El Agujero inacabable.

La tristísima actualidad del rescate del niño atrapado en el fondo del estrecho pozo, evoca el cuento de Carroll. Es inevitable.
En un pasaje clave, Alicia cae por un pozo profundísimo, y mientras va cayendo, tiene ocasión de tender la mano y coger un tarro de mermelada. No parece fácil hacerlo cuando uno se desploma vertiginosamente… El lector no avezado no presta mucha atención a detalles como este del tarro, en los que ve tan solo el juego literario. Y sin embargo, son esos detalles los que están llenos de interés científico.
En la época en la que Carroll escribe Alicia, existe un interés por saber si los avances técnicos podrán hacer posible un agujero tan largo que permita caer hasta el centro de la Tierra y, eventualmente, seguir hacia el otro lado, para salir por las antípodas. Aparecían novelas populares como la de Verne, que acercaban el asunto del agujero terráqueo al gran público. También se escribían obras de alta divulgación al respecto como las de Camille Flammarion, que a su vez, continuaban la tradición de pensamiento sobre el enigma del “agujero inacabable”, en torno al cual ya habían reflexionado Plutarco, Francis Bacon, Galileo o Voltaire.
En realidad, Galileo ya había dado las claves del “puzzle”. En su «Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo”, ya explicó que el incremento de gravedad debe implicar un aumento de la velocidad en un cuerpo sin resistencia. Es decir, un objeto que caiga por el agujero interminable, verá incrementada sin cesar su velocidad de caída hasta llegar al centro de la Tierra (aunque el incremento será cada vez menor, hasta hacerse cero justo en el exacto centro de la Tierra, donde la aceleración gravitacional debería anularse).
Ahora bien, una vez que el objeto ha llegado al centro de la tierra, dada su enorme velocidad final (30.000 kms/hora), no habrá razón para que no prosiga su “caída”, hasta el otro lado del globo. Iniciará entonces un proceso inverso en el que la velocidad irá disminuyendo hasta hacerse nula justo en el momento de llegar a las antípodas. El tiempo total del viaje por el agujero interminable se puede calcular (descartando fricción, rozamiento, etc…) y es exactamente de 43 minutos. Esa duración es constante, curiosamente, sea cual sea el “taladro” que hagamos en el globo. Si entramos por una parte y salimos por otra, la duración siempre será de 43 minutos, por extraño que parezca.
Esa inexorable reducción de la velocidad en la segunda parte del viaje interior a través del globo es la que permite a Alicia coger tan tranquilamente el tarro de mermelada. Ningún problema para hacerlo cuando la velocidad ha descendido suficientemente.
Esto es solo un ejemplo de las infinitas claves lógicas y científicas que Carroll puso en su aparentemente inocente obrita (que por cierto, es el texto más citado en los libros de economía). Releerla y sumergirse en su mundo mágico puede ser una buena solución para evadirse algunos instantes de las tristezas de la actualidad.

Baltasar(a).

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En estas pasadas Navidades, no se ha producido mucho debate sobre la presencia de la mujer entre los magos de oriente. Todo lo contrario de lo que ocurrió hace un par de años. Se va asumiendo el asunto, al parecer.
Creo que fue en el 2015 cuando hasta el Financial Times (!) se hizo eco de este animado debate en Madrid en torno a la reina maga. Ese prestigioso medio veía ahí un ejemplo de las contradicciones a las que está condenado ese movimiento o plataforma que aspira a la transversalidad, es decir, a explotar todas las palancas del populismo, aunque muchas de ellas sean contradictorias entre sí. La razón populista de Laclau acaba conduciendo a la sinrazón misma. Si se acepta el populismo y la articulación de toda clase de reclamaciones al sistema como vía para llegar al poder, se penetra en una selva de contradicciones que acaba por implosionar a los populistas mismos.
En fin, volviendo al tema, para justificar la presencia femenina entre los magos de oriente, y conciliar tradición con ideología de género, alguien del equipo municipal divulgó entonces una tabla flamenca que reproducía la Adoración de los Magos. Era una pintura en la que se apreciaba un Baltasar con inequívoco aspecto de mujer.
En realidad, la pintura era una tabla de un anónimo pintor de Amberes, expuesta en Palermo, que constituye una de las decenas de variaciones menores sobre una conocida obra maestra de Pieter Coecke van Aelst, en cuyo taller seguramente trabajaba el anónimo autor. Esta tabla es realmente la única “Adoración de los Magos” de la Historia del Arte en las que uno de los Reyes es, objetivamente, y sin lugar a dudas, una mujer.
Aunque esta obra es una rareza, lo que sí es cierto, es que muchísimos “baltasares” de la Historia de la Pintura han sido reproducidos como figuras afeminadas. Hay innumerables ejemplos de estos sorprendentes reyes magos con ropas de mujer y pendiente en la oreja (un hermoso ejemplo entre miles podría ser el tríptico de Jacob Cornelisz van Oostsanen que aquí reproduzco, donde un tercer rey mago de labios decididamente sensuales y adornos y ropajes de mujer parece que incluso está en estado avanzado de buena esperanza…). Además, hay verdaderos precedentes directos y explícitos de la tabla de Palermo, como la Adoración que forma parte de las Trés Riches Heures du duc de Berry, en la que vemos mujeres “sabias” adorando a María y al Niño al modo de los Magos o la Heilige Sippe del Tríptico de Ortenberg, en la que tres “Reinas Santas” se postran ante la Sagrada Familia. Todos estos precedentes pueden reconducirse a la voluntad de significar que no solo son los varones los que se someten a Jesús, sino también las mujeres.
El fenómeno de las «Baltasaras» tiene que ver, más bien, con una cierta visión de la juventud y la adolescencia en el Quattrocento y el Cinquecento. Recordemos la tesis de Roland Barthes en el sentido de que “en el mundo de la moda, los dos sexos tienden a uniformarse bajo un signo único (…) el de la juventud”. Y este pensamiento de Barthes es algo que cualquiera puede comprobar con el simple acto de abrir una revista o incluso acudir a una película donde los protagonistas son manifiéstamente andróginos. Adicionalmente, la feminización de Baltasar tiene mucho que ver con un interés de los artistas por buscar una cierta compensación estética a la masiva presencia masculina y blanca en la Adoración (los otros dos magos barbudos y el no menos barbudo San José) y abrir nuevos espacios para la expresión del talento pictórico. Siguiendo la tradición de pintar «Baltasaras», el pintor estaba haciendo uso de una coartada que le permitía mostrar sus propios criterios estéticos respecto a la elegancia en el vestir y en los adornos.
En fin, podríamos decir, siguiendo a Trexler, que en esencia, los Reyes Magos serían solo dos, siendo el tercero siempre un complemento o contrapeso circunstancial: un negro exótico (desde el XV, con la primera exploración europea de Africa, o un joven/afeminado, vestido a la moda, a partir de los prolegómenos esteticistas del Renacimiento).
No hay nada ni de lejos similar a los Reyes Magos en cuanto símbolo capaz de haber permitido a los cristianos, y a Occidente en general, formar y reformar su propio orden social, cultural y político (y hasta estético), a lo largo de los siglos. Es un proceso larguísimo que comienza en el siglo V, cuando los magos sustituyen a los pastores en la iconografía del Nacimiento, sancionando la tesis paulina en el sentido de que la verdadera legitimación del Hijo de Dios debería provenir de los gentiles, no de los judíos.
Durante toda la Edad Media, desde la coronación de Carlomagno en Santa María la Mayor, en el 800, justo bajo una tabla de la Adoración, los Reyes Magos fueron la expresión más inmediatamente comprensible por el pueblo de la idea del Poder y de su legitimidad. La canonización de Carlomagno, en Aix la Chapelle, en 1165, se produce en los mismos días en los que Colonia recibe las reliquias de los Reyes Magos. Enrique VII de Alemania, el Rex Romanorum, viaja a Italia para afirmar en Milán su poder imperial, y celebra su ceremonia justamente el día de Reyes. Y la extraordinaria eclosión de pinturas en torno a la Adorazione o la Aanbidding, durante el siglo XV y XVI, tanto en Italia como en Flandes, está relacionada directamente con una visión de los Magos como trasunto de los acaudalados burgueses o ricos comerciantes de la época (incienso y mirra son por cierto las especies que en la Biblia se atribuyen precisamente a los mercaderes…).
Los Reyes Magos, iconográficamente, y siguiendo a Jacques Le Goff, no deben verse solo como viajeros que abren caminos, sino como auténticos ingenieros sociales (la expresión no es mía sino de Trexler) que van construyendo en cada tiempo un nuevo orden, transformando paulatinamente el pesebre de Belén en cuna de la Humanidad entera.
Por lo tanto, querido lector, no es ni mucho menos asunto menor este tema de la cabalgata de los magos. Cada año, ocasionará un debate social diferente. Lo iremos viendo.

Cry me a river.

Hace tiempo que no vemos a algún preboste o prebostillo llorar, como lo hizo en una célebre aparición televisiva Obama. Y es raro. Después de todo, sunt lachrimae rerum et mentem mortalia tangunt, es decir, hay abundantes cosas que son apropiadas para hacer llorar y conmover el alma de los hombres, como nos recuerda Virgilio.
En toda época, los héroes reales y mitológicos, e incluso los dioses, han llorado en abundancia. ¿Cómo no han de hacerlo los políticos, esos aprendices de héroes o dioses?
Una tabla cananea del XIV a.c, encontrada en Ugarit, nos refiere el llanto más ancestral del que hay constancia, que es el llanto del dios semítico Baal por la muerte de su hermana y amante Anat. También en la mitología egipcia, y en parecida situación, llora Osiris. Por su parte, los dioses mesopotamios Marduk y Tamuz lloran a menudo. Y el héroe/rey mesopotámico Gilgamesh solloza sin cesar por la pérdida de su amigo Enkidu; lo hace durante siete días seguidos…
En la Biblia, vemos llorar a David por la muerte de Absalón. Abraham llora cuando Sara ha muerto. José llora cuando se encuentra con Benjamín. Jesús llora por la muerte de Lázaro. En el Libro de las Lamentaciones, el autor lamenta la destrucción de Jerusalén por Nabucodonosor II diciendo: “de mis ojos fluyen ríos de lágrimas, y seguirán fluyendo hasta que el Señor del Cielo mire abajo y vea esto”.
Y no digamos entre los griegos. Aquiles llora sin consuelo la muerte de Patroclo (y también llora lleno de humanidad en su fascinante encuentro con Príamo, que le acompaña en el llanto). Agamenon llora al abrazar a Ulises en el país de los Muertos. Y este último se pasa llorando (“como una mujer”, nos dice Homero) los diez años que dura su retorno al hogar. Llora Ulises avergonzado ante la asamblea de los Feacios. Y también llora cuando llega a Itaca y su ama de cría le reconoce (de hecho le reconoce precisamente porque al llorar, el héroe se delata).
Los héroes de todas las mitologías y tradiciones lloran. Roldán, el héroe de la canción de gesta carolingia, llora frecuentemente. Al igual que lo hace Carlomagno, precisamente ante el cadaver de Roldán. Llora desconsoladamente Amadis de Gaula, tal como nos refiere Don Quijote, en uno de los capítulos de Sierra Morena. Lloran los personajes de la épica japonesa, como el guerrero Korimori, el de los Cuentos de Heiki. También llora el monje budista Soney o el héroe nipón Ho-o. Incluso lloran nuestros mitos cinematográficos como Marlon Brando en Un Tranvía Llamado Deseo, James Dean en Rebelde Sin Causa o Russell Crowe en Gladiator. Hasta los personajes más macho de las pantallas lloran, cuando se presenta la ocasión propicia, como lo hacen Rocky o Rambo (en cambio, no me consta que hayan llorado John Wayne o Clint Eastwood, alexitímicos sin remedio).
También se ha visto llorar a los líderes un país y una cultura de la contención emocional como los Estados Unidos, como es el caso mencionado de Obama. El General Grant lloró en público después de la batalla de Shiloh. Lee también lloró. Igual que lo hizo Lee. Lo mismo que Abraham Lincoln. Lo mismo que Theodore Roosevelt. Hemos visto llorar a Carter. Hemos visto llorar a Reagan. Hemos visto llorar a Bush padre. A Bill Clinton. Y también hemos visto llorar a Schwarzkopf, el de la Tormenta del Desierto. Es una dilatada serie de antecedentes de lloriqueo de prohombres norteamericanos. Es una serie bien notoria, que no deja de hacer un tanto sospechosas aquellas lágrimas de Obama, al inscribirlas en una tradición muy acendrada que sin duda el entonces Presidente conocía a la perfección. El inquilino de la Casa Blanca debió tener perfectamente presentes todos esos llantos excelentes, incluso el de Thomas Jefferson que también se sabe que lloró, aunque en su caso fuese por un asunto relacionado no con campos de batalla cubiertos de cadáveres sino con los líos amorosos con una de amante francesa.
Todos esos llantos prebostiles ¿han sido reales o artificiales?
En todo llanto existe un elemento finalístico más o menos significativo. Lloramos por algo. Pero también lloramos para algo. Es un dato de nuestra realidad antropológica. De hecho, el llanto es un buen candidato a ser considerado la piedra de toque de nuestra condición humana. No lloran ni siquiera los simios (pero sí los elefantes). Y lo interesante es que es un llanto que rara vez tiene lugar en soledad. Nuestras lágrimas se desbordan casi exclusivamente cuando estamos en presencia del otro. Somos, como especie, el zoon-politikon-que-a-menudolloriquea.
La historia de la literatura y el pensamiento universal está llena de referencias al llanto instrumental, a las lágrimas que se hacen brotar a discreción, con mayor o menor sinceridad, a fin de enternecer el corazón ajeno. Es, ciertamente, una simulación que normalmente se atribuye al sexo femenino (debe contar el hecho de que, según una investigación, las mujeres lloran 4 veces más frecuentemente que los hombres) . “Cuando una mujer llora”, decía Catón el Joven, «construye con sus lágrimas una trampa”. El pajarito que se ha escapado de su jaula, en el conocido soneto de Lope, vuelve a su prisión al ver llorar a la dueña (“que tanto puede una mujer que llora” nos dice Lope en el último terceto). “¡Demonios y más demonios!”-exclama Otelo ante las lágrimas de Desdémona-“¡si la tierra pudiese ser inseminada con el llanto de mujer que cayese sobre ella, de cada lágrima surgiría un cocodrilo”. El irascible personaje de Shakespeare hace alusión aquí (injustamente, por cierto) al fenómeno conocido desde tiempo inmemorial según el cual el cocodrilo, al abrir las mandíbulas para devorar a su víctima, presiona de paso sus anchurosos conductos lagrimales y llora copiosamente…
¿Son las lágrimas de los políticos lágrimas de cocodrilo? ¿Quién soy yo para decirlo? Pero algunos casos son obvios. Yo vi con asombro llorar como una Magdalena ante las cámaras, el día del óbito del Dictador, al que fue crudelísimo fiscal en los peores tiempos de la Guerra Civil. Cry Me a River le daban a uno ganas de cantarle al muy fantoche. I cry a river, over you.

La pasión por el cambio.

Dicen los periódicos que estos tiempos son tiempos de cambio. Que la gente quiere cambiar. Exige cambiar. Yo lo entiendo. Pero no solo por las circunstancias que vivimos. En realidad, el ansia de cambio es una clave antropológica para comprender al ser humano. La criatura que somos se caracteriza por la convicción, no siempre acertada, de que el futuro ha de ser necesariamente mas favorable. Y que por lo tanto, el cambio será positivo. Tal vez el hombre medio es un animal optimista por naturaleza. Y ser optimista, esencialmente, es pensar que los cambios son, por lo general, a mejor.

Hablo de esto con un buen amigo y le planteo un juego mental que se relaciona con nuestro afán intrínseco de cambiar. Es muy sencillo. Tiene la forma de un concurso televisivo. Del estilo de aquel famoso 1,2,3 responda otra vez. El presentador le ofrece al concursante la elección entre 2 sobres cerrados. Le indica que en ambos hay billetes. Pero en uno de ellos, la cantidad es el doble que en el otro. No indica en cambio el presentador cuáles son las cantidades. Se limita a decir que un sobre contiene el doble que el otro. 

Cuando el concursante elige uno de los sobres, comprueba que contiene 1000 euros. En ese momento, el presentador, le ofrece al posibilidad de cambiar. El concursante piensa un poco y seguidamente acepta el cambio. Deja los 1000 euros y pide el otro sobre.

¿Ha hecho bien el concursante en cambiar el sobre por el que inicialmente optó? El sentido común, la razón y la lógica nos dice que no tiene sentido el cambio. No hay razón para hacerlo.

Sin embargo, la forma en la que razonó es esta: «Tengo 1 posibilidad sobre 2 de que el otro sobre contenga 2.000 euros y que por lo tanto gane 1.000 euros», piensa, «por contra, también tengo 1 posibilidad entre 2 de que el otro sobre contenga 500 euros y por lo tanto pierda 500 euros, así que siendo la probabilidad igual en ambos casos, optaré por el cambio, ya que es más lo que puedo ganar de lo que puedo perder, es decir, puedo ganar 1000 euros, mientras que solo puedo perder 500, con igual probabilidad para ambos supuestos».

Esta divertida paradoja, que ha generado mucha literatura y que, curiosamente, no está del todo resuelta, es todo un símbolo del amor del hombre hacia el cambio. 

Más allá de un supuesto como el del concurso y el concursante, el ser humano siempre tiende a creer que, en relación con el cambio, es más lo que se puede ganar que lo que se puede perder. Esta convicción está en nuestro DNA y hasta cierto punto es el motor de la Historia.

Por contra, el pesimismo no es otra cosa sino el escepticismo sistemático respecto al cambio. «¿Tu eres optimista o pesimista?», me pregunta mi amigo, que se ha quedado muy meditabundo con la paradoja de los dos sobres. «No lo tengo claro», le respondo, pero me siento identificado, hasta cierto punto, con un fascinante párrafo, lleno de interrogaciones, de Nietzsche en El Nacimiento de la Tragedia (obra por cierto cuyo título completo es «El Nacimiento de la Tragedia; el pesimismo en el helenismo». Nietzsche, ya se sabe, imputaba a Socrates y a Platón un sentimiento antitrágico, un optimismo apolíneo esencial, apoyado en el extremismo de la Razón y la fé en la Ciencia.

Terminemos este post con ese párrafo completo del maestro de la sospecha: 

«¿Es el pesimismo necesariamente un signo de decadencia, de degeneración, de fracaso, de instintos cansados y debilitados como ya lo fue en los indios y como parece a todas luces en nosotros, los hombres «modernos» y europeos? ¿Existe un pesimismo propio de la fortaleza? ¿Existe una predisposición intelectual a la dureza, al horror, al mal, al hecho enigmático de existir, que hunde sus raíces en una salud desbordante, en una existencia plena? ¿Existe tal vez un sufrimiento derivado de ese mismo exceso de plenitud? ¿Existe una valentía experimental intrínseca a la mirada más acerada, esa misma que exige lo terrible como enemigo, el digno enemigo con el que uno mide sus fuerzas y gracias al cual aprende a saber lo que es el miedo? ¿Qué significado posee, justo en la mejor época, la más poderosa y mas valiosa de los griegos, el mito trágico? (…) ¿Acaso la voluntad epicúrea contra el pesimismo no sería más que la cautela de quien sufre?…»

Campechanía

¿Es campechano el monarca español? Al parecer sí, aunque en menor grado que su padre o su abuelo.

La campechanía viene siendo una cosa muy borbónica. Desde comienzos del XVIII, los borbones hispanos, cada uno a su estilo y según su época, marcaron diferencias con los habsburgos, que llevaban la altanería y el protocolo hasta lo demencial. Los borbones pusieron de moda la actitud campechana como suprema prueba de elevada dignidad.

Esto lo intuyó muy bien Cervantes en un pasaje de El Quijote. Caballero y escudero son huéspedes de unos humildísimos cabreros, que les invitan a comer. Don Quijote se acomoda en un comedero de madera vuelto del revés, junto a Sancho. Y así le dice: «Porque veas, Sancho, el bien que en sí encierra la andante caballería y cuán a pique están los que en cualquiera ministerio de ella se ejercitan de venir brevemente a ser honrados y estimados del mundo, quiero que aquí a mi lado y en compañía de esta buena gente te sientes, y que seas una misma cosa conmigo, que soy tu amo y natural señor; que comas en mi plato y bebas por donde yo bebiere, porque de la caballería andante se puede decir lo mismo que del amor se dice: que todas las cosas iguala«.

Fantástica definición cervantina de la «campechanía», con el sarcasmo y la ironía que son propios de un maestro de la vida como Don Miguel. Y no menos admirable es la respuesta de Sancho a la «democrática» actitud de su amo. Una respuesta que revela el sabio escepticismo y hasta la sospecha que debe promover siempre en el débil la pose campechana del poderoso: «¡Gran merced!-dijo Sancho-, pero sé decir a vuestra merced que como yo tuviese bien de comer, tan bien y mejor me lo comería en pie y a mis solas como sentado a la par de un emperador (…) así que, señor mío, estas honras que vuestra merced quiere darme por ser ministro y adherente de la caballería andante, como lo soy siendo escudero de vuestra merced, conviértalas en otras cosas que me sean de más cómodo y provecho, que éstas, aunque la doy por bien recibidas, las renuncio para desde aquí al fin del mundo».

En realidad, ni siquiera Don Quijote mantiene en el tiempo esa campechanía del capítulo de los cabreros, pues, poco más adelante en la obra, con ocasión de la aventura de los batanes, el amo se da cuenta de que ha ido demasiado lejos al dar confianzas a su escudero. Don Quijote, le dice a Sancho que los escuderos siempre han de tratar con respeto y distancia, casi reverencial, a sus señores. Y pone varios ejemplos, claro. Nos habla de Gandalín, el escudero de Amadís de Gaula, que siempre hablaba a su señor con la gorra en la mano, inclinada la cabeza y doblado el cuerpo…También menciona Don Quijote a Gasabal, el escudero de don Galaor, que fue tan prudente, discreto y callado que solo se le nombra una vez en la afamada historia…

De todo lo cual se deduce que la campechanía no siempre cuela y que además no es muy sostenible en el tiempo. Don Quijote le aclara las cosas de una vez por todas a Sancho, que parece haberse tomado demasiadas confianzas, y le informa que debe actuar con menos familiaridades, o de lo contrario lo lamentará: «…has de inferir, Sancho, que es menester hacer diferencia de amo a mozo, de señor a criado, y de caballero a escudero. Así que de hoy en adelante nos hemos de tratar con más respeto, sin darnos cordelejo, porque de cualquier manera que yo me enoje con vos, ha de ser mal para el cántaro.»

De modo que Don Quijote se desdice de su declaración de campechanía y vuelve sobre sus pasos, tal vez por eso el monarca actual, y no digamos su altanera cónyuge, han renunciado a los gestos campechanos, simpaticotes, del anterior soberano.

Terror

  
Es verdad que hay pocos placeres más intensos que el despertar de una pesadilla. ¿Será por eso que nos gusta el cine de terror?

Desaparición.

 

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Me llama la atención escuchar a la dueña de esa viejita golden retriever que algunas mañanas se cruza con Mao y juega un poco con él, decir, con tristeza, que nunca más volverá a tener otro perro, para evitar el dolor de su desaparición. Pero yo no lo comparto. Es como si el miedo de perder cualquier cosa que amamos nos disuadiese de amar todo lo que amamos.

Più papisti del Papa.

Lo de ser más papistas que el Papa es algo genuinamente español. De hecho, la frase, que en italiano es “essere più papisti del Papa”, tiene origen en las disputas que mantuvieron nuestros pequeños austrias con Roma. El Imperio español creado por Carlos V y su hijo, se desangró cuando sus descendientes quisieron ser precisamente “más papistas que el Papa” y defender a sangre y fuego en toda Europa una ortodoxia católica integrista que incluso ponía en cuestión la defensa de la esencia dogmática por parte de la jerarquía romana.
Felipe III y su gobierno, sostenían una y otra vez que la Iglesia debería ser defendida del Papa mísmo y de la Curia, instituciones que se juzgaban incapaces de cumplir los fines que eran propios y definir la verdadera ortodoxia doctrinal.
Felipe IV, ese rey al que aún se llamaba “el Grande”, movilizó todo su aparato diplomático, dirigido por el Arzobispo Urbina, para conseguir que Roma dogmatizase finalmente sobre la “Inmaculada Concepción”. En una instrucción de 1661, el rey le pide al prelado que haga saber en Roma lo «muy absurdo» que sería que en toda Europa estuviese vigente ese ansiado dogma de la Inmaculada (obstinadamente promovido por el gobierno habsburgo español durante décadas), «pero no en Italia ni en Roma».
Es en este contexto de conspiraciones y disputas con y contra Roma por parte del hijo y del nieto de Felipe II es precisamente en el que se populariza la frase “ser más papista que el Papa”. Una frase que, por lo que se ve, sigue teniendo mucha vigencia. Nada cambia.

Focariae.

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Llegaron noticias terribles sobre las esclavas sexuales con las que el Dais recompensaba hace unos años a los voluntarios que se unen a sus filas (acaso sigue haciéndolo). Guerra y sexo siempre enredados.

Marte no puede evitar enredar con Afrodita. Pero poca Afrodita hay en ese sometimiento de las mujeres a los fanáticos en armas.

Guerra y sexo forzado siempre han mostrado una espantosa asociación, desde las hordas de Genghis Khan al ejército japonés en Corea. Podemos y debemos indignarnos, por supuesto, respecto al fundamentalismo islámico, pero cabe recordar que en Alemania, los soldados del Ejército Rojo, con una cierta complicidad de Stalin, forzaron a más de dos millones de mujeres alemanas, entre ellas, por ejemplo, a la esposa de Helmut Kohl, el mentor de Merkel, quien acabó suicidándose acaso por no ser capaz de superar el trauma de aquella violación colectiva, a pesar del paso de los años. Y tampoco están libres de culpa los soldados de Eisenhower, Montgomery, Patton o Leclerc, que tienen en su haber decenas o más bien centenas de miles de violaciones en Europa central tras el derrumbe de la Wehrmacht.

Hace muchos siglos, el ejército imperial romano trató de buscar alguna solución a la dichosa avidez sexual de los soldados tras la batalla. Fue así como surgió la figura de la “focaria”, esto es, la mujer que viajaba con cada soldado. Oficialmente, su misión era cocinar para el legionario (de ahí el nombre; “panaderas” o “responsables del fogón”), pero en realidad, como se ha demostrado recientemente, eran puras esclavas sexuales fijas, eso sí, con cierto status, asociación a un único soldado y algún tipo protección consuetudinaria. Existe un texto del emperador Caracalla, en el 213 d.c, en el que se menciona este carácter puramente servil de las “focarias” y se les niega el derecho a solicitar matrimonio a su “amo”, siempre que dicho “amo” pueda probar que la compró con dinero (como algo distinto a un simple regalo de esponsales) y que contase con el correspondiente recibo, lo cual sugiere que no era raro que la focaria acabase seduciendo al soldado y convirtiéndolo en su esposo “de facto” (cosa que a Caracalla no le gusta mucho pues dice que no quiere que sus legionarios sean “robados” por sus focarias mediante embelecos y adulaciones: “milites tamen meos a focariis suis hac ratione fictisque adulationibus spoliari nolo…
En fin. No hemos mejorado mucho desde los tiempos de las legiones romanas. Si acaso, hemos empeorado algo. Si cabe.

Coches.


Un ciudadano occidental dedica más de 1500 horas al año a su coche. Puede parecer exagerado, pero no es difícil llegar a esa cifra si sumamos las horas de trabajo anuales que necesita para pagar su adquisición y su costoso mantenimiento. Esas 1500 horas anuales le permiten a su propietario hacer unos 15.000 kilómetros. Basta una división para llegar a la cifra de 10 kilómetros por hora…¡Yo voy más rápido que eso con mi bicicleta!
Pero el verdadero drama, ya que menciono la bicicleta, es que esta es un transporte mucho más eficiente energéticamente y, en ese sentido, mucho más avanzado que el coche. Cuando yo uso mi vehículo de cuatro ruedas para acercarme a la ciudad, estoy usando combustible para desplazar una maquinaria que pesa 20 veces más que mi peso corporal. Esto es evidentemente absurdo y no tiene nada que ver con lo que ocurre con mi bicicleta, que pesa apenas representa un séptimo de mi peso. Más aún, la mayor parte del valor energético del combustible con el que lleno mi depósito, se echa a perder en forma de calor, ruido…Solo un 13% de la energía intrínseca en el combustible se aplica realmente al movimiento. ¡Un 13%!
Y el absurdo es aún más lacerante cuando vemos el fenómeno del automovilismo a escala social. Cada 24 horas, tienen lugar más de 300 accidentes de tráfico en un país como España. Un país en el que los muertos en carretera se cuentan por miles cada año. Y todo eso, además del drama humano, con unas implicaciones sanitarias y económicas colosales (lo que añadiría aún más horas a la cifra anterioremente mencionada de 1500 anuales, pues tendríamos que añadir las horas trabajadas por cada contribuyente para cubrir los impuestos necesarios que ocasiona la siniestralidad vial).
Ampliando aún un poco más la perspectiva, podríamos hablar también del aberrante despliegue de infraestructuras que promovieron los lobbys europeos del automóvil. Hace 40 años, estos grupos de presión consiguieron que los gobiernos de la Europa comunitaria apostasen por redoblar la red de carreteras, en lugar de decidirse por el transporte ferroviario (como hizo Suiza, por ejemplo). Las consecuencias de aquella decisión forzada han sido incalculables en términos de coste social y daños medioambientales para todos los europeos.
Y aún podríamos ampliar más el punto de vista. Y reconocer que la cultura del automóvil (o la incultura más bien) está detrás del gran negocio internacional del petroleo y tiene un rol importante en el enorme poder que de carámbola han adquirido los países de la OPEP, lo que a su vez tiene no poca relación con la financiación del islamismo radical y el sangriento “choque de civilizaciones” que estamos viviendo.
Por último, no olvidemos tampoco que el líderazgo de la industria automovilística en Europa corresponde a las grandes marcas alemanas. Y que esas marcas están siendo el vehículo principal que objetivamente está utilizando Alemania para ejercer una hegemonía económica, financiera y política implacable en todo el continente.
Así que, contando con todo, sin olvidar por supuesto la contaminación atmosférica que nos asfixia en las grandes ciudades, el automóvil puede muy bien ser visto como el gran villano de nuestro tiempo y nuestra sociedad.
El coche es el paradigma de la pulsión hacia la tecnología por el mero afán de usar la tecnología, sin que medie una verdadera necesidad.
La locura automovilística simboliza como ninguna otra (con excepción quizá de los smartphones y tabletas y la estupidez colectiva que han desencadenado) la transformación antropológica irremediable que está ocasionando la tecnología en el ser humano.
Lo malo es que esta fiebre por acceder acríticamente a cualquier novedad tecnológica está cambiando-y limitando- nuestra capacidad de comprender y reflexionar.
O hacemos algo y rápido, o muy pronto el ser humano será algo distinto a lo que hasta ahora conocemos. Algo, a mi juicio, peor.
Pero el problema es que incluso hemos acabado pensando que los problemas de la tecnología solo se arreglan con más…tecnología. Y esta falacia, a la que Morozov denomina «solucionismo», es la más insidiosa de las trampas que nos ha tendido la tecnología y quienes se aprovechan de ella.