Al hilo del ladrillo que escribí ayer sobre la palabra «revolució«, Marta me dice que le extraña lo mucho que yo me ocupo de las palabras, de su origen, de su uso, de su etimología…Piensa que es algo obsesivo. Las palabras son solo palabras, después de todo… Puede ser. Yo no sabría explicar por qué me gustan tanto las palabras. Tal vez porque no me gustan mucho las cosas. O ciertas cosas. No se. Lo cierto es que yo veo una palabra e inmediatamente me pongo a darle vueltas a su raíz, a su significado primordial. Por ejemplo, esta mañana me decía Marta que la prueba de que el fenómeno reivindicativo de género es imparable la tenemos en el nuevo héroe de los comics de Asterix. –¿Un nuevo héroe para acompañar a Asterix, Obelix y demás? –No. Una nueva heroína. Y es la primera que aparece en las historias del galo rebelde. La primera mujer en 60 años de esos comics que no es un puro florero rubio y sexy . ¿No te parece curioso ? Es una chica pelirroja y delgadita que protagoniza el nuevo título de la serie, Asterix y la hija del Jefe. Ella se llama Adrenalina. –¡Adrenalina! ¡Qué nombre tan interesante y tan apropiado para una heroína de la saga! Suena a Adelina, como mi querida prima de Medina del Campo, pero tiene además la apropiada connotación de energía y rebeldía que esperamos en un héroe…o una heroína. Bien visto. Por cierto, ya sabes que adrenalina es el neurotransmisor que, además de dilatar los bronquios y estimular el corazón, nos ayuda a movilizarnos frente al peligro, ya sea afrontándolo o huyendo de él. –Sí. Eso es bien sabido. Y como esta hormona se fabrica en las glándulas que están pegadas a los riñones, en su parte superior, se llama precisamente adrenalina, del latín ad renis, es decir, haciael riñon, junto al riñon. –Ah, esto último no lo sabía. Es curioso. –Pero me parece que en el mundo médico prefieren ahora referirse a la adrenalina con el nombre de epinefrina, tal vez porque el término adrenalina fue registrado o patentado, según tengo entendido, en el momento en el que el consabido científico teutón consiguió sintetizarla en laboratorio, hace más de un siglo. A su vez, epinefrina (o epi, como gritan en las emergencias los médicos, para abreviar, cuando un paciente con crisis cardíaca necesita de inmediato un «chute» de adrenalina), proviene del griego epi nefros, que sigfinica exactamente lo mismo que ad renis en latín. –También es curioso. Dos nombres clásicos para una misma cosa moderna. A tí esto te encanta, con tu manía por esas dos lenguas muertas… –En realidad, cuando se descubrió esta sustancia, por parte de un médico polaco, que tenía Napoleón como nombre de pila (¡ah, cuánto amó Polonia al gran carnicero corso que hizo renacer patria engullida por prusianos y rusos!), se le asigno un nombre…polaco. Pero el término no cuajó, tal vez por lo difícil que a primera vista parecen esos nombres polacos. Sin embargo era un nombre que significaba en polaco exactamente lo mismo que adrenalina (latín) y epinefrina (griego) significan… –¿Cuál era ese nombre original? –Nadnerczyna, que se forma con la preposición polaca «nad«, es decir, en o junto a, más la raíz nercz, y el sufijo zyna. A lo mejor, los polacos, que son muy suyos, cuando traduzcan el nombre del nuevo personaje de Asterix lo llaman Nadnerczyna, que también funciona muy bien… –Ya. –Es que estamos en las mismas. Esa raíz polaca nercz esá relacionada con el término polaco nerka, es decir, riñon. Pero nerka a su vez se deriva del Proto-Germánico neurô, emparentadísimo con el alemán niere, el inglés medieval kidnere y también con el nefros griego. –Empiezo a perderme. –Pues a mi me ocurre todo lo contrario. Cuando compruebo que adrenalina, epinefrina y nadnerczyna están tan maravillosamente relacionados, o que también lo están el polaco nerka y el inglés kidney, noto como que mi desorientación inicial desaparece. Me resulta muy excitante comprobar la relación profunda entre algo que parece inconexo. –Te creo. –Ya ves. Para la mayoría de la gente, es preciso realizar actividades peligrosas para sentir el ansiado efecto de la adrenalina. Pero a mí, curiosamente, no me hace falta hacer nada de todo eso que suele producir adrenalina en el personal. A mí basta el simple vocablo. ¿Comprendes por qué me gustan las palabras? –Francamente, no mucho.
En un almuerzo de este viernes, los comensales, todos ellos más sabios y experimentados que yo, la conversación giró, como era de esperar, en torno al llamado «problema catalán«. Yo, con insuperable temeridad, me atreví a mediar en la animada charla, que derivaba hacia tonos pesimistas, diciendo que también se podría hablar, con igual justificación, de la «solución catalana«. Porque ambas cosas pueden verse , en cierto modo, como simétricas. Lo que quiero decir es que las incontables revueltas de masas en Cataluña (alguna de ellas infinitamente más violentas que la que comenzó hace unas semanas en las calles de Barcelona) son una constante en la historia de esa fascinante tierra y de esa contradictoria sociedad. Desde el siglo XV se pueden contar allí hasta 11 o tal vez 12 grandes revueltas populares, todas muy llamativas, y la mayoría vinculadas con el fuego y la violencia, incluyendo esta última. Pero en todos los casos, o al menos en los anteriores a este, las coléricas revueltas fueron seguidas de apaciguamientos y pactos, no menos llamativos. Porque tanto la revuelta o la revolución como como el pacto o el apaciguamiento negociado, parecen estar en el DNA de Cataluña y los catalanes. Para empezar, ya nos da una pista que la palabra revolución, en el sentido de una agitación política masiva que pretende subvertir o transformar el sistema político vigente, es una palabra de origen catalán. Así es, la revolution de los ingleses, la révolution de los franceses, la rivoluzione de los italianos, la революция de los rusos, son todas palabras que, en ese sentido específico, tienen su punto de partida en un texto de lengua catalana del siglo XV, siendo hasta entonces un término estrictamente vinculado a la jerga de los astrólogos. Es por entonces, a mediados del Cuatrocientos, cuando se da un primer paso en el cambio semántico comparando los cambios sociales radicales con el giro aparente del sol en el cielo. Y así en 1473, encontramos en los archivos de la Corte de los Antiguos Reinos de Aragón y de Valencia, el primer vagido de la acepción que nos ocupa: «per refformació e redreç de la justícia del dit Principat e tornar en orde les coses qui per occasió de les revolacions passades stan desviades…« Mas tarde, hacia 1524, también aparece la palabra revolució, en un sentido aún más próximo a la acepción social actual y con carácter totalmente pionero en Europa. Leemos lo que sigue, en las crónicas que se refieren a las reprimidas revueltas de las Germanías: «la molta alegria que tenen els subdits de sa benaventurada venguda (la de Carlos V) en l’administració de justicia que s’espera aprés de tanta revolució popular que aquesta ciutat y regne ha hagut…« Posiblemente, estas crónicas valencianas de las Germanías tienen el debido eco en Italia, donde, sin duda, la influencia del valenciano Alejandro VI y su familia (a quienes los romanos llamaban «los catalanes«) aún se dejaba notar en aquella tercera década del siglo XV. Y es por cierto en aquellos años (1531) cuando Nicolás Copérnico termina su obra fundamental, de enorme alcance, sobre el movimiento de los cuerpos celestiales. Una obra que, mira por dónde, incluye en su título el término revolución, en su forma latina. Y casi coincidiendo con la publicación de De Revolutionibus… el historiador y traductor renacentista galo Amyot utiliza por primera vez révolution en la lengua francesa, ya con el sentido nítido de transformación social abrupta. Así lo hace Amyot en sus célebres y celebradas traducciones de Plutarco, allá por 1559. Poco después encontramos el mismo uso en Montaigne, que lee a Plutarco precisamente en la traducción de Amyot. Y a partir de Montaigne, ese sentido sociopolítico de la palabra revolución se va consolidando en el acervo cultural europeo, especialmente gracias a Kant, a quien también se atribuye, tal vez sin fundamento, la expresión «revolución copernicana.» Pues hasta aquí mi esfuerzo, más bien nacido del amable afán de plantear una curiosidad que de fundamentar con rigor una teoría, por justificar esa incrustación de lo revolucionario o rebelde en el alma catalana. Me queda la otra parte de mi tesis, a saber, demostrar con alguna referencia esa otra pulsión inmarcesible del catalanismo hacia el pacto o la negociación, con el resultado, casi siempre, de obtener fueros ventajosos o privilegios comparativos a favor del Principado. Recordemos cómo se refería Quevedo a las tierras catalanas, en las que Don Francisco veía «un caos de fueros» y un «laberinto de privilegios«. Pero esta segunda parte es fácil. Basta un pequeño repaso de la historia. Podríamos empezar con la Capitulación de Villafranca, en 1466 que pone fin pacífico y si se quiere fructífero, al alzamiento popular catalán contra Juan II de Aragón, en la segunda mitad del siglo XV. Luego tendríamos la Concordia de Pedralbes en 1472, con la que se puso punto final a la insurrección–netamente revolucionaria– instada por las instituciones catalanas, que incluso se atrevieron a nombrar soberano del Principado de Cataluña al francés Renato de Anjou, desafiando así al legítimo rey de Aragón, un rey que sin embargo, entró triunfalmente en Barcelona al día siguiente de la firma de la Concordia, en el mismo loor multitudinario de su persona que acompañó al General Franco en su famosa visita al Barrio Gótico con Porcioles, pongamos por caso. Otra pacificación exitosa. A estas revoluciones catalanas del siglo XV les siguieron las del XVII, tras el extraño hiato del XVI, cuando a un Emperador rechazado por los castellanos le sucede un rey que muestra clara preferencia por los altos funcionarios catalanes, como el Conde de Mayalde, Gerau de Spes, Luis de Requesens o el Duque de Sesa. Las revueltas llegan empero al XVII con la música de fondo de esa cancioncita popular: «quisiera ser tan alta como la luna para ver los soldados de Cataluña…» (soldados entre los que se encontraba Calderón de la Barca, por cierto) y que acaso ya comenzó a sonar allá por la primavera de 1640. Fueron aquellas del XVII unas revueltas relacionadas con los trágalas y desafueros de Olivares quien, asfixiado económicamente, con enteros regimientos clamando por fondos de supervivencia en media Europa, forzó a los catalanes a prestar recursos a la Corona, violando con ello uno de los pilares básicos de los pactos catalanes desde los tiempos de Villafranca o Pedrables. Como consecuencia, no solo se alzaron los campesinos y menestrales catalanes, como en 1462, sino que fue toda la sociedad catalana como conjunto la que recurrió (y se lamentaría de ello) a la ayuda de Francia para separarse del Estado español. Pero, una vez más, las aguas volvieron a su cauce en 1652 con el enésimo pacto, es decir, con la instauración de Juan José de Austria como virrey de Cataluña y con la jura de los fueros catalanes por parte de Felipe IV, lo que por cierto dio paso a la Paz de los Pirineos de 1659. No mucho más tarde, ya en 1701, el cambio de dinastía en España, de consecuencias tan dramáticas en todos los órdenes, provoca una nueva revolución en Cataluña, que también reviste los tintes de una verdadera guerra contra el monarca establecido en Madrid, y que tiene lugar en el contexto de una terrible guerra de ámbito continental, un verdadero aperitivo de las grandes guerras europeas que vendrían después. Pero incluso la forma en la que concluyó este terrible conflicto bélico que duró (en lo que respecta a Cataluña) desde 1701 a 1714, abona la tesis del espíritu pactista catalán; se cuenta que ya con todos los cañones situados en Montjuich, con una Cataluña devastada, y abandonada o preterida por las potencias firmantes de Utrecht y Rastatt, el General Berwick, al servicio de Felipe V, intima a los barceloneses a rendirse. Estos aceptan, pero, ojo, a condición de recibir una indemnización de 5 millones de reales. El real es el real. Entonces Berwick, perplejo, se niega y de forma inmediata ordena entrar a sangre y fuego en la Ciutat. Pero, oh asombro, a la mañana siguiente, todos los talleres y establecimientos comerciales de Barcelona vuelven a abrir como si tal cosa, ante el estupor de las fuerzas de ocupación, que se asombran al ver a los vecinos barriendo pacientemente las calles y retirando los escombros de la refriega. Es decir, como siempre, tras la tempestad de la rauxa y el sinsentido, se impone el seny de la calma y el seguir con la feina. Esto es sumamente catalán. Es así como llegamos al siglo XIX, en el que la historia parece acelerarse y comprobamos que en Cataluña se viven nada menos cinco revoluciones o insurgencias de enorme magnitud. El primero de esos conflictos tiene lugar en 1821 y 1822 con los brutales enfrentamientos entre «liberales» y «contrarrevolucionarios» que acaban por hartar a la gente sencilla, desesperada de tanta violencia, como nos sugiere el muy expresivo testimonio de un simple campesino Joan Requesens Urgell, que se queja en estos términos: «Hi hagué una gran Revolució: los uns eren Malisianos y los altres Realistes. Nosaltres no erem de ninguna part. Però nos varen fer molt mal. A mi, Joan Reque-sens Urgell, se m’en portaren per tres o quatre vegades y cada vegada me feren fer un pago[…] molts altres treballs pasarem y no podíem estar segurs a les nostres cases y pensan loque patiríem«. Los enfrentamientos de tipo ideológico del Trienio Liberal son solo el precedente de los de 1835, en los que además hace su aparición el elemento social y laboral. Y estos a su vez preceden a los ecos de la Vicalvarada en Cataluña, en 1854, con la correspondiente represión que lleva a cabo el Príncipe de Vergara y sus cañones, a quien se atribuye al espantosa frase según la cual es preciso bombardear Barcelona cada 50 años…Esa rebelión que Espartero sofoca con obuses es tal vez el germen de la subversión republicana y cantonalista del 68 en Cataluña, en la que a todos los anteriores elementos, económicos, ideológicos y laborales, se añade el factor de un incipiente nacionalismo, coherente con la crisis global que vivía el Estado español y su Imperio. Las revoluciones tienen siempre sentido de la oportunidad… Pero todas esas crisis del siglo XIX concluyen también con los correspondientes apaciguamientos, que en la mayoría de los casos representan nuevas ventajas para la sociedad y la economía catalana. Algo que sin embargo no evita que en el siglo XX estallen los episodios revolucionarios de 1909 (la Ciutat Cremada) y de 1917, que a su vez son la causa y en todo caso el precedente de los terribles acontecimientos en Cataluña en el 34, cuando se proclama por primera vez desde el balcón de la Generalitat la República Catalana, y seguidamente surgen las barricadas en las calles y la irrupción de las compañías de infantería en las Ramblas para sofocar la subversión. Una subversión que aún sería más brutal tres años después, cuando la sublevación de los anarquistas en plena guerra civil alarmó a medio mundo, por su demoníaca violencia y que condicionó fatalmanete el éxito de la República frente a las tropas nacionales. Todo ese caos, sin embargo, dejaría paso en los años de posguerra, a una pacificación absoluta y a un tratamiento privilegiado de la sociedad y, sobre todo, de la economía catalana, por parte del regimen franquista. Resumamos por tanto las «revoluciones» catalanas, pero sin olvidar que a cada una de ellas le siguió la correspondiente «pacificación» o «pacto» (ambas palabras comparten raíz etimológica), con mayor o menor ingrediente represivo; anotemos los años; 1466, 1472, 1640, 1701, 1821, 1835, 1854, 1868, 1909, 1917, 1934, 1937. En total, han sido once grandes episodios, y eso sin contar con las revueltas contra los nobles de 1520 en Lérida, Gerona y, sobre todo, Cambrils. ¿Qué debe pesar más en nuestro análisis, las 11 revueltas o las 11 subsiguientes pacificaciones más o menos pactadas? Pues, a juzgar por los datos, se diría que cuenta más el efecto benéfico del pactismo catalán. El peso económico y poblacional del Principado es hoy claramente mayor que hace un siglo, mucho mayor que hace dos siglos. Y extraordinariamente mayor que hace tres. Por no mencionar las muchas ventajas que recibió Cataluña durante el odiado período franquista, como las primeras autopistas que se construyeron en España, el monopolio para realizar Ferias Internacionales de Muestras (compartido con Valencia) o la implantación en su territorio de una gran industria automovilística promovida y participada por el Régimen. Todo lo cual no ha sido sino la prolongación de una larga cadena previa de prioridades de la iniciativa pública o semipública a favor Cataluña, como la primera línea de ferrocarril de España (Barcelona-Mataró) la primera empresa de producción y distribución de fluído eléctrico, o la primera instalación urbana integral de alumbrado eléctrico (Gerona, en 1886). Y todo lo cual, por cierto, ha proseguido o se ha intensificado durante la transición, con la conquista de los Juegos Olímpicos para Barcelona, la interconexión en primicia de todas las capitales catalanas mediante la Alta Velocidad o el paso a manos catalanas, auspiciado arteramente por los gobiernos, de lo mejor y más granado del sector energético y financiero español (Gas Natural, Repsol, Caixa…). Por todo lo anterior, si la Historia nos sirve de algo, cabe que seamos tan optimistas como sea posible en relación con el problema catalán. Será cierto que las crisis periódicas proseguirán, porque de algún modo, la cultura permanece a través de los siglos, y la cultura catalana, que incorpora ese componente de conflicto desde hace 600 años, es el vehículo a través del cual se transmiten los valores y las pulsiones de generación en generación. Pero, por contra, esa misma cultura también incorpora y transmite un principio de sentido común y de prudencia al que se le ha dado en llamar seny. La verdad es no se sabe muy bien donde está ese sentido en estos momentos. Pero si ponemos las luces largas de la Historia, sabemos que tarde o temprano, reaparecerá. Si no es así, eso si será en verdad una extraordinaria revolución…Una revolución copernicana.
La cultura es como esos libros que te ofrecen frases hechas para defenderte en otro idioma. Te sirve perfectamente para plantear las preguntas. Pero no te ayuda en nada a entender las respuestas.
Son tiempos de furia. Son tiempos de necios. Y son tiempos, sobre todo, de palabrería vacua y de mucho ruido. Palabrería vacua, ruido, furiosa violencia ciudadana y necedad tras necedad en boca de los prebostes y prebostillos incompetentes. Todo esto se sintetiza en una preciosa palabra de la lengua catalana, aldarull, que significa precisamente algarada, griterío, ruido insoportable, pero también charlatanería, cuentos falsos, relatos manipulados… Pues sí. Todo eso significa aldarull, magnífico vocablo. Y es precisamente el que están utilizando los medios de comunicación, pese a que la lengua catalana ofrece amplios recursos en la sinonimia: avalots, bullangas, rebomboris, batibulls… Pero ocurre que que aldarull es palabra de origen árabe (pese a la hipótesis de Corominas, que la vincula a la idea de alegría, mediante la conexión con alleluia, de origen obviamente hebreo) y es uno más entre muchos mozarabismos relacionados con la voz árabe hadr, parlotear. Aldarull, tal como demuestra Federico Corriente (quien fue titular de la cátedra de estudios islámicos de la Universidad de Zaragoza) es una deformación, con el sufijo romance habitual «ull«, de aladroc, que significa grande de boca, y por extensión anchoa. También tenemos en castellano aladroques, por supuesto. Y con esa palabra nuestra nos referimos a veces a la fritura de pequeños boquerones. Aladroque es palabra que lo mismo leemos en los Episodios de Galdós que escuchamos a los pescadores de Cartagena cuando hacen la subasta al amanecer. Así que, sí, en efecto, aldarull está muy bien usado por los periodistas de lengua catalana. Porque lo resume todo. Aldarull es la furia urbana, la necedad, la vacuidad de las palabras, la obsesión por el relato y el cuento con el que seguir engañando a los ingenuos, y sobre todo este ruido ambiental y mediático incesante que silencia todo lo que de verdad importa (como el drama del paro juvenil, la degradación del medio ambiente, el negro horizonte de las pensiones, la derogación de la ley mordaza o de la reforma laboral, el crónico e infame descuido público de la organización judicial o la insoportable corrupción generalizada de la que para empezar se benefician por sistema las formaciones políticas). A Shakespeare le hubiera encantado conocer esta hermosa palabra catalana, aldarull. Y acaso le hubiera venido aldarull a la mente cuando ponía en boca de Macbeth, en el momento en el que Seyton le informa de la muerte de la reina, esos versos tan conocidos que nos hablan de sombras andantes, de malos actores que se agitan y pavonean y, en fin, de un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que nada significa…
Una leyenda de la antigua China nos cuenta que en el tiempo del Emperador Quian Long, sus consejeros debían someterse a una dura prueba final antes de pasar al servicio del Señor del Cielo. La prueba última y definitiva consistía en resistir cien latigazos sin la menor queja. Pues bien, uno de los candidatos, que era un joven y prometedor mandarín, resistió ese castigo de los cien latigazos con notable temple, y al terminar, tras recibir el centésimo azote, tan grande era su ansia de ocupar el cargo ansiado que no pudo evitar proferir un alarido de triunfo y pronunciar la expresión de su triunfo. – ¡Ahora ya soy consejero del Gran Señor! –Lo habrías sido tan solo con que te hubieses callado–le respondieron inmediatamente. Existen dos interpretaciones de la fábula. Una de ellas nos habla de la importancia del autodominio en los que se dedican al arte de gobernar. Pero la otra interpretación, tal vez más sutil, se limita a subrayar la importancia suprema del saber callar.
Una buena amiga, que comete el error de leerme de vez en cuando, me llama, acaso con cierto cariño, erudito. Quizá tenga razón. Erudito a fuer de estudioso. Pero como el estudio es una sed que jamás se sacia, esa puede ser la razón de que a veces me sobrevenga la melancolía. Estudiar tiene relación etimológica con la idea de ser golpeado como un púgil, de recibir impactos dolorosos, es decir, «studs«. El estudio en profundidad, el camino áspero de la erudición es un llegar primero a una cierta estupefacción, un quedar golpeado, paralizado y bloqueado, para seguidamente salir de nuevo de las cuerdas y lanzar otro crochet al misterio, para retornar no mucho después a otra estupefacción aún mayor, pero ya con las cejas abiertas y sangrantes. El estudio y la erudición son procesos interminables en los que uno pierde lo que gana tan pronto lo ha conseguido. Algo muy parecido a la búsqueda de la felicidad. Tal vez por eso, Filón de Alejandría, de quien ya escribí hace unas semanas, compara la sabiduría con Sara, la esposa de Abraham, que obliga al patriarca a yacer con una criada y engendrar una criatura. Pero esa criatura, tan pronto llega al mundo pasa fatalmente a las manos de Sara, su legítima dueña. El pueblo judío es, por cierto, un pueblo de eruditos, en búsqueda perpetua de esa tierra prometida que es la Verdad. Y es por ello también un pueblo de melancólicos, que sufre perpetuamente la estupefacción del interminable examen del Talmud. Y mira por dónde, caigo en la cuenta de que Talmud, etimológicamente, no significa otra cosa que «estudio» en hebreo. También la etimología, esa cadena de infinitos eslabones, suele producir melancolía. Como el estudio. Como la erudición. Como el amor.
Me preguntan Marta y Mercedes que es lo que pienso de todo este asunto relacionado con la llamada «sedición». Lo hacen al hilo de esa sentencia tan trascendente y de actualidad que parece haber convertido a la mitad de los españoles en abogados, desde los plumillas de los medios a los taxistas. Pero esto pasa a menudo. Pues no se muy bien que decir. Pero supongo que tendré que hacerlo. Y hacerlo aquí. Para empezar, ya me parece sospechoso que la sedición como delito no provenga del Derecho Romano. Mal asunto. Sedición es el término al que, al concluir la Edad Media, van recurriendo los juristas ancilares de los soberanos europeos, (comenzando por los Tudor). La idea de esos juristas era neutralizar la amenaza que representaba para el poder, crecientemente absoluto o absolutista, la puesta en cuestión de su hegemonía mediante la mera divulgación de opiniones. Se pretendía incluir en el ámbito de la subversión ciertas conductas que si bien carecían de violencia (en el sentido de «sine armis«) mostraban todo el poder disolutorio que otorgaba la nueva dinámica social y en particular la divulgación de la imprenta. Había mucho de inquisitorial en el reiterado recurso al delito de sedición por parte de monarcas como Jacobo I, por ejemplo. La palabra sedición, y el dichoso instituto jurídico del mismo nombre, no parte por tanto, repito, de las leyes romanas, sino meramente de un texto de Tacito en el que el historiador usa la palabra seditio para definir el comportamiento subversivo de unos soldados tras escuchar un discurso incendiario por parte de un elocuente orador. Esa referencia de Tácito a la sedición elocuente es rescatada por Francis Bacon, en un ensayo que titula de la misma forma que yo he titulado esta modesta publicación y en el que viene a decir que la sedición verbal es la forma femenina de la subversión violenta, que es masculina. Ambas son hermanas, nos dice el Lord Guardián del Gran Sello. Y, así, el concepto de violencia por mera provocación verbal o puesta en cuestión del poder legítimo mediante libelos, va cobrando prestigio jurídico siguiendo la senda trazada por los razonamientos de letrados renacentistas tan ilustres como Juan Bodino, que Bacon también cita y que en Los Seis Libros de la República afirmaba «…porque no hay nada que tenga más fuerza en la mente de los hombres que la elocuencia…por ello un cuchillo no es más peligroso en las manos de un hombre enloquecido que la elocuencia en la boca de un orador que promueve el motín…«. En suma, la sedición tiene muy malos antecedentes como institución jurídica. Y su uso ha planteado en los últimos siglos no pocos conflictos en relación con la libertad de expresión. Por ejemplo, en la India colonial, el Imperio Británico utilizaba una y otra vez esta figura jurídica para reprimir los pronunciamientos del movimiento independentista. Y lo curioso es que ahora, cuando la India ya es un Estado soberano, ese concepto tan británico de «sedition«, ha pervivido y sigue siendo un instrumento jurídico discutible, del que en no pocas ocasiones abusa el gobierno, lo que está produciendo no poco debate y protestas en los medios jurídicos de ese país. Algo parecido ocurre en otros países de la Commonwealth que han heredado el vicio muy inglés de recurrir a la idea de sedición. Para colmo, en el Código Penal español, la sedición, entendida como desobediencia o puesta en cuestión del orden jurídico legítimo, se vincula además a un concepto tan escurridizo como el del «alzamiento tumultuario«, que nadie sabe exactamente muy bien en que consiste, pues para unos ya puede ser alzamiento el levantamiento de una bandera incitando creíblemente a la secesión, la organización de un referendum masivo ilegal contra el Estado, o incluso un mero pronunciamiento secesionista en sede institucional, mientras que para otros, solo se alzan los que movilizan masas y aprestan recursos, especialmente militares, para derribar el poder. Por lo tanto, no es de extrañar que la dichosa sentencia de la que todo el mundo habla haya provocado no poco debate. Mas aún en estos tristes días que evocan el arquetipo de la ciutát cremada. Parece provenir la sentencia no de un razonamiento jurídico riguroso sino más bien de un compromiso («pasteleo» lo llaman algunos, ofendiendo sin razón a los nobles menestrales de los hornos) entre lo posible, lo conveniente, lo correcto, lo incorrecto, lo prudente, lo justo, lo injusto y lo deseable. Mucho menos discutible hubiera sido que el Tribunal hubiera recurrido al concepto de conspiración para la rebelión, que a primera vista parecía mucho más defendible y representativo de lo que ocurrió en aquellos lares. O acaso, piensan otros, al de rebelión propiamente dicha, si bien eso exigiría sostener que puede haber violencia «sine armis«, lo cual nos volvería a retrotraer al problema de los abusos de poder frente a la libertad de expresión. En fin. Esto es lo que puedo decirle a Marta y a Mercedes. En síntesis, que solo hay una sedición que me complazca. No es la que enuncian en sesudas sentencias los ropones. Es mi propia e íntima sedición. ¿En qué sentido? me preguntan. Pues en el sentido etimológico. ¿Cómo podía ser de otro modo? Sedición significa etimológicamente desgajarse, separarse, ir o volverse hacia uno mismo (del latín, de se-itere, o seorsum itere, seiitio, como exitus o aditus). Es obvio por lo tanto que yo soy una persona profundamente sediciosa. Y cuanto más leo los períodicos y más veo lo que pasa, más sedicioso me siento.
Me llega un mensaje sobre un estudio que dice que los españoles estamos muy satisfechos con nuestra vida. Hace un mes llegaba otro que decía que estamos en la cola de la felicidad declarada. Y hace un año se publicó otro que decía que estamos en cabeza. Pero ¿cómo podemos aspirar a medir la felicidad mediante simples declaraciones subjetivas? ¿Qué es la felicidad para mí? ¿Qué es para tí? ¿Cómo entiende cada individuo lo que es dicha y lo que es desdicha? Resulta casi imposible. Y esta imposibilidad no solo se da en relación con la felicidad, sino con casi todas las valoraciones sobre sensaciones subjetivas. ¿Podríamos llegar a saber si los franceses son realmente más honrados que los belgas mediante un cuestionario que les haga una pregunta al respecto? ¿Nos fiaríamos de ese dato para comportarnos con más o menos precauciones comerciales en uno u otro de los dos países? Es ridículo pensar que se puede objetivar mediante una pregunta directa algo como la felicidad (o la honradez, o la ansiedad, o la generosidad, o el amor…) A no ser que se utilice el ingenioso sistema de Linda Bartoshuk, de la Universidad de Florida. Esta profesora creó un método consistente en combinar lo objetivable con lo no objetivable. Bartoshuk pregunta primero, por ejemplo, cuál es la luz más intensa que la persona ha visto jamás. Supongamos que le responden que es la luz del sol. Seguidamente, Bartoshuk pregunta como se siente la persona de feliz en una escala de 1 a 100…en relación con la intensidad de esa luz del sol que es la más intensa que ha visto jamás. Esta ingeniosa mezcla de lo objetivo con lo subjetivo puede parecer extraña, pero es el instrumento que permite acercarse mejor a una objetivación de las sensaciones personales. Y aún así, no hay manera. Con respecto a la felicidad de la que nos hablan todos esos estudios que los periodistas divulgan sin mucho cuidado, no nos vamos a poner de acuerdo. Mi estado de dicha o desdicha es solo mío. Lo que yo diga respecto a él, la forma en que lo valore, los calificativos que yo le asigne, son personales e intransferibles. Y así con casi todo. Se atribuye a Freud el criterio de que es feliz y sano mentalmente quien ama, trabaja y duerme. Tal vez sea eso lo único que podemos medir realmente.
Mercedes, que desde hace algún tiempo trabaja en una corporación multinacional, me pregunta qué es lo que yo realmente aprendí de mis años en ese tipo de empresas. Poco, realmente, le digo. Y ya casi ni lo recuerdo. Como mucho, me atrevo a decirle tres leyes que a mi juicio se aplican en todas las grandes empresas fuertemente jerarquizadas.
Primera Ley: si llevas la contraria al de arriba, te irá muy mal cuando quede claro que no tenías razón, pero mucho peor cuando quede claro que si tenías razón.
Segunda Ley: los que adulan sin fundamento a los de arriba reciben sustanciosa recompensa del adulado; pero si la adulación no tiene el menor fundamento, el adulador recibe una recompensa aún mayor.
Tercera Ley: No conviene esforzarse mucho por ser insustituible. Ser insustituible es una garantía de que no te promocionarán jamás.
Me pregunta Mercedes por la frase «nadie es profeta en su tierra», con la que titulé la publicación del otro día. No acaba de entender ella por qué ha de ser tan difícil ser profeta, o héroe o estrella, y al mismo tiempo «jugar en casa».
El origen de la frase nos podría llevar hasta el Evangelio de Mateo (también aparece la idea en Marcos y en Lucas). Allí se nos cuenta que los habitantes de Nazaret (es decir, la «tierra» del nazareno), a dónde había viajado Jesús, se extrañan y ofenden mucho (ekplessesthai) de que ande impartiendo doctrina alguien a quien ellos han reconocido como un simple vecino del pueblo («¿acaso no es este el hijo del carpintero y de esa mujer llamada Mariam y acaso no son Jacobo y Iosef y Simon y Judas sus hermanos…?«)
Entonces, Jesús se lamenta con amargura: «¡en ningún lugar se niega el honor al profeta si no es en su propia patria!» («ouk estin profetes atimos, ei me en te patridi»). Y dicho esto, Jesús se marcha por el foro, negándose a hacer milagros, ante tanto desprecio de sus paisanos…no echemos perlas a los puercos…
Esto es lo que leemos en los textos evangélicos. Tal vez, los autores de esos textos querían evocar el tradicional maltrato, incredulidad y retirada del honor (atimos) que los profetas judíos recibían normalmente de su pueblo. Aquellos profetas de Israel eran esencialmente unos «outsiders» y por lo tanto, ese nuevo y definitivo profeta que era Cristo debería padecer la misma suerte para que, de alguna forma, se cumpliesen también en esto las escrituras, y se hiciese válida la profecía de Isaías que anunciaba un Mesías futuro despreciado y deshonrado por los hombres (o sea, por los judíos).
Sin embargo, el sentido que ha adquirido en el acervo común cultural eso de «nadie es profeta en su tierra» es diferente y a mi juicio mucho más interesante. Se trata de señalar con la frase que incluso los más grandes de los hombres son pequeños cuando se conocen sus intimidades (obviamente esto no es coherente con el pasaje evangélico, sino más bien opuesto).
A partir de este sentido, la frase evangélica adquirió una forma diversa que echó raíces: «no hay gran hombre para su ayuda de cámara«. La primera referencia a esta formulación se debe a una leyenda sobre Antígono, el general de Alejandro Magno, a quien algún pelota le calificó de Hijo del Sol, con ocasión de su coronación en Atenas, una vez muerto el conquistador macedonio. El diadoco tuerto, en un arranque de admirable humildad, respondió diciendo que su mayordomo no era consciente de que él fuese el Hijo del Sol…
La frase sobre el héroe (o gran hombre) y el mayordomo (o ayuda de cámara), se fue convirtiendo en un lugar común de la cultura occidental, y un socorrido recurso para expresar que, después de todo, no existe una gran diferencia entre los grandes personajes y los más humildes, todo es una simple cuestión de conocer o no conocer las interioridades. Hay algo de espíritu democrático en esta idea…
Sin embargo, Hegel en Fenomenología del Espíritu (y más tarde hace lo mismo Carlyle) usa la frase en un sentido opuesto, es decir, cargando las culpas no en el héroe, sino en el villano. El mayordomo de Hegel no reconoce en su amo a un héroe porque su mente es pequeña. Es un mindundi, nos dice el filósofo alemán, que rehusa reconocer al héroe en su amo no porque su amo no sea un héroe, sino porque él es y será siempre un mayordomo…Intuimos aquí ya el horizonte de horror que desatará el supremacismo teutón, no poco inspirado en el dichoso idealismo hegeliano. El mayordomo hegeliano es el pueblo herere al que exterminó el padre de Goering en Africa Oriental, o los judíos de los crematorios, o los millones de «infrahombres» eslavos que murieron de hambre y abandono en los campos de prisioneros de la Rusia ocupada por la Wehrmacht…
Así que esa frase que Mercedes me pedía que le explicase, nos lleva a un laberinto de interpretaciones contrapuestas. Una primera interpretación nos remonta a los profetas judíos malqueridos por su pueblo. Una segunda interpretación nos proyecta hacia una especie de idea igualitaria que quiere ver a todos los hombres en un mismo plano, ya sean monarcas o villanos. Y una tercera interpretación nos habla de la mentalidad rencorosa y resentida de los hombres vulgares que, según nos dice Hegel, no son capaces de reconocer la grandeza a no ser que la vean revestida de toda su pompa, sus ropajes y sus medallas.
Tres interpretaciones distintas y una absoluta confusión de ideas.
Mercedes sabe que se expone a eso cada vez que me pregunta por algo mínimamente enjundioso.