Una vez más, me escribe otro amigo lector para indicarme que ahora publico aquí poco e irregularmente. Pues que le voy a hacer…Dedico más tiempo a pensar que a contar lo que pienso. Y menos mal que es así.
La verdad es que rara vez siento que tengo algo interesante que decir. Por contra, muy a menudo siento exactamente lo contrario.
Y en todo caso viene bien recordar la famosa frase de George Eliot: «Bendito sea el hombre que cuando no tiene nada que decir, se abstiene de ofrecernos evidencia verbal respecto a ese hecho«.
Converso con Ana sobre sus hijos, y sobre la educación y sus desafíos…Surgen, claro, las grandes cuestiones sobre el tema. Qué es más importante a los efectos de educar o adiestrar, ¿premiar o castigar?
Ana piensa que hay que aplicar ambas cosas, con prudente criterio y en dosis más o menos equilibradas. A veces, me dice resignada, no hay más remedio que castigar…
Puede ser. Pero yo soy escéptico respecto a la utilidad del castigo en el ámbito de la educación. Creo que cuando el castigo ya se nos presunta como única solución, normalmente es que hemos perdido esa partida.
Y de lo que estoy seguro es que no hay simetría. Cuando otorgamos un premio, no solo otorgamos un premio, también damos una lección, en el sentido de que incentivamos al premiado a seguir haciendo lo mismo. Cada premio contiene algo más que un premio. En cambio el castigo es una cáscara vacía; tan solo es un castigo. No enseña nada. Desenseña, a lo sumo. Esto es así porque, por lo general, hay mil maneras de hacer una cosa mal, pero solo una o poco más, de hacerla bien.
Y tengo otra razón más para ser escéptico con los castigos. La persona a la que tratamos de adiestrar en una tarea, es muy posible que vaya alternando lo correcto con lo incorrecto, por pura variabilidad estadística. Si cada vez que hace lo incorrecto le imponemos un castigo, será lo más probable, en virtud de esa variabilidad estadística, que en el intento subsiguiente realice bien su cometido. Entonces deduciremos, erróneamente, que nuestro castigo «ha funcionado». Craso error que promoverá nuevos castigos. Y nuevos errores.
Así que en el contexto de una natural alternancia de errores y aciertos (que se da en muchísimas tareas), castigar conduce a engañarse creyendo que el castigo es el más eficaz de los métodos.
En fin, yo diría que en la educación, el premio es casi siempre más poderoso que el castigo.
Pero en realidad, solo tengo claras dos cosas en materia de educación, aprendidas tal vez en el oficio de padre, torpemente ejercido durante años y del que uno no se jubila jamás.
La primera es que lo que no enseñes mediante tu propio ejemplo, no lo enseñarás de ninguna otra manera.
La segunda, y quizá la más importante, es que educar es, en esencia, instruir a una persona para que no sea nunca esclava de nada ni de nadie.
Una persona de mi conocimiento me tiene dicho que no se pondrá esta vacuna cuya distribución comienza ahora en la Unión Europea, por considerarla muy peligrosa. «Ni siquiera es una verdadera vacuna«, me dice, aludiendo tal vez al hecho de que su metodología terapéutica no se basa en suministrar virus atenuados, como las vacunas clásicas, sino en introducir en las células cierto ácido nucléico mensajero que adiestra al cuerpo para producir por sí mismo los anticuerpos necesarios para combatir el virus. Hay que reconocer que esto es algo que, se viene aplicando normalmente y con mucho éxito en veterinaria, pero que no había sido probado con éxito en humanos hasta este pandémico año.
Comentamos este asunto durante la cena de Nochebuena. Cómo no.
Yo afirmo, con mi habitual y sentencioso estilo, que el tema de la vacuna y la reacción frente a ella es uno de los más interesantes desde el punto de vista antropológico y ayuda a comprender bien la forma en la que nos organizamos socialmente los humanos. Muy especialmente, añado, evoca el papel de la religión y la moralidad.
Un poco a desgana, mientras apura el sauternes de su copa, Marta me pide que aclare esta extraña afirmación. ¿Qué diablos tendrá que ver la religión con esta vacuna de RNA mensajero?
Es muy simple–contesto mientras me dispongo a abrir otra botella mas del vin des rois.–resulta que los que se niegan a vacunarse pueden tener razón y no tenerla al mismo tiempo. Y eso, en última instancia, nos conduce al fenómeno religioso.
–¿Cómo es eso?
–Comencemos por reconocer que la decisión de no vacunarse puede tener sentido desde el punto de vista del interés estrictamente individual, siempre que dicha vacuna no esté exenta de serios riesgos. Sin embargo, para la sociedad en su conjunto, seguramente la razón exigirá el uso de la vacuna, pese a los riesgos.
–Suena raro. Lo que es bueno para uno debería ser bueno para todos.
–Ni mucho menos. En el caso que nos ocupa es fácil ver por qué no es así. Notemos que la vacuna (toda vacuna) tiene dos tipos de beneficios. Uno es el directo: protege a quien se la pone. Otro es el indirecto: protege a aquellos que rodean a quien se la pone. Si el individuo coloca en un plato de la balanza su beneficio directo y por otro su riesgo individual, bien pudiera ser que el resultado sugiera no vacunarse. Solo cuando se añade a la ecuación el beneficio indirecto, el resultado a favor de la vacunación personal es abrumador, aunque los riesgos sean significativos.
–Comprendo. Pero al individuo pueden traerle sin cuidado esos beneficios indirectos que son tan importantes para la sociedad ¿no?
–Ese es el quid de la cuestión. Y el caso es que hay infinidad de supuestos en la vida social en los que se produce este conflicto de intereses entre el interés individual y el colectivo. Es un conflicto al que se le ha dado el feo nombre técnico de «Tragedy of the Commons» y que comenzó a analizarse a partir del problema de la explosión demográfica y de la superpoblación.
–Claro. Supongo que para una familia de una región densamente poblada podría ser racional pretender tener muchos hijos, pero para esa sociedad como un todo, esa actitud no es conveniente. ¿Eso es un caso de «Tragedy of the Commons«?
–Exacto. Y si recuerdas el famoso «Dilema del Prisionero» te darás cuenta de que ahí se ejemplifica perfectamente la tragedia derivada de dañar fatalmente al conjunto al hacer lo que parece ser mejor para el individuo.
–Pero, si hay tantos casos como dices de Tragedy of the Commons, en los que el interés individual choca con el colectivo ¿cómo es posible que las civilizaciones hayan sobrevivido tantos siglos? Algo no me encaja.
–La clave es que ese conflicto de intereses se ha podido resolver históricamente mediante la implantación de la moralidad, del sentido del deber, del honor, del civismo, de la idea de solidaridad y fraternidad…
–Y del miedo al castigo, supongo.
–Sí. Desde luego. Pero todo eso se ha hecho principalmente con el concurso de la religión. La religión ha sido una astuta respuesta de autodefensa social frente a la Tragedia de los Comunes. Es esencialmente gracias a la religión que el hombre se abstiene de ser un lobo para el hombre y renuncia a comportamientos asociales, pese a que esos comportamientos podrían beneficiarle individualmente.
–Puede ser–añade Marta, con aire de resignación postprandial–pero quizá ya va siendo hora de que nos digas la conclusión de tu sesudo análisis y sobre todo de que abras de una bendita vez esa botella que tienes entre manos desde hace media hora.
–Vale. La verdad es que la conclusión es sencilla. Para conseguir que la mayoría de las personas se vacunen será preciso incentivar el proceso de dos maneras diferentes. Por un lado, será oportuno hacer que los que no se vacunen asuman que serán multados o penalizados de algún modo por no hacerlo, a fin de compensar los perjuicios indirectos que representará su negativa. Por otro lado, habrá que promover campañas que convenzan a la gente de que vacunarse es moralmente exigible y que si no se consigue una vacunación masiva, el resultado será desastroso para la sociedad como un todo.
–De acuerdo. Comprendido. Pero ahora que ya has conseguido, no sin esfuerzo, abrir esa botella, y al mismo tiempo convencernos de que hay que vacunarse, procede que brindemos por la vacuna.
–Por la vacuna y por la vida, que ahora, en realidad, viene a ser casi lo mismo…¡l’chayim!
La hija de mi vecina me sobrevalora, y dice, en su infantil ingenuidad, que yo debo ser muy inteligente porque hablo varios idiomas…
No estoy de acuerdo, por supuesto. Un cretino políglota seguirá siendo un cretino en inglés, cretino en francés, cretino en ruso, etc…De hecho, yo conocí a un tipo que era cretino en cinco idiomas.
Es más. Estoy convencido de que cuando yo hablo en otra lengua diferente a mi español nativo, mi coeficiente intelectual se reduce de 20 a 40 puntos, dependiendo de mi dominio de la lengua en cuestión, lo que en algún caso me situaría muy próximo al percentil de los moderadamente retardados. Un monóglota es siempre igual de listo o de tonto. Pero un políglota es en ocasiones (cuando no habla su lengua) más necio de lo habitual.
No somos los mismos hablando en lenguas que no son las nuestras. Y lo curioso es que no somos los mismos ni intelectual ni moralmente. Porque se ha demostrado que la pasión, la emoción y los sentimientos, se reducen cuando no hablamos nuestra lengua. Hablar en un idioma diferente al nuestro nos hace más fríos y racionales. Hay investigaciones que lo demuestran. Las respuestas a los famosos dilemas morales del «trolley» son distintas si el experimento se realiza en lengua nativa o foránea.
Puede que esto tenga relación con el hecho de que nuestra lengua es, por definición, nuestra lengua materna. Son las madres, no los padres, las que enseñan el primer idioma que hablamos, y lo hacen al tiempo que nos abren las puertas al mundo emocional. Cuando los señores de la guerra visigodos invadieron durante un par de siglos la península ibérica, apenas dejaron huella en el lenguaje, precisamente porque en general no vinieron con sus esposas. La lengua árabe «solo» es hablada por 400 millones de personas. Deberían ser muchas más a juzgar por la expansión del Islam de no ser por la prohibición coránica de que una musulmana se case con un infiel.
Debe existir una profunda vinculación entre las emociones y la lengua nativa. Quizá esto explique muchas cosas, desde las frías e interminables negociaciones de los tratados internacionales a la exaltación de los nacionalismos exaltados de base lingüística o a la imposibilidad para el poeta de crear poesía en otras lenguas que no sean la suya propia. Unamuno habló de esto, pero no recuerdo dónde.
Exigimos y aceptamos que sean los poderos públicos los que cubran nuestras necesidades individuales. Hacemos de la sociedad nuestro amo y a cambio le exigimos a esa misma sociedad que nos nutra y proteja.
En cierto modo, con la sociedad del bienestar hemos iniciado el camino de la autodomesticación.
Lo malo es que la domesticación tiene sus desventajas. Está demostrado que todas las especies animales domesticadas por los humanos, han perdido capacidad cerebral como resultado de esa domesticación. La pasividad, el contar con el amo para resolver todas las necesidades básicas, es algo que reduce la tesoterona y empequeñece el tamaño de todos los órganos. Los perros son un excelente ejemplo de este fenómeno: allí donde un lobo se esfuerza por resolver un problema mediante la exploración y la astucia, el perro se limita a solicitar ayuda de su dueño. Ambos solucionan la dificultad, pero de distinto modo.
¿Se están atrofiando tal vez nuestros órganos, incluida una buena parte de nuestro cerebro, por esa domesticación que implica la progresiva implantación de la welfare society?
Puede que sí. Pero puede que también estemos desarrollando otras habilidades. Acabo de indicar que el perro se ha quedado muy atrás de su antecesor salvaje en términos de habilidad para solucionar problemas por sí mismo. Sin embargo, sabemos que el perro es capaz de realizar una verdadera hazaña intelectual que ninguna otra especie animal puede llevar a cabo: entender el significado del dedo del amo apuntando a un objeto. Comprender esa indicación dactilar es inasequible incluso para los chimpancés, salvo que sean concienzudamente entrenados para ello. Lo normal es que si mostramos un dedo apuntando a un chimpancé, este piense que queremos mostrarle lo bonitas que son nuestras uñas.
Quien sabe. Tal vez nuestra autodomesticación nos esté haciendo incompetentes. Pero a lo mejor también nos está ayudando a entender mejor a nuestro amo y a comprender debidamente todos sus deseos.
Acabaremos siendo unos imbéciles, pero seremos, eso sí, unos imbéciles capaces de comprender muy bien todo aquello que se nos pide.
A medida que se hipertrofie la sociedad del bienestar, se atrofiaran más nuestros órganos y nuestras mentes. Necesitaremos asistencia para todo, pero sabremos entender mejor y más rápidamente lo que el amo quiere de nosotros. Tan solo con que apunte con su dedo.
Al círculo de filósofos de la Grecia antigua que seguía las enseñanzas de Aristóteles se le conoce como la escuela «peripatética» que vale por la escuela de los que piensan o filosofan caminando de aquí para allá.
Lo curioso es que una investigación de la Universidad de Stanford, dirigida por el profesor Daniel Schwartz parece tener probado que al caminar aumentan un 60% nuestras opciones de tener ideas creativas. Y llama la atención que este extraordinario resultado se dio entre voluntarios que caminaban en compañía. De hecho, Schwartz cree que las caminatas solitarias tal vez no tengan tan benéfico efecto.
¿Cuál puede ser la explicación? Pues se piensa que caminar en compañía (o incluso correr o pedalear en grupo, siempre que no se produzca fatiga y se de un cierto automatismo de movimientos) relaja la corteza cerebral, liberando a la mente de los procesos de elaboración de intenciones, lo que su vez permite la emergencia del pensamiento creativo.
No deberíamos cambiar el trabajo en las sórdidas oficinas por el casi igual de sórdido teletrabajo, sino tal vez por el trabajo peripatético, esto es, pensar y buscar soluciones a los problemas, caminando por la naturaleza en buena compañia.
Peritrabajo, podríamos llamar a esta modalidad. Yo le veo cierto futuro.
Estoy leyendo una biografía de Pessoa y me produce melancolía el relato de las privaciones materiales que pasaba el excelso poeta.
Lo que ganaba en aquella mísera oficina o haciendo horóscopos y cartas astrales para periódicos, apenas le daba para pagar esa triste pensión, esos menús baratos en tabernas infectas y los cigarrillos en la tabaquería de enfrente.
Pero, pienso mientras leo ¿cómo le iba a cundir lo poco que ganaba si tenía tantísimas bocas que alimentar? Alberto, Alexander, Alvaro, Bernardo, Ricardo..
No hay salario que resista el desafío de mantener tantísimos poetas como este genio llevaba dentro.
Concluimos los emails, o los mensajes mandados desde el móvil, enviando besos o abrazos a los destinatarios. Pero esto ahora es menos rutinario que antes. Es menos pura fórmula. Ahora, de algún modo, lo hacemos a conciencia, ansiando de verdad que esos abrazos o besos adquieran sustancia y viajen por el espacio hasta llegar, en toda su materialidad, al ser que amamos.
Pero es frustrante saber que no será así.
Inspirándonos en Kafka, podríamos decir que el correo electrónico o el whatsapp está alimentando a esos hambrientos espectros que se nutren de besos y abrazos extraviados. Nuestros abrazos y los besos escritos nunca llegan a su destino, sino que son bebidos en su trayecto por ávidos, impíos fantasmas.
Ahora se mandan incontables besos y abrazos por internet, y es eso sin duda lo que está provocando la multiplicación de la nación fantasmal.
Kafka le dice a Milena, en una carta, que los nuevos medios de transporte, es decir, los trenes, los coches o los aviones, no son sino la expresión del esfuerzo de la Humanidad por impedir que esos fantasmas devoradores de besos engorden y proliferen a costa de tanto amor postal perdido en el camino.
Kafka pensaba que esa era una batalla perdida. Creía que con la invención del telégrafo, el teléfono, o la comunicación por radio, los fantasmas devorabesos no pasarían hambre jamás…pero el Hombre acabaría por perecer: Die Geister werden nicht verhungern, aber wir werden zugrundegehn…
Hoy con tanto beso y tanto abrazo de pura y miserable virtualidad, acaso sería Kafka aún más pesimista…Si cabe.
Al igual que la política convierte a los extraños en compañeros de cama (paráfrasis de una frase shakespeariana referida a la miseria), ocurre que también la etimología establece clarificadores vínculos entre las palabras y sus raíces.
Por ejemplo, ahora que se habla tanto del «emérito» por antonomasia y de su bien pagada femme fatale, se me viene a la cabeza que meretriz y emérito comparten estirpe etimológica, a partir en ambos casos del verbo latino mereo, merecer. Por eso, ambos vocablos significan esencialmente lo mismo, a saber, el que ha tenido mérito, el que ha merecido compensación. Lo que cambia realmente es el género. Emeritus es masculino, meretriz es femenino (la desinencia latina trix denota femineidad, como en emperatriz o en actriz)
Y esto es lo bueno. Porque uno se ve obligado a reflexionar sobre el llamativo hecho que si el que se gana merecida compensación o retribuido descanso es un varón, corresponderá que le demos el honroso título de emérito (como se llamaba a los legionarios romanos–emeritus– jubilados o a nuestro previo monarca), si en cambio se trata de una mujer la que ha hecho los consabidos merecimientos, entonces la calificamos con un término que viene a ser sinónimo de prostituta (por cierto que el nombre de pila de la merecedora que sin duda figura en la mente del avispado lector al leer estás líneas, está relacionado con el griego κόρη, muchacha y especialmente joven o incluso adolescente meretriz; y es oportuno recordar que entre aquellos griegos, la aliteración korinthios korē, muchacha de Corinto significaba jovencita de vida disipada, al igual que kορινθιάζεσθαι-corinziatseszai-denotaba entre los griegos a toda moza sexualmente promiscua. Hay referencias en Platón.)
Las palabras, si se las mira bien, nos dicen cosas sobre el mundo y los seres humanos. Tal vez demasiadas cosas. Muchas más de las que meramente nos podría indicar el diccionario.
Cada día, juego al ajedrez con un buen amigo y vecino. En estos días tan fríos en la Sierra nos sentamos junto a la chimenea, preparamos el reloj y jugamos en la modalidad de encuentros rápidos, no más de 5 minutos por partida. A mi amigo le gusta tomar algo mientras jugamos, y yo suelo prepararle una copa de grog, que es su bebida favorita. Para ello utilizo melaza de caña del ingenio de Nuestra Señora del Carmen (único en Europa, en la sublime Frigiliana), agua mineral caliente y ron del bueno. Ayer, mientras le servía su consuetudinario grog, mi amigo me preguntó por el origen de esta extraña palabra, grog, la única que según él podría rimar con blog. Le matizo la observación indicándole que también tenemos a Gog, el personaje bíblico apocalíptico que guerrea contra Yahveh, así como Magog, el lugar de origen de tan temible personaje. Sobre el Gog y el Magog del Bereshit escribió D’Annunzio, ese majadero genial, le aclaro. La pregunta y mi respuesta me dio ocasión para distraerle y ganarle con más facilidad. Le conté que grog nos evoca al Almirante inglés Vernon, aquel a quien humilló Blas de Lezo en Cartagena de Indias. Vernon gustaba de usar en cubierta un abrigo pesado y más bien basto, de grano grueso (es decir, un «grosgraine» o «grogram«, que es como llamaban los británicos a estas telas usando una expresión francesa. Pero Vernon, además, era conocido por ser muy generoso con la asignación de ron que reservaba a sus marinos. De modo y manera que esos marinos acabaron por llamar «grog» a la ración de ron que recibían del almirante. Mi amigo se quedó muy impresionado por esta divertida etimología. Entonces se despistó. Me dejó un peón pasado y perdió la partida. Pero se consoló con un trago largo que le dejó un tanto groggy, palabra que por cierto viene de grog, lo que me apresuré a aclararle para poder distraerle en la siguiente partida. En el ajedrez, como en el amor y en la guerra, todo vale.