Adolescentes.

Tengo una amiga que es madre (y en muchos sentidos también padre) de dos mellizos adolescentes. Hablamos sobre el reto que eso supone. Yo le intento animar diciendo que la Humanidad entera es una especie adolescente, de algún modo. Porque adolescente es aquello que crece, que camina hacia la plenitud. Diseccionar y examinar el alma de la palabra nos sugiere exactamente esto mismo.

Tenemos el prefijo ad, con la idea de dirección, encaminamiento…

Luego está el verbo latino oleo, derivado de la raíz protoindoeuropea «al«, que se relaciona con todo lo que crece, con lo que está nutriéndose, con lo encendido que crepita (An-ala es otro nombre para el dios indio del fuego, Agni), con lo que en definitiva evoluciona hacia una cierta perfección; pros to olon, decían los antiguos griegos para referirse a algo que estaba «en camino a la perfección»…

Y, en fin, muy importante, terminamos con «escente«, que incluye el sufijo «sce», con la idea de proceso, y «ente», que es propio de los participios de presente latinos y que nos indica siempre aquel o aquello que protagoniza una acción. Esto lo ilustran muchas de nuestras entradas del diccionario español: efervescente, coalescente, delicuescente, evanescente, iridiscente…

No se si le consuela mucho a mi amiga mi digresión linguística. A veces, las palabras no sirven de mucho. Pero yo insisto y le digo que gracias a la adolescencia del Hombre, algo único en el mundo animal, nuestra especie consigue el milagro de que cada generación cuestione y, en general, mejore a la anterior. 

Los grandes hombres y mujeres, le digo a mi amiga, son los que cambian el mundo precisamente porque en cada uno de ellos palpita un alma adolescente y rebelde. 

Y esto es así, le garantizo, aunque a menudo nos entren ganas de decirle a los adolescentes que para cambiar el mundo conviene empezar por cambiar el rollo de papel higiénico…

Zoonosis.

Sabemos que las zoonosis son las enfermedades que se transmiten entre diferentes especies de animales; incluyendo las que pasan de animales a humanos, valga la redundancia.

A consecuencia de la pandemia, se culpa a las zoonosis, esto es, a nuestra promiscua convivencia con diferentes animales, de la colosal tragedia que estamos viviendo.

En realidad, también podríamos ver la otra cara de la moneda. 

La Humanidad se libró de su peor enfermedad, precisamente gracias a la convivencia con animales enfermos…

Estoy hablando de la viruela, cuyo daño sobre el género humano, a lo largo de la historia es realmente incalculable. Ni punto de comparación con el drama del Covid, por más que este sea inmenso.

En el siglo XVIII, cuando incluso el rey de Francia, Luis XV, moría de esta terrible dolencia, Jenner intentó combatirla mediante la generalización de la variolización, es decir, esa técnica ancestral, bien conocida en Oriente, de inocular en personas sanas o con enfermedad incipiente, pequeñas cantidades del pus obtenido a partir de enfermos avanzados.

Pero esta técnica en realidad no funcionaba muy bien. Una de cada tres personas variolizadas moría.

Fue entonces cuando Jenner tuvo una de sus increibles intuciones. Meditó sobre el extraño fenómeno de que los pastores de ganado vacuno no enfermaban de viruela. Investigó y descubrió que eso se debía a que se contaminaban de una forma menos grave de viruela que afectaba a las vacas (el «cowpox»), y eso dotaba a los pastores de los correspondientes anticuerpos que, mira por dónde, resultaban igualmente válidos para combatir la viruela «humana».

Así fue como nació, de la mano de Jenner, la técnica de la vacunación, que en menos de dos siglos acabaría para siempre con el terrible azote de la viruela (un virus que, por cierto, a partir de los 70 de la pasada centuria sólo volvió a aparecer ocasionalmente por un «spillover» de un laboratorio…) y que pondría freno a muchísimas otras lacras de la Humanidad.

Jenner era un gran tipo en verdad. Le interesaba todo, desde el funcionamiento de los globos aerostáticos (fue el pionero absoluto británico en este campo) al fascinante comportamiento de los pájaros cucos, esas criaturas «explotadoras» que se las arreglan para que otras aves incuben sus huevos y que luego destruyen los huevos propios de la mamá engañada (algo que evoca por cierto lo que hacen los virus, en la medida en que estos también usan recursos ajenos para reproducirse). Todo eso lo descubrió y documentó Jenner.

A Jenner le rindió honores Napoléon, pese a ser inglés y estar en guerra Francia con la Pérfida Albión. Jenner le pidió a Napoleón que liberase un contingente de prisioneros. Napoleón accedió a hacerlo, argumentando que nadie podría negar nada a tan gran benefactor del género humano.

Fue por cierto el gran corso el primero en hacer de la vacunación algo obligatorio. Tras él, deberíamos mencionar al por otras muchas razones denostado rey español Carlos IV, que promovió y financió la asombrosa expedición Balmis a América. Una expedición que se fundamentó en otro de los hallazgos de Jenner, a saber, la posibilidad de obtener nuevas vacunas a partir de pus de sujetos vacunados. A partir de esta constatación, Balmis tuvo la brillante ocurrencia de embarcar niños vacunados en la nave que viajaba a América, como forma óptima de traslado de la sustancia terapéutica en tan largo viaje marítimo, a fin de hacer posible la vacunación universal (y obligatoria) en las colonias hispanas, desde Venezuela y Colombia a las Islas Filipinas. O incluso en partes de China. Los 22 niños que iban transmitiendo su suero por parejas, como en relevos, una vez curados. Eran niños expósitos: no se habían encontrado voluntarios adultos para la misión.

Kafkiano.

Un buen amigo se escandaliza porque se ha sabido que algún prebostillo periférico ya lanza el globo sonda de convertir la vacunación del covid en obligatoria. ¡Esto es kafkiano! clama mi amigo, acaso evocando la noción del poder totalitario y totalizante que el escritor checo nos presenta en alguna de sus obras…

Le reconozco a mi amigo una cierta razón en su indignación. No se puede tomar a la ligera algo que afecta al sagrado derecho individual respecto a la propia vida y salud. Será preciso buscar un equilibrio entre ese derecho y el bien jurídico de la salud colectiva. No es fácil, pero desde luego el camino no es el que parece ha tomado el gerifalte autonómico del que hablan los periódicos, esto es, sancionar alegremente con decenas de miles de euros a quien no se vacune.

En cualquier caso, lo verdaderamente kafkiano no son los pro-vacunas, sino los anti-vacunas, aunque mi amigo no lo sepa.

Lo digo porque Kafka es uno de los más notables «antivax» de la Historia. 

En realidad, Kafka renegaba de la medicina «oficial». Era un obediente seguidor del doctor Moritz Schnitzer, un fanático promotor de las terapias naturales como panacea. 

El holístico Dr. Schnitzer creía que toda enfermedad, dolencia o síntoma no era sino una manifestación de una especie de Enfermedad Principal, la cual era preciso curar mediante medidas como los baños de sol, el cuidado del jardín, dormir con la ventana abierta y, sobre todo, suscribirse a la revista «Reformblatt für Gesundtheitspflege», dirigida, como es fácil imaginar, por el mismísimo Moritz Schnitzer.

En el número 172 de la mencionada revistilla (Junio de 1911) aparece una especie de manifiesto contra la obligatoriedad de la vacuna de la viruela, firmado entre otros por Franz Kafka.

Lamentablemente, el caso de Kafka es de algún modo similar al de Steve Jobs, cuya obsesión por curarse el cáncer con zumo de zanahorias impidió tal vez que una terapia «oficial» detuviese su enfermedad o al menos alargase su vida. La obsesión de Kafka por dormir con la ventana abierta, incluso en los días de más crudo invierno en Chequia, seguramente fue causa de la neumonía que daño su salud al final de sus días. Y su manía de tomar leche sin hervir o pasterizar, bien pudiera explicar la tuberculosis que, junto a la mencionada neumonía, se llevó al otro mundo a uno de los cinco o seis mejores escritores del siglo XX (para mí, solo estarían a su altura Borges o Nabokov).

En fin, lo verdaderamente absurdo es rechazar de plano la vacunacion. Hoy ya se está comprobando que esas vacunas del Covid están salvando la vida de cientos de miles de personas cada semana, en todo el mundo.

Por ello, negarse a ver esa realidad, que se constata con un simple vistazo a las estadísticas diarias, eso sí que es algo profundamente kafkiano…

Atalanta.

Anoche, conecto la radio del baño, mientras preparo la ducha, y ¡maldición! otra odiosa retransmisión de un partido de fútbol. ¡Cómo no! Siempre el fútbol, con esos gritos insoportables del locutor y su entusiasmo impostado. Apago el transistor inmediatamente, afirmándome en mi convicción de que la Humanidad no tiene remedio, pero en el último instante escucho que uno de los dos equipos es el Atalanta. El Atalanta de Bérgamo.
¿Atalanta? ¿He oído bien? Me quedo muy pensativo, mientras siento el placer del agua caliente y el vapor corriendo por mi cuerpo. La verdad, es que es un nombre sumamente curioso para un equipo de fútbol. ¡Atalanta!
Miirándolo bien, me digo a mí mismo mientras me seco, tiene sentido el nombre, porque Atalanta es el mito griego que habla de esfuerzo agónico atlético, de superación deportiva. También de agilidad y fluidez (lo que explica que para los alquimistas, Atalanta es otra forma de referirse al mercurio).
Pero el mito de Atalanta es ante todo un ejemplo perfecto del sentido profundo de los mitos, que nacen y crecen al objeto de dar una explicación a lo que nos resulta asombroso o admirable del mundo que nos rodea.
En el caso de Atalanta, lo que se trata de explicar es el hecho ilógico (ilógico para los antiguos griegos) de que las leonas sean más rápidas y mejores cazadoras que los leones. Cosa sorprendente en verdad (y recordemos por cierto que hace dos o tres milenios no faltaban los leones en Grecia y Asia Menor).
A fin de justificar este enigma de la leona cazadora surge la leyenda de Atalanta.
Esta construcción mítica nos dice que Atalanta nace en la montaña de Beocia, hija de un campesino. Es abandonada por su padre, que estaba furioso por no haber engendrado un hijo. La cuida en el bosque una osa, que la toma como hija. Un día, unos cazadores la ven y la recogen. Con ellos, Atalanta aprende y domina las artes de la caza, tomando ejemplo de la diosa Artemisa. Sus hazañas son incontables. Mata en pleno bosque a dos fornidos centauros que la trataron de violar. Hiere al temible y monstruoso gran Jabalí Blanco. Incluso, según algunos, participa en la expedición de los Argonautas, junto a los mejores héroes de la Hélade. No solo destaca por su valor y su puntería, sino, sobre todo, por sus virtudes atléticas. La bellísima joven del bosque participa en competiciones por toda Grecia, y siempre se impone a los corredores masculinos, incluyendo al sumamente veloz Peleo, futuro padre de Aquiles. Pero es que cuando corre, Atalanta es invencible. Y todos acaban sabiéndolo.
Al llegar a la edad adulta, Atalanta toma una decisión sorprendente (e inaceptable para los hombres de la época): decide no tomar esposo. La explicación que da es doble. Quiere ser fiel a la diosa Artemisa. Y además teme el cumplimiento de un oráculo según el cual se convertiría en animal si se casaba.
Para evitar el matrimonio, y acabar con todos los pretendientes, Atalanta desafía a todos los varones que aspiran a su mano. Les invita a correr contra ella en el estadio. Si la ganan, aceptará el matrimonio. Pero si pierden, ella misma les matará.
En cada carrera, contando con su superioridad, Atalanta deja unos pasos de ventaja a su rival. Lo suficiente para que este no vea que ella corre con una lanza en la mano. Ya en carrera, Atalanta sobrepasa siempre en el último momento al hombre de turno, y con un hábil movimiento, le atraviesa el corazón, sin dejar de correr.
Pero, como siempre ocurre en los mitos griegos, hay alguien que cavila un truco para conseguir la victoria e imponerse a lo que parece establecido. Es Menalio. Al iniciar la carrera, contando con el consabido “handicap”, este héroe suelta en la pista una o varias manzanas de oro macizo. Atalanta, la heroína del bosque, que va detrás, siente una extraña fascinación por estos objetos y se detiene a recogerlos (como nos muestran varias obras maestras de la historia de la pintura). Eso basta para que Menalio llegue, por una vez, primero a la meta. Y la consecuencia, inexorable, es el matrimonio con Atalanta.
Entonces ocurre algo trascendental. Atalanta descubre los infinitos encantos del amor correspondido. La leyenda nos cuenta que la temible cazadora, la atleta invencible, enloquece por los placeres del dios Eros. Se olvida de todo lo que no sean los goces amorosos con Menalio. 
Y esto es tan así, que en su fiebre erótica, Atalanta se entrega una vez más al amor estando en un templo de Zeus. Menalio no es capaz de convencerla para contenerse. Y el resultado es una suprema transgresión. Un sacrilegio máximo. Entonces, Zeus, indignado, decide convertir a Menalio y a Atalanta en una pareja de animales. De leones, como podíamos esperar. Y es así como nace la estirpe de estos sorprendentes grandes felinos, en los que, inusualmente, la hembra corre más y caza mejor que su pareja. Toda leona es hija de la gran Atalanta.
–Qué bueno–me dice Marta, a la que le he contado este mito mientras cenábamos–Esto indica que los antiguos griegos eran ya un poco feministas ¿no?
–Es exactamente lo contrario. El alambicado mito de Atalanta, que habla de niñas abandonadas y mujeres transgresoras, nace mas bien para justificar el raro fenómeno de que las leonas sobrepujan en valores físicos a los leones macho. Se presenta esto como la excepción (mujer más fuerte) que sugiere la existencia de una regla (hombre más fuerte). Y de hecho, el final del mito nos indica que, a la postre, una mujer es una mujer, puesto que a la hora de la verdad, lo que le interesan son las joyas y abalorios, y dará siempre prioridad a los placeres amorosos sobre cualquier otra cosa (lo que provoca el castigo divino, que siempre merecerán las féminas).
–Vaya. Pues ya empezaba yo a sentir cierta simpatía por ese equipo de fútbol. Por cierto, anoche ¿ganó o perdió?
–Ni idea.

Felicidad y Fertilidad

Llegan noticias terribles de Yemen, cuya situación no parece haber mejorado ni siquiera con el ansiado cambio de gobierno en Estados Unidos.

Son noticias que nos hablan de 16 millones de personas pasando hambre en esa tierra que los antiguos llamaban Arabia Felix o Feliz. Todo un cruel sarcasmo.

La verdad es que esa parte de la península arábiga nunca fue verdaderamente «feliz». Entre otras cosas porque el adjetivo latino felix no se debió traducir como feliz. 

Felix en latín significa primariamente fértil, productivo, abundante o próspero. Esa palabra latina se derivaba del griego fao (fecundar, producir), que a su vez debía estar relacionada con el hebreo pheh, boca.  Es interesante esta etimología porque nos sugiere que poca felicidad puede sentir quien no produce o crea algo, sea lo que sea. Yo estoy convencido de que, en esto, también la etimología nos desvela verdades profundas de las cosas.

Los latinos tradujeron como Felix Arabia el correspondiente topónimo geográfico griego, esto es, Arabia Eudemona. Pero esa  «eudemonia» de los griegos también significaba primariamente prosperidad, fertilidad producida por la benevolencia de los dioses, en el sentido de que esa región no desértica de la en general árida península era la agraciada por los inmortales con el regalo del agua.

Pero ahora los dioses parecen haber abandonado la antaño Arabia Felix. En su lugar surcan el cielo los bombarderos que arrojan esas bombas pretendidamente inteligentes, fabricadas, en no pocos casos, como sabemos, por empresas de prefiero no saber dónde. 

Arabia Infeliz. Más infeliz que nunca. Con hambre y bombas.

Hacer pucheros.

A modo de personal desagravio por el delirante antisemitismo que parece emerger últimamente, hoy sábado he preparado adefina, para mayor provecho, deleite y regocijo de mis invitados, amigos y compañeros de Marta, y Cristina. Hace unas horas en el jardín, bien aireados, bajo un sol evanescente, hemos disfrutado todos de mi adefina, debidamente regada con vino dulce de Málaga diluido con agua tónica.

La adefina o adafina es el plato sefardí por excelencia. Viene a ser como un cocido, pero con cordero y sin ingredientes que no sean kosher. Nada de chorizo o tocino, lo que a mi juicio la hace mucho más digestiva.

El nombre de adefina se deriva del árabe «al dafinah», «lo escondido», porque las familias sefarditas incrustaban el puchero en las cenizas de un buen fuego, a fin de que las viandas se fuesen cociendo solas muy despacio, y estuviesen listas y calentitas para la cena del Sabbath (es decir, la cena del viernes), pero sin violar la regla de no encender fuego en el día de descanso.

Yo preparo la adefina del siguiente modo: en una gran olla de hierro colado pongo a hervir caldo de verduras. Luego añado una o dos piernas de cordero lechal. Un poco después incorporo unos garbanzos precocidos, y los vegetales que tenga a mano, que bien pueden ser repollo, zanahorias, nabos… Finalmente añado setas shitake y sazono prudentemente con canela, clavo, un chorrito de vinagre, para neutralizar la poca grasa, y unas hebras de azafrán. Si nadie me ve añado también una cucharada de Bovril. Todo esto lo cocino muy lentamente. Lo dispongo todo al amanecer y voy vigilando el lento hervor de forma regular. Al cabo de unas horas deshueso el cordero y guardo aparte un regalo que Mao me agradecerá de todo corazón.

El resultado suele ser brillante, y no es porque yo lo diga. El aroma de la canela y el clavo le da al plato un toque exótico, oriental, muy distinto al que produce el habitual exceso de pimentón y grasa de cerdo que se apodera injustamente de tantos guisos patrios. Y, por alguna razón que no alcanzo a entender bien, el cordero de mi adefina adquiere una textura similar a la de un buen asado, jugoso y lleno de sabor. Simplemente perfecto.

Dicen que la adefina es la madre de los grandes pucheros hispanos, como el cocido madrileño, la fabada o la escudella catalana (y ya puestos, por qué no del cassoulet provenzal). Yo lo dudo. La adefina es simplemente uno más entre los incontables pucheros que se cocinan en nuestro entorno geográfico combinando legumbres, verduras y carne. Porque el puchero es una constante de la comida popular universal. Hacer puchero es hervir agua y dejar que floten sobre ella diferentes ingredientes, de aquí el nombre, que en última instancia proviene del griego «poltos«, potaje, que a su vez está relacionado con el verbo griego «pluo«, fluir, nadar, sumergirse en agua, emparentado con el latín «pluvia» y con nuestra lluvia. Todo esto tiene su origen en la raíz protoindoeuropea «pleu», fluir, que curiosamente también tiene relación con la idea de riqueza («ploutos» o «plutos» en griego) pues el rico fluye o nada en la abundancia, como solemos decir.

Me viene a la mente que hacer pucheros o poner pucheros es una expresión que se usa para referirse a mostrar una mueca de llanto. En las últimas páginas del Quijote, cuando el ingenioso hidalgo, con la razón recobrada en la hora postrera, pide confesión, se nos dice que la ama y la sobrina comienzan a hacer pucheros ante el moribundo y a derramar lágrimas. Y no son solo los clásicos, por supuesto. Arremangada, un personaje de Juan Rulfo en El Llano en Llamas, también hace pucheros como paso previo a romper a llorar. Yo le oía a menudo a mi abuelo utilizar la misma expresión, siempre con un sentido de ternura y referida a algún niño pequeño en el momento inicial de su lloro. Tal vez la razón sea que en ese momento precursor del llanto, los gemidos e hipidos evocan el sonido del hervor en la olla. No lo tengo claro.

Pero, en fin ¿hacemos pucheros y nos lamentamos ante las majaderías de estos nostálgicos del nazismo y del odio racial de los que nos hablan las últimas y casi increíbles noticias? 

Desde luego. Hagamos pucheros. Pero que sean deliciosos pucheros de adefina. Y si el delirio de estos imbéciles persiste, seguramente ese buen puchero sefardí nos dará fuerzas para tomar las medidas adecuadas y mandarles, como mínimo, y a patadas, al psiquiátrico. Como mínimo.

Curiosidad y Perseverancia

Es interesante ese nombre que se ha dado al nuevo vehículo enviado al planeta Marte: «Perseverancia».

Es palabra de origen latino, como es obvio. Pero, entre los escritores romanos, con el sentido de firmeza o «constantia animi» no era un vocablo muy usado. Lo encontramos, con un sentido más bien negativo, en la célebre frase de Cicerón, repetida por San Agustín, según la cual errar es humano, pero perseverar en el error es diabólico.

Yo creo que para entender por qué se ha llamado así a este nuevo ingenio enviado a Marte, hay que remitirse al nombre que llevaba el anterior «rover», esto es, «Curiosity».

Tal vez se nos ha querido decir que si la curiosidad es la que impulsa al hombre hacia el conocimiento, solo la perseverancia consigue que no abandone la empresa cuando surgen las dificultades. No sirve de mucho la curiosidad si no la acompaña la perseverancia.

En cuanto a la frase de Cicerón, yo creo que tiene más sentido darle la vuelta: lo que hace grande al hombre, lo que consigue llevarlo lejos, lo que lo define, no es precisamente el error, que es propio de toda criatura, sino acaso la perseverancia. Porque esa virtud, en feliz cooperación con la curiosidad, es un rasgo genuinamente humano.

La Bestia del Este

Con el solecito de estos días, los almendros y los prunos se han creído que ya era primavera y han empezado a florecer. Le envío una foto a Mercedes y se asombra, porque ella está sufriendo el temporal de nieve que han dado en llamar «la Bestia del Este».

–¿Tienes idea de por qué lo llaman así? Suena a algo de la Biblia ¿no?

Le digo que en efecto suena a bíblico. La Biblia es muy de bestias terribles.

–Sí. Suena como a algo del Apocalipsis, es verdad. Pero que yo sepa no se menciona ahí ninguna bestia del Este. El alucinado de Patmos habla, sí, de dos terribles bestias, la Bestia del Mar, si no recuerdo mal, y de la Bestia de la Tierra. Y de cuatro misteriosos y todopoderosos Reyes del Este. Son ambas cosas evocaciones de un pasaje del libro de Daniel. Pero, nada más. 

–¿Entonces? Vamos, dime de una vez de dónde viene la dichosa expresión…

–Es pura mitología china. Entre los chinos, existe el mito de las Cuatro Divinas Bestias (Shi Shenshou) correspondientes a los cuatro puntos cardinales. Son las que sujetan el cielo. La Bestia del Este es Quinlong, el dragón mítico que representa a la Primavera; quizá no es tan casual que se llame Bestia del Este a un temporal que parece ser el último estertor del invierno.

–Qué curioso…el caso es que yo he mirado en internet y no he encontrado más que decenas y decenas de referencias a la tormenta de nieve, a un boxeador ruso muy bruto y a un disco de rock. Nada de mitología china. Y yo que pensaba que en internet está todo…

–Puede que esté todo (esto es un punto muy discutible). Pero en todo caso está muy mal ordenado. O mejor dicho, ordenado según algoritmos que tienen muy poco que ver con los criterios culturales. Para esos algoritmos, Led Zeppelin, una noticia de última hora o un púgil eslavo francamente bestial viene a ser mucho más importante que toda la mitología china.

–Pues vaya…

El Príncipe, el caballo y el mendigo.

Viene a cuento, a la luz de una noticia desoladora que he escuchado esta mañana (cierto desalmado estafador que convertía la buena voluntad y la compasión de la gente en abultados ingresos, la historia del príncipe Shakura.

Shakura era un sakuntala, es decir, un hombre noble y generoso. No tenía apego por sus muchas riquezas, que a menudo compartía con su pueblo. Entre todos sus tesoros, el mas envidiado era Jazmar, su hermoso semental blanco que parecía volar cuando cabalgaba y con el que visitaba remotas aldeas.

Un mercader de lejanas tierras visitó un día el reino de Shakura, con el único objeto de conseguir el potro blanco del que ya se hablaba en medio mundo. Le ofreció al príncipe inmensos tesoros a cambio del animal. Pero Shakura no quería desprenderse, a ningún precio, de su potro.¿Cómo visitaría a su pueblo sin su caballo?

El mercader no pudo resistir la frustración. Así que, sabedor de que el príncipe viajaba a menudo en solitario, le esperó en el recodo de un camino. Allí, disfrazado de mendigo, esperó a Shakura y cuando este pasó, le suplicó ayuda, pues parecía tener su pierna dañada y atrapada entre unas rocas. Era cuestión de vida o muerte, así que Shakura desmontó. Pero, tan pronto lo hizo, el falso mendigo se incorporó, subió a lomos del potro y escapó cabalgando.

Shakura corrió tras él gritando sin cesar. El mercader consiguió vadear un río con el caballo robado. Y cuando se creyó a salvo, se detuvo en la otra orilla para escuchar las suplicas del príncipe despojado. Le intrigaba saber lo que decía.

-Por qué me seguís ¿acaso sois tan loco que esperáis que os devuelva el caballo?-le gritó el mercader al príncipe, que estaba en pie al otro lado del cauce.

-No. No espero que me lo devuelvas, puedes quedártelo. Solo te estaba siguiendo para suplicarte que no cuentes lo que ha ocurrido a nadie. Porque si lo haces, tal vez nadie en mi país vuelva a ayudar a un mendigo en el camino jamás. Y eso sería mucho peor que perder mi hermoso caballo…

Margaritas.

Hemos vuelto al frío y la lluvia en la Sierra. Pero han bastado dos días de pausa para que las primeras margaritas ya asomen en el prado cercano, avisando de la primavera que felizmente se acerca. Mercedes me las señala, mientras paseamos con Mao.

–Qué pequeñas, qué humildes son,–me dice, mientras yo me tumbo en la hierba para fotografíar estos primores,–pero quizá esa sea precisamente su grandeza, la simplicidad ¿no crees?.

–Tal vez…

–Por cierto ¿cuál será la razón de que esta flor tan sencilla, tan elemental sea la que se menciona en el dicho ese que nos recomienda no echar margaritas a los cerdos? ¿No sería más apropiado hablar de orquídeas o crisantemos, qué se yo?

–Cierto que sería más apropiado–replico mientras me incorporo–pero es que las margaritas son el objeto de un curioso error de traducción. Lo que tu llamas «un dicho» es más bien una frase bíblica. Aparece en Mateo 7:6: «Μὴ δῶτε τὸ ἅγιον τοῖς κυσίν, μηδὲ βάλητε τοὺς μαργαρίτας ὑμῶν ἔμπροσθεν τῶν χοίρων» es decir, «no deis lo que es santo a los perros ni arrojéis perlas delante de los cerdos«

En este momento Mao da un respingo, quizá porque no está de acuerdo con la referencia canina del evangelio, que sin duda considera injusta.

–Pero en ese pasaje se dice «perlas«, no «margaritas«…

–Exacto. La palabra griega «μαργαρίτας» no tiene nada que ver con ninguna flor, sino que significa exactamente «perlas», y se deriva a su vez del verbo griego «μαραυγεω», brillar, deslumbrar los ojos.

–¡Perla! ¿Y cómo es qué se produce ese error tan flagrante de traducción?

–Hay que remontarse a la desdichada esposa del chiflado Enrique VI de Inglaterra, la hija de Renato de Nápoles e Isabel de Lorena, cuyo nombre de pila era Margherita, es decir, «Perla«. Esta reina, al parecer, adoraba la flor que conocemos ahora como margarita, y por ello, en Francia, donde esa reina angevina buscó refugio al final de su vida, acabaron llamando margarita a esas flores. Al menos eso es lo que yo tengo entendido. Y de ahí el error de traducción…¿De qué otra forma se iba a traducir el griego bíblico «μαργαρίτα» o el latín de la Vulgata «margarita» sino como…margarita?

–Bueno, pues a mí de todos modos me parece que las margaritas tienen algo de perlas. Son como una pequeña gema, tan redondas, tan resplandecientes…

–Puede ser. De hecho, el nombre inglés es «daisy«, como sabes, que etimológicamente significaría «el ojo del día«, la luz del día. 

–Entonces, tampoco carece de sentido lo de no echar margaritas a los cerdos…

–Sí. A menudo, los errores de traducción evocan verdades profundas. Pasa lo mismo con el autocorrector de los procesadores de textos. A veces nos iluminan verdades que ignorábamos…

Y diciendo esto tan profundo, retomamos camino a casa. Está empezando a llover.