
Hay algo de castigo divino en la erupción de un volcán. En más de un sentido.
El volcán sintetiza la doble naturaleza de la divinidad, tal como la han querido concebir los hombres de las orillas del Mediterráneo.
Nuestros dioses, los dioses semitas y, en parte las deidades grecolatinas, son eminentemente volcánicos. Dioses de fuego y azufre. Dioses todopoderosos que castigan sin piedad, pero que también purifican y redimen.
Como lo hace el fuego, y como lo hace el azufre.
En el Antiguo Egipto los sacerdotes usaban los vapores de azufre para purificar los templos. En los textos bíblicos y especialmente en el Apocalipsis de Juan, el azufre es, entre los diez elementos químicos mencionados, el que aparece más citado.
Los helenos que dieron el nombre de Zeus a su dios supremo, recurrieron un término relacionado con el sánscrito deva o con el egipcio theus, pero no debe ser casual que en griego, la palabra zeios signifique a la vez “azufre” y “divino”. Si Empedocles decidió morir arrojándose a un volcán quizá debió ser por su afán de unir su destino al de los dioses.
Las connotaciones divinas del azufre, en su condición de quintaesencia de lo volcánico, están relacionadas con sus características físicas propias.
Arde el azufre con facilidad y su llama no parece apagarse nunca, tal como se supone que lo hacen los fuegos que dan forma al Infierno judeocristiano.
Al quemarse, el azufre proyecta un olor insoportable del que hasta los perros huyen (esto es muy simbólico), y emite temibles vapores mefíticos (adjetivo, por cierto, derivado de una diosa, la deidad romana Mefitis, venerada en las proximidades de las fuentes sulfúreas).
Pero, al mismo tiempo, ese mismo azufre, verdadero aliento tóxico del dios volcán, es un elemento indispensable para la vida (necesario componente de dos de los aminoácidos esenciales), y es ayuda esencial para la especie humana en su combate secular contra las plagas de las cosechas o las enfermedades (¿acaso no fueron las sulfamidas, obtenidas casualmente a partir de un tinte sulfuruso, el indiscutible punto de partida de los antibióticos modernos?).
Es imposible no sentirse trascendente, pequeño e indefenso a la vez ante el poder del volcán.
Quizá ya no es momento de ver en el volcán un trasunto del todopoderoso. Pero puede que esa misma trascendencia, pequeñez e indefensión que siguen haciéndonos sentir los volcanes, nos empuje a un sentimiento casi religioso y de respeto reverencial hacia Gaia, a la que tanto estamos maltratando.
Tal vez, entonces, cada erupción nos debería hacer recordar la imagen poética que debemos a Kepler, quien quería ver en los volcanes los “Kanäle für die Tränen und der Erde”.
Esto es, los conductos a través de los cuales la Tierra deja escapar sus lágrimas…