La Iglesia y nosotros.

La corrupción de los poderes públicos y empresariales, de la que nos está llegando noticia y escándalo casi a diario, produce dos tipos de daño.

En primer lugar, está el daño económico para el bolsillo de todos los ciudadanos, que puede llegar a ser astronómico, como es el caso de las prácticas colusivas en las licitaciones del sistema ferroviario durante los últimos veinte años, que ahora ha salido a la luz, aunque seguramente era bien conocido por muchos y es solo la punta de un colosal iceberg que afecta a la contratación pública como un todo.

Pero en segundo lugar, y no menos grave, está el daño moral. Porque cuando el ciudadano tiene noticia de estos escándalos, ya se trate de la estafa colectiva de las llamadas acciones preferentes, o el rescate de las instituciones financieras, o las hazañas en las tenebrosas cloacas policiales, la conclusión general es que no tenemos remedio, que nuestro país ha sido siempre y será el reino de la canalla y la picaresca.

Ahora bien ¿es esto último cierto? ¿somos peores que los demás? ¿cómo lo saben los que tal cosa afirman? ¿conocen en detalle y de forma cuantificada lo que ocurre en los países de nuestro entorno? Y aún más ¿hemos sido peores siempre, desde hace siglos, en virtud de algún fatalismo social inevitable?

Yo no lo creo. 

Pero si me aventuro a plantear alguna hipótesis que puede explicar, en parte, alguna de nuestras constantes históricas más tristes. Incluyendo la picaresca y el desprecio a la ley y la irrelevancia del interés colectivo.

La España tardorromana y visigótica no se entiende sin la tensión entre el catolicismo ortodoxo y el arrianismo; una herida seguramente mal curada. Siglos más tarde, sobreviene otra tensión aún más profunda entre la cruz, la medialuna y la estrella de David.

Tal vez como consecuencia de esta secular conflictividad ideológica, religiosa, étnica y cultural que se ha vivido en la Península Ibérica, y no en igual medida en otros países europeos, la hegemonía eclesiástica fue creciente aquí, especialmente a partir de la Baja Edad Media.

La Iglesia se va erigiendo en poderoso guardián de nuestra ortodoxia, velando para preservar la salud moral en este territorio de viejas herejías, de moriscos y de judaizantes. 

Y ese papel de vigía se afirma aún más cuando los vientos de la Reforma y el humanismo soplan en Europa y tenemos nosotros la desgracia de que los primeros austrias que nos gobiernan se convierten en adalides de Roma y su ortodoxia. Comenzando por el Emperador Carlos, no se esfuerzan estos monarcas, como sí lo hacen sus colegas europeos, en delimitar la frontera entre el poder del rey y el de la Iglesia, sino más bien en unir o confundir ambas hegemonías, apegados a la idea de un imperio sacro unificado del que todo poder debería emanar.

De modo que ahí tenemos una posible explicación del déficit español de Estado, a saber, el poder e influencia anómala que adquiere aquí la Iglesia y que se extiende hasta bien entrado el siglo XX, con el nacionalcatolicismo franquista y el Generalísimo eligiendo obispos, entrando en los templos bajo dosel y diseñando su faraónico panteón-monasterio.

De esa hipertrofia de lo eclesial, se derivaría la debilidad cronica del aparato estatal en España, que se habría de manifestar en muchos ámbitos de la vida social. 

El gigantismo de lo eclesiástico sería el factor que explicaría el raquitismo del Estado y todas sus ramas.

No hemos tenido aquí, por ejemplo, una actividad educativa y de investigación científica como la que han desarrollado otros países europeos, pues la Iglesia controló siempre y determinó a su antojo el mundo de la enseñanza y la universidad. Cuando en La Sorbona o en Oxford se enseñaba matemáticas y ciencias naturales, en Salamanca lo que privaba era Teología y Etica.

Otro ejemplo sería la Justicia, que desde siempre ha estado descuidada y prostituida en estas tierras, y acaso pudiera tener algo que ver con ello la singular concesión a la Iglesia de un aparato penal implacable, desde la creación genuinamente española, de la Santa Inquisición como institución imbricada en el Estado mismo. Es una especulación, pero puede tener fundamento.

En este sentido, y con respecto a la justicia, hice referencia hace unos días un jocoso soneto de Quevedo relativo a la venalidad de los jueces. Pero es que me doy cuenta de que la literatura española del siglo de oro está llena de referencias a ese problema crónico. Desde las páginas de Rinconete y Cortadillo a la famosa carta-denuncia que el Licenciado Pozas dirige al Cardenal Niño de Guevara, pasando por el Guzmán de Alfarache, donde se dice que “la calle de la justicia es ancha y larga y puede con facilidad el juez ir por donde  quisiere…puede francamente alargar el brazo y dar la mano y aun de manera que se le quede lo que pusiéredes en ella…

No se. Quizá veo visiones cuando pienso que es el histórico poder excepcional de la Iglesia en nuestra tierra, desde hace más de mil años, lo que ha determinado nuestras múltiples deficiencias en términos de organización social, en comparación con nuestros países vecinos. 

Además, en cualquier caso, se trataría de algo ya periclitado, que no debería influir en nuestro presente, y menos aún en nuestro futuro.

Pero la idea no se me va de la cabeza. Y se refuerza mi convicción con el más pequeño detalle o pista que me sugiere estar en lo cierto.

Déjame, amable lector, ponerte un par de ejemplos mas bien tontos.

¿Cuál fue el primer vagido de la lengua francesa? 

Pues los Serments de Strasbourg, es decir, un contrato militar (entre Carlos el Calvo y Luis el Germánico) en el siglo IX.

Y ¿cuál fue el primer vagido de la lengua castellana?

Pues fue una oración, escrita por un monje de San Millán, en el siglo X.

Y otro más, si gustas, ¿con qué imágenes nació el cine en Francia?

Pues con la llegada de un tren a la estación de La Ciotat, en 1895.

Y, ¿cuál fue la primera escena cinematográfica que se rodó en España?

Pues fueron unas imágenes que mostraban a una nutrida multitud saliendo de la Basílica del Pilar en Zaragoza (1896).

No podía ser de otro modo. A lo mejor tengo razón.

Voto Rogado

En relación con los próximos comicios, Mercedes, que vive en Alemania, me pregunta sobre eso del “voto rogado” cuyo plazo en principio expiraba hoy viernes.

¿Por qué rogado? ¿Por qué hay que rogar el voto, si es un derecho de todo ciudadano? ¿Por qué tengo yo que rogar lo que es mi derecho?

Ella ha consultado al respecto Wikipedia y ha visto que el artículo correspondiente a “Voto rogado” comienza diciendo que el “voto rogado es una modalidad de sufragio en la que el elector se ve obligado a ‘rogar’ que le sea concedido el derecho a voto” (sic)

Esto es un disparate más de Wikipedia. Un disparate de esos que hacen añorar a la entrañable Britannica, tristemente desaparecida.

Nada de que haya que rogar un voto, faltaría más. Los votos no se suplican.

La palabra “rogado” viene del verbo latino rogare que significaba esencialmente alargar la mano (palabra relacionada con el sánscrito rengate, alargado). Por extensión ese rogare significaba pedir o solicitar, pero, inicialmente, sin ninguna connotación de súplica. 

El rogare latino es un verbo que ha dejado muchos herederos en el mundo judicial y notarial;  acaso habremos oido que un órgano judicial pide ayuda a otro mediante una comisión rogatoria; o incluso alguna vez habremos tenido noticia del principio registral de rogación que se aplica en los casos en los que el Registrador de la Propiedad solo puede realizar un asiento si existe previa petición de una parte legitimada para solicitarlo, no motu proprio.

Pues, como ya empezamos a sospechar, en el ámbito de las votaciones y las elecciones, rogado tiene un significado contrario justamente al que nos indica la Wikipedia. Y esto se entiende con un poco de Historia.

En la Antigua Roma republicana, antes de que el voto se realizase en secreto, insertando tablillas de cera en urnas (lex Gabinia tabellaria, 139 BC) los votantes hacían fila delante del oficial encargado del escrutinio, el cual se denominaba “rogator”.

Cuando un votante llegaba frente al rogator, el oficial le solicitaba (rogabat) que indicase su decisión, es decir, le interrogaba sobre su voto, y lo hacía mediante una formula cuasi-religiosa (¡ciudadano, ven tú al sufragio y que lo que los padres han deliberado tú lo sanciones!). 

Con lo que iban diciendo los votantes, el rogator hacía las correspondientes marcas de cuenta en unas tablas de cera.

A mayor abundamiento, en el Derecho Romano, el iter o camino formativo de las leyes implicaba usualmente la preparación de una especie de solicitud o proyecto por parte del magistrado (la “rogatio”) y una vez preparada esa rogatio se recurría mediante comicios al “populus”, para que la sancionase (o no) mediante su “suffragium” o voto. 

Era pues siempre el oficial electoral o el magistrado el que “rogaba”, no los votantes, por supuesto. 

Este es el origen de la expresión jurídica “voto rogado” que no tiene otro sentido sino que se trata de un procedimiento de voto distinto al habitual que se realiza masivamente en las urnas y que, en cambio, tiene lugar en un establecimiento del Estado, mediante la personación del votante ante una autoridad.

Autoridad que es la que le pide, solicita o ruega al ciudadano que manifieste mediante el voto su decisión.

Los votos no son rogados por parte del ciudadano. Solo faltaría. Es al revés.

Es el Estado quien ruega o solicita al ciudadano que se exprese. 

Conviene tener bien presente el matiz.

Y conviene también no utilizar como única fuente de información la Wikipedia. Se lo ruego a Mercedes.

La Historia como instrumento.

Unos dicen que debemos pedir perdón por los horrores de la colonización de América. ¡Cómo no!

Otros dicen que es imperdonable que se nos pida que pidamos perdón…¡Faltaría más!

Y entre unos y otros se arma un debate tan colosal como pueril, que hace olvidar los verdaderos problemas de los ciudadanos, a un lado y a otro del Atlántico:

La desigualdad creciente en el reparto de la riqueza. 

La violencia en las calles y en los hogares. 

El control de la vida política por parte de los grupos mediáticos y de presión. 

La inacción suicida frente al cambio climático. 

El desempleo juvenil crónico.

La catástrofe del sistema judicial. 

La corrupción rampante.

Todo esto pasa a segundo plano porque lo que cuenta ahora, al parecer, es determinar si Cortés fue un héroe o un canalla, o decidir si la colonización de américa fue un momento cumbre de la Historia de la Humanidad o más bien un ensayo general con todo de la Shoah.

Este debate idiota es un subproducto más del nacionalismo que emerge por todas partes. Desde Washington a Roma o Budapest, pasando por Mexico DF, Brasil, Varsovia o Estambul. 

Ese nacionalismo que anima a unos a decir que los “conquistadores” fueron poco menos que benefactores de la Humanidad (pero negando al mismo tiempo sus excesos) y aconseja a otros sacar pecho presentándose como hijos y herederos del noble Cuauhtemoc (obviando que en realidad de quienes descienden, si acaso, es precisamente de aquellos conquistadores y colonizadores como aquel puñado de aventureros europeos que acompañaron a los cien mil mochicas en el asedio y sometimiento de Tenochticlan ).

Volvemos una y otra vez la mirada hacia el pasado, lo reelaboramos, lo manipulamos, lo capitalizamos, lo blanqueamos o lo ennegrecemos según nos convenga, y a la postre lo convertimos en conveniente arma arrojadiza contra “el otro”…

Todo eso lo hacemos sin darnos cuenta de que al hacerlo, oscurecemos las miserias de un penoso presente y de un futuro cada vez más incierto.

El nacionalismo es una máquina infernal. Transforma los hechos en mitos y los mitos en odio. Procesa, reinventa y prostituye el pasado. 

Y consigue hacer de la Historia un burdo instrumento al servicio de egoismo colectivo y la sinrazón social.

Una gran nariz.

Una buena amiga, en un contexto que no viene al caso, me dice que tengo una gran nariz. Creo que quiere decir con ello algo así como que tengo intuición, que las veo venir…

No se. Pero lo que me interesa a mí es esa expresión con la que ella hace referencia a la nariz–al olfato supongo– como metáfora de la habilidad para detectar lo que no siempre es evidente.

Esta vinculación entre la nariz y la intuición existe en casi todos los idiomas. Los ingleses dicen, “to have a sharp noise for business”. Los franceses recurren al modismo “a vue de nez” para indicar que algo se percibe mediante la intuición. Los italianos, por su parte, usan habitualmente la expresión “avere un buon naso”, con el mismo sentido.

¿Cuál puede ser la razón de esta hegemonía sensorial de la nariz en lo relativo a la intución, que en realidad etimológicamente nos remite a la vista (intus videre) más que al olfato?

Yo creo que hay tres razones al menos.

La primera es que la nariz nos permite percibir lo que no es visible. Y eso ya es mucho.

La segunda es que la nariz no engaña jamás. No existe algo así como las “ilusiones ópticas” para el sentido del olfato. Si olemos algo, es que existe ese algo. No hay vuelta de hoja. 

Y la tercera es que la nariz impone su criterio. Si algo apesta, apesta. No lo podemos vestir o presentar de algún artificioso modo para que nos resulte más gustoso. Y si algo es fragante, es fragante. No habrá forma de denigrarlo para que lo odiemos.

No hay espejismos para el olfato.

Es por tanto una de las pocas cosas de las que podemos fiarnos de verdad en estos tiempos.

Tiempos que demandan mucho olfato.

XVI o XIV, qué mas da.

Hace un par de días, un aspirante a prebostillo periférico, un tipo de talante jocoso y jovial, criticaba a otro prebostillo porque al parecer había declarado él ser “el pueblo”.

“No se oía esto desde Luis XVI”, nos dijo el risueño y dicharachero pícnico, ironizando así sobre quien se había arrogado la titularidad popular.

Pero, como el amable lector sabe muy bien, difícilmente pudo decir esa enormidad Luis XVI, pues precisamente el concepto político de “pueblo”, o más bien cuarto estado, estaba emergiendo confusamente de forma contemporánea a dicho monarca, y esa emergencia tuvo no poco que ver con la más bien brusca separación de la cabeza real del real cuerpo. 

Tal vez el dicharachero y bailarín tribuno de la hispania citerior quiso referirse a Luis XIV…Pero el caso es que tampoco al Rey Sol puede imputarse la frase. Si acaso, el nieto del rey al que España debe su máxima extensión territorial, lo que dijo es aquello tan plausible en él de “el Estado soy yo”, que no es lo mismo, sino más bien lo opuesto.

Y en realidad tampoco está nada claro ni acreditado que en verdad el joven Luis XIV dijese tal cosa.

No es demasiado grave que un prebostillo confunda un XIV por un XVI. Al fin y al cabo solo cambia de posición un palito. Pero quizá deberíamos exigir a quien aspira a gobernar, un mínimo conocimiento de la Historia para saber que cierto rey galo murió en la guillotina justamente por el levantamiento en armas del…pueblo.

O tal vez no haya que exigir tal conocimiento histórico.

Se suele decir quienes no conocen la historia, están condenados a repetirla.

Pero a mí me da que en estos procelosos tiempos, son precisamente los que creen conocer la Historia los que nos van llevando a una situación en la que parece que puede repetirse.

Así que, casi mejor que confundan a un rey con otro. Qué mas da.

Y que prosiga el baile.

Un buen partido.

Marta está leyendo-bien por ella- alguno de los Episodios de Galdós, y le ha llamado la atención la expresión “conseguir un buen partido”, con la que el autor se refiere al hecho de obtener un matrimonio económicamente ventajoso (“y a mi sobrina, que es mujer de grandísimo mérito, no le faltará un buen partido” escribe Galdós en España sin Rey)

Pero, ¿qué tiene que ver el “partido” con el matrimonio o la pareja?, me pregunta Marta.

Pues es sencillo explicarlo. Partido significa también en castellano, desde tiempo inmemorial,  acuerdo o convenio. 

Al fin y al cabo, partido connota partir, repartir. Y todo acuerdo es en última instancia un reparto.  En el castellano del siglo XVII, “venir a partidos” con alguien, era llegar a acuerdos con la otra parte. Y antes también, porque en el XVI, el injustamente olvidado Ambrosio de Morales, nos dice que Juilio César, ante la oferta de pactos por parte de los pompeyanos, contestaba orgulloso que él «acostumbraba dar los partidos, y no recibirlos«.

Por eso, un matrimonio económicamente ventajoso era aquel que implicaba un acuerdo económico favorable, y se presentaba, por lo tanto, como un buen partido, vale decir, un buen contrato.

La expresión está en desuso, y tiene ya sabor insoportablemente rancio.

Y lo que denota el giro idiomático, también parece estar en franco desuso, afortunadamente, según acuerdo con Marta.

Lo que nos hace humanos.

Durante la cena de los viernes, entre buenos amigos, comentando la campaña electoral en curso, escucho de unos el elogio al preboste en funciones, de quien dicen que su capacidad de resistencia es encomiable ( algo de lo que narcisísticamente se preciaba él mismo en su libro recientemente publicado y harto comentado). 

Por contra, otros comensales sostienen que el personaje en cuestión es un prodigio de falta de vergüenza, dada la impudicia que ha mostrado al mantenerse casi un año en una poltrona que adquirió mediante promesa de máxima temporalidad.

Yo tercio diciendo que ambos partidos, el de la admirable resistencia y el de la vil desverguenza, están diciendo esencialmente lo mismo.

Porque la desvergüenza está profundamente relacionada con la resistencia (o más bien con la resiliencia, que es el término que ahora se prefiere, y que lo tomamos de la metalurgia, con el sentido de la virtualidad de ceder y retornar después al estado inicial, más bien que la capacidad de resistirse al empuje).

Es fuerte quien no tiene vergüenza. Y la vergüenza es fuente principal de la flaqueza humana.

Nos rendimos cuando ya no podemos soportar la mirada ajena sobre nuestro fracaso.

La vergüenza nos impulsa a retirarnos, a alejarnos del combate, a aislarnos, a esconder la cabeza bajo el suelo, a desear que la tierra nos trague…

Boris Cyrulnik ha estudiado mejor que nadie esta relación entre la vergüenza y el aislamiento. Y al extremo, nos explica, la verguenza nos mata; morimos de verguenza, como sugiere el título de uno de sus admirables libros.

Los grandes “triunfadores”, en el sentido más vulgar del término, los «dominadores» son también grandes desvergonzados y grandes narcisistas.

Pero, precisamente por eso, en ese triunfo de la impudicia hay algo de profunda deshumanización.

Porque la verguenza es lo que nos hace humanos. Como nos recuerda sabiamente Franz de Waal, la verguenza es la única de las emociones humanas que no se ha podido detectar en los animales. Solo el homo sapiens se avergüenza. En el ser humano se pueden inducir químicamente todas las emociones (ira, amor, deseo…) excepto una: la vergüenza.

“¿Y esto por qué?”, “¿Qué tiene que ver la verguenza con la humanidad o la humanización”, me pregunta Carlos, con mucha justificación. ¿Por qué es tan genuinamente humana?

Pues, respondo, porque el sentido de la vergüenza es piedra angular para la cohesión social. Es justamente la  capacidad de avergonzarnos la que nos ayuda a ajustarnos, de forma autónoma, al orden colectivo. Y eso es lo que ha hecho del fenómeno humano un éxito sobre el planeta (discutible).

Es la verguenza la la que nos impulsa a prevenir el sufrimiento que nos podría producir la mirada ajena sobre la evidencia de nuestras miserias personales.

La verguenza no tiene nada de vergonzoso; es, como bien dice Enzo Bianchi, la emoción que nos preserva de la banalidad del mal (la que hace del mal algo no-banal). Solo los narcisistas no tienen nunca verguenza, porque su amor a sí mismos les impide discernir el mal que realizan y avergonzarse por él.

Así que no hay orden social si no hay un saludable temor a la mirada ajena. 

Y no hay temor a la mirada ajena sin sentimiento de verguenza.

Pero, he aquí, además, otra lección profunda de la etimología–prosigo sin darme cuenta de que quienes me oyen casi ya no me atienden–La palabra verguenza está maravillosamente relacionada con la idea de mirar. Vergüenza nos remonta al latin verecundia, que a su vez está relacionado con el verbo latino vereri, reverenciar… Pero ese vereri latino nos lleva a la raíz protoindoeuropea var, con el sentido de fijar la mirada para protegerse de amenazas (de aquí la relación entre hacer guardia y guardar, por ejemplo).

Es entonces cuando, ya engolfado sin remedio en estos vericuetos etimológicos, compruebo que mis compañeros de cena empiezan a estar muy cansados de mi perorata.

Por lo cual, y un tanto avergonzado por mi incorregible y tal vez cargante afán pedagógico, me sirvo un poco del delicioso Alaya de Almansa (pura y gloriosa garnacha tintorera) y me callo.

Cine

Marta se queja de que las películas en cartelera estos días son meramente subproductos comerciales.

Pero, le digo, no hay que extrañarse por ello. El famoso rótulo gigante en las colinas de Hollywood no lo levantó ningún estudio sino una promotora inmobiliaria que pretendía hacer negocio allí antes de que se instalase en esos eriales la llamada fábrica de sueños.

La mercantilización es el pecado original del cine, que nació en forma de máquina de vending.

No surgió el cine como arte, sino como puro negocio.

El kinetoscopio, aquel primer vagido del cine que un colosal mercachifle como Edison patentó, no era otra cosa sino una maquinita que te permitía ver imágenes en movimiento solo si introducías las consabidas monedas…

Para los films de clase A era preciso pagar 15 céntimos por pie de metraje. Para los de clase B solo 12 céntimos.

Y de aquí viene la famosa clasificación entre películas malas y de costosa producción y películas malas y de asequible producción…

El Gran Reductor

Mercedes, que con mucha razón está muy concienciada respecto al problema del calentamiento global del planeta, me dice que ahora se especula con paliar este asunto mediante técnicas de geoingenería basadas en esparcir acido sulfúrico por la atmósfera…

¡Lo que nos faltaba para que el panorama de estos tiempos fuese genuinamente el prolegómeno de Armageddon!

El azufre siempre se ha asociado al Adversario, al pecado, al castigo colectivo, a la penitencia…

Le recuerdo a Mercedes que en el Antiguo Testamento ya se menciona más de una docena de veces el azufre en este sentido penitencial y apocalíptico. Sin duda, entre esas referencias, la más conocida de todos es la lluvia de azufre que cae sobre los habitantes de Sodoma y Gomorra…por viciosos.

Pero en el Nuevo Testamento, concretamente en Apocalipsis, lo que hay es una verdadera obsesión del autor por el azufre. En el capítulo 9 de ese fascinante libro, se nos habla de doscientos millones de jinetes con corazas de… azufre. Esos terribles jinetes galopan sobre caballos de cuyas bocas sale un veneno que extermina a un tercio de los hombres debido a su contenido en…azufre. Y cuando suena la séptima trompeta, las bestias satánicas son sometidas al tormento del fuego y del… azufre. Y en la batalla de Armaggedon que sigue, el Diablo y sus cómplices (los no creyentes, los brujos, los idolátras, los mentirosos…)  acaban siendo sumergidos vivos en un lago de…azufre.

Me plantea Mercedes el por qué de esta obsesión bíblica con el azufre como herramienta de purificación y castigo de los pecadores (también encontramos ecos sulfurosos similares en toda la cultura universal, desde el Infierno de Dante al Mágico Prodigioso de Calderón o al Paraíso Perdido de Milton).

El azufre se relaciona con el castigo porque arde muy despacio, casi eternamente, con muy poca luz (lo cual es sospechoso) y emitiendo vapores mefíticos…Y también porque lo arrojan los volcanes, que se ven como la boca misma de los infiernos.

Pero el azufre se relaciona con la purificación porque también cura y limpia. Y esto se sabe desde tiempo inmemorial. Cuando Ulises retorna a Itaca pide que se limpie el palacio de los pestíferos restos de los acosadores de Penélope. Y pide que esto se haga con…azufre.

Además, el azufre siempre ha sido un recurso para aliviar males de la piel, que es ese órgano del cuerpo en el que, por decirlo así, el alma parece entrar en contacto con el mundo exterior…

El azufre es, en términos de química estricta, pero poética, el enemigo del oxígeno. Esto le convierte en el gran “reductor”. Y esto le otorga una misteriosa ambivalencia. Porque el oxígeno es esencial para la vida, pero también es el culpable de su corrupción. La muerte, nuestra muerte, en cierto modo no es sino nuestro camino fatal hacia la oxidación definitiva…

Y recordemos que un gran número de alimentos que adquirimos en el supermercado nos llegan con algún tipo de conservante, en la forma de derivados del azufre, precisamente para evitar esa corrupción que provoca el implacable y sumamente promiscuo oxígeno en todas las sustancias biológicas.

Brindemos con un buen vino por el ambivalente azufre, que ahora al parecer puede salvar el planeta, mediante una especie de fascinante y sulfúrico Apocalipsis inverso. Y hagámoslo sin preocuparnos de los sulfitos que llevará el vino que tomamos.

Sulfitos de los que oportunamente se nos informa, en letra muy pequeña, en la etiqueta.

Brindemos con sulfitos por el Gran Reductor, que nos quita la vida, y nos la da. Como el amor. Y como el pecado.

El Derecho a la Melancolía.

Al parecer, ayer fue el día mundial de la Felicidad. 

Me han preguntado por qué no he escrito algo respecto a esta magna conmemoración.

No se qué responder. Se que me hubiese apetecido escribir algo sobre la desdicha. O más bien sobre la melancolía. 

La melancolía o la tristeza es el punto de partida de casi todas las cosas importantes que ha hecho el ser humano en la historia. La felicidad, en cambio, apenas conduce a otra cosa que a la parálisis y la autocomplacencia.

Cuando, en la Biblia, el Eclesiastés nos dice que todo es vanidad, no se está refiriendo al engreimiento, sino a la convicción de que nada en el mundo que nos rodea merece de verdad la pena; todo es vano, vacío. Y esa reflexión melancólica es sin duda el punto de partida de muchas epopeyas intelectuales. Los más interesantes pensadores, escritores, creadores y poetas de la historia han sido excelsos melancólicos, desde Ficino a Durero, Lord Byron, Goethe, Schopenhauer, Freud o Primo Levi.

La mala prensa de la melancolía se la debemos en parte al pensamiento cristiano. San Pablo nos alerta en esa obra de genuino management y selfhelp que son las cartas a los Corintios diciendo que la tristeza del mundo lleva a la muerte (“…e de tou cosmou lupé thanaton katergatsetai”).

En la vida monacal del alto medievo, no había cosa más temible para el alma que la tristeza, a la que llamaban acedia (palabra de origen griego que etimológicamente significa la ansiedad de quien no tiene bocado que llevarse a la boca…a-kedia). 

Pensaban los abades que al llegar el mediodía los monjes eran vulnerables frente al demonio. Y seguramente era cierto, pero por culpa más bien del brusco descenso de la glucosa en sangre que suele tener lugar antes del almuerzo y que justifica entre otras cosas la encomiable tradición de la llamada «siesta del borrego».

Ese demonius meridianus, del que nos habla Evagrio, gran especialista en la materia, insuflaba en los monjes el pecado del aburrimiento, la inquietud y la melancolía.

Esto era algo que ya se había anunciado en el salmo 90:6, donde se nos indicaba que solo si nos resguardamos tras el escudo de Dios nos protegeremos de los seres caminantes tenebrosos, de los ataques de los asaltantes, y del demonio del mediodía…(a negotio perambulante in tenebris, ab incursu et daemonio meridiano).

En fin, yo seguiría hablando de ese fascinante reverso de la dicha que es la melancolía. Me parece mucho más interesante y con más sustancia que pensar en la felicidad, que es además concepto tan manido y pervertido como escurridizo. Y tiene la desventaja de que cuanto más piensas en la felicidad, más te alejas de ella…

De la felicidad solo se me ocurre decir ahora que es tan solo otro nombre que da el hombre moderno a la posesión de bienes materiales. No hay más remedio que reconocerlo, en este mundo dominado por el mercado, el márketing y esa máquina creadora de falaces deseos de lo innecesario que es la publicidad. Deseos permanentemente insatisfechos.

Y entonces me viene a la cabeza aquella idea de Locke cuando decía que “el hombre tiene derecho a la vida, la libertad y la propiedad” ( en Second Treatise of Civil Government). Es justamente la mismísima frase que inspiró un siglo después a Benjamin Franklin cuando en la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos se nos dice que todo «hombre tiene derecho a la vida, la libertad y la felicidad”. No cabe duda que ese es el momento germinal del capitalismo moderno cuando ya se entrevé que felicidad va a acabar siendo igual a propiedad

Lo dicho. Me motivaré cuando declaren alguna jornada como Día de la Melancolía. 

Porque, después de todo, concuerdo con Lord Byron cuando decía que la Melancolía es el Telescopio de la Verdad. Tenemos derecho a ambas.