Colchicina

Se habla estos días de la colchicina, como posible alivio para los daños que produce el coronavirus. Comentamos la buena noticia mientras desayunamos, y Marta me pregunta si esa palabra tiene algo que ver con col o con China o con col china…

Nada de eso. En realidad, la colchicina es simplemente el alcaloide de las quitameriendas, o azafrán salvaje, esas florecillas liliáceas muy parecidas al azafrán, que aparecen al finalizar el verano y sobre las que escribí el año pasado, mencionando algunas referencias que hizo Unamuno a esta curiosa plantita en un par de charlas. 

Le digo a Marta que el nombre científico de las quitameriendas es colchicum (pronunciado colquicum) autumnale. Lo de autumnale es obvio, y lo de colchicum está relacionado con el hecho de que en la antigüedad se relacionaban estas plantas con la remota región de la Cólquide, el lugar, a orillas del Mar Negro, al que los argonautas viajaron para conseguir el vellocino de oro. En realidad, la asociación a la Cólquide era más bien la del azafrán, cuyo nombre «crocus» (que da el groc catalán para amarillo), deriva precisamente de colchum y la Cólquide, puesto que esta era la región productora principal de esta especie (la actual Georgia). En la medida en que las quitameriendas eran similares al azafrán, también se la llamaban colcichum, colchum o crocus, pese a encontrarse por toda Europa y no solo en la Cólquide.

El valor terapéutico de las quitameriendas era bien conocido en la Antigüedad, y se prescribía para dolencias de tipo artrítico o reumático. 

Pero en Europa, en un ejemplo de las contradicciones entre la superstición y la ciencia, se renunció a su uso desde el siglo XI, tan solo porque se asociaba a la medicina islámica, que era la heredera directa y divulgadora en el continente de la sabiduría curativa grecorromana. Además, al igual que tantas otras sustancias, en dosis elevadas, estas quitamariendas producen la muerte. De hecho, parece ser que los esclavos que deseaban suicidarse recurrían a su consumo. Tal vez por todo eso se proscribió su uso durante la baja Edad Media.

Así que la fascinante historia del valor terapéutico de las quitameriendas, descubierto por los médicos bizantinos, avalado por la farmacopea altomedieval de Salerno, negado como herético durante un milenio, tan solo por ciertos comentarios negativos de la monja botánica Hildegard von Bingen, redescubierto en la Ilustración y ahora puesto de actualidad por la pandemia y sesudos trabajos científicos, es todo un ejemplo de la dialéctica entre la superstición y la ciencia. Algo que sigue explicando todavía muchos comportamientos y actitudes sociales. 

Se diría que no es casual que los antiguos griegos relacionasen esta planta con la Cólquide, es decir, con la región originaria de Medea, la primera y principal bruja de la Historia de la Literatura. 

Porque, en verdad, brujería y ciencia, nunca han dejado de contradecirse mutuamente. 

Desde tiempos de los argonautas. Hasta ahora.

El Yo.

El maestro zen espera a su discípulo, para la primera lección.

El discípulo llega puntual, a la hora prevista. Llama a la puerta.

–¿Quién es?–pregunta el maestro.

–Soy Tatsuya, tu discípulo.

La puerta no se abre. Tras unos instantes, se oye de nuevo la voz del maestro.

–¿Quién es?

–Soy yo, Tatsuya, el hijo de Hiroshi, el granjero.

–La puerta sigue sin abrirse. De nuevo se escucha al maestro.

–¿Quién es?

Ahora, el discípulo calla. No responde. Medita. Y al cabo de unos instantes se abre la puerta.

Tatsuya ha aprendido la primera y más importante de las enseñanzas del zen, a saber, el difícil y tortuoso camino de la aniquilación del yo y su feliz disolución en el Universo.

El oso.

Ayer escribí una especie cuentecito sobre un mono y sobre la libertad. 

Hoy, la casualidad ha hecho que, al repasar los digitales al amanecer, leyese una noticia que también habla de animales y de libertad (o más bien de la ausencia de ella).

Se trata de un oso que hasta ahora permanecía enjaulado en un viejo zoológico rumano. Llevaba décadas encerrado tras los barrotes en un recinto de apenas 20 metros cuadrados. Día tras día, lo único que esta pobre criatura podía hacer era dar vueltas y vueltas en su jaula.

Recientemente, este animal ha sido trasladado a un santuario de osos ( el «Libearty Sanctuary» de Zarnesky), en plena naturaleza, donde puede moverse con total libertad junto a otros 75 de sus congéneres.

Pero, sorprendentemente, este oso largo tiempo enjaulado sigue sintiendo que está encerrado. Sin estarlo.

Sigue dando vueltas y vueltas en su recinto imaginario de 20 metros cuadrados. Testigo de su desvarío es el rastro de sus pasos sobre la nieve.

Este oso me evoca la práctica de los indios de encadenar las patas de los elefantes que sirven de atracción turística; al cabo de un tiempo, ya no hacen falta los grilletes para evitar que se muevan por su cuenta.

No hay peor cadena que la imaginaria. No hay prisión peor que la virtual. No hay esclavitud más permanente que la que nosotros mismos nos imponemos.

El Dibujo.

La profesora Martin llevaba años intentado que al menos uno de los monos del laboratorio dibujase algo. Cualquier cosa. Con ello podría demostrar su tesis respecto a la capacidad de los simios para el pensamiento simbólico, algo que parece exclusivo del homo sapiens.

Probó la científica con todo. Pinturas, lapices, tizas, ceras…pero aquellos monos solo hacían garabatos informes, manchas imposibles de interpretar…

Cierto día se produjo un revuelo en el Instituto. El mono Darwin, el más aventajado de los bonobos, el favorito de la profesora, había dibujado algo identificable. ¡Por fin!

La profesora se precipitó hacia el laboratorio. Al llegar le mostraron el dibujo.

Cuatro simples rayas. Cuatro barrotes.

Darwin había dibujado los cuatro barrotes de la celda en la que estaba enjaulado desde hacía demasiado tiempo.

Ella miró pensativa el dibujo y luego se fijo en la expresión triste de Darwin.

Una lágrima asomó en los ojos de la profesora. Dijo, mintiendo, que era de alegría.

El Vaso.

Normalmente se dice que optimismo es ver el vaso medio lleno, mientras que el optimismo es verlo medio vacío.

A mí esto me parece un poco banal. 

Entre decir que el vaso está medio lleno o decir que está medio vacío no hay gran diferencia, más allá de las palabras que usamos en cada caso para describir la cantidad de líquido.

Si nos atenemos a la analogía del vaso mediado, lo correcto sería decir que el optimista  no le da demasiada importancia al hecho de que falte la mitad de agua en el vaso, mientras que el pesimista considera eso mismo como una verdadera tragedia. Esta es la clave.

 Lo que cuenta no es tanto la descripción de los hechos como la forma en la que interpretamos nosotros las consecuencias de esos mismos hechos.

Lo importante no es lo que nos pasa, sino cómo estamos nosotros dentro de lo que nos pasa.

Nariz.

Salgo a dar el paseo matinal con Mao en este domingo soleado pero frío y muy ventoso. Este vendaval debe estar llevando de aquí para allá muchos olores, así que Mao se entretiene olfateando todo. De pronto, ya en la dehesa, le da por buscar concienzudamente algo y lo hace siguiendo la pauta habitual entre los de su especie: unos pasos a la derecha, luego detención y examen, luego a la izquierda, después a la derecha otra vez…Todo muy rápido, como en un paroxismo, hasta encontrar por fin lo que parecía que andaba buscando y detenerse allí para proceder a la impregnación biológica ritual.

Me da que pensar esta forma canina de buscar las cosas. Está sin duda relacionada con la imposibilidad de oler «en 3D». Quiero decir que el olfato del perro (al igual que el nuestro), no permite identificar fácilmente el punto físico de origen de un olor. Se da una diferencia esencial entre el sentido del olor y el de la vista. Los ojos nos permiten identificar las cosas y dirigirnos a ellas en línea recta, evaluando fácilmente su distancia, gracias a la bifocalidad y a la valoración cerebral del paralaje. En cambio, nada de eso ocurre con el olfato. Así que si queremos encontrar el origen de un olor lo debemos hacer mediante tanteo. En eso somos muy parecidos todos los mamíferos dotados de pituitaria.

En realidad, buscar un olor mediante tanteo es utilizar el tiempo para determinar el espacio, lo cual suena muy metafísico, pero es fácil de comprender: nos movemos al azar y si vemos que la intensidad del olor crece, mantenemos la dirección, y si no es así, la modificamos.  Eso es lo que hace Mao.

Este sistema de identificación espacial aleatoria, mediante valoración de los cambios en la intensidad sensorial es quizá el más elemental de los sistemas de relación de los seres vivos con su entorno. Se da incluso en las bacterias, que también se mueven en dirección a sus nutrientes mediante este tipo de tanteo espacio-temporal con base química.

Se dice a menudo que el olfato es el más primario de los sentidos. Y puede ser que también lo sea en un sentido mucho más profundo del que tendemos a pensar. En cierto modo, la epopeya de la vida animal en la Tierra dio comienzo cuando los seres unicelulares aprendieron a usar sensores químicos para sobrevivir, para crecer y para multiplicarse a partir del entorno. 

El olfato podría considerarse como el punto de partida del surgimiento y desarrollo del cerebro. Esto es muy posible desde el punto de vista filogenético, pero es casi obvio desde el ontogenético, pues la nariz del embrión humano surge muy pronto, en la octava semana de gestación, cuando el feto ni siquiera mide 2 centímetros, y tiene lugar apenas unos días después del cierre del tubo neural, del que la nariz embrional se diría que es el punto extremo. 

De hecho, hoy se sabe que las células neuronales que tenemos en nuestra cavidad nasal superior son totalmente similares a las que teníamos en aquel tubo neural, cuando solo eramos un embrión de pocos milímetros. Además, en la medida en que se puede decir que olemos con el cerebro, por la pertenencia al mismo del bulbo olfatorio y los nervios olfatorios, tiene perfecto sentido contemplar casi como una unidad al sistema cerebro/nariz. O incluso decir que lo que llamamos nariz no es sino una cavidad auxiliar del cerebro, lo que tanto vale como decir que el cerebro primario, en un sentido muy profundo, no fue más que una extensión de la nariz.

Mao agitándose frenéticamente en busca de la hormona de la collie con la que nos hemos cruzado. Las bacterias valorando tiempo y espacio para localizar sus nutrientes. Incluso, si se me permite la boutade, estos políticos erráticos que sufrimos, que toman decisiones y cambian de rumbo sobre la marcha a partir de las encuestas electorales…

Bacterias, perros, humanos…el principio es siempre el mismo y está relacionado con el fascinante mecanismo de tanteo químico que concibió la naturaleza para poner en marcha la aventura de la vida animal en el planeta.

Y con estos pensamientos retorno a casa, aunque noto que a Mao le ha parecido demasiado corto el paseo de hoy.

Abro la puerta y antes de entrar de nuevo en casa, no se por qué, me da por respirar profundamente. Con la nariz.

Philip K. Dick

Produce escalofríos pensarlo.

De no ser por la pandemia, Trump estaría hoy en la Casa Blanca y los Estados Unidos habrían iniciado ya un camino hacia el fascismo de pleno derecho. Un camino hacia un mundo no muy diferente al que fue imaginado por Philip K. Dick en The Man in the High Castle, esa novela que ganó en 1963 el premio Hugo y que ha sido adaptada a una serie televisiva.

Así que una vez más hay que descubrirse ante la portentosa intuición de este visionario. Cuando seguimos la mencionada serie, o vemos Blade Runner, o Minority Report, nacido todo ello de su imaginación, nos damos cuenta de su inmenso talento para entender lo que se nos venía encima, muchos años antes de que tuviese lugar.

Pero no son solo las obras citadas. Es menos sabido que el reality show Gran Hermano, tal vez el formato televisivo más tristemente exitoso de todos los tiempos (junto con la Ruleta de la Fortuna), está también inspirado en una obra de Philip K. Dick.

No es discutible que el Big Brother creado por Endemol en 1999 y que apareció por primera vez en una cadena holandesa tiene mucho del Show de Truman, estrenado apenas un año antes, en 1998. Pero es que, a su vez, el Show de Truman fue meramente una adaptación de Time Out of Joint, la novela escrita por Philip K.Dick en 1959, en la que un ciudadano, Raggle Gumm, habitual ganador de cierto concurso, parece vivir con normalidad en una tranquila y placentera ciudad de California, hasta que empieza a descubrir que todo lo que le rodea no es más que un montaje cuidadosamente orquestado para manipularle.

Si se quiere entender nuestro mundo y su inmediato futuro, uno puede apuntarse a un master de sociología. O, tal vez mejor y mucho más divertido, puede leer las novelas de Philip K.Dick.

Es un escándalo.

Cuando el moralista se queja de que un comportamiento sexual ajeno le resulta escandaloso, en realidad está dándonos pistas sobre lo que de verdad está pasando en su cerebro.

Escándalo significa etimológicamente trampa; una trampa que nos hace caer.

Escándalo se relaciona con la raíz indoeuropea skand, que significa salto o tropiezo-

Podremos reconocer este ancestro común en la forma que toma la palabra escándalo en un asombroso número de lenguas, desde el ruso al persa, pasando por el búlgaro o el danés. Escándalo es sin duda (junto con gengibre) una de las palabras que mejor sugieren el tronco común de nuestro léxico ( incluso en japonés o coreano es reconocible el ancestro indoeuropeo skand, si bien en estos dos casos, claro está, se debe a los préstamos que esas lenguas han tomado del inglés o el portugués para referirse al concepto de escándalo: sukiandaru en japonés, seukandeul en coreano).

En todo caso, el sentido actual de escándalo, que es de orden moral, lo tomamos del antiguo griego, en el que para denotar el acto de preparar cepos para los animales se usaba el verbo skandalizein. Por analogía (como vemos en Aristófanes) el verbo se refería al acto de hacer surgir tentaciones irresistibles.

Es decir, quien dice haberse topado con un escándalo, verdaderamente está poniendo al descubierto que ha caído pastueño en la trampa, en el σκάνδαλο . Esto es iluminador.

El psicoanálisis y la etimología son con frecuencia muy buenos amigos. Y esto me parece muy curioso.

La Muy Entretenida Comedia y Mayormente Lamentable Tragedia del Granuja Donald Trump

A lo largo del infausto reinado del rubicundo tirano, finiquitado por ventura anteayer, han proliferado las resonancias de su figura en Shakespeare. 

Los actos y las palabras del loco de la Avenida Pensilvania parecían provenir de los más sórdidos pasajes de Macbeth, de Ricardo III, del Rey Lear, de Coriolano…

Es un personaje shakespeariano este matón. A Shakespeare le saldría de corrido la historia de un político hipócrita, servidor de sí mismo, capaz de cualquier cosa para preservar su poder, volcado en preservar la desigualdad social y económica, agitador y explotador de las pasiones de las masas, maquiavélico en el peor sentido, payaso carismático, traidor, amoral, insaciable de poder, insensible al dolor ajeno…

Afortunadamente, la pesadilla parece haber terminado. Pero incluso en este momento final de su hégira el clown se comporta como un personaje de Shakespeare. Y se atreve a dejar escrita (al parecer, porque no lo he podido confirmar) una extravagante carta al nuevo Presidente (sobre una mesa de la Casa Blanca, siguiendo la tradición, admirablemente consolidada por anteriores mandatarios) en la que este majadero se limita a decir con suprema insolencia. «Joe, I won, and you know it» (me cuesta creer que esta carta exista realmente).

En todo caso, está acabado. Despedido. Game over. De repente, de un día para otro, se ha hecho pequeño, muy pequeño. Ha quedado deshecho, «undone«, por utilizar el mismo término que Shakespeare utiliza en Ricardo II. 

No tiene ya ni la estatura de la gente corriente. Su vida, en lo sucesivo, será más bien normal, porque no podrá ser de otro modo. Durante cierto tiempo, tal vez viva de la inercia del carisma acumulado.  Pero ahora que está fuera de la Casa Blanca se irá convirtiendo en una persona más. O mejor dicho, en una no persona, porque la máscara teatral que llevaba en el escenario de su presidencia se le ha caído de la cara para siempre. 

Tal vez, disponiéndose a mirarse en el espejo para atusar su flequillo, ya sin su título de presidente, esta mañana habrá repetido las palabras del Ricardo II de Shakespeare: 

«…no soy señor de nadie…¡maldito sea este día funesto! ¡Qué haya podido yo sobrellevar tantos inviernos y ahora ya no sepa ni con qué nombre llamarme!…si mi palabra tiene aún curso en Inglaterra, que ella ordene que me traigan de inmediato un espejo, para poder constatar qué rostro tengo, desde que fui despojado de toda majestad…«

Definitivamente, si el cisne de Avon levantara la cabeza y empuñase la pluma, creo que escribiría de un tirón su obra número 38 y la titularía algo así como «La Muy Entretenida Comedia y Mayormente Lamentable Tragedia del Granuja Donald Trump«…

Ciao.

Ayer fue muy entretenido contemplar la ceremonia inaugural en el Capitolio. Un feliz acontecimiento, más allá de su carácter de gran exposición de la pompa y la hipocresía. Pero es que una cierta forma de hipocresía, que a menudo llamamos cortesía, viene a ser el cemento que aglutina el edificio social es algo que admite poca discusión. Pero si se quiere una prueba sencilla, se puede mencionar el origen de una forma de saludar que se ha hecho prácticamente universal.

Me estoy refiriendo a la palabra originalmente italiana «ciao» (que los españoles pronunciamos como «chao» y los argentinos o uruguayos como «chau«).

Ciao es un derivado de «schiavo«. Etimológicamente, cada vez que decimos «ciao«, estamos indicando que somos seguros servidores de nuestro interlocutor, lo cual es poco plausible, ciertamente. «Schiavo!» era la expresión cortés que se usaba hace siglos en el norte de Italia para saludar al prójimo; ciao es el apócope en el que ha derivado.

¿Es un caso aislado? No tanto. Hace años, también aquí se decía «¡servidor!», para hacerse notar ante una llamada (por ejemplo cuando alguien pasaba lista). Se usaba mucho esta odiosa expresión hasta que los ideólogos del franquismo llegaron a la conclusión que era contraria a la indiscutible hidalguía esencial del hombre español que ellos imaginaban, y la sustituyeron, casi por decreto, por el joseantoniano»¡presente!». Venía a ser lo mismo, pero distinto.

Y si alguien cree que esto de ponerse por defecto al servicio del prójimo es solo una peculiar característica de ibéricos o itálicos, se equivoca.

Los magyares, cuando, por ejemplo, responden a una llamada telefónica, no dicen el equivalente a «dígame», sino que dicen: «soy su servidor«, o sea, «szia!», que es el apócope del magyar «szervusz«, a su vez un derivado del latín «servus» o más bien «servus humilisimus«, es decir, su humildísimo servidor. Los rumanos simplemente dicen a estos efectos «servus«, que no deja lugar a dudas y que coincide con el arcaísmo alemán «servus«. Los suecos dicen «tjänare«, que es elipsis de muja tjänare, humilde servidor.

Y dicho esto, solo me queda, amable lector, por hoy, decirte una sola palabra: ¡ciao!

Pero, por favor, no te la tomes al pie de la letra. Es solo cortesía.