NO.

Hace mucho tiempo, cuando yo era adolescente (¿pero es que acaso no lo sigo siendo?) escuché decir a Antonio Gala que solo merecía la pena un mundo en el que se pudiera decir “yo no”.

Nunca he olvidado esa idea. 

Años más tarde, quedé igualmente fascinado por el cuentecito Bartleby, el Escribiente, de Melville, esa breve narración que es el preludio de Kafka, de Ionesco, de todo el existencialismo, y que no es sino una genial parábola sobre el “no” como recurso supremo de supervivencia.

Ayer escuché unas palabras del admirable Dimitri Papanikas (suerte que viva en España y hable tan perfectamente nuestro idioma) en torno a la importancia de decir que no a tantas cosas de nuestro mundo. Un mundo infeliz en el que, por ejemplo, decimos sí alborozados y sin más a los algoritmos y a la inteligencia artificial, sin preocuparnos lo más mínimo sobre lo realmente importante, que es quién va a manejar todo eso y en qué beneficio (los de siempre y para lo de siempre, ya lo adelanto).

No suelo transcribir aquí palabras ajenas, a tal punto llega mi vanidad, pero voy a hacer una excepción con esto que escuché a Papanikas, porque es algo excepcionalmente lúcido. Me hace pensar que es justo lo que habría dicho Ivan Illich si tuviésemos la suerte de que estuviese vivo para observar lo que ocurre en este mundo idiota del sí por defecto.

«No a una burocracia que nos hunde. 

No a la autoridad.

No a los controles obsesivos y sin sentido.

No a la tecnología de los móviles, que nos aplasta.

No al pretender clasificar nuestras vidas y nuestros hábitos con algoritmos.

No al abuso de las redes sociales.

No al narcisismo de la pequeña diferencia.

No a la arrogancia.

No a la vulgaridad irresponsable que abandona a miles de desesperados en el mar y en la tierra.»

No.

Phanum.

Comento con un buen amigo, extrarordinariamente culto y perspicaz, la relación profunda entre el fanatismo y la religión. 

Estamos ambos de acuerdo en que casi siempre el fanatismo tiene o bien una raíz religiosa directa o se puede derivar, en última instancia a convicciones religiosas o próximas a la religión.

Esta relación ya está sugerida por la etimología, pues fanatismo viene del latín prophanum, siendo así que su vez phanum significaba templo en latín. 

Este phanum no tiene una etimología latina clara. Yo creo que debe tener relación última con el griego phainein, es decir, lo que sale a la luz, lo que aparece, lo que se muestra. Y esta idea encaja bien con el sentido del templo como lugar donde se manifiesta lo divino. Pero hay otras etimologías posibles. Dejemos a los filólogos discutir.

Lo que es curioso es que, a juzgar por el significado de phanum como templo, se diría que profano debería significar “hacia el templo”, que parece ser lo contrario de lo que realmente significa en castellano.

La explicación está en la frecuente ambigüedad que adquieren los prefijos latinos cuando son importados por las lenguas romances. El “pro” latino connotaba tanto la idea de dirección como la de posición frontal. En este sentido, el prophanum latino se usaba para denominar a los que debían situarse fuera o delante del phanum o templo, por no estar permitida su entrada. Y de esta idea se deriva nuestro verbo profanar.

De todos modos, diga lo que diga la etimología, la realidad es que el peor de los fanatismos es casi siempre el de carácter religioso.

Y cuando se desarrolla un fanatismo sin religiosidad, a menudo ese fanatismo acaba convirtiéndose en algo parecido a la religión. Hay quienes hacen del nacionalismo una religión, por ejemplo; una religión que promete la gloria a los que mueren por ella.

Me he quedado pensando en esto cuando he leído algo esta mañana, en un digital ruso, en el que se comentaba la heroicidad de los soldados participantes en la «boiennaia espetsoperatsia» (la operación militar especial, esto es, el tonto eufemismo obligatorio en Rusia para referirse a la horrible guerra en ucrania).

«El corazón de los héroes nunca deja de palpitar» (sierdtse geroi bietsia biechno), es la soberana estupidez que escribía hoy el periodista de Komsomolskaia Pravda…

Pero es una estupidez muy religiosa.

No soy amigo de profanar nada, pero sí creo que hay que profanar el fanatismo. Todo fanatismo.

Pienso.

Esta mañana, muy temprano, bajo una fascinante luna llena que aún protagoniza el cielo azul del amanecer, nos cruzamos, en la dehesa, con Itziar y su boxer Linda, que siempre celebra con frenéticas piruetas el encuentro con mi compañero canino. 

Hago notar a Itziar que Linda parece haber cogido peso.

–Sí. Pero ya le he cambiado la dieta. He empezado a prepararle yo misma la comida. 

–¡Bien hecho!

–Sí. Creo que el problema era el dichoso pienso. Es que no me fío nada del pienso, sea cual sea la marca. ¡Hasta el nombre me parece feo! 

–Estoy de acuerdo. Sabemos bien el daño que hace al humano la comida procesada. Y el pienso es comida procesada por excelencia. Seguro que no es muy bueno para ningún mamífero. Ahora bien, no se si el nombre de pienso me parece tan feo…En realidad, si te fijas bien, está relacionado con la idea de pensamiento.

–¿Pienso y pensar? ¿Qué tienen que ver ambas cosas, además de la semejanza de las palabras? ¿Me vas a contar otra vez de esa teoría según la cual nuestra forma omnívora de alimentarnos es lo que permitió el crecimiento del cerebro en los homínidos?

–No exactamente. Tranquila, Itziar. Ocurre que la palabra pienso se deriva de la idea de pesar algo, es decir, de preparar una una ración bien medida de alimento. Es la misma idea que está detrás de la palabra pensión, es decir, dar algo tasado, algo que se entrega una vez se ha calculado su cuantía exacta.

–Pues muy bien. ¿Pero qué tiene que ver ese «peso» y el pensamiento?–me protesta Marina, mientras Linda intenta inútilmente animar al viejo Mao a jugar con ella.

–El caso es que pensar es, también etimológicamente, pesar. El pensamiento es, esencialmente, tomar razón de algo, contar, comparar…ponderar. Esta idea se confirma incluso cuando consideramos la vinculación entre medida y mente, que son términos relacionados en ambos casos con la importante raíz protoindoeuropea “me”, que connota esencialmente la idea de medir.

–Interesante lo que dices. Es otra forma de entender el “pienso, luego existo”. Aunque a mí sigue pareciendo muy feo el pienso “de comer”. Pero te aseguro que, en el camino a casa, voy a “pensar” en tus dichosas etimologías que siempre encuentran extrañas relaciones entre nuestras palabras y no se qué lenguajes ancestrales, así que…¡agur a los dos!

–¡Agur!–respondo. 

Y me quedo con ganas de decirle a Itziar que ese “agur” con el que nos despedimos, el adios vasco, también nos lleva a “lenguajes ancestrales”. 

Podríamos remontar el agur vasco al acádico ahratu, “lo que viene después”, “el futuro” (mismo significado que el ugarítico uhryt o el hebreo ahrit). 

De este ahratu deriva el también acádico “ahhururu”, cuervo, por ser la observación de este ave y su aparición en el cielo el objeto de la tarea de los magos y adivinos en las primitivas civilizaciones de Oriente Medio.  

Y a su vez, del acádico “ahhururu” deriva, en última instancia, el latín augur, para denominar al adivino que interpreta el vuelo de las aves.

El paso siguiente nos lleva al término “augurio”, con la idea de un buen pronóstico o deseo y, finalmente, llegamos al euskera agur, forma cortés de despedirse, que está tomado directamente del latín, como el italiano “auguri”, para indicar buenos deseos o buena suerte…

Pero todo esto me lo cuento a mí mismo.

Itziar y su alocada boxer ya están muy lejos.

Por hoy, el prójimo ya ha tenido bastante de mi habitual pienso etimológico.

Non possiamo non dirci cristiani?

Invito a cenar a una querida amiga y vecina y a su hija adolescente, entre otras cosas porque quiero que valoren mis últimos e innovadores avances en mi legendaria sopa de cebolla, que recientemente he mejorado con un ligero toque de azafrán y un poquito de caldo de carne.

Durante la salutífera libación, con una helada ahí fuera, no recuerdo bien en qué contexto (tal vez hablando de aromas) la adolescente, que debe pensar erróneamente que yo lo sé todo, me pregunta si el uso de los perfumes corporales es bastante moderno. 

Le respondo como puedo, remontándome, lógicamente, a los antiguos egipcios. 

El caso es me quedo pensando por qué la inteligente adolescente no recuerda ese pasaje de los evangelios en el que tiene lugar la llamada unción de Jesús por parte de María de Betania con el perfume de nardo contenido en el tarro de alabastro (y el sorprendente gesto de haber secado María previamente sus pies con sus propios largos cabellos). O la episodio de los «Reyes Magos, con su regalo de mirra, que era un habitual ingrediente de los perfumes y ungüentos en Oriente Medio.

En realidad, creo que las nuevas generaciones conocen cada vez menos sobre lo que podríamos denominar historia sagrada o religiosa.

No se si eso es bueno. Hay muchas cosas en nuestra cultura que no se pueden entender bien si no es en el contexto de la religión que se ha practicado o creído practicar en Occidente desde hace dos mil años. 

Meditando sobre este peliagudo asunto, al terminar la cena, me da por revisar el texto de la misa católica en latín, porque creo recordar que se puede detectar en ese texto latino un buen número de lugares comunes de nuestra cultura.

Y, en efecto, así es. Basta una lectura rápida de esa liturgia, que es a la vez genial obra de teatro y efectista ceremonia de magia blanca, para encontrar no pocas referencias a nuestra forma de hablar y pensar: “mea culpa”, “in illo tempore”, “miserere”, “oremus”, “memento”, “hossana”,“hoc est enim corpis” (hocus pocus), “amen”…son solo algunos ejemplos, y seguramente me dejo algunos más.

Cancelar el conocimiento de la religión es también amputar una parte de nuestra cultura.

A mediados del siglo pasado, Benedetto Croce escribió el famoso opúsculo “Perché non possiamo non dirci cristiani”, en el que acertadamente sostenía que, independientemente del nivel de creencia que tengamos (que en mi caso es cero, ay de mí) todos somos en cierto modo cristianos. Porque nuestra cultura lo es y de una forma muy profunda.

Lo que ya dudo, tal como va la educación, es que esto sea válido “secula seculorum”. 

Y por cierto, el uso común de esta expresión-por los siglos de los siglos- se lo debemos también a la misa católica…

Hasta el infinito y más allá.

Vuelvo a viajar a Barcelona en los estupendos trenes italianos, que son una versión mejorada de los Freccia Rossa, esos que te llevan de Roma a Milán en un abrir y cerrar de ojos (lo cual es un despilfarro de paisaje, dicho sea de paso). 

Esta vez, alguien ha tenido el caritativo gesto de reservar para mí la llamada “tarifa infinita” de la compañía italiana. Es una tarifa que incluye diferentes “amenidades”, si se me disculpa por usar ese feo anglicismo que se está abriendo camino.

“Tarifa Infinita” ¡Qué nombre tan curioso! Querrán significar que las ventajas son incontables, supongo.

Ciertamente, pienso, mientras el tren se pone en marcha, se usa y abusa mucho en marketing y publicidad del concepto de infinito. 

Por ejemplo, el ubicuo logotipo del pasado mundial de fútbol era también el símbolo del infinito, eso sí, girado 90 grados. Era una versión incorrecta del símbolo, porque esa versión “vertical” contradecía el origen del grafismo, que posiblemente fue una derivación del romano CIƆ, es decir un millar, de acuerdo con una variante del sistema romano de numeración llamada “apostrophus”, que usaban en Roma solo para denotar grandes cantidades que fueran múltiplo de 500 (el sistema ordinario era impracticable para grandes cifras, y dificultaba mucho las operaciones).

A mí me fascina la idea de infinito. Y me estimula.

Porque pensar en lo impensable, como lo es la noción de algo que no tiene límites, me da opciones para creer que en la existencia hay mucho más de lo poco que puede atisbar a captar nuestra limitada razón.

Puedo poner un simple ejemplo para ilustrar lo que digo respecto al infinito. 

¿Cuál será el resultado de ir sumando “hasta el infinito” todos los enteros positivos: 1, 2, 3, 4…?

Nuestro sentido común nos dice que el resultado será…infinito.

Pues resulta que no es así. Ya a principios del siglo pasado, el genio matemático indio, Srinivasa Ramanujan, dejó probado que el asombroso resultado de esa suma “infinita” es justamente -1/12.

La demostración de este hallazgo, absolutamente contrario al sentido común, no es difícil y está al alcance de cualquier lego en matemáticas. Es un pequeño, pero impecable proceso desde el punto de vista lógico (aunque no deja de haber algunos matemáticos que cuestionan la metodología). Basta hacer un legítimo malabarismo con diferentes sumas infinitas que a su vez se suman entre sí para acabar llegando al inconcebible resultado de que la suma de enteros positivos infinitos es -1/12 (si algún lector quiere comprobarlo, que me lo diga, y haré que pueda verlo con sus propios ojos en menos de cinco minutos).

Y lo mas increíble es que esta demostración de Ramanujan (que ya entrevió Euler, por cierto, un siglo antes) no es meramente un ejercicio de estilo. Parece ser que es un resultado que encaja con la física que conocemos, especialmente en el ámbito cuántico…Incluso resulta que es útil en ese esotérico mundo de las partículas subatómicas.

¿Cómo asimilamos todo este “absurdo” pero a la vez completamente “lógico” resultado? ¿Cómo asimilamos su adecuación a la realidad física?

Pues no cabe otra que pensar que lo que creemos conocer de la realidad no es sino una pequeña fracción de lo que es esa realidad. Si las matemáticas se ajustan al universo, como todo parece indicar, y las matemáticas desafían nuestra razón, entonces es el universo mismo es el que plantea el desafío a nuestro intelecto.

¿Es deprimente constatar esto? Tal vez. O tal vez todo lo contrario. Este asunto de la suma infinita de los enteros positivos es un indicio más que nos hace intuir que la puerta de lo maravilloso sigue estando bien abierta para el hombre, por mucho que haya avanzado la ciencia. 

Sí. Podemos esperar lo inesperado. Y acaso eso hace algo más tolerable nuestra existencia.

Y con estos pensamientos, llegando ya a los Monegros, me dispongo a disfrutar de la comida en el confort del vagón restaurante del Iryo. Tengo un apetito notable, de modo que esto de que me den de comer y beber en el tren, viajando a 300 kms por hora, mira por donde, me produce un deleite…infinito.