a los rivales, solo puede ser equiparada a nuestras habilidades para hacer lo mismo con nuestros semejantes. Esto sugiere una especie de continuum en la Naturaleza que va desde los elementales engaños de las bacterias hasta el sofisticado arte de embaucar de los humanos (arte, sí; recordemos que los anglosajones llaman a los grandes estafadores “con artists”, usando un término relacionado con la “confidence” , es decir, de la confianza de la que abusa el tramposo profesional).

Conciencia y engaño. Nuestro cerebro ha ido evolucionando para hacer que podamos pensarnos a nosotros mismos y para conseguir engañar con eficacia a los otros (es decir, en cierto modo, pensar en los otros). Y ambas cosas, voluntad de poder respecto al yo propio y capacidad engaño de cara a los demás (o autoengaño) explican lo mucho que el hombre, ay, tiene de dominante, falsario y, sobre todo, agresivo. Somos, tristemente, artistas del poder, del engaño y de la violencia.