Estoy leyendo un libro interesante y ameno que trata de algo que está de moda: cómo la colonia bacteriana personal, particularmente la que habita en el sistema digestivo, influye en nuestra salud física en general y en nuestro estado anímico. El segundo de los capítulos del libro, escrito por Alanna Collen, se titula con la llamativa frase “toda enfermedad comienza en el intestino”.
Lo curioso es que otro de los libros que tengo (casi de forma permanente) al retortero en mi mesita de noche es el de los aforismos del fabuloso Lichtenberg. Ahí se puede leer que “en general se habla demasiado de la cabeza y el corazón, y demasiado poco del estómago, presumiblemente porque este está alojado en el piso de abajo; pero los antiguos lo entendieron mejor. Persio consideraba un sabio catedrático al estómago. Y ese (estómago) sabio, 1700 años después, seguro que sabe aún mucho mas…”
Es sorprendente la gran cantidad de ideas probadas por la ciencia que mucho antes de ser confirmadas fueron yo intuidas por las mentes de los genios…
Marta tiene, por razones personales, una relación con la cultura japonesa. A veces me habla de aspectos de la cultura nipona que yo desconozco, pues apenas he pasado un par de semanas recorriendo Japón. Y ¡ay, qué corto se me hizo aquel periplo!
Ayer, Marta me hablaba del concepto de “aceptación”, que al parecer es axial en la cultura japonesa. Me dice que los japoneses tienen muchas palabras distintas para expresar los diferentes sentidos de la aceptación.
Por ejemplo, “ukeireru” es la aceptación de una madre respecto a la conducta de su hijo.
O “uketumeru” que es una variante de “ukeireru”, para definir la aceptación de una explosión emocional o incluso violenta del hijo.
“Ukenagasu” es un término para expresar la idea de dejar hacer, dejar pasar…
“Kikinegasu” es lo mismo que “ukenagasu”, pero añadiendo un toque de sana hipocresía, como haciendo que prestamos gran atención a aquello que en realidad dejamos hacer y pasar.
“Juyo-Suro” es también aceptación; pero se refiere a la sumisión frente a la aculturación derivada de la occidentalización del Japón.
Marta me dice que tal vez esa cultura de la aceptación es la responsable de la felicidad de los japoneses.
–Tengo mis dudas–le replico–hasta donde yo sé, el actual Japón no es precisamente el paraíso de la dicha. La mayoría de los indicadores (suicidios, divorcios…) alejan a los japoneses en la cabeza mundial de la felicidad.
–Pero aceptar lo que nos viene seguro que es clave para no enloquecer…
–Non dubito quin, pero hay un tiempo para aceptar y un tiempo para rebelarse. La clave es cuándo hacer una cosa u otra. Tal vez el secreto es ser sumisos para aceptar el mundo y nuestra situación tal como es, pero al mismo tiempo ser rebeldes para intentar cambiarlo.
Y dicho esto, que suena muy bien, pero es dificilísimo de aplicar, le enseño a Marta, una foto que copié de la edición de The Guardian de hace unos días y que guardo en el iphone. Es la que aparece más arriba.
Marta ve la foto sin decir una palabra. No dice nada y reconoce el escenario y la situación. Ese cabello sin velo…Esa mujer sobre el techo del coche… Es una foto que debería ganar el premio Pulitzer.
Creo que Marta está a punto de llorar de emoción mirando la imagen en absoluto silencio. A mí me dan ganas. No volvemos a hablar de la aceptación.
Son estos unos días de muchas calabazas. Mercedes me pregunta por qué esta suculenta legumbre (que en realidad es una fruta o una baya grande, pues contiene semillas y nace de una flor) se relaciona con estas detestables celebraciones de lo siniestro y de la muerte.
–Tengo alguna idea, pero la verdad es que es asunto que no me interesa casi nada.
En cambio, respondo, lo que sí me interesa es encontrar la razón por la que los españoles usamos la expresión “dar calabazas” para referirnos a la contestación negativa de un posible amante ante el requerimiento de quien le corteja.
Hay quien dice que esto se debe a que en los monasterios medievales daban semillas de calabaza a los monjes, a fin de que calmasen su deseo sexual y sublimasen sus instintos. A mí esto me extraña un poco. No acabo de entender que las semillas de calabaza tengan ese presunto efecto anafrodisíaco. En realidad, la farmacopea moderna dice justamente lo contrario, por el alto contenido en zinc de este vegetal, que al parecer ayuda a mantener el vigor sexual. Es verdad, sin embargo, que las calabazas eran algo que se sembraba a menudo en los monasterios. En Pedralbes, por ejemplo, hay una zona importante del huerto monacal dedicado a las calabazas. Puede haber una cierta relación de metonimia por contigüidad.
–Claro, y además, las calabazas vienen de América. Así que no tiene mucho sentido ese pretendido uso en los monasterios medievales…
–Cuidado. Es verdad que algunas variedades de calabazas provienen del Nuevo Mundo, pero otras variedades se conocen desde la antigüedad grecolatina. Anchuroso es el universo de las cucurbitáceas… Basta evocar la imagen de los peregrinos medievales a Compostela, que llevaban junto a su cayado la consabida calabaza en forma de botella (esto es, la calabaza de la variedad a la que los romanos llamaban lagenaria, de lagena, botella o frasca en latín.
Los griegos llamaban a la calabaza “kolokunza” (de kolon, alimento) y es posible que este término sea el que está detrás de nuestro vocablo, cuya etimología no es clara. También existe en el Dic. de la Rae la palabra “abobra”, para definir al mismo vegetal que llevaban los peregrinos. Este término lo encontramos en San Isidoro, aunque en la forma “abobora” (como calabaza en portugués) que es palabra derivada del griego “apópora” (retorcida, por la forma en la que crece la planta), con el que los antiguos se referían a las calabazas usadas en los ritos de fecundidad, por razones visualmente obvias.
–Muy bien, pero nos hemos desviado del tema. Estábamos en descubrir por qué “dar calabazas” es sinónimo de rechazar a un posible amante.
–Pues mira por dónde, yo no lo tengo nada claro. Ya te digo que no me creo esa patraña de las semillas anafrodisiacas. Así que no se me ocurre cuál puede ser la razón. Y lo curioso es que, hasta donde yo se, esta relación de la calabaza con el rechazo solo se da en España y en…Ucrania.
–¿En Ucrania?
–Así es. No tengo certeza de un sentido parecido al español en Italia, Francia o Alemania. Sin embargo, los ucranianos dicen lo mismo que nosotros. Se dice dar “garbús”. Garbús es calabaza en ucraniano: гарбуз, igual que sandía en ruso; por ello, a todo ruso que pida a un ucraniano sandía, ocurrirá que le darán, en el mejor de los casos, calabazas…Tiene su gracia.
–Así que en ucraniano también…entonces debe haber alguna razón…
–Sí. Pero no la conozco. Y ¿sabes? Puedo sobrevivir sin saberla. Le doy гарбуз a la pregunta.
Nos disponemos a cenar en un sencillo restaurante de la Sierra.
Miro la carta y no acabo de decidirme.
Yo me tomaría una sopa, pero ya estoy acostumbrado a no encontrar sopas en los menús de los restaurantes.
Esta ausencia me parece intolerable.
Yo tengo dicho que el mundo se divide en dos tipos de personas.
Por un lado, los bocadilleros, que son todos potencialmente asesinos en serie.
Por otro lado los soperos (como yo) que somos en general personas de gran sensibilidad y buenos sentimientos…
Hay que movilizarse a favor de las sopas y los caldos (debemos hacer la distinción, pues la sopa, como su etimología indica, tal vez del latín sugere, chupar, es más bien «pan que se moja» o «pan mojado», mientras que el caldo es algo que meramente se bebe).
Señalemos que, además, las sopas y caldos son comida muy apropiada, por lo económico y austero, para los tiempos duros que se avecinan (recuerdo haber leído que durante la Segunda Guerra Mundial, el gobierno inglés se esforzaba muchísimo en divulgar el consumo de sopas y caldos de verduras entre la sufrida población).
Si es preciso, debemos ofrecer sólidos argumentos teológicos. Como es sabido, el relato evangélico nos dice que el nazareno gustaba de la sopa, ya que se nos explica que, al menos en la Ultima Cena, el Redentor mojaba el pan en caldo.
Así es, en San Juan leemos que Jesús, “moja” un trozo de pan (βάψω τὸ ψωμίον). Nótese por cierto que ese “bapso” griego es un forma del verbo “bapto”, sumergir algo en líquido, de aquí baptismo y nuestro “bautizo”),
Después de bautizar ese pedazo de pan en caldo, nos sigue diciendo el evangelista, Jesús se lo ofrece a Judas para que lo coma, y es al ingerir ese bocado cuando, al parecer, Satanás entra en el alma del apóstol deicida…
Para mí no cabe ninguna duda que esto tiene relación con el hecho de que, en la Ultima Cena, el Iscariote no estaba tomando sopa y era preciso que algún otro comensal le ofreciese el pan mojado en ella…Clarísimo.
En fin, teología aparte, el hecho de que en estos procelosos tiempos, las sopas parezcan haber sido proscritas de los restaurantes es, además de muy criticable, paradójico.
Es paradójico porque los restaurantes nacieron precisamente como lugares en los que, principalmente, se servía sopa.
Verás, amable lector: en los años previos a la Revolución Francesa, las tiendas de alimentación orientadas a la gente humilde estaban sometidas a un océano de impuestos y restricciones legales. Esto hizo surgir un tipo de establecimientos destinados a proporcionar alimentos “restauradores” para los sufridos estómagos de las clases altas, en la confianza de que esos negocios se beneficiarían de una mayor permisividad. Muy astuto.
Y así fue. Florecieron en la capital francesa algunos locales en los que se ofrecían, a precios altos, preparados alimenticios con ciertos supuestos beneficios, digamos, terapéuticos, entre los que destacaban los consomés de carne y otros caldos (también huevos, cremas y valiosas conservas).
Esos alimentos eran denominados “restaurants”, esto es “restauradores”. Así se indicaba en el Dictionnaire de L’Académie française, que definía “restaurant” como un “aliment qui restaure, que donne des forces”, y en particular “un consommé fort succulent, un pressis de viande”.
Conforme a una obvia metonimia, aquellos establecimientos de París que servían restaurants acabaron denominándose precisamente restaurants.
¡He aquí la lacerante y paradójica injusticia de la desaparición de las sopas en nuestras actuales casas de comida…!
En fin, recién venidos al mundo, comenzamos alimentándonos con el nutritivo líquido tibio que nos ofrece el pecho materno.
Y en las horas finales, cuando ya no tenemos dentadura, nos alimentamos con potajes y purés.
La vida es entonces un simple y confuso paréntesis entre dos sopas.
Un amigo me manda un mensaje aludiendo al celebérrimo Gato de Schrodinger.
Le respondo que es muy curioso lo que pasa con este topos de la cultura popular moderna.
Porque lo cierto es que Schrodinger concibió ese experimento mental tan solo para mostrarle a Einstein (con quien se estaba carteando) lo absurdo de la llamada interpretación de Copenhague de la Teoría Cuántica (la establecida por Bohr y Eisenberg entre otros…) que convierte al observador en el verdadero responsable del colapso de la función de onda (¡el observador, sí, y ya se trate de un observador humano listo, un humano tonto o incluso de una zarigüeya, que es criatura muy observadora…!)
Sorprendentemente, con el tiempo, la gente ha llegado a pensar que esta jocosa barbaridad sobre el gato que está vivo y muerto a la vez es algo real y no una simple reducción al absurdo. Y encima se señala a Schrodinger como avalista del disparate. ¡A Schrodinger, que precisamente fue quien imaginó la jocosa reducción al absurdo!
Lo cual demuestra no que un gato puede estar muerto y vivo a la vez, lo que es obviamente imposible, sino que alguien puede pensar una cosa y el resto de la gente atribuirle exactamente la contraria. Y no pasa nada.
Escucho en la radio el gran jaleo que se ha armado porque el país vecino ha denominado “presidios” a las ciudades autónomas españolas del norte de Africa.
En realidad, no hay razón para el enfado. Esas ciudades son, en sentido propio, presidios. Porque presidio indica, etimológicamente, un puesto avanzado en la expansión de un poder territorial; un puesto susceptible de ser fortificado para guarnecer soldados o refugiar a los civiles que participan en el proceso de expansión,
La palabra original es la latina praesidium. Ahí vemos “prae”, que nos indica anticipación o adelanto; luego vemos “sidium”, que está derivado de sedere, asentarse. Los que hayan estudiado latín recordarán sin duda que los amenos relatos bélicos de Julio César aludían a menudo a los “praesidiums” (“Ibi praesidium ponit”: estableció allí un puesto avanzado, leemos casi nada más empezar la Guerra de las Galias).
Ocurre que los presidios o fortalezas avanzadas acaban siendo lugares idóneos para encerrar al personal que el tirano o conquistador no quiere tener cerca. Lugares perfectos para la represión. Y esto demuestra la sabiduría del idioma. Hay toda una metáfora en la evolución del significado.
Toda conquista militar lleva dentro la semilla de la opresión. La Historia lo demuestra una y otra vez.
A unos metros de mi club de ajedrez, en la calle empinada que tiene el lírico nombre de Molino de Viento, me encuentro con esta pintada. Me quedo parado mirándola.
Se diría que la ingeniosa versión de la frase de Dante viene a ser un mensaje positivo, estimulante…
Pero a mí me parece equívoco. Incluso, turbador.
Necesitamos abrazar la esperanza cuando sentimos que la desdicha nos acecha. Así que esperanza y desdicha son compañeras inseparables.
“No hay esperanza sin llanto”, dejó dicho Spinoza, adaptando una máxima de Fedro que relacionaba la esperanza frustrada (la “delusa spes”) con el llanto. Y quien espera, desespera, dice la sabiduría popular…
Sí. Yo tengo muchas dudas sobre el valor de esperanza e intuyo su insidiosa relación con nuestro infortunio. Porque no pocas veces la esperanza es la antesala de la decepción. Y la decepción es lo más devastador para nuestra felicidad. Hay psicólogos convencidos de que la esperanza es la primera causa de suicidio, precisamente porque es la esperanza la que pavimenta el camino hacia la decepción.
Quizá la esperanza es más un vicio que una virtud. Por de pronto, así lo veían los griegos, desde Hesíodo hasta los estoicos. En el mito de Pandora, la esperanza es inequívocamente uno más entre los muchos males que los dioses envían a los mortales.
Tal vez, solo cuando ha sido proscrita la esperanza y ha resultado cancelado el miedo, el hombre puede aspirar a ser feliz. “Nec spe, nec metu”, era la divisa de Walt Whitman, inspirada en la de Isabella D’Este, aquella fascinante dama renacentista de la corte mantuana. Ese lema es un sabio y contundente programa vital que también uso Ezra Pound y que proviene de Séneca. El sabio cordobés, en una de sus cartas, cita a Hecato de Rodas y su convicción de que no hay diferencias entre el miedo y la esperanza: ambas son el anverso y el reverso respectivamente de una misma cosa.
Vivimos en un mundo que se obstina en infundirnos vanas esperanzas. A cada paso. Puede ser la charlatanería de un político. O el artificio de un publicitario. O una simple pintada pintada callejera. Pero, ay, la vida no responde casi nunca a esas esperanzas. De modo que el secreto para evitar la ansiedad y la angustia quizá sería aceptar la vida tal cual es, nec spe, nec metu. Sin miedo. Y sin esperanza.
–¿No estás siendo un tanto fatalista? ¿Vas a decirme ahora que la desesperanza es compatible con la felicidad?
–La felicidad y la ausencia de esperanza, llámala desesperanza si gustas, pueden ir de la mano porque ambas son deux filles de la même terre, como diría Camus. Y algo parecido creo recordar haber leído en Comte-Sconville.
Cuando no esperamos demasiado del mañana es cuando podemos concentrarnos en cuidar del hoy. “Hay vida antes de la muerte”, rezaba una genial pintada del 68. Lo sintetiza todo.
Aprender a vivir sin necesidad de abrazar esperanzas es aprender a ser feliz.
Después de todo, el mensaje que nos deja el mito de Pandora puede no ser otra cosa que hacernos saber que la esperanza es simplemente lo único que permite que los seres humanos sufran indefinidamente…
Esta mañana, leo en el periódico un artículo sobre Patti Smith, que inaugura una instalación visual en el Pompidou. El titular reproduce una frase de la cantante en la que ella señala que el nacionalismo es lo peor que le puede pasar al mundo.
Cuánta razón tiene Smith. Porque vivimos en un odioso despertar de la serpiente nacionalista. Apesta a nacionalismo por todas partes. Apesta en Italia, donde los Fratelli han conquistado el poder de la noche a la mañana con el consabido y siempre eficaz en cualquier idioma, “prima gli Italiani”. Apesta en Rusia, donde la población (mayoritariamente) acepta con alegría que lleven a los padres de familia al matadero para inmolarse en el altar de la Madre Patria. En Estados Unidos, con los locos del MAGA. En España, con los majaderos (y majaderas) empeñados en contrarrestar con torpes manipulaciones históricas la llamada leyenda negra (que también nació desde otro nacionalismo, el de los anglosajones y holandeses…) En fin, aceptemos que también apesta en Francia, donde se avecina un cambio como el italiano, lo cual tiene su lógica porque los franceses han sido los verdaderos inventores de la idea nacionalista, en un arco conceptual que va desde Juana de Arco a De Gaulle, pasando por el Rey Sol, los Napoleones o Ernest Renan, el primero en elevar la vulgar pulsión nacionalista a la categoría de doctrina, lo que inspiró a los nacionalistas germanos en su periplo hacia la Gran Guerra y la Shoah.
Hablo de esto con una amiga que lo ve de distinta manera. Me dice que una cosa es el nacionalismo, que es malo según ella, y otra el patriotismo, que es harto loable…
Bueno, yo no alcanzo a ver la diferencia entre esos dos conceptos. Me da que son objetivamente iguales. Solo cambia la actitud o posición de quien usa uno u otro. Esto se da en otros ámbitos. Cambiar las palabras ayuda mucho a hacer malabarismo con las ideas.
Por ejemplo, lo que para uno es libertad, para otro es libertinaje. Hay muchos más ejemplos.
¿Qué es el patriotismo?
Pues muy sencillo; el nacionalismo es el simplemente el patriotismo del otro.