Narradores y Aulladores.

A menudo, cuando paseamos juntos, Mao y yo nos cruzamos con pequeños perritos airados cuyos paroxísticos ladridos evocan a ejemplares caninos mucho mayores. A mí esto me llama mucho la atención.
Es evidente que se trata de un recurso puramente propagandístico. El pequeño gozque de fiero ladrido se las arregla para ser percibido mayor de lo que es, como medida disuasoria frente a posibles agresores.
Pero lo interesante es que estas técnicas histriónicas son propias de casi todos los mamíferos, no solo de los perros, y las practican sistemáticamente muchas otras especies, desde las gacelas a los koalas, pasando, muy especialmente, por los monos, que son auténticos especialistas en este tipo de fingimientos.
Y aún hay más. Aún hay algo más interesante. Al parecer, estas habilidades de los mamíferos para impostar la voz pudieran ser el punto de partida del nacimiento del lenguaje humano. Dicho de otro modo, tal vez fuimos capaces de empezar a hablar porque, al igual que otros mamíferos, aprendimos a simular sonidos para disuadir a posibles agresores.
De modo que no es solo nuestra habilidad narrativa lo que nos hace humanos. Ocurre que mucho antes de ser capaces de inventar historias fuimos capaces de inventar aullidos.
Y parece ser que una cosa llevó a la otra.
Esto me hace mirar de otra manera al pequeño pomerania que, escondido tras el alcornoque centenario, ladra a Mao con tal furor que se diría un verdadero bull dog. No hay una diferencia esencial entre lo que hace el perrillo ahí ladrando y lo que hago yo aquí contando cosas. Pienso en esto y sigo paseando.

Mao y el Tiempo.

Temo que Mao ya ve muy poco. Y quizá tampoco oye muy bien. Pero su olfato debe seguir siendo muy bueno, a juzgar por cómo olisquea cada árbol, cada poste, cada rueda de coche. Ocurre que el olfato es el primer sentido que entra en juego en los mamíferos. Y el último en desaparecer.
Quizá el mundo de Mao es ahora tan solo un mundo de infinitos olores que vienen y van. Una miríada de sensaciones olfativas que se activan y desactivan sin descanso.
Trato de imaginar cómo será ese mundo. Y entonces pienso en el tiempo.
«¿Qué es el tiempo? Si no me lo preguntan lo se. Si me lo preguntan lo ignoro.«
Eso es lo que decía respecto a la noción del tiempo el infausto obispo de Hipona, aquel amargado inventor de la parte más oscura del cristianismo.
A mí, en cambio, no me parece complicado definir el tiempo. Yo veo el tiempo simplemente como nuestra conciencia de que se producen cambios continuados e irreversibles en las cosas que nos rodean. Cambios que no se detienen. Cambios que no tienen vuelta atrás.
Pero, volviendo a Mao ¿siendo su mundo un mundo de olores que van y vuelven ¿tendrá mi querido amigo, o más bien hermano, cierta conciencia de que todo cambia a su alrededor de forma irreversible?
Yo creo que no. Yo creo que para Mao no hay nada que asemeje la noción del tiempo de los humanos. Su olfato le va llevando por un continuum de sensaciones que difícilmente puede dibujar una línea temporal.
Creo sinceramente que Mao vive en un mundo sin tiempo.
Sí. Mao solo vive en el presente. Un presente de incontables olores.
Tal vez por eso me mira siempre con serena calma, sobre todo cuando me pongo la gorra, cojo las llaves y me dispongo a salir a pasear con él por la dehesa, cuando todavía la mañana canicular es fresca en la sierra.
Mao vive solo el ahora. Tal vez por eso es feliz.

Justicia Poética

Hay mucho de justicia poética en el hecho de que en la capital de Oregon se encuentre el epicentro del actual movimiento de protestas antirracistas. Y también existe una cierta explicación histórica para el sorprendente fenómeno de que en las revueltas de Portland la mayoría de los manifestantes sean blancos. De esto hablan estos días los periódicos.

Para empezar, digamos que fue en Oregon donde se promulgaron algunas de las leyes racistas más insidiosas e hipócritas de la historia legal norteamericana. 

A mediados del siglo XIX, Oregon no destacaba por ser un estado esclavista. Mas bien al contrario, pues en 1843 se incorporó a su ordenamiento jurídico lo previsto en la Northwest Ordinance, en el sentido de que nadie podría ser esclavizado excepto por crímenes cometidos y debidamente juzgados.

Pero la aplicación de esta normativa tuvo un vergonzante complemento. Al cabo de un año, el órgano legislativo del Estado aclaró las cosas: nadie podría ser esclavizado, ciertamente, pero los negros deberían abandonar sus casas y salir de Oregon. Y quien no se marchase por las buenas sería sometido a latigazos. 

Esta norma, promovida por el parlamentario Peter Burnett, se conoció como la Ley Burnett del Látigo. Y en su exposición de motivos se aclaraba bien su fundamentación jurídica: «su objeto es mantener limpio (el Estado) de la más conflictiva clase de población (los negros). Estamos en el nuevo mundo, bajo circunstancias muy favorables, y deseamos evitar los males que han afligido tanto a los Estados Unidos y otros países».

Pocos años después, en 1857, se organizó un referéndum en Oregon para legalizar la esclavitud. Los esclavistas lo perdieron por estrecho margen, enervando la legislación de Burnett (que en realidad nunca había sido plenamente aplicada). Sin embargo, con la Constitución de 1857 (fragmento en la foto de arriba) se consolidó la exclusión de los negros de todo derecho civil; a ningún negro le estaba permitido votar, tener propiedades o realizar contratos, y esto convirtió a Oregon en una excepción en el contexto de los estados no esclavistas asociados a la Unión.

Por las mismas, Oregon se convirtió en uno de los estados con menor población negra de los Estados Unidos. En 2013, solo el 2 por ciento de la población de Oregon era negra.

Y mira por dónde está allí ahora el epicentro del movimiento Black Lives Matter.

Lo dicho. Justicia poética.

Esclavitud

Al hilo de mi comentario sobre las protestas de Oregon, me pregunta Mercedes si estoy de acuerdo con el derribo de estatuas y la proscripción de todo símbolo o recuerdo que evoque directa o indirectamente el esclavismo.

Le contesto que lo veo excesivo. Pero es que todo movimiento de liberación, todo despliegue de la libertad suele acabar en excesos. La Razón y la Justicia, cuando se ponen en marcha, no pocas veces se ciegan y abocan a una cierta insensatez de las masas. Esto nos lo enseña la Historia, y quizá estamos ahora ante un ejemplo vívido de este fenómeno, acrecentado por el inmenso poder movilizador y catalizador de actitudes extremas que han traído las nuevas redes sociales, dios las confunda.

La esclavitud forma parte esencial de la cultura occidental, de modo que la nueva fiebre iconoclasta, llevada hasta sus últimas consecuencias, tendría que borrar del mapa casi toda nuestra historia y nuestra cultura. No bastaría con bajar del pedestal a Fray Junípero, a Jefferson o a Colón. Ni mucho menos.

Arístoteles aceptaba la institución de la esclavitud, por supuesto, y calificaba a los esclavos de pura propiedad, aunque, eso sí, los veía como «propiedad con alma» (ὁ δοῦλος κτῆμά τι ἔμψυχον). Platón también daba por sentada la esclavitud, aunque ponía reparos a que los griegos fuesen esclavizados. Los romanos instituyeron la figura jurídica del esclavo (servus) diferenciándola del siervo (colonus). Y el mundo cristiano primitivo no rechazó en absoluto dicha institución. En la Epístola a Filemón, San Pablo, que como se sabe era ciudadano romano, cumple con la ley y devuelve a su dueño un esclavo fugado, aunque, eso sí, le solicita al amo que no lo reciba como esclavo (doulon) sino como hermano (οὐκέτι ὡς δοῦλον ἀλλὰ ὑπὲρ δοῦλον). Para San Pablo, si el esclavo ha nacido esclavo, ha de permanecer en ese estado, tal como lo deja indicado en la Epístola a los Efesios: «‘Esclavos, obedeced a vuestros amos de este mundo con respeto de corazón» (a menudo se traduce en este pasaje el servus latino como siervo, lo cual es incorrecto y es falaz; servus es esclavo). En esta misma línea, el Concilio Cristiano de Gangra (345 d.c) especificaba que debían ser condenados los que enseñaban a los esclavos a odiar a sus amos. Poco más tarde, San Agustín proporcionará incluso una justificación teológica de la esclavitud. Y el Papa León el Grande, proclamó en 443 d.c que ningún esclavo podría convertirse en sacerdote. 

En total coherencia, en todo el medievo cristiano la esclavitud es aceptada y justificada. San Isidoro, en la misma línea de San Agustín, considera que «a causa del pecado del primer hombre, Dios impuso a la raza humana el castigo de la esclavitud; a los que no son capaces de libertad les concedió misericordiosamente la esclavitud«. Santo Tomás, por su parte, elabora una de sus alambicadas teorizaciones filosóficas para justificar que unos deban mandar (los amos) y otros obedecer (los esclavos). 

A partir de esas bases ideológicas, todos los grandes imperios y potencias del pasado milenio se fueron levantando gracias a la mano de obra esclava: el mongol, el portugués, el español, el turco, el holandés, el ruso, británico, el norteamericano…Todos sin excepción.

Llevaría mucho tiempo glosar el persistente fenómeno de la esclavitud en la Historia. Y hay muy buenos estudios que lo hacen de una manera amena y documentada (por ejemplo el de Hugh Thomas sobre la historia del tráfico de seres humanos desde 1440 a 1870, cuya lectura es muy recomendable). Pero el detalle es lo de menos. Lo esencial es comprender que no muy es sensato juzgar con rigor el tiempo pretérito con arreglo a los valores de hoy. Y que más que dedicar energías a destruir estatuas y ajustar cuentas con el pasado, deberíamos tal vez centrarnos en construir espacios de tolerancia y comprensión para el futuro. 

Dicho esto sin perjuicio de que no pocas estatuas y monumentos deberían ser derribados sin paliativos o reducidos a salas recónditas de museos. No tanto por su valor simbólico sino simplemente por ser feos. La fealdad también es un crimen.

Envidiar.

En la portada de una revista leo no se qué sobre un «bronceado envidiable».
Tiene gracia que para encomiar algo, digamos que es «envidiable». Dice poco de nosotros. Algo envidiable parece ser algo más admirable que lo meramente admirable, da la impresión. Lo envidiable es el colmo de lo bueno.
También llama la atención que nunca consideremos envidiables los valores humanos. No decimos nunca «ese tiene una bondad envidiable«, ni «qué generosidad envidiable tiene aquel«. Solo nos parece envidiable lo material, lo físico o lo externo. Como el bronceado, mismamente.
Quevedo consideraba que en el mundo existían cuatro pestes. Ponía en primer lugar la envidia. A continuación enumeraba la ingratitud, la soberbia y la avaricia. Pero en primer lugar, repito, ponía a la envidia.

Perdonar.

Hablo con Marta sobre la felicidad y el equilibrio interior. Le digo una vez más que la felicidad del ser humano parece tener cuatro terribles enemigos, que vienen a ser como los Cuatro Jinetes del Apocalipsis de la desdicha, a saber, La Culpa, La Falta de Autoestima, El Miedo y La Ira.
Casi todos los supuestos de tristeza, depresión, sensación de fracaso y melancolía en general están relacionados con esos Cuatro Jinetes que, además, interactúan y refuerzan mutuamente.
–Pero entonces, si hay Cuatro Jinetes de la Desdicha…¿cuales serían los correspondientes Cuatro Jinetes de la Felicidad?
–De esos no hay cuatro. Solo hay uno.
–¿Solo uno? ¿Cuál es?
–El Perdón.
–No lo pillo.
–Cuando perdonamos, neutralizamos la Ira, parece claro.
–Sí. Pero ¿la Culpa y la Autoestima?
–Nacen de no saber perdonarnos a nosotros mismos.
–Ya. Pero ¿y el Miedo?
–Quien no siente culpa y se aprecia a sí mismo, no teme a nada. En todo miedo hay un fondo de temor al castigo merecido.
–O sea, que el Perdón sería la navaja suiza de la felicidad.
–Más o menos. La culpa, la falta de autoestima, el miedo y la ira, son los que envenenan nuestra vida. El perdón, es la antídoto universal de la desdicha. Es curioso que sea tan poco practicado. Tan simple, tan polivalente y tan olvidado.