
Existen muchas aportaciones de la lengua española a otras grandes lenguas del mundo. Al francés le hemos prestado términos como aficionado, cafetería, embargo, guerrilla, patio, rodeo…El inglés, por su parte, está en deuda con muchas de nuestras palabras, entre ellas, desesperado, lazo, rancho, estampida, arroyo, sierra, tornado, mosquito, bodega, fiesta, matador, armada, suave, adobe, cabaña…
Considerando reflexivamente estos préstamos lingüísticos uno puede deducir ciertas características de lo que podríamos denominar el alma española.
Pero entre esos préstamos hay algunos que son algo preocupantes. Por ejemplo, ingleses usan un feo término de origen español, como «junta» para referirse al gobierno militar que suele suceder tras los golpes de estado. Por su parte, los franceses, usan «pronunciamiento» (dicho tal cual, sin olvidarse de la sílaba final ), para referirse a las proclamas que suelen preceder a esos golpes.
Nuestro entrañable y genuinamente español «pronunciamiento«, en concreto, lo han venido usando los franceses durante siglos. Usaba la palabra LaFayette, en tiempos de la revolución, quien soñaba con un «pronunciamiento à la maniére espagnole«. Y la usaba De Gaulle, para referirse a la insurrección militar en la Argelia francesa: «…un pouvoir s’est établi en Algérie par un pronunciamiento miltaire«.
Y la verdad, no solo los franceses han acogido calurosamente nuestro castizo «pronunciamiento«. También figura el término de marras en el léxico de los italianos, y con el mismo sentido de «rivolta contro il governo«. Lo vemos igualmente en el inglés, tal como refleja el Concise Oxford Dictionary, por ejemplo.
Da entonces la impresión de que los pronunciamientos se nos dan muy bien a los españoles, y tal vez por eso el término se ha universalizado. El paroxismo de nuestros pronunciamientos se dio en el siglo XIX, comenzando con el del General Espoz y Mina en 1814, al que siguió el del General Díaz Porlier en 1815, el de Richart en 1816, el del General Lacy en 1817, el de Rafael de Riego en Cabezas de San Juan (1820), el de la Guardia Real en 1822, el del Coronel Valdés en 1824, el del teniente Cordero de 1835, el de Narvaez y Diego de León en 1841, el de O’Donnell en 1854, y, el de Martínez Campos en 1874 (mis lectores que vivan en Madrid ya se habrán dado cuenta de que el callejero de la capital parece inspirado en la lista de los artífices de los pronunciamentos decimonónicos, lo cual es muy mal síntoma).
No se por qué me vino a la cabeza ayer todo este rollo de los pronunciamientos, comentando durante el almuerzo la actual situación sociopolítica y especulando imaginativamente con la distópica posibilidad de que en algún momento suene por aquí de nuevo, con mayor o menor sordina, adaptado a los tiempos modernos, el tradicional, acendrado y muy nuestro «ruido de sables«.
Y por cierto, «ruido de sables», expresión también nacida en nuestro ámbito lingúístico (Chile, 1924), que se deriva del ruido que los espadones uniformados hacen cuando arrastran sus sables por los pasillos de los palacios de los gobiernos, también ha pasado, ay, al acervo cultural universal. Los anglosajones por ejemplo, usan a menudo el equivalente inglés «sabre rattling» para referirse a la agitación militar que suele ser precedente de los…pronunciamientos.
¡Cuánto enseñan las palabras! ¡Qué poco enseñan las cosas!