Es conocida la afirmación de Nietzsche en el sentido de que la fe es más ansiada y deseada allí donde la voluntad falta («wo es an Willel fehlt«); cuánto menos sabe uno cómo ordenar, tanto más necesita alguien que le ordene, ya sea un dios, un príncipe, una clase social, un médico, un padre confesor, un dogma, un partido político…
Tan pronto un ser humano alcanza la convicción esencial de que ha de ser «mandado», se convierte en un «creyente», en un follower, en un defensor de la pertenencia a alguna identidad.
Esta lúcida idea que encontramos en Die fröhliche Wissenschaft puede ayudarnos a entender la eclosión del fenómeno identitario. Todo es identidad en nuestro tiempo. Y todo es defensa y protección de la identidad. Identidad de raza. Identidad nacional. Identidad de creencias. Identidad de género. Identidad de no género…
Tal vez tanta ansiedad por afirmar la identidad se deba justamente a que no acabamos de encontrar nuestra propia y genuina identidad.
Somos incapaces de sentir estima por lo que meramente somos, tratamos entonces de sentirla por aquello a lo que pertenecemos o creemos pertenecer, ya sea una etnia, un color de piel, un territorio geográfico, una patria, una determinada orientación sexual. Es raro, pero es así. Aunque cueste mucho trabajo que alguien pueda sentirse orgulloso de lo que hicieron o dejaron de hacer sus antepasados del siglo XIII o de las apetencias sexuales que le son propias.
Así, resulta que hay pocas cosas más sobrevaloradas en nuestro tiempo que la identidad.
Con tanta fiebre identitaria, corremos el riego de que, del desideratum ilustrado–libertad, igualdad y fraternidad–no nos quede casi nada, pues poca igualdad y fraternidad puede haber ante este paroxismo fanático de la identidad,
Y tampoco mucha libertad, por cierto.
Porque también la libertad se acaba viniendo abajo ante la pujanza de la identidad, esa nueva fe de los que no tienen fe.
Me llama la atención el baile de moda, eso que al parecer inunda la etérea y deletérea cosa llamada Tik Tok. Es el shuffle. Son movimientos frenéticos de pies y brazos, golpeando con los zapatos en el suelo y simulando la carrera o el caminar, pero sin cambiar de sitio.
Veo una cierta coherencia en esta modalidad de danza, en la que uno se mueve sin moverse, pues parece la apropiada para estos tiempos de confinamiento físico y mental.
Me entero también de que el genuino shuffle nació entre los esclavos de los campos de algodón, cuando les prohibieron comunicarse entre ellos con tambores y optaron por hacerlo golpeando el suelo con los pies.
Pues aquí también veo una coherencia con esta nueva esclavitud que estamos viviendo. Todo cobra sentido. Cada época tiene su forma de danza. Vivimos tiempos de shuffle.
Hay una soledad deseable y una soledad indeseable. En inglés es más fácil intuir la diferencia pues disfrutan los anglosajones de dos palabras específicas y matizadas, loneliness y solitude. No en español. Nuestra soledad es solitaria.
La soledad deseable sería aquella soledad que elogiaba Montaigne, la soledad del que alcanza a tenerse a sí mismo en plenitud.
La indeseable vendría a ser la del que está tan solo y alienado que hasta se priva plenamente de sí mismo.
Esta última soledad es la característica de nuestro tiempo y nuestra circunstancia. Y urge combatirla.
Me dicen que para valorar el verdadero impacto de la pandemia hay que fijarse en el llamado «exceso de mortalidad», más bien que en los datos estadísticos proporcionados por las autoridades sanitarias.
Sin duda es cierto. Y también será cierto que en esos datos de «exceso de mortalidad», deben estar incluidas muchas muertes indirectas del Covid, por tristeza, por soledad, por miedo, por melancolía…
Uno imagina a un viejito con demencia senil incipiente al que se ha encerrado en una habitación sin el trato con sus familiares y visitas, que antes avivaba su memoria y ralentizaba su deterioro cognitivo. Ese viejito o viejita en suprema soledad habrá sufrido una aceleración en su degradación mental y habrá anticipado en mucho su hora final. Y así todo.
Nos llegan mil y un datos a diario sobre contagios, pero no se habla de esa otra epidemia de desolación que acaso no es menos mortal. El sistema sanitario entero se vuelca en la primera de las pestes. Pero pocos recursos se aplican a la segunda. Algún día entenderemos las consecuencias.
Me escribe una persona querida para hablarme de Christian Neuhäuser, el filósofo de moda alemán que propone una prohibición general de la riqueza. Le contesto que la idea no es nueva. Se ha propuesto muchas ocasiones y por muchas voces autorizadas, desde Moises a Piketty, pasando por el Nuevo Testamento, los Padres Cristianos, Thomas Moore, Campanella, Saint Simon, Owen, Blanc, Lasalle, Marx o Kropotkin…Por citar solo unos cuantos nombres.
El problema es que las experiencias que se han realizado para llevar a cabo este ideal de igualdad han sido frustrantes. Soviets, kibbutzs, icarianos, falansterios, colonias fourieristas…nada consiguió germinar y todo ello parece condenado a terminar en el olvido y el abandono o en algo decididamente peor. Produce melancolía reconocerlo.
Puede que el ser humano sea avaricioso por naturaleza y puede que considere esencial vivir con la expectativa de riqueza, aún a costa de un riesgo de caer en la miseria.
En cuanto mamíferos que un día tuvimos que competir por esas mamas que alimentaban también a nuestros hermanos, y en cuanto a simios inteligentes capaces de conspirar y maquinar para apropiarnos de lo ajeno, pudiera ser que llevásemos en nuestros genes el afán de dominio y apropiación.
Este triste pensamiento me viene a la mente cuando leo que los macacos de Bali, famosos por robar a los turistas sus objetos personales, no solo han desarrollado una asombrosa habilidad para el «tirón» y para aceptar después su devolución si el legítimo propietario les ofrece una chuchería, sino que, como ahora se ha demostrado, han aprendido a valorar lo que roban: exigen recompensas a la medida del valor de lo hurtado; por un Iphone requieren más golosinas que por una gorra. Este increible fenómeno ha sido analizado por investigadores de la Universidad de Lethbridge, en Canadá.
Quizá haga falta algo más que las sesudas reflexiones de un filosofo teutón para establecer el camino hacia una sociedad igualitaria. Tal vez sea preciso un nuevo tipo humano capaz de alejarse aún más de nuestra naturaleza simiesca. En todo caso, mientras ese hombre nuevo llega, contentémonos con tolerar, sí, la expectativa de riqueza, pero solo a cambio de garantizar un bienestar mínimo y digno para todos.
A cierto jerifalte autonómico se le pone tacha de soso, al parecer. El dicho jerifalte se defiende diciendo que si es soso por sosegado bienvenido sea el epíteto.
Yo creo que comete error el personaje, pese a ser de letras, al sugerirnos cierta vinculación entre ambos adjetivos.
Sosegar viene del bajo latín sessicare, con el sentido de obligar a alguien a sentarse o apaciguarse (por ejemplo, se sosiega un territorio rebelde reconquistado o sus gentes levantiscas). Así, una persona sosegada viene a ser alguien a quien las circunstancias aconsejan prudente calma y quietud.
En soso, por otro lado, encontramos un ejemplo de los numerosos bisílabos que formados por aliteración ofrecen connotaciones peyorativas: bobo, ñoño, lelo, memo, tonto, fofo, chocho…Soso es palabra, además, en la que convergen felizmente dos vectores etimológicos, el latín insulsus, con el significado de carente de sal o poco gustoso, y el castellano antiguo zonzo, vocablo popular al que el Diccionario de Autoridades ya atribuía el significado de «poco advertido, sin viveza o gracia en lo que hace o dice«,
Ni soso ni sosegado son buenos atributos para un político. Malo es que en cuanto soso, carezca de la viveza que precisa la cosa pública. Casi peor es que, por sosegado, no guste de levantarse de la poltrona para alzarse frente a tanta injusticia y dejadez que nos rodea.
Marta me comentaba anoche que le gustó mucho un nuevo documental sobre la frustrada intentona del 23F, hace ahora 40 años justos y mucho antes de que ella naciera. Me dice, entre otras cosas, que a ella le parece admirable y algo único el valor del que por entonces era vicepresidente de gobierno, quien se mantuvo de pie e inmutable en su oposición, con los brazos en jarras, mientras los disparos de los rifles de asalto atronaban el hemiciclo y hacían que los representantes populares (con dos dignas excepciones más) se escondiesen en sus escaños.
Admirable sin duda esa figura, le digo a Marta. Pero no exactamente única.
Aunque no es muy sabido por aquí, el General De Gaulle tuvo un comportamiento igual de admirable. Fue al día siguiente del de la liberación de París, el 26 de Agosto de 1945. El líder francés encabezaba un desfile a pie camino de Nôtre Dame, para dar gracias por la victoria sobre las fuerzas alemanas de ocupación.
Caminaba De Gaulle entre los vítores de un millón de parisinos, con su prosopopeya y majestad legendaria, que siempre fue más propia de un monarca que de un dirigente militar. A acercarse la comitiva a la catedral, comenzaron a sonar muchos disparos de francotiradores nazis, agazapados tras las gárgolas del templo. Todos se echaron a tierra o apresuraron a parapetarse. Todos, menos De Gaulle, que siguió caminando como si nada hacia el atrio, despreciando las balas. Sus dos metros de altura se agigantaban aún más.
Le comento a Marta que estos dos comportamientos dignísimos, el de Gutierrez Mellado y el de De Gaulle, me parece que epitomizan la verdadera idea del valor.
No es valor desconocer el peligro, pues eso no sería propio de humanos conscientes. El valor es más bien mantener la serenidad cuando los demás se empequeñecen por el pánico.
Rudyard Kipling, que fue testigo directo de muchos actos de coraje, debía pensar algo parecido cuando escribió aquellos versos que encomiaban a quien mantiene la cabeza en su sitio cuando todos la han perdido.
Y antes que Kipling, un paisano del Géneral como Voltaire, ya había expresado la misma idea en el poema La Henriade, describiendo (también en el escenario de París) la serenidad del héroe que en el caos se mantiene imperterrito, en este caso el Duque de Mayenne:
«…en ce tumulte, incapable de’effroi / Affligé, mais tranquille, et maitre encor de soi…«.
Esa sería la idea: tener valor es estar afligido, desde luego, pero también mantenerse inasequible al escalofrío del miedo, ese cierto estar tranquilo en el caos, siempre dueño de sí mismo».
Me preguntan por la actualidad política, que según me dicen está que arde. Pues que siga ardiendo, contesto. A mi me importa un comino todo eso.
A mí lo que me importa es la alcachofa, cuya temporada concluye ahora, por desgracia
Yo veo en la alcachofa la joya de la huerta, y afirmo que es verdura con más historia de la que se podría suponer.
Hesíodo elogiaba la alcachofa, como heraldo feliz del verano, y proponía libaciones en su honor. Los patricios romanos creían a ciencia cierta en sus virtudes para estimular el deseo amoroso. Y también debió fiarse de esa cualidad Carlomagno, que las devoraba, lo que tal vez está en relación con su prole de más de veinte vástagos.
Fue Catalina de Medici quien las popularizó en Francia, lo que contribuyó a acrecentar su fama de mujer inmoral, dados aquellos antecedentes afrodisíacos de la hortaliza. Y, en fin, estas supuestas virtudes libidinosas no pueden menos que hacernos recordar un curioso dato: en los años 40 o 50 del siglo pasado fue elegida en California como Miss Alcachofa, una joven llamada Marilyn Monroe.
–Por dios, yo te pregunto sobre los políticos que hoy son noticia y tu me hablas de alcachofas, Catalina de Medici y Marilyn Monroe…siempre sales por la tangente.
–Pues la tangente es cosa muy de políticos, ya sabes que tangente es como llaman los italianos a la mordida de los prebostes. Pero es que además la alcachofa es la perfecta metáfora de estos mandamases…
–¿En qué sentido?
–Pues en que te pones a buscar la sustancia o el núcleo de la alcachofa y vas quitando hojas y hojas hasta quedarte sin nada. Como las cebollas. Como los prebostes.
–Ya.
–Es decir, la sustancia de la alcachofa, su verdadera esencia, viene a ser la apariencia. Dentro, nada hay. Esto hace particularmente interesante a la alcachofa, incluso como motivo de reflexión filosófica. Tal vez te he comentado alguna vez que Wittgenstein menciona varias veces a la alcachofa en Investigaciones Filosóficas.
–Sí. Te repites mucho últimamente, aunque no recuerdo exactamente lo que decías al respecto.
–Para Wittgenstein, nuestro esfuerzo por entender el supuesto profundo significado de las palabras es vano. Solo nos podemos limitar a ir viendo sus diferentes usos, quitando sucesivamente hojas de la alcachofa, considerando las diferentes expresiones de su utilización. Y cuando hemos quitado todas las hojas, cuando hemos revisado todos los posibles usos de la palabra, nos quedamos sin nada.
–Como pasa con los políticos.
–Exacto. Pero dejemos ese enojoso tema y centrémonos en la alcachofa. Podríamos disponernos ahora a preparar para la cena unas sublimes alcachofas a la griega, tal como las cantaba Homero. Eso sí es un asunto relevante. ¿Te parece?
–Vale.
–Pues vayamos haciendo acopio de alcachofas, uvas pasas, vino blanco, aceite de oliva y vinagre balsámico. Y dejemos a los prebostes con sus cuitas.
Una buena amiga acaba de adoptar un cachorro de pastor alemán. He dicho adoptar, porque me niego a usar el verbo tener, y mucho menos comprar, para referirme a la relación entre el cánido y quien pretende ser su dueño.
Yo he intentado convencerla, sin éxito, de que en lugar de un pastor alemán adoptase un labrador, como Mao, que tiende a ser mucho más amigable y cordial con los humanos. Pero ha sido imposible. Yo creo que mi amiga se proyecta en la personalidad teórica de los pastores alemanes. Ella es rigurosa, recta, con acendrados principios, muy dada a corregir lo que considera que está mal. Y esos rasgos puede que coincidan con los atributos de los pastores alemanes.
Como último recurso, igualmente inútil, le dije a mi amiga que el pastor alemán era la única raza de perros que apreciaba Hitler, quien, cómo no, también era racista en lo relativo a la especie canina. Al parecer, el Führer, odiaba particularmente a los bull dogs y a los boxers, a saber qué le habrían hecho.
El amor de Hitler por los pastores alemanes es un asunto interesante. Poseía el dictador (en este caso sí cabe el verbo) una hembra de esta raza a la que llamó Blonde. El nombre se las trae, porque evoca a la deidad germánica Wotan u Odín, la Bestia Parda o Bestia Rubia, el dios de la violencia, la transgresión, el dominio y la guerra. Se trata de ese dios vikingo/germánico al que el cristianismo parecía haber condenado durante milenios a una prisión subterránea (Nietzsche dixit), pero que resurge en el siglo XX, tal como Jung había alertado allá por los años en los que la serpiente nazi empezaba a salir de su huevo.
En realidad, lo que le molaba a Hitler eran los lobos. Al fin y al cabo, los legendarios y furiosos guerreros teutones o vikingos (Por Julio César tenemos noticia del furorteutonicus que mostraban aquellas bestias pardas) se autodenominaban berserker, haciendo referencia con ese nombre a las pieles de oso o de lobo con las que se cubrían. El propio Hitler se debía ver como un lobo, el gran lobo alfa de la manada alemana. De hecho, el nombre mismo de Adolfo significa, etimológicamente,noble lobo, o padre lobo, Athauwulf, como nuestro Ataulfo. Y en coherencia con todo ello, la nomenclatura nazi se lleno de lobos por todas partes; el refugio principal de Hitler desde el que dirigía la invasión de la URSS se denominaba precisamente «El Refugio del Lobo». El plan de lucha de guerrillas destinado a resistir frente a la invasión de los alíados se denominaba «DerWehrwolf«, es decir «El Hombre Lobo». El Partido Nazi, y varias divisiones de la Wehrmacht, usaban como símbolo, en sus orígenes, el dibujo de una runa llamada Wolfsangel, «gancho de lobo». Incluso en la actualidad, las organizaciones neonazis también siguen la pauta lobuna, por ejemplo los Lobos Blancos del Terror, una banda de peligrosos majaderos recientemente prohibida por el gobierno alemán.
Para entender el por qué de la obsesión de Hitler con el lobo, podríamos ayudarnos del psicoanálisis. Al parecer, Hitler, en su infancia, fue testigo aterrorizado de una agresión sexual de su padrastro sobre su madre. La interpretación freudiana sostiene que para liberarse del pánico hacia ese gran lobo malo representado por el agresor de su madre, el único camino era asociarse él mismo con el objeto de su miedo.
Yo más bien creo que el lobo simboliza en buena medida la historia del pueblo alemán desde la Antigüedad grecorromana, y sirve de arquetipo nacional. Esto se debe a las connotaciones del lobo en cuanto a transgresión/oposición frente a la civilización latina dominante (el viejo término germánico vargr significaba a la vez forajido y lobo, y viene al caso recordar la cacería de hombres lobos promovida por el Papa Inocencio VIII en 1484, con la publicación de la bula SummaDesiderantesAffectibus, que dio también el pistoletazo a la caza de brujas en Europa), así como el culto a la energía vital y la fuerza, y la devoción hacia lo colectivo y gregario.
Todo esto le conté a mi amiga al hilo del consejo que me pidió sobre la raza del cachorro a adoptar. Naturalmente no sirvió de mucho mi perorata histórico-cultural; porque en términos generales, pedimos consejo al prójimo tan solo con el propósito de que nos aconsejen justo aquello que deseamos realizar.
Esto ya lo decía Bertrand Russell. Afirmaba que cuando una persona le pedía consejo, primeramente intentaba averiguar lo que de un modo u otro acabaría haciendo esa persona. Y luego se lo recomendaba encarecidamente…
Y además, qué diablos, ese cachorro de mi amiga es en verdad fabuloso.