Loco. Sabio.

Se dice «loco de alegría».

Se debería decir «sabio de dolor». 

Esto escribió Marguerite.

Que de dolor sabía.

Y de locura. Y de amor.

El pájaro maullador.

Escribí un cuentecito, hace mucho, mucho tiempo (y creo que desde una galaxia lejana) que a mis hijas les gustaba bastante escuchar, antes de dormir. 

Trataba mi cuentecito de un pájaro que se había olvidado de cómo se cantaba. 

Había bebido, transgrediendo una norma capital de su bandada, el dulce néctar de cierta flor mágica y el resultado fue que olvidó cómo cantar.

Por más que lo intentaba, no conseguía recordar cómo debían hacerse los trinos. 

Estaba muy triste este pájaro por esto y no conseguía encontrar a nadie que le ayudase. 

Hasta que una gatita se compadeció de él y, con mucha paciencia gatuna, enseñó al pajarito…a maullar. 

No es lo mismo un trino que un maullido, claro está, pero al pajarito le pareció muy bien saber hacerlo.

Y lo mejor es que aquel pajarito, al poder hablar el lenguaje de los gatos, consiguió un buen día explicarles lo mucho que sufrían los de su especie por la feroz persecución felina. ¡Qué cosa tan injusta!

Y, así, gracias a sus flamantes nuevos maullidos, el pajarito maullador consiguió que se estableciese una tregua provisional en la absurda guerra ancestral que viene enfrentando a gatos y pájaros desde que el mundo es mundo. 

La moraleja (solo en la literatura infantil es aceptable la moraleja) era que el lenguaje y el entendimiento mutuo acaban uniendo a los enemigos irreconciliables y consiguen a menudo hacer compañeros de viaje a los que antes se enfrentaban sin piedad.

He recordado este cuento anoche, leyendo el último número de Science Avenir, cuando he sabido que los regentes, una especie australiana de pájaros comedores de miel (en la foto), están teniendo grandes dificultades para aprender a cantar, por no encontrar tutores en su misma especie, seriamente amenazada de extinción (yo no sabía que los pájaros necesitan tutores, y esto hila con lo que escribí ayer, por cierto). En cierto modo, como dice el titular de la noticia, estos pájaros se han olvidado de cómo se canta.

Además, esta dificultad derivada de la amenaza de extinción de los regentes se retroalimenta, porque los pájaros necesitan el canto para el emparejamiento y la reproducción.

Lástima que esos regentes no encuentren a la gatita de mi cuento y aprendan al menos a maullar. Quizá eso también serviría, por añadidura, para pacificar el eterno conflicto entre las dos especies que, según también he sabido, tan solo en Francia causa bajas anuales entre los pájaros superiores a 75 millones. Sin duda debido a la falta de entendimiento…

Terrible historia, la de estos regentes devoradores de miel que han olvidado el gorjeo. No se si contársela a las chicas o más bien dejar que subsista en su recuerdo aquel gato que un buen día aprendió a maullar.

Algo más que nos enseña el pulpo.

Ayer escribí sobre el documental «Lo que me enseñó el pulpo» que, me parece, ha ganado esta noche un Oscar.

Olvidé mencionar ayer una extraña particularidad de los pulpos: tienen una vida muy corta, apenas tres o cuatro años, algo muy anómalo en criaturas tan dotadas desde el punto de vista «cerebral». 

Lo cierto es que tan pronto el macho del pulpo insemina a la hembra, a través de su extraño apéndice en su tercer brazo, su cuerpo comienza a deteriorarse rápidamente y muere al cabo de unos días. En cuanto a la hembra, morirá justo cuando termine la incubación de los huevos. 

Los pulpos, por tanto, pagan el sexo con la vida. 

Pero en realidad, eso mismo pasa en casi todas las especies. Cambia solo el lapso de tiempo que transcurre entre el momento de madurez sexual y la muerte. Puede ser tan corto como en el caso de los opossum brasileños, que mueren el mismo día en que procrean. O puede ser tan largo como en el caso de algunos mamíferos, como los elefantes (30 años o más) o el hombre (65 años o más).

Ahora bien ¿por qué morimos precisamente después de la madurez sexual? O más genéricamente, ¿por qué diablos tenemos que morirnos?

No existe una fatalidad biológica que nos deba conducir a la muerte. Ni tampoco existe una regla que diga lo corto o largo que debe ser el período de supervivencia a la madurez sexual. Hay árboles que están vivos desde los tiempos de los reyes godos. Ese pez de roca llamado gallineta que quizá veas este verano en la playa puede haber conocido la invasión de las tropas  napoleónicas. Hay tortugas gigantes que ya estaban vivas cuando Darwin era solo un niño.

Podríamos pensar que, después de todo, nuestros órganos se desgastan, como las piezas de una maquinaria. Pero esto es totalmente erróneo. 

Nosotros, al igual que todos los animales, estamos hechos de células que continuamente se renuevan. Entonces, el misterio es que ese proceso no sea indefinido. El misterio es que a partir de un momento determinado sobrevenga la senescencia, es decir, la degradación y la muerte.

Como es lógico, los biólogos y los filósofos de la ciencia (y los filósofos en general) han pensado mucho en torno al problema de la senescencia, que tan gráficamente pone de manifiesto esa vida efímera del pulpo, a la que me refería al principio.

Se han elaborado muchos modelos. Un posible enfoque sería introducir en el análisis la idea de mutaciones perjudiciales de efecto tardío. Ocurre que las mutaciones perjudiciales de efecto temprano tienen a desaparecer, porque los individuos que las padecen no llegan a la edad de reproducción y por lo tanto no las transmiten a su descendencia. Pero las mutaciones perjudiciales de efecto tardío sí llegan a los «viejos» y con el tiempo, la población que ha superado la edad de reproducción se encuentra asediada por numerosas mutaciones de este tipo  que, en conjunto, constituyen la degradación y la vejez. Esto, explicado de forma simplificada (y seguramente imprecisa), sería el llamado efecto Medawar para explicar evolutivamente la vejez, por haber sido planteado por el inmunólogo británico Peter Medawar (con un modelo que fue después formalizado matemáticamente por William Hamilton y complementado después por George Williams).

El efecto Medawar no parece ser, sin embargo, una explicación totalmente convincente del proceso de senescencia, aunque nos llevaría tiempo detallar aquí sus puntos débiles. El hecho es que no tenemos todavía una respuesta clara y contundente al interrogante de por qué envejecemos y morimos.

Quizá el problema radique en la formulación misma de la pregunta. Tal vez habría que preguntarse no por qué envejecemos y empezamos a morir sino por qué no morimos antes de empezar a envejecer.

Después de todo, desde el punto de vista de la especie, una vez alcanzamos la madurez sexual y la ejercemos, no servimos para nada. Gracias al sexo habremos contribuido, eso sí, a mantener y fortalecer nuestra especie, pero, hecho esto, nuestra vida, al menos desde el frío, implacable punto de vista de la especie, carece ya de sentido.

Existe una posible respuesta. 

Tal vez la especie sigue necesitando de algún modo a los individuos que han superado la edad reproductiva, incluso después de que hayan procreado. Y tal vez los necesita por razones que podríamos llamar, de forma aproximativa e impropia «culturales». 

Tal vez la supervivencia tras la procreación sea necesaria o al menos útil a fin de hacer posible la adquisición y transmisión de destrezas a las nuevas generaciones, así como facilitar como el cuidado y protección de los vástagos indefensos . Esta necesidad podría tener especial sentido en el caso de animales sociales y aún más si el período juvenil (de indefensión) del animal es muy largo.

Ambos escenarios se dan en la especie humana. 

Y ocurre que ambos escenarios son opuestos a lo que vemos en la vida del pulpo.

El pulpo es una criatura sorprendentemente solitaria. Justo lo opuesto a un animal social.

Y ocurre que sus recién nacidos se valen por sí mismos desde el mismo instante en el que salen de sus huevos. Apenas miden unos milímetros, pero ya son pulpos adultos en miniatura, capaces de camuflarse cambiando de color e incluso arrojar tinta para despistar a sus depredadores: todo un milagro de madurez anticipada.

Ambas cosas podrían justificar que los «padres pulpo» resulten innecesarios una vez que la nueva generación está en marcha. 

Mueren los pulpos después de procrear porque ya no son en absoluto útiles para la especie.

Y sobreviven los homo sapiens mucho después de procrear porque acaso sí lo son.

Así que he aquí algo más que nos enseña o al menos sugiere el pulpo. Y esta es una enseñanza, en cierto sentido, estimulante. Consoladora.

Lo que nos enseña el pulpo.

He visto, a instancias de Mercedes y Marta, el documental de Pippa Ehrlich «Lo que me enseñó el pulpo». 

Tiene una soberbia fotografía submarina, lo que hará que posiblemente gane el Oscar en su especialidad en la entrega de premios que tendrá lugar la próxima madrugada.

En cuanto al contenido, el documental es simplemente una ingeniosa fabulación a partir de hechos y datos que ya se conocen desde hace tiempo. En este sentido, el documental es un poco «tramposo», debo decir.

Tiene en todo caso esta obra audiovisual la virtud de hacer reflexionar a mucha gente sobre si la consciencia es algo privativo del hombre o si los animales también «sienten», igual que nosotros sentimos. Este enfoque no es nuevo; muchas reflexiones sobre la conciencia de los animales se han realizado tomando al pulpo como elemento de análisis. 

Parafraseando a Thomas Nagel, que en 1975 formulaba la famosa pregunta «¿Qué es ser un murciélago?», Frans de Waal, el gran primatólogo, se planteó también la pregunta «¿Qué es ser un pulpo?».

Y de Waal se respondió a sí mismo diciendo que para saberlo, «necesitaríamos tener ocho brazos pensantes y una piel con capacidad de visión…»

El profesor Peter Godfrey-Smith, escribió no hace mucho una fascinante obra en la que indagaba en la consciencia humana y no humana, a la que precisamente tituló «Otras mentes. El pulpo, el mar y los orígenes profundos de la consciencia«. El capítulo tercero de esta obra es el que ha servido básicamente de guión al documental de Pippa Ehrlich, algo que hubiese estado bien que se reconociese en la obra audiovisual (a esto me refería cuando hablaba de «trampa» en el documental).

Y antes que el libro del profesor Godfrey-Smith, la fabulosa naturalista alemana Sy Montgomery escribió una muy amena obra divulgativa titulada «El alma del pulpo: una sorprendente exploración en la maravilla de la consciencia«. Recomiendo su lectura.

Pero ¿por qué tanto interés por el pulpo y por su relación con la inteligencia y la consciencia?

Pues porque desde tiempo inmemorial el hombre ha visto al pulpo como un ser sumamente astuto, un ser malicioso…

Claudio Eliano, en el siglo III de nuestra era, ya avisaba que «la malignidad y la astucia se nos han mostrado como las características de estos animales». Plinio el Viejo también se hacía eco de lo mismo, y nos habló de las leyendas sobre grandes pulpos que se las arreglaban para vivir en las cloacas de Roma. 

Theognis de Megara, cinco siglos antes, ya se había hecho eco de la fascinante capacidad del pulpo la para el camuflaje. Su contemporáneo Clearco de Soli, por su parte, recomendaba a su hijo que imitase el mimetismo del pulpo e hiciese en lo posible como aquellos del país que esté visitando.

Un cierto temor hacia estas criaturas también arranca desde muy antiguo. En la saga nórdica Orvar-Odds, se habla de un gran pulpo, el «Hafgafa» que devora hombres y barcos; es el precedente del Kraken, fabulado por un obispo noruego.

Tennyson convierte a un pulpo monstruoso en sujeto de uno de sus sonetos. Victor Hugo y Julio Verne nos presentan también a monstruos con forma de pulpo gigante (un personaje de Los Trabajadores del Mar, de Hugo, nos dice que un tigre puede acabar con nosotros, pero un gran pulpo hace algo peor, pues absorbe brutalmente nuestro fluido vital).

Pero es en el siglo XX cuando el pulpo deja de ser sujeto de horrores literarios y fantasías de terror para convertirse en objeto de interés para biólogos y psicólogos. Hacia 1950, comenzó a verse el pulpo como un animal de fascinante inteligencia, gracias a los trabajos de Peter Dews en la Stazione Zoologica Marina de Napoles. Algo mas tarde, en 1973, el mismísimo Jacques Cousteau publicó su obra «El Pulpo y el Calamar: la inteligencia suave«. En esa obra, Cousteau se asombra de que el pulpo le produce «una sensación de lucidez, mucho más expresiva que la de cualquier pez o incluso que cualquier mamífero«.

El pulpo interesa entre otras muchas cosas porque tiene un cerebro sorprendentemente grande y aparentemente innecesario para una criatura tan pequeña. Es un cerebro con más de 50 lóbulos. En conjunto, el pulpo cuenta con 500 millones de neuronas, poco menos que las de un perro y muchísimo más que cualquier otro molusco, cuyo número de neuronas no supera unas pocas decenas de miles. En realidad, los pulpos son los únicos moluscos con verdadero cerebro. Un cerebro que al parecer desarrollaron para hacer frente a los grandes depredadores que surgieron en el mar en el período Devoniano, hace 400 millones de años. Se desprendieron los antepasados de los pulpos de su concha, para poder bajar a las profundidades, y desarrollaron un cerebro y un sistema nervioso poderoso para cazar mejor y evitar ser cazados. Fue una maniobra evolutiva que en cierto modo es paralela a la nuestra, cuando decidimos renunciar a la seguridad arbórea y adentrarnos en la sabana.

Jennifer Mather, de la Universidad Lethbridge en Canadá, y Roland Anderson, del Acuario de Seattle comprobaron cada uno por su lado, que los pulpos pueden abrir con sus tentáculos los frascos de medicinas con protección para niños (algo que no todos los humanos son capaces de hacer). Estos hallazgos, y otros no menos increíbles, fueron publicados en Journal of Comparative Pshycology. En particular, Mather y Anderson demostraron que los pulpos juegan, algo solo privativo de animales con «inteligencia» (primates, cuervos y loros, perros y humanos).

Sí, de algún modo, los pulpos parecen ser el resultado de un experimento de la evolución distinto y alternativo, pero paralelo, al que condujo al homo sapiens. 

Entonces, si podemos entrar en contacto con los cefalópodos no es porque seamos sus «primos», como puede pensarse de nuestra relación con otros primates, sino porque la evolución parece haber hecho lo mismo, con ellos y nosotros, de dos formas distintas. Para Peter Godfrey-Smith, el encuentro con un pulpo es lo más parecido que podemos tener al encuentro con un alienígena.

Dicho de otro modo, el homo sapiens y el pulpo parecen ser dos extremos de un proceso evolutivo que se disoció a partir de criaturas ancestrales, antepasados de ambos, que apenas eran un simple gusano. La bifurcación de la derecha llevó hasta nosotros. La de la izquierda, al pulpo.  

Pese a lo anterior. y esto es fascinante, nosotros y los pulpos tenemos ojos similares, con sistema de enfoque como de lentes, con córneas transparentes, con irises que regulan la luz y retinas en la parte trasera del ojo para convertir la luz en señales neurales. (Pero hay también grandes diferencias: el ojo del pulpo solo trabaja en escala de grises y su percepción del color se realiza exclusivamente a través de la piel, como ya he indicado más arriba).

Siendo así que los pulpos son el resultado de un experimento de la evolución distinto y alternativo al que condujo al homo sapiens, se sigue que si podemos entrar en contacto con los cefalópodos no es porque seamos sus «primos», como puede pensarse de nuestra relación con otros primates, sino porque la evolución parece haber hecho lo mismo de dos formas distintas.

Pero esta sorprendente inteligencia y paralelismo evolutivo del pulpo no explica completamente el por qué nos interesa tanto esta criatura cuando se trata de especular sobre la existencia de consciencia animal.

En realidad, esto se debe a que los pulpos, después de todo, son afectuosos, cariñosos, y amigables con los humanos. El pulpo, como muestra el documental de Pippa Ehrlich, a menudo extiende un tentáculo para tocar la mano del buceador, lo que parece todo un milagro de comunicación entre dos mundos, un poco como el dedo del extraterrestre de ET o como el dedo de Dios en la Sixtina.

En el pulpo encontramos las mismas hormonas y los mismos neurotransmisores que operan en el ser humano. Las hormonas del cariño, las hormonas del estress, las hormonas del miedo…el pulpo las posee. Eso casi nos obliga a pensar que esos seres deben algo parecido al cariño, al stress y al miedo que nosotros sentimos. Quizá por eso el pulpo tiene la condición de «vertebrado honorario» de acuerdo en la normativa vigente de la Unión Europea sobre experimentos con animales y maltrato de los mismos.

Quien sabe. Tal vez Wittgenstein tenía razón cuando decía que es metafísicamente imposible saber lo que siente un animal distinto a nosotros. Pero es imposible, sabiendo lo que sabemos, no sentir ternura y empatía ante una criatura como el pulpo. Y esa ternura y empatía, que el documental de Ehrlich promueve eficazmente, puede servir para que demos un paso más en respetar a otras criaturas que nos acompañan en nuestro viaje por el cosmos sobre la nave Tierra.

Lo que me lleva a concluir un tanto jocosamente este post tan serio diciendo que, después de todo, el pulpo sí debe aceptarse como animal de compañía…

Nombres.

El mundo clásico grecolatino–la literatura, el teatro, la historia–nos ha dejado muchos nombres de perros. No menos de treinta. Algunos son muy hermosos, como Actis (Rayo de Luz) o Thymos (Animoso) o Chará (Alegría). Otros son apropiados al carácter del cánido: Phonax (Sanguinario), Phylax (Guardián), Lochos (Vigilante), Lonche (Lanza), Bremón (Ladrador)…y así sucesivamente.

En cambio no nos consta nombre de ningún gato clásico. Debe haber alguna razón. 

Pienso que la clave es que el gato es inmanejable, mientras que el perro llega a obedecernos. De modo que damos nombre al perro para poder darle órdenes (por eso escogemos palabras bisílabas y contundentes). Al gato es menos urgente darle nombre porque intuimos que será inutil tratar de usar ese nombre para manejarle.

Es decir, damos nombre a las cosas o a las criaturas para ejercer poder sobre ellas. Quizá por eso, como nos dice Cunqueiro, los campesinos gallegos, siempre dan dos nombres a sus vacas. Un nombre es público, y se usa para llamarla. El otro es secreto; solo lo conoce su dueño y solo se usa en la tenebrosa intimidad del establo.

Mi amado labrador, ya muy viejito pero tan maravilloso como siempre, se llama Mao y jamás me refiero a él como «el perro». 

Mi gato, no menos querido, también tiene nombre.

Pero cuando al amanecer maulla en la puerta, insistente, para que le deje entrar en casa, tras su largo paseo nocturno por la dehesa, yo se que quien vuelve es, simplemente «el gato».

Las llamadas.

Cuando me vine a vivir a la pequeña localidad de la Sierra, me empezó a ocurrir algo molesto. Muy a menudo, recibía llamadas en el teléfono de casa, preguntando por Don Mauricio Barea.

Te diré, querido lector, que yo conocía, de oídas, al tal Mauricio, que al parecer era un destacado agente de deportistas de élite, ya jubilado, y propietario de un adosado en La Vega, una urbanización no muy distante de mi casa.

Casi a diario yo recibía una de esas llamadas erróneas. Al principio me las tomaba con calma, pero con el tiempo acabaron resultando una molestia insoportable. Eran llamadas que casi siempre tenían lugar en la sobremesa o en mitad de la tarde. Tanto en días laborables como festivos. 

Al descolgar, siempre sonaba una musiquita durante unos segundos; una musiquita que a mí me daba la pista de lo que vendría después. Seguidamente, la voz de un operador o operadora, cada vez uno distinto, preguntaba mecánicamente por el señor Mauricio Barea. Yo, resignado siempre y a veces airado, explicaba que era un error. Aquí no hay ningún Mauricio Barea, tome nota por favor, es la enésima vez que se lo indico. Le ruego que no vuelva a lllamar…

Con el tiempo, deduje que casi todas esas llamadas provenían de empresas de cobro de deudas. La fría tenacidad de los operadores al otro lado de la línea, su serena incredulidad cuando yo les decía, casi colérico, que yo no era Mauricio Barea, fueron algunos de los indicios que me indicaron la naturaleza de ese acoso telefónico.

Lo curioso es que las llamadas siguieron produciéndose una vez que Mauricio Barea falleció, tal como supe cierto día, mientras tomaba un café en el bar de la Estación. Lo sentí por Don Mauricio, claro, pero me alegró mucho saber que el deceso haría que esas llamadas por fin desaparecerían…

Pero no fue así. Las llamadas continuaron. Incluso se hicieron más frecuentes. De nada servía que yo le informase a mi interlocutor sobre el fallecimiento del Sr. Barea. Era inútil que yo exigiese que diesen de baja mi número de su lista. Hiciera lo que hiciera, dijese lo que dijese, el teléfono nunca dejaba de sonar, con esa musiquita infernal que precedía a la entrada en la línea de los obstinados operadores.

Así que un buen día decidí cortar por lo sano. Cancelé mi número de teléfono fijo y contraté otro en otra compañía. Respiré aliviado cuando comprobé que mi viejo número ya había sido debidamente cancelado y que otro completamente diferente estaba asociado a mi línea telefónica fija.

Pero entonces ocurrió algo asombroso: aquellas llamadas preguntando por Mauricio Barea continuaron produciéndose. Sí, sí…querido lector, llamadas recibidas en un nuevo número que nadie debería conocer. Con igual frecuencia. Con igual contenido…

Eso me desesperó. No lo podía comprender. Elucubré toda clase de hipótesis. Pero nada encajaba.

Vencido por el absurdo, opté por otra decisión radical. Renuncié al terminal de la línea fija, habida cuenta de que en estos tiempos todo el mundo se comunica ya por los teléfonos móviles. En un gesto decidido y heroico, arranqué los cables de su clavija y sentí la satisfacción de enmudecer para siempre esas llamadas insoportables…

Sin embargo, la pesadilla no concluyó.

Se crea o no, comencé a recibir las mismas llamadas…pero ahora en mi móvil. «Buenas tardes, ¿es usted Don Mauricio Barea?»

Querido lector…si eres imaginativo, si te gustan los enigmas insondables, trata de interpretar este fenómeno. ¿Cómo explicas que me llamasen, ahora a mi móvil, preguntando por error por alguien con quien yo no tenía nada que ver? ¿Cómo explicar este cadena infinita de equivocaciones a lo largo de los años?

Verás, amigo lector, yo soy una persona profundamente racional. Soy de los que creen que en la vida debemos razonar tal como lo hace un competente detective que investiga un crimen; cuando el investigador ha descartado a todos los sospechosos menos uno, está claro que el que queda es el culpable, por extraño o absurdo que pueda parecer.

Y este razonamiento es el que un buen día, preso de perplejidad, casi al borde del delirio, llegué a una indiscutible, irrefutable conclusión. Una conclusión derivada de la misma naturaleza de las cosas. Una deducción tan rigurosa como un axioma matemático.

Comprendí que, después de todo, yo soy Mauricio Barea.

Libros Negros.

Me envía un mensaje Mercedes para preguntarme si tengo en mi biblioteca cierto libro que a ella le interesa hojear. 

Se trata del «Libro Negro del Comunismo». 

Le respondo que no. 

Normalmente–le digo–no me gustan mucho los «Libros Negros». Me parecen casi todos sospechosos. 

–Pero del comunismo y el fascismo sí tendrá sentido escribir un compendio de sus horrores ¿no?

–Puede ser. Aunque habría que decir que esa contraposición entre comunismo y fascismo, que ahora vuelve a estar en primera línea de las propagandas partidistas, es falaz.

–¿Falaz? ¿Es que a tí no te parece lo mismo el comunismo que el fascismo?

–Pues, no. Reconozco que fascismo y comunismo han servido de coartada ideológica para la peor tiranía y el crimen colectivo más abyecto, pero no creo que puedan valorarse de igual manera ambos conceptos y mucho menos identificarse.

–Ya me dirás…

–El comunismo no es solo el horror de Stalin, o la agresión antidemocrática de los bolcheviques, o el delirio maoista. El comunismo es también un complejo movimiento político e ideológico con casi dos siglos de historia; una historia en la que también habría que incluir a la Commune de París, a los héroes de la resistencia francesa contra Hitler, a los partisanos italianos que lucharon contra el nazismo, o a los diversos partidos comunistas europeos que aceptaron las reglas de juego democráticas incluso antes de la caída del Muro de Berlín, participando en la recuperación social y económica europea tras la Segunda Guerra Mundial, y renegando enérgicamente de la tradicional obediencia al Komintern. 

Sí–continúo diciéndole a Mercedes–son innegables los crímenes cometidos en nombre del comunismo. Tan innegables como los crímenes que se han cometido en nombre de la libertad, la democracia o el cristianismo, por ejemplo. Pero eso no es todo el comunismo.

–Ya…

En cuanto al fascismo, sus valores son, en muchos sentidos totalmente opuestos a los del comunismo. El fascismo implica un nacionalismo implacable, un militarismo de conquista, un sentido de la superioridad y hegemonía racial, y una negación del imperativo de justicia social y solidaridad…Y no creo mentir si digo que nada de esto es predicable del pensamiento comunista.

–De acuerdo en lo que dices, pero en la historia del fascismo también habrá habido un poco de todo, digo yo.

–Eso también es cierto. Y no es fácil ni riguroso referirse al fascismo de una forma unívoca y sin matices. Seguramente es impropio meter en el mismo saco el régimen autoritario y paternalista de los primeros años de Mussolini, inmensamente apoyado por el pueblo italiano, y la barbarie infernal y sanguinaria de la Alemania Nazi. No pertenece seguramente al mismo orden de cosas la represión infame de los «milicos» en el Cono Sur y la mas bien atenuada dictadura de Salazar en Portugal. Ni siquiera es exactamente fascismo el franquismo en sus últimas décadas, mucho más inspirado y dirigido por tecnócratas del Opus Dei que por el falangismo irredento de primera hora.

–O sea, que a tí también te parecería sospechoso un «Libro Negro del Fascismo».

–Lo que me parece muy sospechoso es que hayan vuelto los tristes tiempos en los que se pretende interpretar la vida política como una lucha entre «fascistas» y «comunistas». Eso es una majadería y un sinsentido histórico. Además de una irresponsabilidad. Cada vez que alguien llama a otro «facha» o «comunista», está incurriendo en un reduccionismo falaz y convirtiendo las palabras, no las ideas, en armas arrojadizas para agredir o denigrar al que piensa distinto a nosotros.

En cuanto a los «Libros Negros», ya se trate del Libro Negro del Comunismo, del Libro Negro del Psicoanálisis, el Libro Negro del Liberalismo, del Libro Negro del Capitalismo, o el Libro Negro de la Moda Prêt-à-Porter, sí, me parecen todos sospechosos. Como sospechosas me parecen todas las Listas Negras, por otra parte.

–No leerías entonces ningún Libro Negro de nada…

–Seguramente no. Solo leería, si acaso, el Libro Negro de los Libros Negros. Ese sí que lo leería.

Virus.

En el anterior post, mencioné de pasada a Duchamp y a Wittgenstein. Y caigo en la cuenta de que ambos son dos figuras centrales del siglo XX, cada uno en su especialidad.

Duchamp ha sido considerado por expertos como el artista más influyente del siglo XX (el hombre más inteligente de dicho siglo, según André Breton).

Y lo mismo pasa con Wittgenstein, a quien también se ha considerado como el filósofo más importante del pasado siglo, por encima de Husserl o Heidegger.

Lo curioso es que ambos gigantes, colosos de la creación artística y del pensamiento respectivamente, tuvieron serios problemas mentales.

Wittgenstein sufría de severas depresiones.

Y Marcel Duchamp, de quien voy a escribir hoy, se contagió de un virus incurable. Un virus que afectó sin remedio a la segunda mitad de su vida, y que casualmente también afectó, hace muchos años, a la mía.

El virus de Duchamp no dañó sus pulmones ni su hígado, ni siquiera su sistema cardiovascular o su vesícula, pero penetró profundamente en el lóbulo frontal de su cerebro, alterando sus funciones cognitivas, transformando su capacidad para el razonamiento espacial y abstracto, modificando el rendimiento su memoria…incluso influyendo en sus sueños.

El virus del que estoy hablando, y del que como digo yo también estoy contagiado, es el ajedrez. 

Cómo llegó ese virus hasta mí es irrelevante. 

Cómo llegó a Duchamp y lo que hizo en su portentoso cerebro, sí puede ser interesante.

Marcel Duchamp fue un prodigio de creatividad. Antes de cumplir 30 años ya había revolucionado el mundo del arte, inspirando el surgimiento del dadaísmo, el surrealismo y el arte abstracto. También se puede argumentar que sentó las bases para el ulterior desarrollo del Pop Art, el minimalismo, las performances y–como se ha llegado a decir, por voces muy autorizadas– «virtualmente todas las tendencias artísticas contemporáneas«.

Pero al llegar a los 30 años, llegó el ajedrez a Duchamp. Y cuando entró el ajedrez en su vida pareció desaparecer todo los demás. 

Las 32 piezas de madera comenzaron a ejercer un efecto hipnótico sobre su poderosa mente, y esto cuando estaba en la cumbre de su éxito. 

Fue algo muy misterioso y hasta cierto punto inexplicable. Algo parecido a si Einstein hubiese dejado la física justo al descubrir su Ley de la Relatividad, para dedicarse en cuerpo y alma al coleccionismo de sellos.

El caso es que Duchamp se recluyó, como un monje, para estudiar ajedrez y perfeccionar su estilo. Y vaya si lo consiguió (en realidad, todo lo que hacía lo hacía maravillosamente bien).  Porque el caso es que no tardó en convertirse en uno de los cuatro mejores jugadores de Francia. Todo su ser entró en un proceso de transformación para pasar de artista polifacético a jugador de ajedrez. No pensaba en otra cosa.

Cuando cumplió 32 años, la transformación ya fue total. Había abandonado la creación artística de manera casi radical (excepto el diseño de unas piezas de ajedrez), y pasaba las horas del día y de la noche jugando en los cafés de París y con amigos en sus casas. 

En 1919 declaró que «nada me interesa más que encontrar la jugada correcta; todo en torno a mí adquiere la forma de un rey o una reina…el mundo exterior no tiene para mí otro interés que el de transformar una posición perdedora en una ganadora«. 

Durante aquellos años, una jornada típica suya era simplemente preparar las partidas en casa por la mañana, pasar largas tardes en el Café Dome jugando con rivales desconocidos, hacer una pequeña pausa para cenar unos huevos revueltos y retornar a casa para seguir jugando hasta las cuatro de la madrugada.

En 1924 viajó a Argentina (donde ya había vivido entre 1918 y 1919) y fue allí donde según sus propias palabras se convirtió definitivamente en un «maníaco del ajedrez«, siguiendo la estela de otros creadores a los que algún aire infeccioso del Plata debió obsesionar por el juego de las 64 casillas, como Borges, Cortazar o Walsh. El caso es que su nivel como jugador no dejó de mejorar. 

Ni siquiera el amor pudo devolverle la cordura. En 1927 se casó, a instancias de Picabia, con Lidia Sarazin, hija del millonario fabricante de los automóviles Levassor. Pero esta unión duró poco. 

Lidia se dió cuenta a los pocos meses que no había nada en el mundo para su marido que pudiera alejarle del tablero. Una noche, en Nueva York, mientras su marido dormía, Lidia decidió adherir con pegamento cada una las piezas al tablero en el que Duchamp practicaba. Fue una cosa muy dadaista, que debió haber sido celebrada por el artista convertido en jugador.

Pero Duchamp no le vio la gracia. Al darse cuenta de que los trebejos estaban pegados, le dijo a Lidia que se iba a jugar al ajedrez con Man Ray y que no volvería.

Tres meses después, ya estaban divorciados

Qué gran lástima que esas piezas inmovilizadas del tablero de Duchamp no se hayan conservado. Serían una obra de arte de primera magnitud. 

Esas piezas adheridas para siempre a sus casillas constituirían una maravillosa alegoría digna de estar en la mejor sala del MOMA. 

¡Ah esas piezas de ajedrez amarradas en sus puestos! ¡Ay esas piezas soñando un sueño imposible de complejas maniobras, ansiando sublimes combinaciones que jamás tendrían lugar…!

Datos o Gatos.

Hace un par de meses escribí aquí mi perplejidad por el slogan electoral de una cierta formación política, de tintes identitarios.

Era un slogan que se limitaba a prometer el «ser«, sin más: «Juntos para Ser». Esto me pareció fascinante.

Fascinante e inquietante, por las dudas filosóficas que me despertaba la proclama y que no me dejaron dormir.

Kant nos enseñó que el «ser» no es un atributo predicable de las cosas sino como mucho la noción que nos permite concebir predicados de las cosas.

Wittgenstein, a su vez, negaba que las cosas «sean», y por eso en el primer y segundo punto del Tractatus nos aclara que el mundo no son las cosas, sino lo que acaece, el devenir, los hechos.

El mundo para Wittgenstein se descompone en hechos que ocurren, no en seres. Por su parte, Carlo Rovelli nos confirma lo mismo, cuando nos indica, al estilo de Duchamp, que la silla que estamos viendo no es una silla, sino un laberinto de misteriosos bucles cuánticos. Para la física actual, el mundo físico solo se puede concebir como una red de eventos, no como algo hecho de cosas. Y en realidad, esto es algo que ya sospechaba Anaximandro, hace 26 siglos, cuando nos aconsejaba que entendiésemos el mundo estudiando el cambio, no estudiando las cosas.

En fin, que aquello de «Juntos para Ser» me dejó impactado no solo por su soberbia enjundia metafisica sino por ser el exponente de una sublime política del vacío absoluto, donde ya no se propone nada, ni se promete nada, ni se afirma nada…solo se ofrece la identidad, solo se predica el ser. 

Una política que hace mucho ruido, como una gran campana, pero que, como la gran campana, está esencialmente vacía por dentro.

Pues no, señor. Lo del «Juntos Para Ser» sí se ha podido superar. Porque otra prebostilla autonómica, en este caso la mandamás de aquí, por la parte central del país, ha lanzado su video de campaña y, lo creas o no, no dice nada. Nada de nada. Se limita a correr sin parar, como Forrest Gump. La vemos trotando y trotando por las calles (por cierto, con un efecto perceptible de aceleración en su zancada, obviamente creado en postproducción, lo que hace de ella una Griffith Joyner fingida y que induce a la sonrisa).

Este es un paso más. Es una muestra más de que la política actual no se  fundamenta en argumentos o postulados sino en emociones y prejuicios.

Rien ne va plus? No se. Es difícilmente superable este artificio de hacer un vídeo sigiloso y mostrar a un candidato que no habla.

Podríamos tal vez dar alguna vuelta de tuerca si pensamos «fuera de la caja».

Me explico. Yo creo que el próximo candidato o candidata tendrá que evitar salir en pantalla. Ni un solo plano.

Deberá limitarse a mostrar, por ejemplo, a su gato. Los gatos son lo más visto en internet. En YouTube se registran 26 mil millones de visionados de este mamífero que pasa el 70% del día durmiendo y acompaña a la Humanidad desde hace 9500 años. Los felinos domésticos, tan amados que suman más de 100 millones en Europa, constituyen desde hace tiempo la categoría estrella de las plataformas de vídeos en la Red.

Por lo tanto, yo animo a los asesores de imagen que vayan preparando un vídeo de un gato para las próximas generales. 

No hará falta audio ni sobreimpresiones. Ni siquiera música. 

Solo un minino jugando y saltando. Deberá ser el minino del candidato. Y al final, el logo del partido en cuestión. Con eso triunfan. Fijo.

Tal como van las cosas, para convencer al votante no harán falta datos. Bastarán gatos.

El Árbol de la Ciencia.

El preboste maximus ha citado. 

Fue anteayer. Ha dicho que «tenía razón Pio Baroja cuando decía que la ciencia es la única construcción fuerte de la Humanidad«

No es un disparate, pero es inexacto.

Para citar bien, habría que decir no que es algo dicho por Baroja, sino algo puesto por Baroja en uno de sus personajes (concretamente Andrés, en el Arbol de la Ciencia).

Hay una cierta diferencia porque, de hecho, en la citada novela barojiana, ese postulado de Andrés es matizado por Iturrioz, quien le indica a su sobrino que la ciencia no solo arrolla la religión, los sistemas morales y las utopías, sino que arrolla también al hombre. Y esto, Andrés lo reconoce humildemente. Hay consenso en ese punto.

Tanto la frase de Andrés, como la de Iturrioz, quien considera una gran mentira la construcción racionalista, no son pensamientos de Baroja, sino pensamientos o ideas de sus personajes. Conviene distinguirlo.

Y conviene que no se cite nunca sin haber leído al autor de la cita y al contexto de lo que se dice que dicho autor dijo. No hay nada más ridículo que tirar de compilación de libro de citas para mentir aparentando una cultura que tal vez no se tiene. 

Pero, pensándolo bien, esa mentira es de las menos perniciosas que venimos sufriendo a cargo de estos ignaros prebostes y prebostillos, tan amantes de las citas.