
Hace mucho tiempo, cuando yo era adolescente (¿pero es que acaso no lo sigo siendo?) escuché decir a Antonio Gala que solo merecía la pena un mundo en el que se pudiera decir “yo no”.
Nunca he olvidado esa idea.
Años más tarde, quedé igualmente fascinado por el cuentecito Bartleby, el Escribiente, de Melville, esa breve narración que es el preludio de Kafka, de Ionesco, de todo el existencialismo, y que no es sino una genial parábola sobre el “no” como recurso supremo de supervivencia.
Ayer escuché unas palabras del admirable Dimitri Papanikas (suerte que viva en España y hable tan perfectamente nuestro idioma) en torno a la importancia de decir que no a tantas cosas de nuestro mundo. Un mundo infeliz en el que, por ejemplo, decimos sí alborozados y sin más a los algoritmos y a la inteligencia artificial, sin preocuparnos lo más mínimo sobre lo realmente importante, que es quién va a manejar todo eso y en qué beneficio (los de siempre y para lo de siempre, ya lo adelanto).
No suelo transcribir aquí palabras ajenas, a tal punto llega mi vanidad, pero voy a hacer una excepción con esto que escuché a Papanikas, porque es algo excepcionalmente lúcido. Me hace pensar que es justo lo que habría dicho Ivan Illich si tuviésemos la suerte de que estuviese vivo para observar lo que ocurre en este mundo idiota del sí por defecto.
«No a una burocracia que nos hunde.
No a la autoridad.
No a los controles obsesivos y sin sentido.
No a la tecnología de los móviles, que nos aplasta.
No al pretender clasificar nuestras vidas y nuestros hábitos con algoritmos.
No al abuso de las redes sociales.
No al narcisismo de la pequeña diferencia.
No a la arrogancia.
No a la vulgaridad irresponsable que abandona a miles de desesperados en el mar y en la tierra.»
No.