Mientras comemos al fresco unas rebanadas de pan de cristal tostado, con aceite, ajo y tomate, me habla una buena amiga, un tanto abatida, de las dificultades que está encontrando en su nuevo entorno laboral.
Le respondo con mi personal adaptación de la Ley de Arquímedes; es un principio que podríamos denominar Ley de Arquímedes de la Hidráulica Empresarial, y se enunciaría de la siguiente manera:
«La entrada de una persona brillante en una nueva organización genera siempre una presión en su contra equivalente a la cantidad de imbéciles que su talento desplaza«.
Marta me comenta que ayer derribaron otra estatua de Colón en cierto país americano. Me dice que le parece muy extraña esta especie de nueva moda iconoclasta; ella piensa que es algo que nunca antes había pasado y me pregunta qué opino al respecto. ¿Se deben derribar las estatuas de quienes pensamos que no actuaron en el tiempo pretérito con absoluto rigor ético? ¿Por qué esta fiebre ahora?
Le digo que esto no es nuevo en absoluto. El ser humano ha dedicado tanto tiempo a derribar estatuas como a construirlas. Levantar una estatua es siempre un acto político, cargado de valores. Exactamente igual que tirarla abajo. Y como la política y los valores son eternos, no es posible pensar que estemos ante un fenómeno nuevo.
Seguirán alzándose estatuas.
Y seguirán siendo derribadas.
Ocurre que no guardamos mucha memoria de las estatuas desaparecidas precisamente por eso, porque las hicieron desaparecer; no se ve lo que ya no está.
Pero guardamos registro de muchas estatuas derribadas en el pasado. En la Antigua Roma hasta le daban un nombre específico al habitual proceso de hacerlo: «damnatio memoriae«, esto es, «condena del recuerdo«, «maldición del recuerdo«. Al morir un Emperador, los senadores decidían si lo procedente era la apotheosis (es decir, convertirle en dios) o bien aplicarle la damnatio memoriae. Una de dos. Si la decisión era cancelar la memoria, se borraban hasta las monedas, que ya es decir.
Sería tedioso enumerar los casos de destrucción o remoción de estatuas y recuerdos en los tiempos pasados, desde la hoguera de las vanidades de Savonarola a la fiebre iconoclasta de la reforma luterana en el centro y norte de Europa, pasando por las innumerables estatuas de los borbones derribadas por la Revolución Francesa, la de los reyes ingleses durante la guerra de independencia norteamericana, o la de los símbolos estalinistas en la Europa del Este una vez caído el telón de acero. Aquí mismo también han sido removidas estatuas franquistas, y se ha visto hasta cierto punto como normal.
Es todo, como digo, ideológico, y casi siempre con componentes nacionalistas. En realidad, quien se rasga las vestiduras porque se derriba una estatua de Colón o de Hernán Cortés, no parece haberse molestado mucho cuando se ha echado abajo una estatua de Mubarak o de Saddam Hussein.
–Entonces, ¿a tí no te molesta este fanatismo inexplicable que parece extenderse ahora por el mundo contra las estatuas, esta especie de «damnatio memoriae» sistemática, por usar tus propias palabras?
–Para empezar, no me parece inexplicable. Escribí hace meses una posible explicación del proceso basada en la noción de «San Jorge Jubilado«.
Y por otro lado, ciertamente no estoy de acuerdo en el derribo.
–¿Sugieres que deben quedarse donde están? ¿Incluso en el caso de racistas o genocidas?
–Lo que sugiero es que se les de mejor uso. Creo que las estatuas–todas las estatuas–pueden servirnos para conocer mejor la Historia, si incorporamos al monumento los datos que conocemos, buenos y malos, sobre la ejecutoria del personaje. Ese es el sentido que podemos darles. Monumento significa etimológicamente eso, admonición, aviso, prevención…o incluso amonestación.
–¿Aplicas esto incluso a una estatua de Hitler?
–Incluso una estatua de Hitler puede ser útil a estos efectos, aunque tal vez sea conveniente en este caso, llevarla sin más a un museo, y exponerla con toda clase de datos, más bien que dejarla solitaria en un parque público.
Mira, Marta, derribar estatuas sin más, es un acto cargado de tanta ideología como alzarlas. Y la ideología juega siempre en contra de la verdad histórica. O de la verdad, simplemente.
Por añadidura, juzgar con extremo celo puritano a los personajes de la Historia puede acabar cancelando todo nuestro pasado. Sin posible excepción.
Y una sociedad sin pasado, sin raíces, es también una sociedad sin futuro ni horizontes. La condenación del recuerdo es también la condenación de la esperanza.
Ni apoteósis ni sentencia de muerte al recuerdo.
Conocimiento, datos, análisis y visión de contexto histórico, esto es lo que me parece que hace falta en relación con toda clase de monumentos.
Me pregunta Marta sobre la agitada vida política actual y le digo que poco puedo juzgar, pues estoy, hasta cierto punto «en la higuera«.
Hace tiempo que me propuse reducir al mínimo la lectura de periódicos que no fueran La Repubblica y The Guardian, de los que soy satisfecho suscriptor y ávido lector. Desde hace años. No enciendo jamás la televisión (quitando que me encanta ver en pantalla grande las fabulosas películas de Pixar, cuando tengo la suerte de que venga la pequeña Violeta a casa). Apenas escucho la radio (mientras preparo el desayuno, como mucho). Y no suelo hablar de política con mis amistades, mas que nada para preservarlas.
Sí. Estoy un poco en la higuera. Y también lo estoy en un sentido literal, pues justo frente a casa tengo una espléndida higuera que ya está dando sus primeros frutos, esto es, las brevas o albácoras del comienzo del verano. Esta mañana he cogido del árbol una de ellas para inmortalizarla en una foto.
–¡En la higuera! Claro. Y todo te importa un higo…Ya veo.
–No es eso, Marta. Ocurre que apenas puedo hacer nada más que votar cada cuatro años. Y lo hago a regañadientes. A menudo, con la nariz tapada, como suele decirse. Después, se acabó. Solo me es dado, en ese interín, ser sufrido espectador del sórdido espectáculo de ira, ruido estupidez, mentiras, ignorancia y ambición desmedida que constituye la vida política. Me quedo pues con mi higuera.
–Interesante. Por cierto, ya que no quieres hablar de política y mencionas los higos, me podrías decir por qué la hoja de higuera es la que se ha usado habitualmente para cubrir los cuerpos desnudos en la pintura y la escultura. Siempre me ha intrigado este asunto.
–Buena cuestión. Yo creo que el recurso forzado a la hoja de higuera es un sabio sarcasmo del artista. La higuera y el sexo tienen una profunda relación. En cierto sentido, la hoja de higuera tiene tanto contenido sexual como unos genitales al descubierto.
–Ah sí. ¿En qué sentido?
–En muchos más de los que podemos imaginar. Y no es casualidad que tantas expresiones vulgares para referirse al sexo incluyan el nombre de esta fruta, tanto en su versión masculina como femenina. En la antigua Grecia, el higo era el símbolo de la fecundación y los vibradores de madera que se usaban en las bacanales, tenían que ser de madera de higuera recubierta con cuero.
–Vaya…vibradores de madera de higuera…¿Y esto por qué?
–Yo creo que es muy obvia la relación de la hoja de higuera, con sus dos lóbulos laterales menores y su gran lobulo central, con los genitales masculinos. A su vez, el higo propiamente dicho, también evoca en cierto modo la geometría de los genitales femeninos. El icono del higo cortado en sección, con geometría pareja al gesto con dos manos que se ha convertido en estandarte del feminismo, estaba asociado a Demeter, la diosa de la fecundidad. Y a su vez, en las fiestas en honor de Baco, las doncellas se adornaban con esos mismos higos cortados en sección. En las bodas del mundo helénico, bajo la protección de Hera, la diosa que promovía y velaba por los matrimonios, se ofertaban cestitos de higos, un poco como esa vieja tradición de llevar una docena de huevos a los que se van a casar, para que no llueva el día del enlace. A los atletas griegos triunfadores en las olimpiadas se les coronaba con hojas de higo y como premio se les entregaba un puñado de higos maduros para reponer fuerzas.
Y no es solo la mitología grecolatina. También en la tradición judaica son justamente las hojas de higuera las que sirven para tapar la desnudez de Eva y Adan. ¿Podrían haber sido de cualquier otro árbol? Tal vez no, porque de hecho, la higuera es el primer frutal del paraíso terrenal. Y tiene mucha gracia que se haya comprobado que la higuera es también, en la realidad histórica, el primer árbol «domesticado» por el hombre, con reproducción vegetativa, allá por el año 11.000 a.c., en Palestina, al parecer. Dicho de otro modo, siendo la higuera el primer árbol cultivado para aprovechamiento agrícola por el ser humano, eso le otorga un rango único como símbolo de fecundidad y generación de vida.
–Interesante. Pero me parece que la higuera y el higo también simbolizan en ocasiones todo lo contrario, es decir, lo que no vale nada, lo indeseable…
–Es verdad. Es muy habitual que se de un fenómeno de ambivalencia en los símbolos, con significados aparentemente contradictorios. Así funcionan ciertos misteriosos mecanismos del subconsciente colectivo. Quiero pensar que el sentido despectivo de la palabra higa está, por desgracia, relacionado con el uso peyorativo en lenguaje vulgar que se hace de los genitales femeninos, denominados de mil maneras (opuesto al sentido positivo de los genitales masculinos, claro). «Dar una higa» como expresión para indicar el menosprecio, el desinterés o la falta de valor material, es algo que encontramos en Cervantes o en Shakespeare, por ejemplo. Además de todos nuestros clásicos, hasta el XIX.
La raíz de este uso peyorativo del higo o la higa es muy antigua. El gesto pretendidamente obsceno de «hacer una higa«, colocando el pulgar entre dos dedos, tiene origen como mínimo en el mundo grecolatino, donde se consideraba que era propio de gente de poco fiar. De hecho, los antiguos griegos llamaban a los chivatos, tramposos o impostores «mostradores de la higa«, es decir, sicofantes, de sykon, que es higo en griego y faino, manifestación.
–¿Sicofantes? Qué palabra tan interesante. Mostradores de higa. Me la quedo.
–Haces bien. Pero no la confundas con sicopompo, que son los guías de las almas. En este caso el sico de la palabra no hace referencia al higo sino a la psijé, a la mente.
Y, en fin, mira por donde hemos llegado, en un viaje circular, al punto de partida. Como debe hacerse en todo buen viaje, que debe acabar en uno mismo.
Comenzamos esta charla con tu pregunta sobre la actualidad política. Lo que nos llevó a los higos. Y desde los higos hemos llegado a los sicofantes, que es como podríamos definir, con toda propiedad y justicia, a los prebostes y prebostillos que sufrimos en estos tiempos y que impúdicamente nos muestran la higa, día tras día.
Sabedor de lo mucho que me suelen interesar las etimologías de las palabras y de lo que me suele complacer cuestionar las citas que hacen los prebostes en sus intervenciones (por lo general penosas) un amigo me informa, con cierto sarcasmo, sobre la repetida mención de la palabra concordia, y su pretendida raíz etimológica, en cierto discurso de un mandamás.
–Ha dicho el preboste que concordia significa con corazón…Estarás de acuerdo con la exactitud de esta afirmación, por una vez, supongo.
–Pues no del todo.
–¿Ah no? Pues, perdona, pero yo lo veo muy claro, cum y cordis. No admite duda. Tu sabes bien que cordis es la forma latina del kardio griego, emparentada con el heart inglés, por cierto, y con decenas de palabras castellanas, desde cordial a incordio…
–Si. Eso me lo se «de coro«, por citar una hermosa expresión clásica, un tanto olvidada, que también se relaciona con el cordis latino, y con el francés, par coeur. Pero aún así, sigo sin estar de acuerdo en que concordia signifique etimológicamente «con el corazón«, en atención a su etimología latina.
–Ya me dirás. Creo que en esta ocasión vas contra los hechos.
–Quiero decir que el significado original y etimológico de concordia es «consenso de mentes«. Y no tiene nada que ver con esa cosa tan cursi de «con corazón» que ha sugerido falazamente el descorazonador y descorazonado preboste.
–Ya me dirás.
–La concordia de los romanos era la estricta trasposición de la homonoia de los griegos, tal como sabemos por Polibio y por Posidonio. Esa homonoia era una especie de homogeneidad de mentes, homogeneidad de noos. Platón ve la homonoia/concordia como la clave del fundamento de la polis y se refiere ella como un supremo ideal de civismo, conectado otras tres nociones clave: el valor ciudadano (andreia), la sencillez o humildad (afeleia) y el buen uso de los recursos económicos (euteleia). Los romanos, a su vez, hicieron también de la concordia una diosa y la representaban una y otra vez en sus monedas, en la certeza de que solo la concordia y el consenso podría librar a la ciudad de la guerra civil.
–¿Entonces, por qué en esa trasposición latina de la homonoia se introduce la idea del corazón, ausente en el término griego? ¿No indica eso una interpretación «emocional» de la concordia ciudadana, por parte de los romanos?
–No exactamente. En la antigüedad clásica, el corazón era principalmente la sede de la la razón y de las ideas. No solo–ni principalmente–de las emociones. Desde Aristóteles y Galeno, el cerebro se veía a lo sumo como una especie de ventilador o refrigerador de la sangre, y por ende, de los pensamientos; algo indispensable para pensar, pero no la sede del alma. Solo después de muchos siglos, después de Harvey, se llegó a comprender que el corazón se limitaba a bombear la sangre y que el alma o los pensamientos deberían tener, si acaso, su sede en el cerebro. Por eso, no tiene mucho sentido hablar de concordia como algo relativo al corazón, sino como algo vinculado a las ideas u opiniones. Estamos ante un ejemplo de lo que podríamos denominar etimología «falaz». Concordia en Roma significaba el acuerdo de las mentes que impedía el conflicto y la guerra civil y al que solo se podría llegar, precisamente, mediante el «consensus«. No podía haber concordia sin consenso; esta es la gran clave del éxito de Roma como organización política.
–Vaya. Así que en esta ocasión el saber etimológico no resulta válido para tí.
–La etimología, al igual que la estadística, es como una farola en la noche. Podemos visualizar junto a esa farola al ávido de la verdad, que se sirve de ella para iluminar lo oscuro. O podemos imaginar junto a la farola al borracho que tan solo la utiliza para sujetarse y no caer al suelo.
Mientras desayuno, muy temprano, leo en un digital la feliz noticia del inminente estreno de Luca, una nueva obra de animación de Casarosa. Esto me alegra, y me evoca el primer trabajo de este creador italiano, aquel inolvidable corto «Luna».
Saco a Mao recordando aquellas primeras escenas de los pescadores, padre, niño y abuelo, en medio del mar, en plena noche, levantando una escalera para llegar desde la barca a la luna que está emergiendo en el horizonte.
Aquella escena inicial de la barca y la escalera de «Luna» para llegar al satélite, me lleva a su vez al recuerdo un cuentecito de otro italiano admirable, Italo Calvino.
En su narración, Calvino parte de un hecho científico, que en su día divulgó por primera vez el hijo de Darwin, catedrático de astronomía, a quien el propio Calvino menciona en las primeras líneas. Se trata del fenómeno constatado del alejamiento de la Luna.
En su fábula, Calvino imputa ese alejamiento a las tribulaciones de los pescadores encargados de mantener al satélite en su sitio, con ayuda de escalera y cuerdas.
Pero en la cruda realidad no literaria, el alejamiento, como George Darwin demostró, es real y tiene causas físicas.
Cada vez que la Luna se sitúa justo sobre un océano, atrae la gran masa de agua, pero al hacerlo, reduce un poco la velocidad de rotación de la Tierra. En un sistema rotacional acoplado, si reducimos la velocidad de rotación de uno de los dos componentes, eso necesariamente influye sobre el otro, haciendo que la distancia entre ambos aumente, a fin de garantizar el mantenimiento del momento angular total. El resultado, en el caso que nos ocupa, es un alejamiento de la Luna respecto a la Tierra de unos 4 centímetros al año, por culpa de las mareas.
Mao se ha parado un buen rato olisqueando unos hinojos. Y yo pienso si ese alejamiento de la Luna respecto a la Tierra no será un trasunto del destino que parece tener el enamoramiento. Dos seres acoplados se atraen y giran graciosamente en el espacio y el tiempo. Pero esa atracción ralentiza, como un castigo divino, la rotación de esos cuerpos. Por efecto de alguna inflexible ley cósmica, los dos seres antes unidos acaban un día separándose, girando cada uno por su lado, en la negrura de los abismos del Universo.
Mao parece que ya quiere volver a casa. Y yo le obedezco. Voy caminando de vuelta, mirando con algo de melancolía el espectro de la Luna creciente, que aún se atisba, se me antoja muy lejana, en el cielo del amanecer.
Es extraño (e incorrecto) que se llame «madre coraje» a esas madres que resisten con esperanza ante el terrible drama de un secuestro de sus hijos. Dramas como el que hemos vivido estos días a través de los medios y que está teniendo el más espantoso y más temido de los desenlaces. Produce náuseas escuchar las noticias.
La expresión «madre coraje» proviene de una obra de teatro de Bertolt Brecht. Su protagonista, que es a quien Brecht lllama sarcásticamente «madre coraje», no es precisamente un ejemplo moral. Es más bien un personaje de repugnante codicia que aprovecha el estado de guerra para lucrarse. Vive o malvive la muy pícara, arrastrando su carro de buhonero, gracias a la tragedia bélica. Una tragedia que acabará por llevarse a sus tres hijas. Pero, muertas sus hijas, ella, la «mutter courage», seguirá tirando del carro.
No es madre coraje, en el sentido brechtiano, esa infortunada mujer cuyos hijos parecen haber sido asesinados y arrojados al mar por el despechado e inimaginablemente infame ex cónyuge, en otra especie de horrenda versión masculina del viejo mito de Medea.
Madre coraje es más bien una sociedad en la que la injusticia social y los dramas humanos se aceptan a cambio de preservar el sagrado principio del beneficio y del lucro. Madre coraje es una sociedad que está ciega o se desentiende respecto al crónico malestar mental de los ciudadanos, y que consiente pasiva su infortunio, su vacío, su locura o su violencia.
Madre coraje, mütter courage, en el peor y más estricto sentido de la expresión…somos nosotros.
Marta me pregunta por el logo de Apple. Quiere saber por qué eligieron una manzana como estandarte de la compañía.
La pregunta ya se la hicieron en su día al fundador, con ocasión de una de sus conferencias. Jobs dio una respuesta un tanto frustrante. Se limitó a decir que la manzana mordida era un símbolo de la simplicidad. Eso era todo.
En realidad, antes de la manzana mordida, el primer logo de Apple sí mostraba a Newton bajo un manzano haciendo referencia al fruto que se supone inspiró la Ley de la Gravedad al científico británico. Pronto Apple cambió ese logo. Tal vez porque, además de su insufrible diseño vintage alguien les dijo que esa manzana inspiradora era una patraña. Newton, por supuesto, no necesitó ver ninguna manzana caer para entender que la Tierra atraía a los cuerpos. Lo que él intuyo, sin mediar manzana ni otro fruto, es que todos los cuerpos del Universo, sean cual sean sus tamaños, se atraen unos a otros de acuerdo a sus masas, y conforme a la ley del cuadrado de las distancias.
No le iluminó a Newton la manzana cayendo sobre la Tierra. Si acaso, imaginó Newton esa manzana en el aire y comprendió que también la Tierra estaba cayendo sobre la manzana.
En fin, que Newton y su apócrifa manzana sí que están detrás del logo de Apple, dijese lo que dijese Jobs. No así la manzana de Turing, que también se ha mencionado como origen del diseño de la multinacional informática.
–¿La manzana de Turing?
–Sí. Seguro que recuerdas que el fundador de la informática se suicidó mordiendo una manzana.
–Es verdad. No podía resistir el infierno en el que se había convertido su vida cuando se desveló su homosexualidad, que era delito en Inglaterra en aquellos tiempos.
–Exacto. Le aplicaron una humillante castración química, como alternativa a la cárcel. Eso le destruyó.
–Ya. Es curioso esa forma de suicidio: morder una manzana envenenada. Qué curioso.
–Tiene una explicación. Una explicación que sobrecoge.
–¿Cuál?
–Turing tenía una relación muy profunda con su madre. Le horrorizaba que ella, irlandesa y católica, recibiese la noticia de su suicidio, un crimen terrible para la Iglesia, que impedía el entierro en sagrado (un mero recurso eclesial para garantizar el mayor número posible de legados mortis causa). Se le ocurrió a Turing fingir un envenenamiento. Así que una noche, usando una jeringuilla, inyectó veneno en una manzana y ya en la cama la mordió para acabar con su vida, fabricando así la idea de un atentado de un espía ruso o algo así.
–Terrible.
–Sí. Turing fue brillante hasta en esto, porque en efecto, una manzana envenenada es un buen expediente para asesinar a alguien. Desde fuera es imposible saber que el fruto contiene veneno, y una vez que la muerdes estás acabado.
–Claro. Entonces es por eso que el cuento de la Bella Durmiente también incluye un envenamiento con una manzana. Pero, un momento, las jeringuillas y las agujas hipodérmicas son una cosa moderna ¿no?
–La jeringuilla hipodérmica es algo del siglo XIX, cuando la metalurgia hizo posible la creación de tubos metálicos huecos muy finos. Pero los tubos de caña o tallos vegetales para inyectar medicinas (o sangrar) son muy antiguos. Ya en tiempos de la antigüedad grecorromana se utilizaban. La palabra jeringa es de origen griego y su etimología es flauta, por cierto (syringa).
–Pues seguramente habrá otros casos en la historia de envenenamiento con manzanas, además del de Turing…
–No se. Tal vez. Pero aunque la idea de envenenar con una manzana sea buena, no supera a las ventajas del arsénico, el líder absoluto en el ranking de métodos de envenenamiento. Es incoloro, insípido y si es preciso puede matar progresivamente. Añadiendo pequeñas dosis cada día.
–Bueno, pero lo que sí tenemos la manzana del paraíso bíblico, esa también estaba, de alguna manera, envenenada.
–En cierto modo, sí. Pero no era una manzana. En la versión hebrea o griega de la Biblia solo se habla de un cierto «fruto» prohibido, no se específica que sea una manzana. Se menciona «un fruto de la tierra», en genérico (פֶּ֫רִי, en hebreo, pri, que puede tratarse incluso del trigo o de la vid, como interpretan los musulmanes). Ese prí como «producto de la tierra» tiene el mismo sentido genérico que el frux latino, lo que sugiere una conexión remota, a través del griego fryktos, desecado, con la palabra hebrea. Es San Jerónimo, en su traducción al latín quien provoca el equívoco, porque manzana en latín es «mala«, y sugiere la idea de maldad, así que la prohibición divina de no comer «de ligno autem scientiae boni et mali«, parece incluir la idea de las malvadas manzanas («mali»).
–Pues si no es una manzana ¿qué fruto podría ser?
–Una granada, casi con total seguridad. Pero explicar este asunto es algo de lo que podríamos hablar largo y tendido otro día.
A alguno de mis amables y desocupados lectores (solo los muy amables y harto desocupados lectores pueden tener tiempo y aplomo para leerme) les ha llamado la atención mi texto de ayer sobre la amnesia infantil, y me han pedido alguna referencia sobre lo que yo escribí.
Les puedo recomendar un interesantísimo, aunque extenso, artículo de los profesores Mark L.Howe y Mary L. Courage en Psichological Bulletin, Vol. 113, No. 2. Es un trabajo sumamente documentado y con una extensa bibliografía. Se resume en la idea según la cual la amnesia infantil no se deriva de que el niño solo memoriza cuando puede hablar o cuando se forma en su cerebro un sistema secundario de memoria. Lo que Howe y Courage sostienen es que simplemente no recordamos nada del yo previo a cierta edad porque por entonces no había yo.
Los mencionados investigadores alegan haber demostrado que en esos años primeros cuyo recuerdo parece haberse borrado, el niño ya contaba con capacidades neurológicas y perceptivas suficientes como para codificar, almacenar y recuperar recuerdos. Entonces–concluyen–si no hay rastro de memoria de esos años es solo porque faltaba en esos niños un marco de referencia que convirtiese los recuerdos en material autobiográfico. En suma, faltaba el yo. Lo mismo que le falta al anciano con demencia senil, cuya identidad se desvanece al tiempo que se borran sus recuerdos.
Lo fascinante es que el texto autobiográfico de la obra de Nabokov (grave, por favor, con acento fonético en la primera o, y v final portuguesa) que ayer mencioné y algunas de cuyas líneas transcribí, muestra una increible intución de lo mismo que expresa esta teoría de Howe y Courage. Incluso el genial autor afirma que hubo un tiempo en el que él mismo no tenía todavía conciencia del yo, pese a saber ya hablar y contar; justo lo mismo que sostienen Howe y Courage.
También sugiere Nabokov la emergencia del yo como algo progresivo y relacionado con la percepción del tiempo. Lo cual es muy plausible. Y muy profundo. Si no percibiésemos el tiempo no tendríamos conciencia de nosotros mismos. Tiene lógica entonces pensar que es la percepción del tiempo la que abre las puertas de la identidad. Otra conclusión podría ser que el tiempo no existe sino como mera excrecencia del yo.
Lo mejor es romper una vez más la regla de este blog (no transcribir sin más ideas o textos ajenos) y copiar, con respeto reverencial, las luminosas palabras del insigne escritor ruso. En el texto que copio, de las primeras páginas de Speak, Memory! (se me disculpe el atrevimiento de la traducción) el autor fija una fecha exacta para determinar el limite de su amnesia infantil, que él atribuye justamente, como Howe y Courage, a la inexistencia previa de la conciencia del yo. Se nos regala, además, otra intuición asombrosa relacionada con la llamada teoría de la recapitulación, en el sentido de que el despertar del yo en el niño debe ser homólogo al despertar de la conciencia en nuestros ancestros homínidos, hace millones de años, en coherencia con la hipótesis de que la filogenia (evolución del individuo) y la ontogenia (evolución de la especie) son procesos misteriosamente paralelos. Leamos el texto del maestro:
«Al sondear en las profundidades de mi infancia (que es lo que más parecido a sondear en la propia eternidad) veo el despertar de la conciencia como una serie de flashes espaciados, y los intervalos que los separan van disminuyendo gradualmente hasta que se forman luminosos bloques de percepción que proporcionan a la memoria un resbaladizo asidero. Aprendí los números y el habla en fecha muy temprana, y casi simultáneamente, pero el conocimiento interior de que yo era yo y de que mis padres eran mis padres, solo parece haberse establecido mas tarde, cuando se asoció directamente a mi descubrimiento de cuál era la edad de ellos en relación con la mía. A juzgar por la intensa luz solar que, cuando pienso en esa revelación, invade de inmediato mi memoria con manchas lobuladas de sol que se cuelan por entre capas superpuestas de verdor, el día al que me refiero pudo ser el del cumpleaños de mi madre, al final del verano, en el campo, una fecha en la que hice preguntas y calibré las respuestas recibidas. Así es como deberían ser las cosas según la teoría de la recapitulación; el comienzo de la conciencia reflexiva en el cerebro de nuestro más remoto antepasado debe sin duda de haber coincidido con el despertar del sentido del tiempo.»
Es bien sabido que la senilidad se parece mucho a la primera infancia, como sugiere el acertijo que resolvió Edipo.
El niño pequeño y el viejo se parecen en su torpe forma de moverse, en su manera de alimentarse, en su indefensión.
Y sobre todo, en ambas etapas está la muerte o la inexistencia muy cerca, ya sea delante o detrás. Hay un punto más en común, del que apenas se habla. Se trata de la memoria. El viejo sufre a menudo esa terrible dolencia que le arrebata sus recuerdos y su identidad. Pero de los primeros dos o tres años de nuestra vida, tampoco guardamos recuerdos ni sentimos que «estábamos ahí».
A este fenómeno de ausencia de recuerdos de la primera infancia se le llama amnesia infantil y es todo un enigma. Se han dado toda clase de explicaciones, desde vincularlo a un desarrollo cerebral insuficiente hasta cumplir los 2 años y medio o tres, a considerar que con el crecimiento, esos recuerdos primigenios subsisten pero en un estado reprimido, tal como sostuvo Freud.
Puede haber una explicación más sutil. Tal vez hasta esos tres años de edad, aproximadamente, no nos queda claro quién somos. Vivimos ese tiempo en un mundo de sensaciones caóticas, en el que progresivamente va configurándose la noción del yo. Debe haber un momento en el que el niño llega a la conclusión de que todo lo que percibe lo está percibiéndo él y no otro ser. Y así nace la identidad.
Entonces, hasta que no haya identidad no puede haber recuerdos. Del mismo modo que cuando desaparecen los recuerdos deja de haber identidad (como ocurre en la demencia senil). Es decir, no recordamos lo que nos pasaba antes de los 3 años simplemente porque no estábamos ahí; no eramos todavía «nosotros».
Pensar en todo esto me evoca el fascinante comienzo de la autobiografía de Nabokov. Son solo unas líneas que dan la medida de sus absoluta genialidad y que, rompiendo por una vez una norma de este blog, voy a transcribir aquí, con mi torpe traducción del sublime inglés del autor.
«La cuna se mece sobre un abismo, y el sentido común nos dice que nuestra existencia no es más que una breve rendija de luz entre dos eternidades de oscuridad. Aunque ambas son gemelas idénticas, el hombre, por lo general, ve el abismo prenatal con mas calma que aquel otro hacia el que él se dirige (a algo así como cuatro mil quinientas pulsaciones por hora). Conozco, sin embargo, a un joven cronofóbico que experimentó algo muy parecido al pánico cuando vio por primera vez unas películas familiares rodadas pocas semanas antes de su nacimiento. Contempló un mundo prácticamente inalterado–la misma casa, la misma gente–, pero comprendió que él no existía allí , y que nadie guardaba luto por su ausencia. Captó una imagen de su madre saludando desde una ventana de arriba, y aquel ademán le perturbó, como si fuese un misterioso adios. Pero lo que más le asustó fue la visión de un cochecito nuevo, plantado ahi, en pleno porche, con el mismo componente de invasiva relevancia que un ataúd; hasta el cochecito estaba vacío, como si, en el curso inverso de los acontecimientos, sus mismísimos huesos se hubiesen desintegrado»
¡Ah, el genial Nabokov, que acierta a ver el espectro del féretro en el cochecito! Quizá para él, la amnesia infantil al igual que la demencia senil no fuera otra cosa sino un mecanismo de defensa de la vida para conjurar el terror de la proximidad de la inexistencia. El pánico de la cuna que se mece junto al abismo.
Al parecer, en la televisión, lo que está generando enormes audiencias son dos escándalos de enfrentamientos brutales de hijos famosos contra sus madres famosas.
Son dos asuntos que han alcanzado la escala de acontecimientos, más allá de las pantallas, con toda clase de implicaciones, incluso políticas
Hay algo extraño y casi inexplicable en esto. El hijo contra la madre es algo inusual en nuestra cultura, seguramente por la sacralización del rol maternal como contrapartida de la subordinación de la mujer al hombre.
Massimo Recalcati y otros autores, consideran que esa sacralización de la figura materna tiende a dilurse como consecuencia del fenómeno de la liberación de la mujer. Por ello, asuntos como los dos que tienen a España en vilo, al parecer, son solo el punto de partida de un proceso irreversible. Se verán más casos.
La mitología y la historia están llenas de ejemplos de enfrentamiento brutal entre hijos y padres, pero no hay muchos entre hijos y madres.
Si te fijas en la Historia, te vendrá acaso a la cabeza la lucha a muerte entre Alfonso Enriquez y Teresa, su madre, que acabaría dando origen al reino de Portugal. O las infamias de Fernando I y de Carlos V con quien era hija de aquel y madre de este, además de reina legítima, pero sin corona, de Castilla. O las intrigas, maldades y conspiraciones del felón Fernando contra su madre la reina María Luisa. O la insistencia de Alfonso XII por mantener a su progenitora, la depuesta Reina Isabel, en su triste exilio parisino.
Pero poco más.
Como nos ha enseñado Eva Cantarella (Non Sei Piu Mio Padre, Feltrinelli 2015), en la mitología grecolatina todo son enfrentamientos de padre e hijo, pero no de madre e hijo. Crono eviscera con una hoz a su padre Urano. A su vez, el hijo de Urano, Zeus, le abre en canal a su padre para liberar a sus hermanos y apoderarse del trono universal. Teseo comete un parricidio culposo, haciendo que se suicide el padre por su imperdonable negligencia respecto al color de las velas de su barco. A su vez, Teseo, ordena el exilio de su hijo Hipólito, por una rivalidad sexual, y expresa su deseo de que muera, algo que escuchó Poseidón, tal vez padre del mismo Teseo, apresurándose a aniquilar a Hipólito por mediación de un monstruo marino.
No es fácil encontrar en la historia de nuestra cultura patriarcal o en nuestro imaginario colectivo, algún significativo ejemplo de querella brutal entre madre e hijos, como esas atrocidades que ahora se nos narran como si tal cosa en la televisión y los medios. Pero las cosas parecen estar cambiando velozmente.
Tal vez no sea disparatado considerar esto como un sórdido efecto colateral de ese cambio sociológico planetario que ha desacralizado la función de la mujer como exclusiva procreadora y cuidadora de hijos. Tiene sentido.