El Efecto «Cobra»

Cierto periódico nos dice esta mañana que, a consecuencia de las medidas del gobierno, la electricidad está siendo pagada carísima en estos momentos. En otro lugar leo que el impuesto a los bancos acabará incrementando el gasto de los usuarios.

Yo no se si será cierto, pues tanto las políticas fiscales como el tema del control de precios me parecen asuntos de metafísica complejidad en los que me da pereza entrar. Lo que sí se es que a menudo, se dictan normas con demasiada alegría y sin mucho análisis. Y se consigue, no pocas veces, resultados opuestos a los que se persiguen.

Yo le llamo a esto el efecto cobra. Explico por qué.

En cierta ocasión, el gobierno colonial británico, en la India, comprobó que las mordeduras de las cobras estaban produciendo muchos accidentes graves. Así que, ni corto ni perezoso, dicho gobierno estableció sustanciosas recompensas a quien entregase cobras muertas.

A partir de la publicación de la norma, miles y miles de indios se dedicaron a criar cobras para después matarlas y recibir la compensación.

El gobierno colonial comprobó horrorizado el resultado de su apresurada medida, así que decidió sancionar a quien criase cobras.

El resultado fue que los que criaban esas serpientes, enfadados, las soltaron por las calles. Con ello, en solo unos meses, las medidas del gobierno consiguieron que hubiese tres veces más cobras que al principio.

Por el perfil de los prebostes y prebostillos que padecemos (y por sus obras) me malicio que, en sus manos, el Boletín Oficial del Estado es algo parecido a un Magnum 45 en manos de un chimpancé.

Y me da la impresión de que vamos a acabar teniendo cobras por doquier.

Infelix minuendo corpus.

Al hilo de lo que escribí ayer sobre la degradación del pan, en paralelo a su cada vez menor consumo, me pregunta Cristina si no habrá una relación causal entre ambas cosas; es decir, si no será que se come menos pan precisamente porque se hace incomestible (especialmente cuando han transcurrido algunas horas desde su compra, como cualquiera de nosotros puede comprobar).

Realmente no acabo de ver esa hipótesis. El descenso del consumo de pan responde a razones sociológicas relacionadas con el estigma del pan como alimento básico propio de un pasado de miseria, con el crecimiento de la renta disponible y con la presión publicitaria de los fabricantes de muy rentables productos procesados.

Sin embargo, lo que me dice Cristina tiene un fondo indudable de razón, al menos en la visión panorámica. Nuestra sociedad es autodestructiva: se va devorando a sí misma al ritmo mismo del llamado progreso. Creemos que nos comemos el mundo, pero somos nosotros los que nos comemos a nosotros mismos. Todo lo que nos rodea confirma esta pulsión autofágica: la crisis climática, las pandemias, las guerras, la inflación, la desertificación, las sequías, o el espectro de una nueva e inesperada escasez que afecta desde los microchips hasta los cereales

–¿Esto es así ahora o ha sido siempre así?– me pregunta Cristina.

Pues–le contesto–a lo peor es una constante en la trayectoria de la Humanidad. Bastaría evocar un fascinante mito de la Grecia antigua para comprender que la autofagia puede ser la verdadera condición del «hombre que cree que progresa«.

–Ya estás con la mitología. No falla. Tan pronto surge un tema, te marcas una referencia etimológica o mitológica–me protesta Cristina, mientras sujeta con esfuerzo a Kira, que trata denodadamente de ir a saludar al setter que ladra tras una verja.

Claro-replico-la etimología y la mitología nos desvelan verdades ocultas a las que de ninguna otra forma accedemos. Verdades que están en el alma de las palabras o en lo profundo de nuestros temores y ansiedades.

–¿Y cuál es ese mito griego del que hablas? Te doy tres minutos para que me lo cuentes. Ni uno mas.

–Es el mito que nos habla de un personaje, soberbio y tiránico, llamado Ericsicton, rey de Tesalia. Nos da detalles sobre él, entre otros autores, Ovidio, en las Metamorfósis. 

–¿Y que le pasa a ese tal Ericsicton?

–Ovidio nos dice que en cierta ocasión a este matón le dió por construir un majestuoso nuevo techo de madera para su sala de banquetes y decidió talar a golpe de hacha un gran árbol milenario consagrado a la diosa madre protectora de la Tierra, esto es a Demeter (la Ceres latina, eso es la diosa de los cereales). Como castigo por su transgresión, Demeter ordenó a Limos (el Hambre) que tocase el vientre del voraz Ericsicton y lo convirtiese en un ser insaciable; cuanto más comiera, más debería crecer su apetito.

Ericsicton, ya incapaz de conseguir saciarse, fue vendiendo todas sus posesiones a fin de poder comprar más comida. Incluso vendió a su propia hija. Pero era tal su hambre que no había forma de calmarla. Terminó como un mendigo, devorándose a sí mismo y comiendo sus propios miembros. «Et infelix minuendo corpus alebat«, termina Ovidio el relato, esto es, «el infeliz alimentaba su cuerpo disminuyéndolo«

–Pues la verdad, si que parece que este mito habla de lo que nos pasa–me dice Cristina, a punto de entrar ya en su casa–da mucho que pensar este mito de Ericsicton

–Lo que también da que pensar es que el movimiento ecologista no haya divulgado este delicioso relato cautelar. Solo se puede explicar eso por la cancelación del saber humanístico en nuestros tiempos. 

–Lo cual, en cierto modo, también podría ser otra consecuencia de la obsesión por devorarnos a nosotros mismos..

-Sí, De nuestra tendencia hacernos cada vez más infelices devorando o cancelando lo mejor que tenemos a nuestro alrededor o en nosotros mismos.

–Infelix minuendo corpus…

–Eso.

Pan, progreso y corrupción.

Mientras desayunamos unas tostadas con aceite y tomate, Mercedes me ve muy silencioso, muy pensativo. Como ausente.

–Vamos a ver ¿por dónde viaja ahora esa mente errabunda?

–¿Cómo? Ah…pues estaba pensando en el pan precisamente. Como este que vamos a comer que acabo de traer en la bicicleta desde la panadería de Guadarrama. Y en la idea de progreso. Y en la corrupción generalizada.

–A ver, explícate.

–Estaba pensando en que cuando yo nací, cada español comía al día una barra de pan como media. Hoy esa cantidad se ha dividido por cinco, es decir, poco más de un par de tostadas como estas. Esa transformación de la dieta nacional es increíble y ha debido tener consecuencias de todo orden.

–Claro, hemos sustituido todo aquel pan por alimentos procesados, con sus correspondientes dosis de conservantes, aditivos…en detrimento de un producto natural como el pan. Mala cosa.

–Sí. Y lo peor es que incluso el pan es ahora algo altamente procesado. Es uno de los alimentos con más sustancias químicas añadidas entre los que consumimos a diario: amilasas, hemicelulasas, proteasas, oxidasas…. Ahora no se hace nunca pan con harina, agua y levadura. Se le añade siempre un conjunto de sustancias químicas destinadas a reducir el tiempo de fabricación, facilitar la tarea del panadero y darle su pan una apariencia más «comercial»; todo ello a costa de hacer un pan más insípido, con menos proporción de harina, más de agua y por supuesto, nada natural.

–Pues buenos estamos–me dice Mercedes mientras echa una mirada escéptica a la media tostada que aún queda en su plato. Vamos empeorando en muchas cosas, la verdad. 

–Así es. Y lo malo es que no sabemos cómo retroceder cuando vamos por un camino al que erróneamente llamamos progreso. Como decía Walter Benjamin, el verdadero progreso no es acelerar la locomotora en la que vamos, sino saber cuando debemos echar el freno.

–Ya. Pero es innegable que en la mayoría de las cosas vamos mejorando.

–Depende de qué entendamos por mejora. Y depende de quién sea el que se beneficie de esa presunta mejora. Mira, a ese conjunto de aditivos del pan a los que me acabo de referir, la industria panadera los llama «mejorante«.

-¿Mejorante?

–Sí. Y tiene gracia que se llame mejorante a algo que en realidad empeora las cosas. Ese mejorante lo único que mejora es la productividad de la industria de panificación. Y el beneficio de las empresas extranjeras (generalmente belgas o francesas) que poseen las patentes de esos odiosos potingues químicos. 

–O sea, que cada barra de pan que compramos enriquece un poco más a un potentado de Bruselas o París.

–Básicamente. La masa de panificación lleva casi un 1% de ese cóctel químico mal llamado «mejorante«, y es un producto que se vende (en polvo) a precio de oro, por los dos o tres fabricantes europeos que monopolizan el mercado. Nadie hace pan sin ello.

–Eso es un tanto escandaloso.

–Para mí, lo más escandaloso es la corrupción de las palabras; esto es, que exista una conspiración generalizada, en muchos ámbitos, para llamar mejor a lo que en realidad es peor. Cuando las palabras se corrompen, todo lo demás se acaba corrompiendo con ellas. 

–¿Eso lo dijo también Benjamin, como lo del progreso y el freno de la locomotora?

–Esto lo digo yo. Y ahora, vayamos de una vez con estas tostadas, que ya se están enfriando. Tal vez no sean tan buenas como deberían, pero el caso es que me he levantado con hambre y tampoco vamos a ser tan estrictos…

–Claro, te levantas con hambre y te da por cavilar amargamente. Cómo te conozco…Pero se te pasará con un par de bocados y el café con leche.

–Creo que sí.