Esta mañana al amanecer no he podido resistirme a fotografiar el deslumbrante acebo que crece soberbio en el jardín vecino, y que me avisa con sorprendente anticipación de que ya avanzamos hacia el invierno. Una mosca parecía contemplar las bolitas rojas, tal vez comprendiendo que su tiempo se va acabando. Lástima que no cerré un poco más el diafragma porque si el insecto estuviese enfocado, la foto sería interesante. Contemplando, al igual que la mosca, ese estallido de rojos y verdes se comprende que en muchas culturas se atribuya a este arbusto un significado tan mágico. En inglés o alemán, al acebo le llaman holly y hulst respectivamente, lo que evoca algo sagrado, aunque en realidad, pese a las apariencias, se derivan esos términos de una raíz protoeuropea–kel–con el significado de «puntiagudo» (de aquí colmillo o colina, por ejemplo). También nosotros nombramos al acebo a partir de su carácter punzante, pues acebo deriva del bajo latín acifidus, es decir, afilado, agudo. La tradición de usar ramas de acebo como elemento decorativo ya la encontramos en los legionarios romanos que retornaban a la Galia, cuando el invierno se avecinaba, de las expediciones en Inglaterra. La vinculación del florecimiento del acebo con la proximidad del solsticio invernal implicaba para los romanos una obvia vinculación entre el arbusto y el dios Saturno. Durante las celebraciones saturnales se podía ver acebos por todas partes; se vendían en los puestos de las calles de Roma, sus ramas decoraban las puertas de las casas y lugares públicos y las bolitas se usaba como regalo. Los romanos, al igual que los celtas, veían en el acebo un talismán de buena suerte. Y quizá esa convicción era una importación del mundo celta. Los druidas sostenían que en la Naturaleza existía una cierta pugna entre dos entes mágicos y perpetuamente asociados, como la encina y el acebo. De esa incruenta batalla saldría cada invierno vencedor el acebo, pues florecía con magnificencia mientras las ramas de la encina se quedaban sin sus hojas. Esos mismos druidas notaban la capacidad del acebo, que veían como una especie de encina (de aquí el nombre taxonómico del acebo, illex aquifolium, encina de hojas agudas) capaz de resistir los fuertes vientos que derribaban otros arbustos. Y este hecho les convencía del poder de la planta para aportar paz, atenuar las discusiones, reducir las diferencias entre las gentes y aliviar los enfados. Así que en estos días en los que hay una dosis mayor de la habitual de dogmatismo cerril, desencuentros, y disputas permanentes, necesitamos más que nunca de muchos exuberantes acebos como el del jardín de al lado de mi casa. Hagamos del acebo un poderoso amuleto apotropaico que traiga paz y buen sentido a estos tiempos de espinosas querellas. Quien sabe, acaso el dios Saturno nos ayude a aliviar tanta cólera y tanta ira, si llenamos, en su honor, todo del radiante y mágico esplendor de los acebos.
Una amiga mía sostiene una curiosa teoría lingüística, un poco a caballo de Chomsky y la Gematría. Sostiene ella que hay profundos vínculos «naturales» que asocian números y conceptos en muy diversas lenguas y culturas. Pone como ejemplo la palabra «ocho«, que ella muestra como asociada a la «noche» en incontables idiomas. O la idea de «sexo» y el cardinal «seis«, para lo que también ella aporta numerosos ejemplos. Es verdad que noche y ocho, así como sexo y seis parecen pares de palabras claramente vinculadas en decenas de lenguas. En relación con noche y ocho podríamos considerar por ejemplo el inglés (eight/night), el francés (nuit, huit) el alemán (acht/nacht), el irlandés (ocht/oíche) y muchos más. Y en relación con sexo y seis, los ejemplos también abundan, como es el caso del inglés (sex/six), el francés (sexe, six) el alemán (sex, sechs), el ruso (seks, shest) y muchos más (pero no el irlandés, vaya por dios, que se refiere al sexo con el extraño –para nosotros–vocablo gnéas.) ¿Será verdad que hay algún tipo de relación conceptual entre el ocho y la noche o entre el sexo y el seis? Puedo dejar que mi fantasía establezca muchas hipótesis, desde luego, pero en realidad la coincidencia que llama la atención de mi amiga se deriva tan solo de que todas esas lenguas mencionadas tienen un ancestro común en el llamado protoindoeuropeo y la similitud de los dos pares de vocablos usados como ejemplo, era seguramente casual y ya se daba en la mencionada lengua primigenia, por lo que es lógico que la aparente vinculación haya ido pasando en cascada a decenas de idiomas de la familia indoeuropea derivados de aquel lenguaje ancestral. Me he acordado de esa curiosa teoría de mi amiga leyendo un periódico inglés en el que hablan indistintamente, y haciendo un juego de palabras, de la Rule of Sex y de la Rule of Six. Con lo primero, se refieren a la estricta regla de prudencia y templanza que ha establecido el Gobierno británico para que los britones puedan llevar a cabo las relaciones sexuales en estos tiempos de pandemia. Con lo segundo hacen referencia los capitostes de Albión a la limitación a un máximo de seis personas que debe tener toda reunión, mientras dure la crisis sanitaria. De la Rule of Sex no tengo nada que decir, más que asombrarme de hasta dónde estamos llegando en el extraño bravo nuevo mundo que nos ha traído el virus. Pero con respecto a la Rule of Six yo tengo mi propia versión. Y es distinta. Mi Regla de los Seis responde a una sabia recomendación que aprendí leyendo una obra de un médico o psicólogo norteamericano, no recuerdo bien. Consiste en dar cada día seis abrazos, durante seis segundos a seis personas. Está, parece ser, demostrado, que esa regla, si la seguimos, lo que no es fácil, más quisiera yo, no solo nos hace más felices, sino mucho más sanos y con mejor sistema inmunitario. Lo que ocurre es que mi Regla de los Seis no se compadece muy bien con la Rule of Six de la que habla The Guardian. ¿Qué hacer entonces? Bueno, yo tengo hecha mi propia elección, cuidadosamente meditada y ponderada, pero la guardo para mí. Que el amable lector especule.
Cenamos anoche unos estupendos tagliolini al parmigiano. Marta los prepara perfectos, tal vez como consecuencia de su reciente estancia en Siracusa. –¿Sabías que le debemos este parmesano a la pandemia? –¿A la pandemia? ¿Pero qué dices? –Bueno. A otra pandemia. Concretamente a la gran Peste Negra de mediados del siglo XIV; esto es, a la pandemia por antonomasia. –Ah, pues ya me explicarás. –Es que una de las consecuencias socioeconómicas de la Peste Negra fue la elevación de los salarios de los operarios, como obvio resultado del desastre demográfico. Los propietarios de las industrias que por entonces existían, principalmente de tejidos, no encontraban la forma de retornar a sus antiguos beneficios debido a la subida dramática de los jornales que demandaban los trabajadores. –Bien. Ya me dirás a dónde quieres llegar. Alza de salarios. OK. Pero tengo entendido que las autoridades de entonces fijaban leyes para limitar por arriba los salarios; al menos eso me comentaste un día. –Sí. Y te dije que esas leyes no funcionaban en absoluto, como suele ocurrir con este tipo de medidas orientadas a enderezar por las malas los designios de la demanda y la oferta. La consecuencia es que los ricos volvieron sus ojos hacia el campo. Esto ocurrió especialmente en Italia, donde la peste bubónica penetró de especial forma y donde ya existía una incipiente acumulación de capital burgués. La consigna era invertir fondos en modernizar las explotaciones agrícolas para convertir la agricultura en una fuente de beneficios aún mayor que los viejos talleres de hilaturas y tintes. Y esas inversiones se traducían por lo general en canales para irrigar. –Vale. Pero, una vez más ¿a donde nos lleva todo esto…? -Pues que en el norte de Italia, concretamente, se desarrolló un gigantesco proceso de canalización. Todo el Valle del Po se transformó. Y una de las consecuencias de esa transformación fue el impulso a la ganadería bovina y a la fabricación del queso. Así es como surgió el afamadísimo (por entonces) queso piacentino que no mucho más tarde acabaría llamandose parmigiano, cuando Piacenza quedó en la órbita de Parma. Date cuenta que este tipo de queso de pasta dura es perfecto para la industrialización, por la facilidad de su distribución, en esas enormes piezas de más de 20 kilogramos, las cuales pueden ser almacenadas hasta 4 años sin que el producto pierda calidad, sino todo lo contrario. Perfecto para hacer negocio formaggiero. –¡Acabáramos! Pues anda que no lías las cosas. De modo que este queso parmesano que nos estamos comiendo es una consecuencia socioeconómica de la Peste Negra medieval. Vamos, que este estupendo queso de pasta dura se debe a la horrible peste…Pues no se si me lo voy a comer a gusto… –No veo problema. Tal vez lo interesante es que esa vinculación nos puede servir para recordar que toda gran crisis, incluyendo las sanitarias, como la que estamos viviendo, más allá de su reguero de inmenso dolor, produce cambios socieconómicos notables. Y algunos de ellos no son negativos. Todo el Renacimiento es en cierto modo un subproducto de la Peste Negra del siglo XIV. Pero ese es un tema del que hablaremos otro día. Ahora, toca disfrutar de tus tagliolini, que se están quedando fríos.
En 1720, arribó al puerto de Marsella el Grand Saint Antoine, proveniente de Siria, por entonces muy afectada por la enésima epidemia de peste bubónica. Todos eran conscientes de la necesidad de aplicar una cuarentena a ese navío. Y así se hizo. Sin embargo, los comerciantes de la ciudad, presionaron para que la cuarentena se redujese. Después de todo, la carga del barco, que esos comerciantes esperaban, era sobre todo algodón en balas, y podría pudrirse si se mantenía muchos días en el ambiente húmedo del navío. Así que las autoridades del puerto accedieron a acortar significativamente la cuarentena del Grand Saint Antoine… El resultado fue que la peste bubónica desembarcó en la ciudad. Y se desencadenó la última de las grandes pestes bubónicas registradas en Francia, la llamada Peste de Marseille. La catástrofe fue colosal. Tan solo en el territorio de la Provenza, fallecieron 1 de cada 4 personas a causa de aquella epidemia. Si las autoridades de Marsella hubiesen resistido la presión de los comerciantes y se hubiesen negado a acortar la cuarentena, cientos de miles de personas se hubieran salvado. La consigna de confinarse y usar mascarilla (básicamente para aliviar el hedor) se dio, desde luego, y el Estado intervino enérgicamente, como se aprecia en el cuadro de Michel Serre, pero intervino…en la inhumación de los cadáveres. Las medidas se tomaron, sí, solo que cuando ya era tarde. Y es que, ya se sabe, pese a lo que suele decirse siempre, resulta que la salud…es lo segundo, porque la pasta siempre prima sobre la peste…
Esta noche ha caído una tormenta en la Sierra. Ha sido delicioso escuchar desde la cama el hipnótico repiqueteo de las gotas sobre el tejado de pizarra del porche. Anteanoche también llovió. Pero resultó poca cosa y durante poco tiempo. Como la vida, mismamente. La de hoy ha sido lluvia de verdad, y no una breve garúa, por utilizar una hermosa palabra que proviene del galaico caruja, al igual que chubasco, que tiene también el mismo origen, chuva. La verdad es que en nuestra lengua tenemos una cierta panoplia de vocablos para definir cada variedad de lluvia, pero acaso no son tantas opciones como las que disponen los que hablan la más lírica de las lenguas romances, que pueden elegir según los casos entre babuña, lapiñeira, barrallo, barufa, zarzalo y muchas otras, incluyendo algunas que manifiestamente se derivan del latín como balloada (de bullar, bullir) o batega (de battuere, batir) o froallo (de floccum, brizna de lana). Al final resulta que tenía algo de razón Frank Boas cuando sostenía que, por ejemplo, las variadas palabras para nieve que utilizan los esquimales constituían una muestra de la adaptación de de los lenguajes al medio específico en el que habitan los hablantes. Los lingüistas han desconfiado de esta creíble tesis del patriarca de la antropología, pero todo parece indicar que no estaba tan equivocado. Me consta que los japoneses, por ejemplo, tienen la enternecedora fibra poética, muy suya, de usar un buen número de palabras insospechadas para referirse a la lluvia y el rocío, abundantes en Japón. Y usan bellas metáforas que evocan las lágrimas, la muerte, la debilidad…Tienen los nipones, un precioso carácter kanji que representa obviamente un chaparrón cayendo sobre la ventana, así como un amplio catálogo de términos que definen no tanto la lluvia en sí, sino nuestra relación con ella. Disponen de vocablos específicos para definir la espera bajo la lluvia, para la lluvia de principios del verano, para la luna que brilla a través de las gruesas gotas de un aguacero, para los restos de la lluvia en los tallos de bambú, para expresar la lucha del paseante contra el viento y la tormenta, para la lluvia que es bienvenida tras una sequía, y, en fin, para denominar la primera lluvia que cae justo entre el otoño tardío y el comienzo del invierno. Pero la lluvia es aún más habitual en el archipiélago de Hawai que en el país del Sol Naciente. Y los hawaianos aún disponen de más léxico pluvial que los japoneses. Parece ser que son más de cien palabras las que usan, incluyendo olulo (tormenta que se asienta en el mar) o mi favorita entre las favoritas: kahiko o ke akua, esto es, lluvia tan hermosa que podría ser un regalo o adorno de los dioses. Por cierto no deja tener su gracia que dios en Hawaiano (akua) suene casi como nuestra celestial agua… En fin, teniendo en cuenta lo poco que ha llovido últimamente en el Guadarrama, toda lluvia, como la que he escuchado caer esta noche, me va a parecer ke akua.
Un buen amigo, cartagenero él, y letrado, pues nadie es perfecto, mantiene, con regularidad suiza, un blog excelente, primorosamente escrito y muy bien documentado. En su publicación de ayer, hace referencia a la expresión «manda huevos» que hizo famosa hace unos años, por usarla en sede parlamentaria, un cierto preboste hispano (paisano del autor del blog, por cierto). Con mucha razón, mi amigo reconduce ese «manda huevos» del tribuno al Poema del Mío Cid, en el que a menudo se utiliza «huebos» para expresar la necesidad de llevar algo a cabo. Encontramos «huebos» ya en las primeras páginas del cantar, cuando el Cid se queja ante Martín Antolínez de haber gastado todo el parné y no tener un miserable duro, instando seguidamente a Martín a ser su cómplice en un timo que el Cid ha concebido para desplumar al consabido potentado judío burgalés (caramba, no deja de ser notable que la primera hazaña del gran héroe hispano sea una truculenta estafa, de corte antisemita, para que luego digan que la corrupción y la degradación es cosa propia y casi exclusiva de nuestro tiempo). ¿Por qué «huebos» significa «es preciso» en castellano arcaico? Mi amigo no acierta del todo (o no lo suficiente) al vincularlo a una supuesta expresión jurídica antigua– «mandat opus«– con idea de orden u obligación. La realidad es que opus en latín tiene dos significados vinculados entre sí. Por una parte opus significa realización, obra, poniendo el énfasis en el resultado. Por otra parte, opus significa tarea, cuando se pone el énfasis en el proceso. Entnces, cuando en latín clásico se decía «opus est«, se venía a decir algo así como «es la tarea” o “tareaes”, Y de aquí proviene ese sentido imperativo de la expresión. Lo encontramos, por ejemplo, en el tío Tito cuando nos dice que no es necesario, por obvio, señalar que las aguas de los ríos y los mares se renuevan constantemente (…mare flumina fontes semper abundare et latices manare perennis, nil opus est verbis» De Rerum Natura, 5, 264) De ese «opus» latino con significación de orden, de obra a realizar, se deriva primero el ovusest del bajo latín y de ahí ya solo hay un paso, comprensible aunque chusco, hasta el «huebos» que tan a menudo encontramos en el Mío Cid y del que se hace eco mi amigo José. Por lo tanto, la moderna interjección «manda huevos» está filológicamente justificada y tiene cierta solera como para ser utilizada sin tapujos. Más aún, en la medida en la que converge en «manda huevos» una cierta idea de perplejidad indignada por lo que está ocurriendo, junto con el sentido secundario de que es preciso actuar cuanto antes y hacer lo que se debe hacer, me parece que la expresión que comentamos es la más apropiada para los procelosos tiempos que estamos viviendo. Si, señor. Manda huevos. Ya lo creo que manda huevos. Y como dice Lucrecio, nil opus est verbis. No hay más que hablar.
Me pide Marta que le de sugerencias de literatura que trate de epidemias y que preferiblemente sean libros que pueda encontrar en nuestra crónicamente caótica y un tanto abandonada biblioteca. Le digo que hay mucho para elegir. Podríamos comenzar por Homero, a quien además le debemos la palabra epidemia, que luego Hipócrates utilizará ya en sentido estrictamente médico. Le recuerdo que la Iliada se abre con el triste panorama de los guerreros aqueos, devastados por la epidemia y bloqueados en su campamento ante las murallas de Troya. Para Homero, naturalmente, la peste es un castigo divino. Y en concreto, la peste que padecen los argivos proviene del dios Crise, muy molesto porque Agamenon raptó a su hija, el muy tunante… El mismo origen divino del contagio lo encontramos en Sófocles. Y en la Biblia por supuesto, que menciona media docena al menos de veces la peste, como castigo de Yahvé ante el díscolo comportamiento de los hombres. Lucrecio también escribió versos sobre la peste, y por cierto que él tuvo la lucidez de no vincularla a los pérfidos designios divinos, sino a algún componente tóxico del aire, tal vez venido de Egipto, pues no en vano la Sybilla alertaba a las legiones para que se cuidasen mucho en el valle del Nilo: Miles romane, Aegyptum cave! Si Napoleón hubiese estado al corriente con esta alerta sibilina, tal vez no hubiese iniciado su nefasta campaña de Egipto, donde su ejército fue diezmado por el mismo microorganismo que ocasionó la peste antonina a la que se refería la vidente. Los dos últimos capítulos de De Rerum Natura están dedicados al Origen de las Epidemias y a la Epidemia de Atenas, respectivamente. En la maravillosa edición de Acantilado que milagrosamente encuentro y pongo en manos de Marta, leemos sus palabras clarividentes sobre los contagios: «¿no ves que la novedad del clima y de las aguas ataca a los que viajan lejos de su patria y de su hogar…? (Nonne vides etiam caeli novitate et aquarum temptari procul a patria quicumque domoque adveniunt…?) Desde el mundo grecolatino deberíamos pasar a Bocaccio, que nos aporta algo muy singular, porque en el Decamerón la peste es la protagonista de fondo, y es la que hace posible que siete chicos y tres chicas cohabiten confinados en una casa de campo, sin que eso suponga una horrorosa transgresión moral en pleno siglo XIV. Es un astutísimo truco del escritor toscano para escribir una obra de corte erótico sin arriesgar el pellejo. De Bocaccio podríamos saltar a su casi contemporáneo Chaucer. Y de Chaucer a Defoe, que escribió esa conmovedora obra documental sobre los estragos de la peste en Londres. Es fascinante pero uno queda muy compungido después de leer esas páginas. Manzoni también incorporó la peste a la trama de ese novelón que son Los Novios. Mary Shelley, tan dada a lo distópico y lo apocalíptico, no podía faltar entre las opciones, con El Último Hombre. Ni tampoco Poe, con su espeluznante cuento gótico sobre la «Muerte Roja» que se diría una versión de horror y en negativo del Decameron. También a London le obsesionaban las epidemias. Las usa en el argumento de La Plaga Escarlata y al menos en otra de sus obras, La Invasión sin Paralelo, que es una verdadera novela de ciencia ficción situada, mira por donde, en China y a final del siglo XX… Precisamente en la literatura de ciencia ficción del siglo XX abundan las referencias a los virus asesinos que amenazan al género humano. Cómo no iba a ser así en el siglo en el que el virus de la guerra se llevó por delante a decenas de millones de personas. La verdad es que tengo poco de ciencia ficción. Sí que me suena que anda por aquí un cuento de Arthur C. Clarke, con el título de Clavius, que trata de una cuarentena en la Luna por razón de una epidemia. Tal vez convendría hojear también las obras de Asimov, que trata en muchos de sus cuentos y novelas de los virus (y curiosamente él mismo parece que falleció a causa de uno, concretamente el VIH). Y desde luego tenemos Spillover, la obra maestra de David Quammen que en tantos aspectos anticipó lo que está ocurriendo en estos momentos. Muy recomendable, la verdad. Y tan fácil de leer como comerse una gominola. Yo creo que la leí en un par de noches de insomnio. Pero le digo a Marta (y le recomiendo en consecuencia) que a mi juicio las obras literarias definitivas sobre la peste son, las que escribieron Saramago y Camus, esto es, Ensayo Sobre la Ceguera y La Peste, respectivamente. Porque en esas novelas la epidemia es sobre todo una metáfora de la crisis moral y por ello son obras que cierran el gran círculo literario iniciado hace más de 2000 años por Homero y Sofócles. En los griegos, eran los dioses los que castigaban a los mortales con la peste, causante de la podredumbre y la decadencia. En Saramago y en Camus, la peste también es un castigo de los hombres, pero en cambio aquí somos nosotros mismos los que la producimos, por nuestra propia podredumbre y decadencia moral, de la peste metafórica. Y lo malo es que, como quizá Saramago y Camus, los dos grandes pesimistas, pensaban, frente a la peste de la avaricia, la mentira, el egoismo, la insolidaridad…no parece existir una vacuna. Si acaso la literatura, precisamente. La buena.
Es asombroso el despliegue mediático que ha generado el indicio de posible vida en Venus. Debe ser que la gente mira hacia el cielo buscando vida, porque acaso ahora duda sobre la posibilidad de que persista aquí en la Tierra. En realidad, la imaginación humana siempre ha vinculado los planetas a las epidemias (es decir, a las «pestilencias«). Al fin y al cabo, la peste parecía llegar hasta los hombres por el aire, de la misma forma invisible y misteriosa que llegaba a ellos la acción de los astros. A la gripe se la llamaba originalmente «influenza«, en alusión a su naturaleza aparente de mefítico fluido. En inglés siguen llamando flu a esta afección de la que los humanos no acaban de librarse a lo largo de los siglos. No es de extrañar que esta especie de temible flu que es el Sars-Cov-2, también haga mirar a los mortales hacia el firmamento, en busca de explicaciones o esperanzas. En este sentido, el hallazgo de la profesora Silva-Sousa ha sido más que oportuno. También tiene una misteriosa lógica que la noticia astronómica trate de Venus. Como escribí anteayer (un día antes, por cierto, de que se conociese la novedad de la fosfina en la nubes venusinas), Venus es el astro/deidad por antonomasia. Es a Venus al que, etimológicamente, se venera. Y es además el astro dual que representa la vida y la muerte al mismo tiempo. Muy apropiado que salte a la actualidad en estos tiempos de zozobra. Y de ambigüedad. –¿Vida y muerte? Yo diría que Venus solo connota amor y fertilidad. –No exactamente. Venus es siempre dual. Su antepasado en Mesopotamia, esto es, Ishtar o Astarté, ya tenía esa doble naturaleza. Es el calor que da la vida y las cenizas que deja de la guerra (Ishtar significa precisamente «la que se quema«, «la de las cenizas» (isho ash, es cenizas en sánscrito, relacionado con la raíz protoindoeuropea «as«, quemar, brillar, y de aquí el inglés ash o el castellano ascua. Y ya es casualidad que Venus sea un planeta insoportablemente ardiente como bien sabemos. Ese nombre de Ishtar encaja con la tradición mesopotámica de donar al astro tortas cocidas en cenizas, las kamana tumri, que vienen a ser como las tortas de rescoldo que se cocían en la brasas de las lareiras gallegas). –Kamana tumri. Me voy a quedar con el nombrecito. –Por otro lado, en la antigua Roma, a Venus se la caracteriza siempre con dos naturalezas contrapuestas, Vesper y Lucifer. Por cierto, en la Vulgata se traduce erróneamente el nombre de Helal, «el Hijo del Amanecer», un príncipe babilonio enemigo de los israelitas, por «Lucifer» lo que convierte para siempre a Lucifer en otro de los nombres del Maligno. –Eso ya me lo contaste otro día. Me alarman siempre tus incontables «por cierto«… –Bueno. Señalemos al menos que Venus era la estrella de Julio César, fecundo y colonizador, pero también violento y guerrero. Su estrella era la Venus Victrix, la Venus vencedora, la madre del guerrero colonizador del Lacio, Eneas. Y fíjate en que, en cierta ocasión, allá por 1796, cuando la multitud se agrupó para escuchar un discurso de Bonaparte desde un balcón del Palacio de Luxemburgo, Venus resultaba visible incluso a plena luz del día, cosa que a veces ocurre, y el corso, ese rayo de la guerra y la propaganda, aprovechó astutamente la circunstancia astronómica para vincularla al éxito de su campaña de Italia. Ciertamente a Napoleón le encantaba que le adulasen llamándole hijo de Marte y Venus (ah, el amor y la guerra, siempre fatalmente interrelacionados, Ares y Afrodita abrazados y enredados en la red celestial de Hefaistos, esto es, enredados en las Pléyades, como a menudo nos muestra el cielo…). –Pero, ¿por qué narices la mitología ve como algo dual a Venus? ¿Qué tiene de especial el planeta en ese sentido? –La explicación es fácil. Venus es el astro que precede a la noche, el astro que llega al cielo en el momento mágico donde todo invita al encuentro de los cuerpos. Pero también es el astro de la mañana, cuando el placer sexual ya ha dejado paso a la desazón y acaso a la culpa, y solo cabe preparar las armas para la guerra. –Pues sigo sin ver claro todas esas asociaciones. Te lo repito, no entiendo por qué en tantas mitologías, Venus tiene que ser un astro femenino. –La clave es comprender que la relación de Venus con la femineidad tiene que ver con la fecundidad cíclica de la Tierra y con la humedad. –¿? –Sí. Fíjate en que el planeta Venus desciende a los infiernos cada noche, y parece resucitar cada mañana anunciando la llegada del Sol. Más aún: Venus desaparece completamente del cielo cada cierto tiempo. Y, como media lo hace durante tres días, lo que nos evoca la idea cristiana de la resurrección tras tres jornadas, algo que también encontramos en el mito griego de Perséfone y Demeter, la Madre Tierra. Es muy parecido lo que hallamos en el mito de Gilgamesh, el héroe mesopotámico que rescata de los infiernos a la Reina del Cielo (Venus), porque esa deidad femenina ha encontrado un gran árbol mágico arrancado de raíz por la inundación (de nuevo el agua), lo ha llevado a su palacio y ha cometido la transgresión de usar su madera para un trono, soslayando que una pérfida serpiente había hecho un nido en el tronco, lo que ocasiona su desgracia, su bajada a los infiernos y el necesario rescate por parte del héroe tras tres días en el inframundo (innecesario mencionar el eco bíblico de este episodio de la mitología de Mesopotamia). –Uff. Me empiezo a liar con tanto mito cruzado. ¿Podrías resumirme el origen de la femineidad de Venus? Es algo que me interesa, la verdad. –Lo repito. Es la idea de maternidad y de fertilidad. Venus es la estrella que anuncia siempre la llegada (y la salida) del sol fecundo. Su compañera inseparable en el cielo. También es la estrella de la humedad vivificante, esto es, del rocío, algo también claramente femenino y con connotaciones genitales (me viene necesariamente a la mente la Virgen del Rocío y su gran romería al amanecer). Es relevante que los ciclos de aparición y desaparición de Venus en el cielo, anunciaban a los antiguos astrónomos babilónicos la llegada de las ansiadas inundaciones, generalmente en Febrero/Marzo (recuerda lo que acabo de comentar sobre el árbol desgajado por la inundación y la serpiente perversa). También entre los sapientísimos astrónomos mayas y aztecas Venus se vinculaba a la temporada de lluvias, y con mucha más base científica de la que podríamos suponer, desde nuestra prepotencia como hombres modernos, incapaces de ver en los mitos astrológicos otra cosa que puras fabulaciones, siendo así que generalmente representan sutiles observaciones vinculadas al comportamiento del clima, a las cosechas y los fenómenos naturales en general. –Ya. Interesante. Fertilidad, lluvia, humedad, femineidad…muy llamativo todo esto que cuentas de Venus. Por cierto ¿cómo dices que se llamaban esas tortas cocidas en cenizas que se ofrecían a Venus en Mesopotamia? –Kamana tumri. O tortas de rescoldo, si prefieres llamarlas así. –Pues qué te parece si nos hacemos ahora algo parecido a unas kamana tumri de esas para desayunar. –Perfecto. Pero en lugar de donárselas a Venus sugiero que nos las desayunemos. Estoy muerto de hambre. –Por eso estás tan metafísico.
Ayer, me parece, escribí una cosilla sobre Venus y mencioné las enormes dificultades que presenta ese planeta para el desarrollo a la vida. Y, mira por dónde, justamente hoy, todos los periódicos hablan de que parece haberse comprobado que sí puede haber vida en Venus. Es no se qué de la fosfina en la atmósfera de ese planeta. Pues qué casualidad. Me lo comunica un amable lector (cada vez consulto yo menos los diarios de aquí) que me lee con cierta frecuencia…sin duda porque es mi pariente cercano… Le digo a mi colateral de cuarto grado que sí. Que seguramente habrá formas de vida que se adapten a las temperaturas elevadísimas y al caldo de ácido sulfúrico que envuelve a Venus. Pero es que la vida siempre se abre camino, como decía, creo, Jeff Goldblum en aquella peli de los dinosaurios. En realidad hay tres cosas que siempre se abren camino. La primera es la vida, desde luego. La segunda es la corrupción. La tercera son las goteras del techo de mi buhardilla.
En el contexto de una plácida discusión sobre psicología, que es su fuerte, Mercedes me dice «ya sabes que como la física cuántica enseña, el observador modifica lo observado«. En realidad, en muchos casos se acaba haciendo referencia en los argumentos a la física cuántica, si bien creo que nadie entiende del todo bien la física cúantica. Es muy característico el recurso a «lo que nos enseña la física cuántica«, incluso para justificar cosas esotéricas o irracionales, como la astrología o el tarot… Feynman decía que si crees que entiendes la física cuántica es que no entiendes la física cuántica, lo cual también tiene algo de pensamiento cuántico… En realidad, el observador no modifica la realidad física por el hecho de observarla (tal vez en ciencias sociales, sí puede darse algo parecido). Faltaría más. Lo que modifica la realidad, en términos cuánticos, es la observación, no el observador. Para observar una cosa, necesitamos que contacte con esa cosa al menos un fotón (o un electrón, si estamos usando un microscopio electrónico). Pero ese contacto modifica el estado previo de la cosa. Por lo tanto nunca observamos la cosa en sí, sino la cosa modificada por la observación. –¿Y esto se aplica a todos los aspectos de la realidad? Naturalmente. Cuando los fotones contactan con un objeto de la vida cotidiana, la modificación es irrelevante. Sin embargo, la modificación es importantísima cuando nos movemos en el paradójico mundo de lo subatómico. Tratándose de partículas, cuanto mayor sea la precisión en el conocimiento de su posición, menor será la precisión en el conocimiento de su cantidad de movimiento. –Alto ahí. Esto último que acabas de decir ya no me queda tan claro. –Pues la relación inversa entre certidumbres, que acabo de enunciar, se explica por las diferentes longitudes de onda que puede tener la luz. Si el fotón que impacta con un electrón, por ejemplo, tiene una longitud de onda grande, su energía es muy baja y por lo tanto, el empujoncito que dará a la partícula será pequeño. Lo contrario ocurrirá si el fotón lleva una longitud de onda pequeña. –Ya. ¿Y? –Pues que entonces, si lo que quiero es localizar un electrón y determinar su velocidad, debo decidir: o longitud de onda pequeña o longitud de onda grande. En el primer caso, con la longitud pequeña, obtengo mucha precisión en la localización, pero genero un perturbación muy alta en la velocidad de la partícula (en su cantidad de movimiento para ser precisos). Si en cambio, opto por una longitud de onda grande, apenas perturbaré al electrón, pero tendré una gran imprecisión en lo relativo a su posición. Con una longitud grande, la aproximación a la realidad de la posición de la partícula es muy defectuosa. ¡Con redes de malla grande no se pescan pececitos! –Creo que lo voy pillando. –Pues me alegro. Porque entonces, ya estás en condiciones de comprender la bellísima desigualdad de Planck, que nos indica que el producto de la incertidumbre respecto a la posición de una partícula por la incertidumbre respecto a su cantidad de movimiento nunca es nulo. Y no pudiendo ser nulo, eso significa que siempre habrá una cierta incertidumbre en los dos parámetros. Y que esas incertidumbres estarán a su vez están en relación inversa, como hemos visto. Podremos manejarnos pese a todo perfectamente en el mundo de las partículas, pero deberemos hacerlo mediante el uso de estadísticas, de probabilidades, no de certezas estrictas. –-Fascinante. –Así es. Y la desigualdad de Planck no solo nos indica lo que acabo de decir, sino que fija el valor mínimo que debe tener el producto de las dos incertidumbres. Dicho producto debe ser mayor o igual que un valor pequeñísimo denominado h o constante de Planck, a su vez dividido por 2 veces pi. –¿Pi? ¿Qué pinta el número pi en todo esto? –¡Ah! El número pi aparece por todas partes en el mundo de la matemática y la física. Hay algo en la realidad que conocemos, o en nuestra forma de acceder a ella, que nos lleva muy a menudo al dichoso pi. Si un dios caprichoso ha creado el mundo, se ha tomado la molestia de esconder para nosotros, en cada rincón, el número pi, esperando quizá que lo vayamos descubriendo e ir reduciendo así, paso a paso, nuestra incertidumbre, esa eterna compañera del ser humano.