Amor de madre

¿Por qué somos adictos? ¿Por qué nos enganchamos a alcohol, al café, al tabaco, a las drogas blandas y duras, al fast food, al sexo…?

Estos días he leído un interesante estudio que relaciona la adicción con la necesidad de encontrar un amor incondicional. 

Al parecer, las adicciones producen en el cerebro una química similar a la que genera la rara experiencia del amor sin condiciones, como el que nos dispensa, por ejemplo, nuestra madre.

No hago más que pensar en esto. 

Así que el que se droga, lo hace para sentir que alguien le quiere sin condiciones, de forma absoluta… 

Y lo malo es que quien se droga, lo que genera no es propiamente un amor sin condiciones hacia su persona…He aquí un círculo vicioso, en el congruo sentido de la expresión. 

En fin, tomemos nota: toda forma de adicción es un vano intento de evocar lo que sentíamos en brazos de nuestra progenitora. 

Toda forma. 

Incluso esa adicción tan feroz y dañina que es el ansia de poder.

Lo cual me lleva a pensar que los desmanes que nos están ocasionando los prebostes se deben simplemente a que nadie los quiere de forma incondicional.

Echan de menos a su mamá.

Habría que sacar partido de este asunto.

Un cuentecito cátaro.

He pasado este fin de semana en tierras manchegas. En estos días, los pueblecitos de esas tierras, como los de otras partes de España, celebran los festivales de las Cruces de Mayo, uno más entre los muchos ejemplos de sincretismo entre devociones paganas y cristianas. 

Las callejuelas y las plazas de estas poblaciones se llenan de flores y de cruces multicolor. Y se organizan procesiones, a menudo protagonizadas por niños como las que hace milenios tenían lugar, con doncellas y efebos, en honor de esa diosa de la vida y la fertilidad que es la Primavera.

A mi me gustan mucho las flores, pero muy poco las cruces. 

Yo nunca he entendido bien que el cristianismo haya consolidado como símbolo la cruz, que tiene connotaciones tan negativas. 

Reconozco que la cruz es, eso sí, un símbolo simple, fácilmente inteligible. Y reconozco que toda religión necesita símbolos o “marcas” de este tipo. Después de todo, nos vendrá a la cabeza aquel “in hoc signo vinces” que creyó ver Constantino en el cielo. Y sabemos que fue, con esta visión de una marca, como comenzó la historia del cristianismo en su dimensión de religión de Estado.

Mientras paseamos por Daimiel engalanado, converso con un conocido al que me he encontrado en el torneo. Hablamos de estos festivales de las cruces y las flores y de ese inmenso baldón de la especie humana que es la tortura y sus instrumentos.

Y me da por contarle una vieja fábula cátara que creo viene al caso. 

Caminan por un sendero dos cristianos. Al pasar delante de una cruz de piedra, uno de los dos caminantes coge un palo y airado golpea una y otra vez la cruz.

–¿Te has vuelto loco? ¿Por qué haces eso? ¿No ves que es el símbolo de nuestra religión?

–Claro. Pero, ahora dime, por favor, si a tu padre le hubieran ahorcado de un árbol, ¿venerarías ese árbol?…

Morfeo

¡Cuánto he soñado esta noche! Creo que estaba mentalmente muy cansado después del torneo de ayer.

¡Y qué cosas tan raras y complejas he soñado!

Seguramente con no poca razón, Freud señaló el subconsciente como la imaginativa, caprichosa, enloquecida entidad que da su forma a nuestros sueños. 

Pero, antes del doctor vienés, los antiguos griegos se preguntaban qué o quién daba a los sueños su extraña y compleja forma. Una forma rica y compleja, ciertamente, pues nos dicen ahora los neurocientíficos que nuestro cerebro trabaja incluso más cuando dormimos que cuando estamos despiertos…

La explicación solo podía ser, para ellos, un dios.

Era preciso concebir un dios que diese forma a lo mucho que soñamos.

Y coherentemente, le llamaron a ese dios Morfeo, es decir, etimológicamente «el Formador», el “Que Da Forma”. 

Sin la intervención de esa divinidad formadora, el acto de soñar era para los griegos un misterio inexplicable. 

Y, en realidad, ahora que hemos sustituido al dios Morfeo por eso a lo que llamamos subconsciente, el misterio, en cierto modo, subsiste.

Solo que con otro nombre.

Palabras y Gestos

Mi queridísimo Mao ya no oye nada. Nada en absoluto. 

Pero él y yo hemos aprendido a comunicarnos por gestos. Muevo la mano de cierta manera y él comprende, por ejemplo, que ha llegado el momento de salir a trotar en busca del disco. La muevo de otro modo y él ya sabe que su comida ya está cocinada. Y así hasta completar un pequeño sistema esencial de comunicación. Funciona perfecto.

Me he documentado un poco y he sabido que, de hecho, los amigos caninos se entrenan mejor con gestos que con sonidos.

Muy interesante esto. Y después de todo, es lo mismo que con los humanos.

Nos resultan mucho más convincentes y creíbles los gestos y ejemplos que vemos en el prójimo que las palabras que se nos dicen y las historias que se nos cuentan…

Ágape.

“Esta noche salimos de fiesta”, me dice Marta anteayer.

Me parece muy bien. Pero yo me quedo pensando en la frase. 

“Salir de fiesta”. 

Se diría que hacer fiesta es necesariamente “salir”.

Salir de viaje. Salir a algún sitio. Salir de casa, en suma.

Sin embargo, etimológicamente, la fiesta es precisamente lo contrario. Fiesta es recibir a los amigos en casa. 

Cuando el griego antiguo usa la expresión “hemeron estiao” o “hemeron festiao” está diciendo: hoy recibo en casa a mis amigos; está usando un verbo–festiao– relacionado con el sánscrito fastya, es decir, casa, hogar.

Quizá uno de los problemas de nuestro mundo es esta obsesión por salir fuera, por no parar, por entender el ocio como el tonto afán de moverse a toda costa.

Quizá el hombrecito del tercer milenio necesita enajenarse, alienarse para soportar el desencanto existencial y el crepúsculo de las utopías.

Yo creo que la depresión y el vacío interior no se cura con viajes. Se cura, si acaso, con amigos. Y por eso mismo entiendo que la mejor fiesta es la que se hace en casa, acogiendo hospitalariamente a aquellos que nos quieren y a los que queremos. 

Festejemos al modo de los atenienses. Hagamos bien pensados “ágapes”, que es palabra griega que connota felizmente al mismo tiempo la idea de banquete casero y la noción de amor o amistad.

Incluso de amor a la verdad.

El Loro Estocástico.

Me pregunta un amigo por qué escribí el otro día que la llamada inteligencia artificial del Chat GPT no es ni inteligencia ni artificial.

Le confirmo que veo el término inteligencia artificial como una falacia . Como mucho entendería que el dichoso ChatGPT, en sus diversas versiones, se calificase de lenguaje artificial. 

No hay inteligencia en lo que produce el ingenio. Ni artificial ni “natural”. 

Hay lenguaje, eso es innegable. Pero no hay más inteligencia en ese sistema que en el loro que repite una y otra vez “lorito bonito” desde su jaula. 

La comparación con el ave parlanchina está bien traída y es bien conocida. Los loros, lo sabemos bien, emiten sonidos que son como nuestras palabras. Y tiene también sentido el adjetivo «estocástico» conjetural, que viene del griego stokhos, la diana sobre un pilar (stoa) a la que apuntaban los arqueros griegos, y connota la idea de evaluación probabilística, en referencia a la «habilidad» de estos ingenios informáticos para explorar la base de datos en segundos y encontrar la palabra que con más frecuencia sigue a la que la precede.

La primera en utilizar esta feliz metáfora de los «loros estocásticos» fue la científica etíope Timnit Gebru en su famoso “paper” sobre lenguaje artificial titulado “On the Dangers of Stochastic Parrots”, que, por cierto, le costó la pérdida de su puesto como investigadora en Google. Esta admirable ingeniera de computación, que después de haber sido a los 15 años una refugiada más de los horrores de la guerra de Eritrea, arribó a Estados Unidos y consiguió graduarse en Stanford, alertaba, junto a tres destacados colegas, sobre los riesgos de esta mal llamada inteligencia artificial.

Gebru nos daba la pista de que la inteligencia artificial, de no tomar medidas preventivas (y nunca se toman en este barco loco que es el mundo cuyo rumbo solo lo marca la avaricia y el afán de poder) estaba destinada a consolidar el pensamiento único, dar por bueno lo que solo es pensamiento convencional, sesgar ideológicamente el conocimiento, exterminar el sentido crítico del individuo, cuestionar la creación artística, desarmar progresivamente al ser humano de sus genuinas capacidades cognitivas y creativas, sabotear el sistema educativo y consolidar la hegemonía de los más poderosos social y económicamente.

Mucho de peligro y nada de inteligencia hay por el momento en estos loros estocásticos  que se limitan a colocar una palabra tras otra de acuerdo con algoritmos de inimaginable complejidad y bases de datos colosales. 

Aunque, pensándolo bien, la referencia de Gebru a las aves parlanchinas es un tanto injusta.

Porque se ha demostrado una y otra vez que los loros son mucho más inteligentes de lo que pensamos.

Anteayer, por ejemplo, tuve noticias de un divertido experimento (Rebecca Kleinberger, Northeastern University) en el que se ha demostrado que los loros son capaces de comunicarse perfectamente entre sí por videollamadas (Zoom, Meet, Teams…etc).

Algo que, por cierto, a mí me cuesta bastante.

Saxum Volutum

Está a punto de aparecer, si no lo ha hecho ya, el nuevo album de los Rolling. Uno se pregunta cuál puede ser el secreto de la longevidad de Jagger y su banda.

En realidad, nomen, omen…

Porque la idea misma de la expresión Rolling Stone sugiere el propósito de negarse a envejecer.

Es una idea que ya la encontramos en Erasmo: Saxum Volutum Non Obducitur Musco…

O sea, que las piedras que ruedan no crían musgo. Pues eso. Negarse a envejecer. Rodar.

Pensamiento Mecánico.

Uno de los errores habituales del pensamiento mecánico es creer que lo contrario de la discriminación injusta es la no discriminación. Estoy seguro de que si le preguntas al chatGPT ofrecerá te ofrecerá una respuesta similar.

Aclaremos.

Lo contrario de la discriminación injusta es, casi siempre, la discriminación justa.

He aquí bonito ejemplo de lo mucho que podremos cuestionar a esas llamadas inteligencias artificiales que no son ni inteligencia (pues no piensan) ni artificial (pues son un mero agregado de lo que los humanos naturalmente han pensado).

Publicidad.

He tenido el placer, estos días de asueto, de acompañar a una docena de turistas bajitos, llegados de los Estados Unidos, en su visita a Madrid. 

Uno de los días, llevé a los chicos a ver la procesión de Jesús de Medinacelli. 

Mientras esperábamos que llegase el paso, me dio por explicarles el origen de estas taumatúrgicas y muy extrañas tradiciones. Les aclaré antes de nada, que no había ninguna relación con el Ku Klux Klan, sino que muy posiblemente, los creadores de esa espantosa institución se inspiraron en la blanca vestimenta de la cofradía de los negritos, de Málaga, cuyo sentido es exactamente el opuesto al del círculo o club racista (kuklux, círculo en griego).

Empecé díciéndoles que esto de las procesiones iba de propaganda, de publicidad…

–¿You mean advertising?–preguntó extrañado Ethan, sentado como los demás en el suelo de la plaza de Las Cortes.

–Exactamente. En realidad–proseguí–siempre hubo algo parecido a las procesiones o las paradas militares. En el Imperio Romano, los generales que retornaban victoriosos a la metrópoli eran llevados en andas, delante de una comitiva, del mismo modo que en las procesiones religiosas se transportan las tallas, acompañadas de soldados desfilando con solemnidad. También, durante toda la Edad Media, en la Europa unánimemente cristiana, se sacaban de los templos las estatuas e imágenes, para propiciar la ayuda de los santos o el socorro del divinidad, siempre que las cosas iban mal dadas, ya se tratase de una sequía o de la amenaza de los sarracenos.

–Vale, pero eso no es publicidad.

–De acuerdo. Pero avancemos. ¿Alguien recuerda qué es lo que se inventó cuando la Edad Media estaba terminando? Algo realmente importante…

–¡Printing press!-respondió Liam, muy seguro de su respuesta.

–Exacto. La imprenta. ¿Y alguien me puede decir cuál fue el primer libro impreso por su inventor, el Sr. Gutenberg?

–Mmm ¿The Bible?, balbulceó Lena, que es de familia mormona.

–Así es. La Biblia. Y ocurre que la impresión de cientos, de miles de Biblias pudo ser el factor principal para que la secular uniformidad del cristianismo en Europa se rompiese. Con el paso de las décadas y con la divulgación de los textos bíblicos, hasta entonces reservados a los clérigos, comenzaron las disidencias. Apenas un siglo después de la aparición de los tipos móviles, el continente cristiano ya estaba en llamas, luchando de un lado los partidarios de la ortodoxia católica romana, y de otro los llamados protestantes.

–Vale, nos has hablado de los generales romanos, de las sequías, de las guerras, de la imprenta…¿a dónde quieres llegar? ¿Qué tiene todo eso que ver con las procesiones y la publicidad?

–Ya voy. El hecho es que durante el siglo siguiente al de la invención de la imprenta, el Imperio Español adoptó (imprudentemente) la tarea de erigirse en defensor de la fé católica. Y, más allá del uso de las armas imperiales, un poderoso rey hispano, Felipe II, promovió una especie de convención o concilio de todos los capitostes católicos en Italia, para darle vueltas a las medidas a tomar a fin de reprimir la expansión del protestantismo en Europa Central.

–Ajá, ¿entonces, una de esas medidas fueron las procesiones?

–En efecto. A partir del Concilio de Trento, en toda la Europa Católica y Romana, florecieron las procesiones religiosas. La idea era conmover al personal, con espectaculares tallas llevadas a hombros de sufridos voluntarios, con el estruendo de los tambores, con el desfile de los militares, con la música, hasta con canciones…Algo especialmente impactante en un tiempo en el que no había revistas, ni radio, ni cine, ni televisión…La verdadera religión era sin duda la que era capaz de emocionar de esa manera hasta hacer llorar a los espectadores…

–O sea, que una procesión es como un spot publicitario…

–Sí. Pero a lo grande y en plan “happening”, como se dice en vuestro lenguaje. Propaganda, pura propaganda…Hábil propaganda.

Y aquí interrumpí mi perorata porque la música ya anunciaba que salía de la Basílica el paso del Jesús de Medinacelli, esa talla rescatada y traída a Madrid por aquellos trinitarios que viajaron a Mehdia, gracias al presunto milagro de que su peso en oro resultase asombrosamente pequeño y asequible para los frailes, lo que ocasionó no poco disgusto del avaricioso Sultán…

Creo que los chicos se quedaron un tanto pensativos…Tal vez me enrollé demasiado. O tal vez les hice meditar.

Al día siguiente, quincuagenario de Picasso, me tocó llevarlos a ver el Guernica. Y naturalmente, les expliqué las vicisitudes del siniestro pero genial lienzo, del encargo de la República para la exposición de París, de su rol como icono del antibelicismo y del antifascismo (y por tanto su absoluta  actualidad)…

–¡Es un cuadro feísimo!

Estoy de acuerdo, respondí. Uno de los cuadros más feos que uno se puede encontrar en los museos. Pero su autor–aclaré– dejó dicho no haber querido hacer algo bello sino algo que combatiese contra los que se habían alzado en armas.

–¿Va a ser que también este cuadro es publicidad?

–Ejem, pues me temo que sí…Sí. Este cuadro es publicidad. En la misma medida en que es arte.

En fin, me preocupa que cuando vuelvan a California, estos chicos y chicas de 12 años digan que todo lo que vieron en su visita a España fue publicidad…

Pero es que todo es publicidad y propaganda. El homo sapiens es, en esencia, el mamífero que comunica, que promociona, que manipula, que miente, que inventa y que cuenta historias. Esa es su grandeza y su miseria.

Respiramos oxígeno, nitrógeno y…publicidad. Esto creo que lo dijo alguien. Precisamente un norteamericano, pero de su nombre no consigo acordarme.

Metafísica para cenar.

Anoche, vino Inna a cenar. 

Mientras tomábamos esa especie de roastbeef que suelo preparar (asando durante 4 horas y media a 85 grados una gran pieza de picaña, untada una y otra vez con Pedro Ximenez), la conversación no tardó en derivar hacia lo oscuro del momento que vivimos. 

Cómo no sentirse abrumado por esta una nueva Guerra Fría que parece ser el prólogo de otro enfrentamiento mundial. Cómo no sentirse desconsolado por la locura bélica en Ucrania (y no solo allí). Como no entristecerse por el futuro cada vez más incierto de la sostenibilidad de la vida en el planeta.

–Para mí que todo esto es obra del Maligno–me dice, tal vez no muy en serio, Inna.

–Lo niego. Es tan sólo obra del homo sapiens. De ese individualismo nuestro, sin parangón con el de otras especies. De ese afán ilimitado de poder y de depredación gratuita que se deriva de ese mismo colosal individualismo. De nuestro brutal sentido tribal.  No, Inna, no hay ninguna necesidad de pensar en ningún Maligno o deidad perversa. Es una hipótesis innecesaria, si me permites parafrasear a Laplace.

–Pero ¿reconocerás que es el Mal lo que caracteriza a nuestro tiempo?

–Puede ser.

–Pues si es el Mal lo que existe ¿por qué no habría de existir una fuente de todo ese Mal, una especie de causa primera oscura?¿Por qué no contemplas esa posibilidad?

–Bueno–le respondo a Inna con una sonrisa–mi padre solía decir que él nunca sería musulmán porque no creyendo en la religión cristiana, que era la verdadera, cómo iba a creer él en cualquier otra que sin duda era falsa…De forma similar, te digo que no concibo ninguna deidad antropomórfica a la que podamos atribuir lo bueno y el bien. Aún con más razón reniego de cualquier deidad en sentido opuesto.

–Lo que pasa–replica Inna–es que tú mismo has reconocido que existe el Mal…no es coherente entonces lo que me dices.

–En realidad, el problema es el verbo ser y en su catastrófica ambigüedad.

–¡Venga ya! ¿Me vas a decir que todo es cuestión de gramática? Recuerda que yo soy filóloga.

–Pues sí, y conviene detenerse un poco en este asunto. ¿Me lo permites?

–Adelante, si no hay más remedio.

–Verás, cuando decimos algo como “el número 13 es primo”, en realidad estamos diciendo dos cosas totalmente diferentes. Por un lado, estamos señalando que “es cierto que el número 13 pertenece al conjunto de números naturales que no tienen más divisores que ellos mismos o la unidad”. Pero, por otro lado, también, y de forma subrepticia, al utilizar el copulativo “es”, estamos implicando que el número 13 es algo que existe. 

–Bueno, puedes tener razón. ¿Y qué?

–Pues que si bien la primera de las dos cosas (la pertenencia del 13 al conjunto de los primos) no suscita la menor duda, la segunda nos lleva a un mundo de complejidad y confusión: ¿existe el número 13? ¿Dónde existe? ¿De qué está hecho?

–Creo que veo por dónde vas…

–No podemos negar que el número 13 existe, pero solo con una forma de existencia, digamos, “lógica” o como “ente de razón”, que dirían los escolásticos. El problema reside en que, muy a menudo, cuando usamos el verbo ser, además de afirmar la veracidad de algo, tendemos a crear existencias meramente lógicas o entes de razón. En este sentido, al decir que el Mal existe, corremos el riesgo de no darnos cuenta de que, conforme a la segunda interpretación del verbo ser o existir, el Mal solo es un ente de razón, como lo es el número 13. Ni el Mal, ni el número 13 tienen un lugar en el mundo de lo verdaderamente real.

–Interesante–me reconoce Inna.

–De la catastrófica ambigüedad del verbo ser, se deriva todo el gigantesco embrollo de la metafísica continental, y me atrevería a decir de la teología. El verbo ser es una máquina de crear hipóstasis. Y a nosotros nos encanta asumir esas hipóstasis como entes reales. Este vicio es un efecto colateral indeseado de nuestra capacidad intelectual.

–O sea–me dice pensativa Inna–que para tí, el Mal, es solo una hipóstasis.

–Así es. No creo que exista un principio operante del Mal, ni tampoco un principio del Bien. No creo que los seres humanos seamos bestias perversas movidas por el Maligno. Ni tampoco creo que seamos criaturas angelicales inspiradas por el Todopoderoso. Participamos de ambas naturalezas, si miramos panorámicamente el fenómeno humano.

–¿Entonces?

–Entonces, limitémonos a llenar nuevamente nuestras copas de Pedro Ximenez. Y a desear que los que mandan en el mundo aprendan un poco de Historia y no conviertan a nuestra especie en una de las más efímeras en pasar por la Tierra.

 –¿300.000 años, no?

–Poco más o menos. Una minucia.