El Sobre.

Un hombre recibe un sobre por correo. Lo abre. No hay nada dentro. Busca un microscopio para examinarlo.
Es un científico.
Un hombre recibe un sobre por correo. Lo abre. No hay nada dentro. Se pregunta entonces qué cosas es el vacío.
Es un filósofo.
Un hombre recibe un sobre por correo. Lo abre. No hay nada dentro. Sale inmediatamente a la calle con el sobre en la mano, y exclamando alborozado:¡Tiene que haber algo, tiene que haber algo!
Es un religioso.

All I Know is a Door in the Dark

Ayer hice una pequeña reflexión sobre el discurso de nominación de Biden. Creí ver ahí una relación entre las numerosas referencias a la luz y a la oscuridad del candidato y el Zeitgeist insoportablemente maniqueo y simplista que estamos viviendo. Es un discurso que más parecía el de un líder religioso que el de un político aspirante a la magistratura más importante del mundo. Además de las menciones del Bien y al Mal, de la Esperanza y el Miedo, de la Oscuridad y la Luz, el discurso incluye la cita de un poeta un tanto esotérico (o al menos oscuro, para mí) el Nóbel irlandés Heaney, cuyo más famoso poema comienza, por cierto, con el verso «All I know is a door into the dark«, que parece sugerir que es de la oscuridad de donde surge la luz del conocimiento.
En cualquier caso, me he dado cuenta más tarde de que esa fijación con la luz y la oscuridad tiene bastantes precedentes entre los prebostes yankees.
Por ejemplo, la encontramos en el discurso de nominación de George Bush, en 1988, que acababa justamente con estas palabras: «I will keep America moving forward, for a better America, for an endless dream of a thousand points of light«.
Y, por mencionar otro ejemplo, su predecesor Reagan, en sus tiempos de gobernador de California, terminaba uno de sus más famosos y aclamados discursos advirtiendo que de no frenar el comunismo América daría el último paso hacia mil años de oscuridad («the last step into a thousand years of darkness«).
¿Por qué esta obsesión contra lo oscuro y lo negro de los que viven o vivieron en esa mansión luminosa y blanca de la Avenida de Pennsylvania? Mas allá de una posible interpretación psicoanalítica en la que entre en juego la patología racial y los estigmas históricos de la sociedad norteamericana, creo que es porque la clave para llegar a la Casa Blanca es justamente saber vender al cuerpo electoral un discurso sumamente elemental. Se requiere el dominio de una dialéctica infantiloide de buenos y de malos, de luces y sombras, de días y noches. Explicar el mundo en términos de honestos frente a indecentes, de santos frente a pecadores, de miedo frente a esperanza, de salvados frente a perdidos, de rojos frente a azules…todo eso simplifica mucho la labor quien ocupa la tribuna de oradores, el púlpito o el plató de televisión. Chicho Ibáñez Serrador, decía, con sabiduría infinita, que para que un programa de televisión tenga éxito a lo grande, debe concebirse y realizarse pensando en niños de 14 años como sus destinatarios (ahí está Sálvame o Gran Hermano para confirmar la teoría). Con la política debe ser más o menos lo mismo.
Y quizá esta necesidad de simplificación es ahora más necesaria que nunca.
Alguien me puede decir que, en realidad, siempre han sido un poco maniqueos los discursos poíticos, especialmente en USA. Pero yo alegaría entonces aquellos fabulosos discursos electorales de Obama, en los que abiertamente elogiaba la buena voluntad y los valores humanos de su rival McCain.
O, por supuesto, los discursos de John F. Kennedy, escritos en su mayor parte por el brillantísimo Ted Sorensen, el autor de esa joya de la literatura política que es el legendario Ole Miss Speech. Nada que ver con lo que ahora se escucha de boca de los pésimos políticos que dirigen el mundo ahora, justo cuando más necesario sería que ellos (o sus asesores) fuesen más excelentes. Yo no entiendo el por qué de esta tragedia que más parece un castigo divino. Debe ser porque no he traspasado la puerta de la oscuridad.

Las Tinieblas de la Aurora

Me ha parecido fascinante el discurso de Biden, anteayer, en la convención demócrata. No solo porque ha sido, como podía esperarse, una obra maestra del discurso político, ese género literario del que los anglosajones nos dan lecciones cada día, sino porque este importante discurso se ha articulado principalmente, quién lo iba a decir, sobre la oposición entre la luz y las tinieblas.
«Dale luz a la gente y la gente encontrará el camino«. Así comienza su discurso el aspirante demócrata, haciéndose eco del pensamiento de una activista afroamericana. Poco después, Biden nos dice que él será «un aliado de la luz, no de la oscuridad«. Apenas unas frases después, el orador nos dice que que estamos en un «momento que demanda esperanza, y luz y amor«. Poco después, Biden plantea que el riesgo actual es elegir el camino de la sombra y la sospecha ( path of shadow and suspicion). Más tarde menciona el «profundo agujero negro» que siente en el pecho el ciudadano norteamericano en estos tiempos, y poco después, sostiene que los Estados Unidos serán de nuevo «una luz del mundo» (a light of the world). Ya cerca del fin del discurso, el candidato vuelve al mismo eje conceptual: «la Historia nos dice que ha sido en nuestros momentos más oscuros cuando hemos realizado los mayores progresos, estoy convencido que vamos a hacer grandes progresos de nuevo. Que vamos a encontrar la luz una vez más...». Y para concluir, justo antes de despedirse con el habitual «Dios os bendiga y dios proteja a nuestros soldados», Biden termina con una especie de síntesis final del pensamiento positivo, diciéndonos que «el amor es más poderoso que el odio, la esperanza mas poderosa que el miedo y que-una vez más- la luz más poderosa que la oscuridad«
Pensándolo bien, este enfoque un tanto esotérico es coherente con el maniqueismo de los tiempos actuales. Es un maniqueismo que se deriva precisamente de la desesperanza, de la desorientación, de la desconfianza hacia el sistema, del nuevo sentimiento de vulnerabilidad, del caos social…Y es un maniqueismo que se acentúa por el efecto de las nuevas redes sociales y su inmensa capacidad para intensificar la alineación y la alienación de los individuos.
Yo creo que es esencial contrarrestar esta pandemia de maniqueismo y de intolerancia. La inteligencia humana es precisamente, entre otras cosas, la capacidad para percibir matices, plantear cuestiones, abrirse a la duda. No hay por tanto nada tan opuesto a la inteligencia como esa tentación de ver el mundo y la vida como un enfrentamiento entre las fuerzas del Bien y del Mal. La luz del día es vida, ciertamente, pero hay mucha sabiduría en la noche de fuentes habladoras e infinitos ojos interiores que cantaban Nietzsche y Novalis. Y tal vez hay más sabiduría aún en los delicados matices de la sombra que glosaba el sapientísimo Tanizaki.
Ah, en esta mañana de sábado me apetecería extenderme en un largo elogio de lo crepuscular, pero lo voy a dejar para luego porque quiero dar mi paseo matinal en bicicleta por la Sierra. Ahora bien, no pondré punto final sin evocar las palabras de María Zambrano que podrían servir de contrapunto al discurso de Biden/Zurván (y al presumible contraataque de Trump/Ahriman, que no tardará en llegar y que será más maniqueo aún, si cabe). Nos habla María Zambrano de las «Tinieblas de la Aurora» y nos explica que en el ser humano, la luz siempre anda escondida en las tinieblas. La Aurora, la puerta de la luz como dice la antífona mariana, no es, según intuye nuestra pensadora universal, el comienzo del día, sino «el centro del día, el día-noche«.
No hay que ver nunca el confín como un límite, como una trinchera o, peor aún, como un muro. El confín es en verdad la puerta, es el punto que recoge la inmensidad toda.
Esto es muy sabio. Y con este sutil pensamiento de María Zambrano me subo a la bici y me dispongo a pedalear. Que también es una forma de buscar equilibrios y adiestrarse en sutilezas.

Oriones y Perplejidades.

El fin de semana pasado, ay, se levantó la veda de caza, por lo que empezamos a oir disparos desde las seis y media de la mañana. Mao se inquietaba con el estruendo, que resonaba apenas a 200 metros de casa. Yo también me inquietaba. ¡Qué ruido tan feo el de las escopetas! No me gusta nada. Además, los conejos de la dehesa que los cazadores han empezado a masacrar, me son simpáticos. No hacen daño a nadie. Saltan por el camino al paso de mi bicicleta y me entretiene verlos refugiarse corriendo en sus madrigueras.
No deja de ser llamativo que la dichosa temporada de caza comience justo cuando el Cazador puede empezar a verse, al final de la madrugada, en el firmamento. Es otro ejemplo de lo que comenté el otro día respecto a la relación entre medida del tiempo y la contemplación del cielo. Sí. Es una fascinante sincronización: Orion empieza a dar la cara justo antes del alba de fines de agosto y los cazadores también comienzan a hacerlo. Orion levanta la veda.
Hay muchas más razones, además de esta, para mirar a Orion, cuando empieza a clarear, con asombro y perplejidad, además de con cierto fastidio.
Por ejemplo, es muy notable que en muchas culturas la constelación de Orion esté vinculada con seres grandotes o poderosos, transgresores casi siempre, y a menudo acosadores de mujeres. Esta personalidad un tanto brutal y antisocial del personaje estelar la encontramos en la mitología griega, desde luego, pero también entre los indios Lakota o los aborígenes australianos. ¿Cuál puede ser la explicación?
Así, es. El Orion de la mitología griega podría pasar por el antecedente de todos los Weinstein del mundo. Pero es que no solo es el Orion griego; también para los indios caribes de las Antillas esa constelación reflejaba el mito del semidiós Maipuiyuman, alias «el tapir», excepcionalmente dotado genitalmente como el animal que lo representa, y dedicado a conquistar esposas y romper matrimonios…
El Orion griego era un hijo de Poseidón y por ello podía caminar sobre las aguas (esto es coherente con el comportamiento de esta constelación en el cielo a lo largo del año, desde la perspectiva de un pueblo marinero, pues parece sumergirse en el mar en cierto momento del año y resurgir de nuevo más adelante). Por esa habilidad acuática, Orion llegó a la isla de Quios y allí, para empezar, violó a la princesa. Salió por pies y se refugió en Creta, donde se convirtió en afamado cazador. Pero a Gea/Gaya no le gustaba un tipejo que presumía de poder matar a cualquier criatura de la tierra, así que le endosó un escorpión que acabó con el muy fanfarrón. Esta forma de morir es muy coherente, porque la constelación de Escorpio está siempre en el lado totalmente opuesto al de Orion; se ve que intentó huir el grandullón antes de perecer a manos del escorpión de Gea. Por cierto que «el grandullón» es justamente como los astrónomos árabes llamaban a la constelación de Orion (Al Jabbar). Otra coindicencia.
También es muy notable coincidencia que en diferentes culturas Orion esté vinculado al fuego que se entrega a los hombres para civilizarlos, en un mito que recuerda al titán Prometeo de los antiguos griegos. Encontramos esta idea en el mito de los dos hijos del emperador chino Ku (Ebo y Shichen) vinculados a a la cintura de Orion y a Antares, que además de guerrear entre ellos durante toda la eternidad, se encargaron de llevar el fuego a los humanos, precisamente con una argucia muy parecida a la de Prometeo, esto es, con una pequeña ramita seca que sacaron subrepticiamente del mundo de los dioses. Pero no es solo la mitología china la que vincula Orion al fuego civilizador. También existe esta conexión entre los mayas y, sobre todo, entre los aztecas, gran pueblo de astrónomos, que llamaban a la cintura de Orión «Mamalhuaztli», es decir, el bastoncillo enciendefuegos. Cada ciclo de 52 años, los aztecas realizaban una gran ceremonia de renovación encendiendo con bastoncillos unos fuego sagrado, y declarando los sacerdotes que el mundo no se acabaría todavía, pese a los rumores, sino que comenzaba simplemente un nuevo ciclo…(¿alguien tiene un mamalhuaztli a mano, por favor?).
Orión y el fuego. Qué curiosa vinculación que trasciende fronteras y edades. Y lo más maravilloso es que la astronomía moderna nos enseña que en realidad, la constelación de Orión es una inmensa nebulosa de fuego que arde a decenas de miles de grados y genera nuevas estrellas y planetas.
Pues en todos estos asombros y perplejidades se va ocupando mi mente errabunda, mientras avanzo por el camino, de buena mañana, junto a Mao. No muy lejos, escuchamos el insoportable pum pum de todos estos oriones cuniculares. Se la están jugando con Gea. Como Orión. Que se anden con ojo.

Así que pasen muchas lunas.

Marta me dice que Wan Hu era un perfecto lunático. Y tiene mucha razón.
Ciertamente, cuando nos referimos a alguien que no está en sus cabales, le damos de lunático. Tendemos a pensar que la luz temblorosa de la luna oscurece la sensatez y la razón, y solo vale, como mucho, para inspirar a los soñadores y a los poetas.
Tal vez por eso el futurista Marinetti (que ese sí que estaba chiflado) sostenía que era preciso asesinar al claro de luna…»uccidiamo il chiaro di Luna!«
Esto es muy paradójico. Porque a lo largo de la historia humana, si la Luna ha tenido algún papel ha sido precisamente el de leal aliada de la mente. No hay por qué matar al claro de luna, ni siquiera desde una perspectiva racionalista extrema.
–Pues ya me explicarás.
–Es fácil. La clave es fijarse primeramente en que pensar y medir son, en cierto modo, la misma cosa.
–No lo veo.
–En esencia, cuando pensamos, estamos ponderando, pesando, midiendo y valorando las cosas y sus relaciones. Fíjate que incluso el verbo pensar nos evoca, etimológicamente, la idea de estimar el peso de las cosas. Pensar es pesar.
–De acuerdo… ¿y?
–Pues que esto nos da la pista de la vinculación entre la Luna y el pensamiento. Porque la Luna es el primer instrumento de medida que utiliza el ser humano.
–Te refieres a la medida del tiempo, claro, a los meses y a los años…
–Eso es. Medir, situar en el tiempo el pasado, darle un peso a los días que transcurren, y hacerlo mirando a la Luna y registrando sus cambios…ese es el primer ejercicio de medida que realiza el homo sapiens. Y acaso también el primer vagido de pensamiento racional.
–Puede ser.
–Por eso, la raíz proto indoeuropea «me» o «mi«, que connota la idea de pensar o memorizar, es la que por una parte está detrás de la palabra «luna» en muchas lenguas indoeuropeas, como el inglés o el alemán (moon, mond…) y por otra, es también el antepasado de los términos que evocan el uso de la razón, como nuestra mente o el mind inglés. Ahí tienes la convergencia entre lo lunar y lo mental.
–Curioso.
–Observa también que en sánscrito, el verbo «mi» o «ma» (मा) significa al mismo tiempo medir y juzgar, y el sustantivo «miti«, indica a la vez, en sánscrito, medida y justificación o prueba de algo, y se vincula con nuestro «metro».
–¿Así que meditar y medir es, en sentido conceptual y también etimológico, la misma cosa?
–Ni más ni menos.
–Y tú piensas que la primera medida/meditación, la hizo nuestra especie observando las fases lunares…
–Exacto.
–Pero yo no veo que nuestra palabra «luna» tenga ninguna relación con tu famosa raíz «me«…
–Cierto. Es verdad que nuestra luna se deriva del latín, siendo un término vinculado a la idea de luz (lucinia, lux, lumen…). Sin embargo, los griegos llamaban «mene» a la Luna, lo que ya conecta visiblemente con mi «famosa» raíz proto indoeuropea «me«. Y es ese «mene» el que está vinculado con los ingleses mind y moon, por ejemplo. Y con nuestra «manía» (maino es enloquecer en griego), o nuestros «mental«, «mes«, o «menstrual«…
–Muy bien. Pero no se si al final me convence del todo este rollo filológico que te has marcado sobre la Luna y la razón o el pensamiento. Más allá de tus argumentos filológicos yo prefiero ver a la Luna en su aspecto puramente romántico, como la inspiradora de la poesía y del amor…
–Tienes razón. Pero eso tampoco está en contradicción con lo que te he contado. Fíjate que en antiguo alemán (hasta el siglo XV más o menos) se referían al amor con una palabra también vinculada a la raíz «me» y por tanto conectada con la Luna: «minne«. Minnesang eran aquellos poemas amorosos medievales del mundo germánico, como el maravilllloso «Unter der linden», que suelen verse como un antecedente de toda la lírica occidental moderna. ¡Pero es que minne significaba también «recuerdo» en alto alemán, y aún significa eso mismo en sueco moderno!
–Bien. ¿Y qué deduces de todo eso?
–Pues que tal vez, como acaso intuían esos antiguos germanos, el amor no es otra cosa sino la tierna, obsesiva y muy lunática persistencia de los seres queridos en nuestra mente y memoria. Así que pasen muchas lunas…

Wu Han y Wan Hu

–Cada vez que oigo la palabra Wu Han, yo pienso en Wan Hu…
–Claro, debe ser por tu manía de darle la vuelta a las cosas.
–No. Es defensa propia. Evocar a Wan Hu me consuela de la melancolía que me sobreviene cuando escucho Wu Han.
–¿Por qué? ¿Qué o quién era Wan Hu?
–Wan Hu fue el primer humano en llegar a la luna.
–¿Ah sí? Pues ya me explicarás.
–Wan Hu era una alto funcionario chino. Al menos eso es lo que nos dice la leyenda. Es uno de los muchos personajes que han sentido la obsesión de los viajes a la Luna, como Luciano de Samosata, Plutarco, Kepler, Raspe, Verne, Offenbach, Méliês…
–Ya. Y qué mas…
–Bueno. Pues resulta que esa obsesión con la luna de Wan Hu era tan grande que diseñó una especie de cápsula espacial de andar por casa. Ordenó a sus criados que atasen a su silla cuarenta artefactos pirotécnicos de bambú, de esos con los que en China realizaban los fuegos artificiales que tanto les gustaban. Una vez preparada la silla, los criados encendieron la mecha, se separaron prudentemente del ingenio y…
–Y…
–Pues que según cuenta la leyenda, se produjo una enorme explosión. Se formó una gran nube de polvo y humo y cuando se disipó…¡Ay! cuando se disipó nadie puedo saber si estaban allí los restos de Wan Hu o si efectivamente el mandarín llegó a la Luna. Y recuerda que los cuentos cautelares chinos, a diferencia de los occidentales, no tienen una moraleja clara, sino que suelen encomendar al lector que busque su propia conclusión. A mí eso me parece más sabio.
–Pero tú acabas de decir que ese loco de los fuegos artificiales llegó a la Luna. No entiendo…
–Y me reafirmo. Porque resulta que en 1965 se le dio el nombre de Wan Hu a un cráter lunar. Y ahí debe seguir dicho cráter, ya que como es sabido, en la Luna no hay erosión. Ergo, Wan Hu está en la luna. Lo digo y lo mantengo.
–Acabaramos. Había trampa. Muy tuyo.
–A mí más bien me parece una historia bonita y cierta. Wan Hu, en cierto modo, sí llegó a la Luna. Es verdad que, según algún estudio, de esos que ganan el Ignoble, su silla-cápsula solo debió ascender 30 centímetros, antes de convertirse en ceniza. Pero, pese a ello, Wan Hu llegó a la Luna. Vaya que sí.
–¿Y cuál es tu conclusión, si es que la tienes?
–No sé. Ya te digo que no creo mucho en las moralejas. Pero si hay que sacar una conclusión, te diría que, como suele decir una persona de mi conocimiento, no hay nada que se pueda lograr si no se ha soñado primero. Y quizá, más importante, te diría también que los sueños de los humanos casi siempre se cumplen, aunque a menudo lo hacen de formas que ni siquiera es posible imaginar.
–Tú y tus conclusiones…

Thalassa, thalassa !

Al hilo de lo que publiqué el otro día, un amigo me dice que los griegos llamaban al mar «thalassa» más bien que «pontos«, como yo escribí.
Tiene razón en lo de «thalassa«, que es esa palabra que gritaron jubilosos los diez mil de Jenofonte, cuando por fin llegaron a la costa, tras su largo periplo en el imperio persa: thalassa!, thalassa!
Y, por supuesto, thalassa es la palabra que da nuestro talasocrático o talasoterapia. Nada que objetar.
Pero también yo tengo razón. Porque ocurre que un pueblo como el griego antiguo, para el que el mar lo era todo, lo veía y lo llamaba de muchas maneras. Dicen que le pasa lo mismo a los esquimales, por ejemplo, con respecto a la nieve. Y creo que a los escoceses con la lluvia.
Para aquellos griegos, el mar podía verse como algo puramente material, una informe masa salina que comienza en la orilla cercana, y entonces lo llamaban «als«, «la sal», «la orilla».
O podían verlo como una extensión infinita y un tanto temible, y lo llamaban entonces «pélagos» (que nos da nuestro pelágico).
Si en cambio se referían a él como puente o vía de encuentro entre los diferentes mundos, lo llamaban «pontos«, y usaban esta palabra especialmente para referirse al mar abierto (es, en efecto, palabra relacionada con nuestro puente, a través del pons latino).
Si el énfasis se ponía en la parte del mar que abraza la costa, usaban la palabra «colpos» (que es la antepasada de nuestro «golfo«). Y si ese énfasis se ponía en la profundidad insondable del mar, usaban «laitma«, el abismo (palabra a la que se remite nuestra laitmafobia, que es algo que a veces yo mismo he sentido intensamente al nadar en alta mar y ver debajo de mí tan solo un abismo oscuro).
Eso sí, en un sentido general, los griegos llamaban al mar thalassa. No cabe duda.
–O Mediterráneo, supongo.
–No exactamente. La palabra mediterráneo es latina y se usaba para referirse a un territorio o región central con respecto a otro territorio mayor, sin necesaria referencia al mar. También se usaba para referirse, paradójicamente, a las gentes del interior continental, de la tierra del medio. Ese sentido lo encontramos en Cicerón, por ejemplo, que en su discurso Contra Verres, utiliza homines maxime mediterranei (hombres de la máxima mediterraneidad) para referirse a la gente del interior profundo del continente)
–¿Entonces?
–Pues la invención del Mediterráneo (en el sentido de la acuñación del nombre para referirse al Mare Nostrum) parece que se la debemos a un hispano de Cartagena. Fue el gran Isidoro quien convirtió el adjetivo «mediterráneo» en el nombre propio, con mayúsculas, para referirse a nuestro mar. Ahí es nada.
En fin, que los griegos tenían muchas formas de referirse a ese mar que San Isidoro bautizó como Mediterráneo y los árabes y los turcos llamaron después «mar de Rumelia«, en referencia a Rum, es decir, al imperio romano. Muchas formas en verdad. Pero es que siendo el mar un absoluto, las maneras de verlo solo pueden ser relativas, parciales y numerosas.

Nurture or nature.

Cada día me interesan más las abejas. Cada día menos los humanos. Todos los detalles de su forma de vida (de las abejas) me hablan de una solidaridad y cooperación que ya quisieramos ver en nuestra especie, por más que compartamos con ellas, se supone, el carácter eusocial. El de las abejas es un esprit de corp que incluso parece poner en cuestión las leyes de la evolución, puesto que las obreras de la colmena no se reproducen y eso a priori resulta un status insostenible a medio plazo desde el punto de vista evolutivo. Pero el hecho es que la reina, para quien trabaja el grueso de la colmena, es hermana o madre de todas las demás abejas, por lo que el llamado «conundrum» evolutivo que atormentaba a Darwin queda resuelto en términos de lo que Hamilton llamó «kin selection«, es decir, el fenómeno por el cual el individuo acepta sacrificar su propia reproducción si le consta que sus mismos genes se transmitirán a través de sus hermanos.
Todo en las abejas hace que la mandíbula se me desencaje una y otra vez por los gestos admirativos. Daré solo un ejemplo más: la abeja reina de la colmena es mucho más grande que el resto y, como es sabido, es la única que está a cargo de la reproducción en la colmena. Pero lo curioso es que desde el punto de vista de dotación genética, la reina no es una criatura especial respecto a las restantes abejas. En sentido biológico es idéntica a las demás. Lo único que la hace especial es la alimentación extra que recibe de las obreras.
Son por lo tanto las obreras las que hacen reina a la reina. No la estirpe ni nada parecido.
Ὁ ἔχων ὦτα ἀκουέτω !

Sputnik

El gobierno ruso ha llamado Sputnik a la flamante vacuna contra el Sars-Cov-2. Se explica en todos los medios que el nombre es un homenaje al primer satélite de la historia espacial, lanzado hace mas de medio siglo por la extinta URSS.
Puede ser. Pero yo estoy convencido de que el nombre del medicamento es un guiño al actual caudillo ruso, en la línea del populismo neofascista que nos aflige a los ciudadanos del mundo actual y contra el que no parece haber vacuna que valga. Me extraña que nadie vea lo que a mí me parece tan obvio.
Ocurre que sputnik significa en ruso compañero de viaje. Es palabra compuesta de la partícula s (con) y de putnik, que significa viajero-amigo, colega-que-viaja-conmigo. Se aplicó este término al satélite pionero porque, en cierto modo, el satélite que inseparable acompaña a la tierra por el cosmos viene a ser justamente algo así como un entrañable compañero de viaje.
Y ocurre también que Putin, en ruso, significa aproximadamente «el del viaje«, «el que hace o sigue la ruta«. Putin se deriva del ruso put, camino, vía. Esta palabra está relacionada, por cierto, con el griego pontos, con el mismo significado, si bien los griegos usaban preferentemente pontos para referirse al mar (sobre todo al Mar Negro, mira por dónde, al que llamaban Pontos Euxeinos), lo que sugiere hasta que punto aquel pueblo de marineros veía el mar como el camino por antonomasia.
En fin, no nos desviemos; que a mí me da que lo de Sputnik para la vacuna es porque alguien le ha querido hacer la pelota al conducator del Moscova. Sostengo firmemente que la vacuna salvadora (ya veremos) se llama así porque se la presenta como la compañera del viajero, o sea, la compañera del ínclito Vladimir Vladimirovich. La que viene con él. O gracias a él.
Ah, qué importantes son los nombres de las cosas…A veces más que las cosas mismas.

Días de Perros

Dicen que estas noches tan cálidas están siendo tropicales. Yo prefiero llamarlas caniculares, es decir, noches perrunas.
Con esta alusión canina, evocamos, como es sabido, a la constelación Canis Majoris, cuya estrella más brillante, Sirio, se deja ver muy bien en el firmamento de estos días de Agosto. Por eso los romanos sacrificaban perros en estas fechas, para propiciar así a los dioses y que el calor no apretase tanto como para dañar algunos cultivos. Tal vez de esos sacrificios viene la expresión «días de perros«.
Sirio, por su parte, significa caliente o soleado en griego («seiros«). Es palabra que debe derivar de seir, que es como llamaban al sol los griegos tal vez usando un término derivado del verbo hebreo sereh, brillar.
En esta época ardiente, el cielo nocturno no solo nos muestra al Perro, sino a las famosas Perseidas, esos meteoros que parecen venir de la constelación de Perseo. La gente suele interesarse por verlas y es tradición formular un deseo cuando alguna surca el cielo. Esto también tiene miga etimológica y es una costumbre que sin duda, como tantas, se remonta a los tiempos de nuestros antepasados grecolatinos. Porque ocurre que la palabra «deseo«, etimológicamente, no significa otra cosa que aspirar a librarse del destino marcado por los dioses. No olvidemos que las estrellas no son sino otras formas de los dioses, tal como nos recuerda Ovidio: Astra tenent coelestes solum formaeque deorum.
Así pues: desear, de-siderar…no es sino el optimista intento del mortal por librarse de lo prescrito por la sidus, por la constelación (Sirio, por antonomasia), por los dioses.
Y es que para los antiguos, los dioses no eran benignos precisamente. Mas bien gustaban de jugar con los mortales y castigar su orgullo y su presunción. Eludir sus designios era lo «deseable«.
La noción de un dios todopoderoso y a la vez benevolente, resultaba incomprensible en la antigüedad clásica. O todopoderoso o benevolente. Pero no ambas cosas a la vez.
Es el cristianismo el que aporta esa dualidad de atributos del Ser Supremo que resulta tan difícil de comprender.
Muy difícil, la verdad, especialmente en días como los que está viviendo el mundo ahora.
Días indeseables. Días fatales. Días de perros, propiamente, dicho sea esto con todo respeto hacia la admirable raza canina.