Préstamos y Pronunciamientos.

Existen muchas aportaciones de la lengua española a otras grandes lenguas del mundo. Al francés le hemos prestado términos como aficionado, cafetería, embargo, guerrilla, patio, rodeo…El inglés, por su parte, está en deuda con muchas de nuestras palabras, entre ellas, desesperado, lazo, rancho, estampida, arroyo, sierra, tornado, mosquito, bodega, fiesta, matador, armada, suave, adobe, cabaña…
Considerando reflexivamente estos préstamos lingüísticos uno puede deducir ciertas características de lo que podríamos denominar el alma española.
Pero entre esos préstamos hay algunos que son algo preocupantes. Por ejemplo, ingleses usan un feo término de origen español, como «junta» para referirse al gobierno militar que suele suceder tras los golpes de estado. Por su parte, los franceses, usan «pronunciamiento» (dicho tal cual, sin olvidarse de la sílaba final ), para referirse a las proclamas que suelen preceder a esos golpes.
Nuestro entrañable y genuinamente español «pronunciamiento«, en concreto, lo han venido usando los franceses durante siglos. Usaba la palabra LaFayette, en tiempos de la revolución, quien soñaba con un «pronunciamiento à la maniére espagnole«. Y la usaba De Gaulle, para referirse a la insurrección militar en la Argelia francesa: «…un pouvoir s’est établi en Algérie par un pronunciamiento miltaire«.
Y la verdad, no solo los franceses han acogido calurosamente nuestro castizo «pronunciamiento«. También figura el término de marras en el léxico de los italianos, y con el mismo sentido de «rivolta contro il governo«. Lo vemos igualmente en el inglés, tal como refleja el Concise Oxford Dictionary, por ejemplo.
Da entonces la impresión de que los pronunciamientos se nos dan muy bien a los españoles, y tal vez por eso el término se ha universalizado. El paroxismo de nuestros pronunciamientos se dio en el siglo XIX, comenzando con el del General Espoz y Mina en 1814, al que siguió el del General Díaz Porlier en 1815, el de Richart en 1816, el del General Lacy en 1817, el de Rafael de Riego en Cabezas de San Juan (1820), el de la Guardia Real en 1822, el del Coronel Valdés en 1824, el del teniente Cordero de 1835, el de Narvaez y Diego de León en 1841, el de O’Donnell en 1854, y, el de Martínez Campos en 1874 (mis lectores que vivan en Madrid ya se habrán dado cuenta de que el callejero de la capital parece inspirado en la lista de los artífices de los pronunciamentos decimonónicos, lo cual es muy mal síntoma).
No se por qué me vino a la cabeza ayer todo este rollo de los pronunciamientos, comentando durante el almuerzo la actual situación sociopolítica y especulando imaginativamente con la distópica posibilidad de que en algún momento suene por aquí de nuevo, con mayor o menor sordina, adaptado a los tiempos modernos, el tradicional, acendrado y muy nuestro «ruido de sables«.
Y por cierto, «ruido de sables», expresión también nacida en nuestro ámbito lingúístico (Chile, 1924), que se deriva del ruido que los espadones uniformados hacen cuando arrastran sus sables por los pasillos de los palacios de los gobiernos, también ha pasado, ay, al acervo cultural universal. Los anglosajones por ejemplo, usan a menudo el equivalente inglés «sabre rattling» para referirse a la agitación militar que suele ser precedente de los…pronunciamientos.
¡Cuánto enseñan las palabras! ¡Qué poco enseñan las cosas!

Lengua y mandíbula.

Un amigo me dice que la lengua es el músculo más poderoso del cuerpo humano. En realidad eso no es cierto, pese a ser «ben trovato». Porque tendría mucha gracia que la Naturaleza le hubiese dado a la lengua esa primacía sobre el resto de la musculatura, en una especie de confirmación biológica de aquello según lo cual la pluma es más poderosa que la espada…
Pero no, no es así. Tan solo ocurre que la lengua es una estructura muscular muy singular que, entre otras cosas, no muestra casi nunca fatiga. O sea, que no es que la lengua sea poderosa, sino que es virtualmente incansable, como lo demuestran los tertulianos de la radio y la televisión.
En términos de relación entre peso y potencia, los músculos más poderosos del cuerpo humano son los maseteros, es decir, los de la mandíbula que usamos para masticar.
Esto también tiene su gracia. Pero en un sentido opuesto al mito de la lengua. Lo más poderoso sería aquello que nos lleva no al lenguaje, sino a la ferocidad y la destrucción.

Cash value in experience.

Los que mandan han decidido ayer declarar estos tiempos como de «emergencia climática«.
Es fascinante lo ágiles y enérgicos que son los prebostes para dar nombres diferentes a las cosas, en llamativo contraste con su lentitud y abulia para hacer las cosas diferentes.
Ha pasado más de una década desde que Al Gore nos explicó que estábamos ya ante una emergencia global. Y lo hizo mediante un documental del que incluso algunos se mofaron, pese a su rigor y elocuencia.
Aquel documental se titulaba, con muy buen criterio y mucha enjundia,»An Inconvenient Truth». Y es precisamente ese título lo que me ha impulsado a escribir esta mañana.
¿Por qué tiene mucha enjundia llamar «inconvenientes» a ciertas verdades, como la que hace referencia a la realidad del cambio climático?
Responder a esta pregunta nos conduce al espinoso problema de la naturaleza de la verdad y a una interpretación de esa naturaleza muy propia de la cultura anglosajona que es hegemónica en el mundo (no hace falta recordar que Estados Unidos, principal causante de emisiones de gas invernadero, ha abandonado recientemente los acuerdos de París). Dame un minuto y te explico a continuación lo que quiero decir.
Empecemos cuestionándonos, como lo hacía cínica pero lúcidamente el prefecto Pilatos, sobre qué es la verdad.
La respuesta clásica, que se remonta a Aristóteles, se basa en la noción de correspondencia, es decir, se entiende la verdad como la correspondencia entre hechos y palabras, expresadas estas en forma de proposiciones respecto al mundo.
Por desgracia, esta forma de ver las cosas suscita más problemas de los que resuelve pues hablar de correspondencia entre el mundo y las palabras requiere un cierta visión del mundo que debe ser previa a cualquier juicio de verdad o falsedad que pueda ser emitido. Pero esa visión del mundo requiere de verificación, lo que nos lleva a una indeseable circularidad lógica.
La alternativa a la teoría de la correspondencia material entre cosas y palabras sería la visión estrictamente formal de la verdad, sobre la cual se construye la llamada teoría de la coherencia: una proposición es cierta o verdadera si esa proposición es coherente en relación con otras proposiciones de un determinado conjunto. Sin embargo, esto nos lleva a considerar como verdaderas, por ejemplo, las proposiciones de sistemas de pensamiento coherentes pero puramente imaginarios, no probados o de fantasía. Por ejemplo, las «verdades» de la llamada «ciencia astrológica» serían verdades de pleno derecho conforme a esta teoría. Esto presenta aún más debilidades que las de la teoría de la correspondencia.
Ante las enormes dificultades de encontrar una definición lógicamente sólida de la verdad, al pensador norteamericano William James se le ocurrió, allá por finales del XIX, y en plena emergencia del poder plutocrático de los Estados Unidos, un enfoque totalmente diferente y muy ajustado al espíritu del tiempo y ámbito en el que vivía James. Se trataba del enfoque «pragmático» de la verdad.
James sostenía que ante la imposibilidad de aclararnos con lo que es o no es cierto, lo mejor era seguir el criterio de considerar que son ciertas aquellas proposiciones que tengan «valor en metálico» en términos empíricos, esto es, «cash value in experience» (sic).
En otras palabras, para William James, muy en consonancia con la forma de pensar del capitalismo norteamericano en alza cuando formula su teoría (y ahora mismo también), debemos dar por cierto aquello que nos resulta conveniente. Y no hay más que hablar. La derivada es que cuanto más poderosa sea una persona, más capacidad tendrá de ser fuente de verdades pragmáticas y más capacidad tendrá para negar lo evidente y sostener lo falso, lo que explica por ejemplo que el actual mandamás de la Casa Blanca tenga 50 millones de seguidores en Tweeter. Seguidores que parecen creer a pies juntillas todo lo que el rubicundo majadero les dice. Porque les conviene.
Naturalmente, este enfoque empírico radical de James era un solemne disparate, pues en realidad, el sentido común nos indica que un gran número de verdades pueden ser al mismo tiempo decididamente inconvenientes.
Pero por más que nos parezca ridícula esta forma de pensar, hay que reconocer que es en buena medida la que se ha consolidado en la sociedad contemporánea. Si algo no nos conviene, lo damos por falso, lo negamos, sostenemos que no puede ser y que alguna razón o justificación se abrirá camino para refutarlo.
Y el mejor ejemplo de esta concepción aberrante de la verdad práctica es precisamente el cambio climático.
Porque la veracidad del cambio climático y su amenaza para el planeta es virtualmente indiscutible. Desde los tiempos del documental de Al Gore, como poco.
Es una verdad, sí, en la medida en que se corresponde con los datos científicos más precisos. Pero es una verdad que no conviene en absoluto a quienes ostentan el poder económico y político en el planeta.
Por lo tanto es una «verdad inconveniente«.
Bertrand Russell se limitaba a contradecir a James con la simple aseveración en el sentido de que algunas verdades pueden ser inconvenientes.
En realidad, en el ámbito de la vida social y política, se diría que no solo algunas verdades son inconvenientes, sino que, más bien, lo son la mayoría de las verdades.
Hasta el punto de que en este mundo de postverdades, de manipulación y de propaganda masivamente distribuida en redes sociales, la inconveniencia o la incomodidad de una idea empieza a ser un buen índice para sospechar la veracidad de la misma.
Tiempos oscuros estos, en los que es falso aquello que no tiene cash value. En los que toda verdad tiende a ser inconveniente.

Nuevos y viejos mundos.

Comentamos algunos aspectos de la distopía de Huxley (cuyo torpe título en español traiciona el significado de la cita sarcástica de Shakespeare a la que el autor recurre ingeniosamente para titular su novela, evocando la ingenua exclamación de Miranda en La Tempestad).
A Marta le indigna en particular la idea de que un gobierno pueda asignar en un futuro diferentes funciones laborales a los ciudadanos, clasificándolos sin piedad desde la más tierna infancia.
En realidad, le aclaro que esto es así desde el principio de los tiempos, no hace falta imaginarlo en el futuro.
Tan pronto como el ser humano abandonó el nomadismo y la supervivencia basada en la caza y la recolección, surgieron las ciudades, la ganadería y la agricultura, las fortalezas, las masas laborales, el poder político y el religioso…y con todo ello, se instauró sin remedio la estructuración y jerarquización de la sociedad en clases y castas.
–¿Le interesó siempre al poder mantener grupos sociales fuera del acceso a la educación?
–Sí. A fin de facilitar la asignación a esos grupos de las tareas más básicas (y penosas) que sustentan el edificio económico.
Le pongo como ejemplo a Marta algo que no es muy lejano en el tiempo. Le hablo de la famosa Pragmática de 26 de Abril de 1623, promulgada por el rey Felipe IV. Esta norma intentaba evitar que los niños de las aldeas y pueblos pequeños pudiesen proseguir la enseñanza primaria más allá de la formación básica en lectura y escritura, que normalmente concluía a los 9 años, cuando pasaban a incorporarse a las llamadas «Escuelas de Gramática»; en las que esencialmente comenzaban a aprender latín. La justificación es que esos niños del campo, pertenecientes a familias humildes de agricultores, deberían orientarse al trabajo manual, tan necesario para el Reino, y no desviarse hacia la formación más avanzada, pretendiendo ser letrados.
Esta Pragmática fue ley aplicable durante siglos. Lo podemos comprobar consultando la Novísima Recopilación, en la se integra el derecho civil y penal vigente en España hasta la codificación realizada en el último tercio del XIX.
Lo que leemos en la Novísima (Libro VII, Título XXII) es explicativo por sí mismo:
«74. Todos los niños han de ir a las escuelas de Primeras letras, debiendo haber una en cada concejo para los lugares de él, situándose cerca de la Iglesia, para que puedan aprender también la doctrina y la lengua española a un tiempo. 75. No habrá estudios de Gramática en todas estas nuevas poblaciones, y mucho menos de otras Facultades mayores, en observancia de lo dispuesto en la ley del Reyno, que con razón las prohibe en lugares de esta naturaleza (Ley I, tit.2. lib. 8.), cuyos moradores deben estar destinados a la labranza, cria de ganados y a las artes mecánicas, como nervio de la fuerza de un Estado.«
Lo fascinante es que estos dos artículos transcritos de la Novísima, son perfectos para seguir la pista del larguísimo proceso de decadencia de España y la dinámica disgregadora que nunca termina en estas tierras.
–¿En qué sentido?–me pregunta Marta, ya con un cierto tono displicente, y mientras veo que comienza a echar mano del móvil.
En primer lugar, le digo, fíjate en que estas normas, que se remiten a la Pragmática del año 1623, deben contextualizarse en la fortísima crisis económica de la segunda y tercera década del siglo XVII, cuando la Guerra de los Treinta años vaciaba las arcas de la monarquía hispánica y las continuadas exacciones y levas soliviantaban sin remedio los innumerables territorios de la Corona. No pasaron veinte años desde esa Pragmática de Felipe IV cuando los segadores catalanes se decidieron a propugnar severos golpes de hoz contra el «malgobierno» de Olivares y cuando Portugal consiguió liberarse del yugo de los Felipes. El colosal caos económico y fiscal derivado de un Imperio inmanejable por su tamaño y de la «maldición de los recursos», comenzó justamente en aquellos años de principios del XVII, y la prohibición de las Escuelas de Gramática en las aldeas es solo la expresión de un patético esfuerzo del gobierno para reorientar la formación profesional y ampliar la base de braceros, que se juzgaba pilar de la riqueza.
En segundo lugar, estas normas nos dan la pista sobre las limitaciones de la formación secundaria en España y, sobre todo, sobre la hegemonía de la Iglesia española en el ámbito de la educación (trasunto de la excepcional primacía clerical en nuestro país durante siglos, sin rival en Europa, salvo acaso en Italia y Portugal, y que está en relación con la obsesión de Carlos V y su hijo por articular un nuevo Imperio sacro europeo, en lugar de centrarse en fortalecer el Estado en la península ibérica). Esa primacía eclesial ha sido sin duda la causa del terrible retraso español en ciencias, que a su vez ocasionó nuestro retraso de casi cien años en la incorporación a la Revolución Industrial que tuvo lugar en Europa y Estados Unidos
En tercer lugar, y por último, hay que fijarse en que la Pragmática en cuestión es promulgada por un triste epígono de la poderosísima dinastía de los Austrias («abúlico y degenerado«, le llamaban a Felipe IV en mis libros del bachillerato), quien, junto con su enfermizo hijo Carlos, baja el telón del Imperio en el que nunca se puso el sol. Ese cambio de dinastía, que llegaría sin remedio al término de aquel siglo, y que sentó en el trono de España a un joven rey francés–y forzosamente francófilo– supuso una tragedia duradera para la autoestima colectiva española, y una subordinación de nuestra intelectualidad y pensamiento al país vecino. Y esto ocurrió durante los cruciales tiempos de la Ilustración y la Revolución Industrial. Tan interesante fenómeno ha sido destacado por un controvertido, discutible e ideológicamente sesgado, pero en esto muy acertado, ensayo histórico reciente.
Pero, terminando esta frase, compruebo que Marta ya está un poco aburrida de mi perorata. Echa vistazos a su móvil. Y casi me está rogando con la mirada que demos por terminado mi sesudo análisis histórico.
Después de todo, me dice, nos hemos desviado en demasía del tema inicial, que era el poco feliz mundo feliz de Huxley y sus espantosas técnicas de eugenesia y disgenesia al servicio de una organización social clasista.
No hay por qué enrollarse con viejas leyes y sus enjundias. Mejor pensar el nuevo mundo que viene que darle vueltas al viejo mundo que pasó.
Pues tal vez tiene razón. Aunque para mí tengo que los viejos y los nuevos mundos no son tan distintos

No Visible Bruises.

Comento con Marta, volviendo del aeropuerto, el aniversario que se celebra hoy en todo el mundo, dedicado a concienciar sobre la violencia contra la mujer y en recuerdo de las hermanas Mirabal, brutalmente asesinadas por orden del architirano Trujillo (ah qué buen día para recordar que los restos de ese canalla arquetípico se encuentran reposando aquí al lado, en El Pardo, por cortesía de su amigo, cuyos despojos desde hace poco también le acompañan en el pudridero vecino…¡el día menos pensado alguien inspirado escribirá una especie de apéndice a Bobok, con los diálogos entre los dos personajes, de panteón a panteón…!).
Sale a la luz, en nuestra conversación, el dato espeluznante que proporciona la ONU, esto es, que el 35 por ciento de las mujeres de todo el mundo ha sufrido la violencia física ejercida por un compañero sentimental y que de las aproximadamente 100.0000 mujeres que son asesinadas en el planeta cada año, la mitad han sido víctimas de sus parejas masculinas.
Marta me pregunta si este alucinante valor medio no estará algo sesgado por el mayor grado de violencia sobre la mujer en el Tercer Mundo, especialmente en los países islámicos. Pues, tristemente, no. Y ese rotundo no sugiere que el problema es algo más profundo, no necesariamente relacionado con el desarrollo cultural o económico. De hecho, en Estados Unidos, por ejemplo, los datos son parecidos (o incluso peores) a los que da la ONU para el conjunto del mundo. Según los datos ofrecidos por Rachel Louise Snyder en su muy recomendable libro No Visible Bruises, también en ese país al que Trump quiere hacer grande de nuevo, la mitad de las mujeres asesinadas lo son a manos de su pareja. Snyder proporciona un dato escalofriante: entre 2000 y 2006, fallecieron un total de 3.200 soldados norteamericanos en los diversos frentes que el Imperio global tenía (y tiene) abiertos en el mundo. Durante ese mismo período, el total de mujeres asesinadas por sus parejas fue de 10.600…Así que se justifica la afirmación que leemos en el famoso informe de la ONU titulado «50.000 mujeres» en el sentido de que, tal como están las cosas, el lugar más peligroso para una mujer es, precisamente, su hogar.
Y esto solo es la punta del iceberg. Estamos refiriéndo las cifras a la violencia visible, a la contrastable, a la que se puede llevar al Instituto Forense y luego a inhumar o cremar. Pero tambíen está la otra violencia, que es un crimen de dimensiones aún mucho mayores en lo cuantitativo. Es la violencia silenciosa. La violencia sin huellas. La violencia sin marcas. La violencia que, si subsiste, nos acabará convirtiendo a todos en criminales. Sin visible bruises.

Las Fuerzas que dividen son más poderosas que las Fuerzas que unen.

Marta me ha pedido que la ayude con un trabajo que está realizando sobre El Mundo Feliz de Huxley.
Lo haré encantado, entre otras cosas porque hay pocas obras tan relevantes de cara a entender el tipo de mundo en que vivimos, al que podríamos también calificar de espléndido, con el mismo sarcasmo que inspiró a Huxley a la hora de titular su novela, a partir de una frase un tanto sarcástica de Miranda en La Tempestad.
En Brave New World (pésimamente traducido como Un Mundo Feliz) está todo o casi todo lo que nos debe ocupar y preocupar: la cultura del usar y tirar, el boom de la industria del entretenimiento embrutecedor, desde la telebasura al aberrante y pernicioso Tik Tok o al superficial cine de Hollywood en 3D o 4DX, la banalización de las relaciones sexuales, el crepúsculo del amor romántico y, sobre todo, la comprobación de que teníamos sobrevalorada la privacidad y, por añadidura, la libertad, visto que el hombre contemporáneo está dispuesto a renunciar pastueño a ambas a cambio del mecanismo de dulce condicionamiento, manipulación psicológica, satisfacción y gratificación instantánea que le ofrecen las redes sociales.
La gran contribución de Huxley fue prever que ya no existirían revoluciones orientadas a cambiar las cosas, sino revoluciones orientadas a cambiar las mentes. O a manipularlas, para ser más preciso. Estamos en medio de una de esas revoluciones. Y esta vez los guillotinados somos nosotros.
Deberíamos leer y releer de nuevo a Huxley. Y no solo por su iluminadora distopía sobre el Estado Mundial, sino por otros muchos ejemplos de lúcida intuición. Anoche, leyendo uno de sus ensayos, me encontré con esta deslumbrante observación que nos ayuda a entender lo que está pasando:

«Las fuerzas que dividen son más poderosas que las que unen. Intereses inalienables en el lenguaje, filosofías de vida, costumbres domésticas, hábitos sexuales, organizaciones políticas, eclesiásticas y económicas, son lo suficientemente poderosas como para bloquear cualquier intento por unir a la Humanidad para su bien y por métodos racionales o pacíficos. Y está también el nacionalismo. Con sus cincuenta y siete variedades de dioses tribales, el nacionalismo es la religión del siglo XX. Podemos ser cristianos, musulmanes, hindúes, budistas, confucianos o ateos; pero el hecho que persiste es que hay una sola fe por la cual las grandes masas de nosotros están preparadas para morir y mater. Y esa fe es el nacionalismo. Que el nacionalismo seguirá siendo la religión dominante de la raza humana por los próximos dos o tres siglos parece como mínimo muy probable. Si la guerra nuclear total se evita, podemos esperar encontrarnos, no con el surgimiento de un único Estado Mundial, sino con la prolongación, en peores condiciones, del sistema actual, bajo el cual los Estados nacionales compiten por los mercados y las materias primas y se preparan para guerras parciales.»

Amén, cuya etimología significa “verdaderamente”, no “así sea”.

Ez dira pasako!

Vuelve a pronunciarse el No Pasarán. Por todas partes.
Se lo escuchamos a un prebostillo periférico para negarle el pan y la sal a los adversarios políticos.
Se lo escuchamos al partido de las confluencias en el gran mitin de cierre de la reciente campaña.
Se lo escuchamos a un político de Honduras. O a otro de Bolivia.
Incluso se escucha ahora la proclama en vasco para indicar que los valles euskéricos se cierran en banda, como en los tiempos de Roma o de Roland, ante la nueva formación emergente: ez dira pasako!
Se suele vincular el No Pasarán a la Pasionaria, quien efectivamente lo utilizó con elocuencia en los peores momentos de la Defensa de Madrid, allá por los primeros días de Noviembre del 36, esos terribles días de abandono en los que el gobierno repúblicano salía por pies hacia Valencia dejando la capital a su suerte. Fue la frase que se escuchaba en boca de todos y que se inscribió en las pancartas que se colgaban de los balcones.
Se suele señalar que el slogan no fue invención de la Pasionaria, sino del mariscal Petain, con ocasión de la batalla de Verdún (en realidad, debería atribuirse más bien al General Nivelle, en la defensa de la línea del Marne). Y se subraya la aparente contradicción de que Dolores Ibarurri recurriese a una frase de un capitoste reaccionario galo que por añadidura acabó pactando con Hitler (aunque eso no lo pudo prever la Pasionaria, claro está).
En realidad, lo más posible es que el «No Pasarán» que se escuchaba y leía en las calles de Madrid durante Noviembre del 36, se inspirase más que en Pétain o Nivelle, en el They Shall Not Pass de los rebeldes de la Batalla de Cable Street, que tuvo lugar en Londres justo un mes antes, y que sin duda tuvo un eco enorme en España republicana.
Lo que ocurrió en el East End londinense el domingo 4 de Octubre de 1936 fue un brutal choque de guerrilla urbana que enfrentó por un lado a la policía y a varios miles de matones antisemitas liderados Oswald Mosley, en marcha agresiva hacia los barrios donde mayor era la presencia de judíos londinenses, con un grupo de aguerridos judíos locales, socialistas y anarquistas. Estos últimos levantaron barricadas en Cable Street y Christian Street y lograron paralizar la marcha beligerante contra los hebreos. Un joven testigo de 15 años, Bill Frishman, dejo narrado cómo se emocionó viendo a judíos barbudos y obreros irlandeses mantenerse firmes ante los matones de Mosley, que avanzaban con sus camisas negras al estilo del Fascio italiano, y que finalmente no consiguieron pasar.
Pero los combatientes de Cable Street no solo impidieron aquella marcha antisemita. En realidad, con la Batalla de Cable Street consiguieron cancelar para siempre el movimiento fascista británico, tan activo en el Reino Unido durante la primera mitad de los años 30. Fue una especie de vacuna.
Es más que posible que entre quienes se enfrentaron a Mosley en aquellos primeros días de Octubre del 36, hubiera algunos (o muchos) que habrían de viajar poco después a Madrid para ir formando como voluntarios, durante los cuatro meses siguientes, el Batallón Británico de las Brigadas Internacionales. Con ellos, y con el gran eco en los medios internacionales del suceso de Cable Street, debió llegar a las calles madrileñas y a los oídos de Pasionaria la famosa frase. Una frase que acaso ayudó a la capital a resistir, un tanto milagrosamente y durante casi tres interminables años, las ofensivas de las columnas de Franco.
Ez dira pasako!, Ils ne passeront, They Shall Not Pass…Tienen un poder extraño, casi mágico, como de talismán esas palabras. En cualquier idioma. Pero, ay, ocurre que cuando se escucha por todas partes este exhorto tan negativo, hay que empezar a preocuparse, porque suele ser indicio de que han llegado los tiempos en los que sí pasa, y hasta lo más profundo, el conflicto y la intolerancia.

Bujarrón.

Me pregunta Mercedes por qué me obsesiona tanto el saber etimológico.
Pues no se qué decirle.
Le aclaro que la etimología no es interesante en sí misma.
Le explico que muy poco interés tiene saber que tal o cual palabra se relaciona con tal o cual raíz, ya sea árabe, latina o protoindoeuropea.
Lo interesante de la etimología no es tanto lo que nos enseña de las palabras, como lo que nos ilustra respecto a las cosas o las personas.
Si el dato etimológico se limita a derivar un vocablo de otro, estamos ante algo fútil o banal. Y lo malo es que esto ocurre a menudo.
Pondré un ejemplo.
Tomemos la palabra «bujarrón», como sinónimo de aficionado a las prácticas sodomitas. Es una palabra que encontramos a menudo en Quevedo, por ejemplo. Aparece en el famosísimo poema jocoso dedicado a Misser de la Florida, cuyo cuarto verso dice eso de que ningún coño le vio jamás arrecho, y que termina con el lapidario «requiescat in culo, mas no in pace».
Si consultamos a la mayor autoridad en nuestras etimologías, es decir, al profesor Corominas, se nos dice, esencialmente, que «bujarrón» se deriva de «búlgaro», por ser este un insulto que se usaba en la Edad Media por parte de los católicos romanos para referirse a los naturales de Bulgaria, pertenecientes a la Iglesia de Oriente.
¿Sí? ¿Y qué sacamos de esto? Poca cosa, la verdad. Nos quedamos incluso más desorientados de lo que estábamos cuando abríamos el primer tomo del Corominas (A-CA) para conocer el origen etimológico de la palabra tan querida por Don Francisco.
En realidad, el origen de la palabra «bujarrón» nos exige hacer un poco de historia.
Debemos remontarnos al siglo III d.c, cuando el predicador persa Mani enseñaba que para evitar el contacto con el mal del mundo, era preciso abstenerse de trabajar, guerrear o casarse. Estas enseñanzas de Mani pasaron de Persia al Imperio Romano, sobre todo en el norte del continente africano consiguiendo, curiosamente, muchos seguidores, entre los que se encontraba San Agustín. Aunque el que luego fuera obispo de Hipona abjuró de su juvenil maniqueismo, algo le debió quedar. Y cabe pensar que la reticencia católica frente a los placeres de la carne y el sexo algo le deben al maniqueismo residual de ese gran inventor de la religión cristiana que fue San Agustín.
Lo cierto es que en el siglo V, una poderosa comunidad de maniqueos, los llamados paulicianos, se establecieron en Armenia, desafiando el credo niceano oficial impuesto por el Emperador Constantino un siglo antes. Obviamente, no tardaron en ser objeto de pogroms por parte de las legiones de Bizancio, y fueron finalmente deportados en masa a Tracia y a las tierras que mas tarde constuirían el Primer Imperio Búlgaro, que se extendía desde Budapest al Mar Negro. Allí, el maniqueismo echó raíces, dando lugar a una secta fundada por un sacerdote eslavo llamado Bogomil. Esa secta combinaba elementos cristianos y maniqueos, pero rechazaba el Antiguo Testamento, los sacramentos y la jerarquía eclesial. Y en particular, siguiendo el espíritu de las enseñanzas del persa Mani, sostenían que tener hijos era aliarse con el diablo en la perpetuación de una especie maldecida por el contacto con la materia. Ahora bien, en un alarde de comprensión hacia las necesidades humanas, muchos seguidores de Bogomil aceptaban el sexo anal, por no implicar reproducción.
Fue así como en la Edad Media, se fue asociando el patronímico latino «bulgarus» o el romance «búlgaro», a la sodomía. Especialmente cuando buena parte de los combatientes de la Primera y Segunda Cruzada se vieron obligados a atravesar tierras búlgaras en su peregrinación armada hacia Outremer. Y cabe añadir que esos cruzados que se encontraron en su cabalgada de mil leguas con aquellas comunidades paulicianas fundadas por Bogomil no solo importaron al Occidente Europeo la dichosa palabreja, sino que también se trajeron de vuelta algo del espíritu maniqueo original, en el sentido de rechazo del ansia de riquezas materiales y del poder del aparato político y administrativo de la Iglesia. Cabe pensar que los cátaros, los seguidores de Valdés o incluso los franciscanos, algo tuvieron que tomar de los bogomilianos.
¿Tiene interés todo esto que acabo de contar? Puede que algo. Si es así, se lo debemos, en parte, a la etimología, que a menudo nos da las claves no solo sobre el origen de las palabras, sino sobre el origen de las cosas.

Stupor mundi.

Un amable lector me escribe para reprocharme mi abundante uso de los latinajos, sin aportar traducción. En particular se refiere a eso que escribí ayer al referirme a un preboste del momento: «stupor mundi et immutator mirabilis«. Lo siento. No lo volveré a hacer.
Pero aclaro que estas palabras son las muy famosas que servían para definir el aprecio que suscitaba el Emperador Federico II, un hombre sapientísimo y adelantado a su tiempo (siglo XIII). Lo que significan es «estupor del mundo y transformador admirable«. Son calificativos que, con la evidente sorna, se le podrían adjudicar al actual mandamás que sufrimos.
Pero, ya que estamos, debemos decir que Federico II, por tantas cosas admirable, también era un genuino majadero. Prueba de ello son sus experimentos «científicos», que hicieron de él un peligroso aprendiz de brujo. Ordenó encerrar a un hombre en un tonel de vino para ver si se podía observar cómo el alma abandonaba el cuerpo cuando muriese (tal vez situó el tonel sobre una balanza). Hizo asesinar a dos hombres para eviscerarles seguidamente y obtener datos comparativos sobre los efectos del sueño y del ejercicio. Y, cómo ya escribí hace años en otro post, mandó mantener a unos recién nacidos en aislamiento absoluto para descubrir, si la lengua que surgiría entre ellos era el hebreo, el griego, el árabe o el latín, lo que indicaría cuál era la lengua madre y sagrada de la Humanidad; poco pudo descubrir porque todos los niños acabaron muriendo sin decir palabra.
Stupor mundi, sí. Racionalista avant la lettre. Diestro en la música y la cetrería. Políglota. Hábil político y diplomático. Tolerante. Insumiso ante la tiranía papal. Mecenas incansable de la cultura, como su pariente Alfonso el Sabio…Pero también, en buena medida, un verdadero Doctor Mengele del medievo.

Doctor, como el otro stupor mundi…

Cruzados

Marta, que ha leído mi post en el que hacía referencia marginal a las Cruzadas, me pregunta por qué no hay casi nombres de nobles de Castilla o Aragón entre los que acudieron a rescatar la Tierra Santa para la cristiandad. Ha leído algo al respecto. En nuestra historia tenemos al Cid, claro, pero carecemos de héroes cruzados míticos como Godofredo de Bouillon o Ricardo Corazón de León, por poner un par de ejemplos.
La razón es que sí hubo miles de castellanos y aragoneses que fueron cruzados. Y lo fueron en su lucha contra los musulmanes, pero en el territorio de la península ibérica.
El Papa Alejandro II fue el primero que calificó de Cruzada las escaramuzas entre cristianos y musulmanes y le convirtió en verdadera protocruzada la conquista cristiana de Barbastro en 1064, un cuarto de siglo antes de la Primera Cruzada a Tierra Santa. Comenzó el papado con los aragoneses, por estar los castellanos hasta cierto punto enfrentados a Roma. Alfonso VI estaba empeñado en convertir él mismo en Cruzada sus esfuerzos de conquista, sin recurrir al Papa. Algo que le costaría a León la independencia de Portugal, si bien esto ya es otra historia.
El caso es que en1073, Gregorio VII declaró que el Regnum Hispaniae pertenecía a San Pedro (alegando la Constitutum Constantini). Y un poco más tarde, Urbano II, solo una década antes de que los Cruzados iniciasen sus jaleos en Jerusalén, exhortaba a los nobles catalanes a recuperar Tarragona y convertirla en fortaleza de la cristiandad, equiparando en indulgencias los esfuerzos empleados en esa tarea a los de los peregrinos a Tierra Santa. A partir de aquí, ya era obvio que la Iglesia romana acabaría equiparando el iter redemptor jerosolimitano a la llamada Reconquista peninsular.
En los primeros años del siglo XII, cuando miles de aristocratas europeos ya estaban dando los primeros mamporros en Palestina, un gran número de nobles castellanos y aragoneses manifestaban al Papa su ansia tomar la cruz y acudir también a Tierra Santa. Pero el Papa les convencía siempre de que su misión era combatir a los almorávides de la península ibérica. Dicho esto sin perjuicio de la participación aragonesa en las últimas cruzadas, con botones de muestra cono Pedro de Moncada, comandante de Templarios.
En 1114, con las hordas de el morabito a las puertas de Barcelona, el conde Ramón Berenguer III se las arregló para convencer al Papa Pascual II de declarar «cruzada» la tarea de limpiar de enemigos los alrededores de Barcelona y sus costas (con ayuda de los marinos pisanos).
Y más adelante ocurriría lo mismo cuando a los almorávides los relevaron los aún más temibles almohades. También las luchas que concluyeron con la victoria de las las Navas de Tolosa en 1212 fueron una verdadera cruzada multinacional, en la que participaron nobles de toda Europa y muchos centenares de caballeros Templarios; es decir, fue una variante de los esfuerzos de los cruzados cristianos en Palestina.
Pero cabe preguntarse si este alejamiento de los hispanos con respecto a las primeras Cruzadas a Tierra Santa no fue un cierto precedente (o incluso una causa remota) de la marginación crónica de los peninsulares en muchas de las tareas colectivas de los europeos. Quién sabe.
En fin, que sí, le digo a Marta. Que también hubo cruzados de primera hors, a su modo, entre los hispanos. Y si cabía alguna duda, basta recordar la licencia que Samuel Bronston se permitió cuando le espetó una cruz en el pecho al Cid que interpretaba Charlton Heston. Porque le pareció oportuno, que para eso pagaba.