Es bien sabido que el cerebro humano parece estar cableado para comprender el crecimiento lineal, pero no el exponencial. Albert A. Bartlett decía que el mayor defecto de la especie humana es su dificultad para entender el crecimiento exponencial. Y esto no deja de ser llamativo, pues en la Naturaleza abundan los procesos dinámicos en los que la dimensión de cada fase del proceso depende de la dimensión de la fase inmediatamente anterior. La sucesión de Fibonacci, en alguna de sus formas, parece darse en incontables rincones del mundo natural (el crecimiento de las poblaciones de conejos, o las espirales de las conchas de caracol son dos ejemplos famosos) precisamente porque, aun no siendo exponencial, cada término de la sucesión se forma a partir de los dos anteriores. Sea como sea, al hombre le cuesta trabajo entender el explosivo potencial de las progresiones geométricas. Abundan los ejemplos para poner esto de manifiesto. La conocida fábula del tablero de ajedrez y los granos de trigo se ha divulgado hasta la saciedad. Tal vez, aún es menos intuitivo el decrecimiento exponencial. Imaginemos una cuerda que une la Tierra y el Sol. Ahora, supongamos que comenzamos a cortar esa cuerda por su mitad, una vez. Y otra vez. Y otra vez. La cuestión está en estimar cuál será la longitud de esa cuerda cuando la hayamos cortado por su mitad 50 veces. ¿Llegará esa cuerda recortada al menos desde la Tierra a la Luna? ¿Superará la altura de la estratosfera? En realidad, si hemos hecho bien los 50 cortes por la mitad, la cuerda que antes llegaba hasta el sol no tendrá ni siquiera la longitud de la uña del dedo pequeño de la mano. La sorpresa que nos produce este resultado explica también el hasta cierto punto injustificado pesimismo respecto a la evolución de la crisis sanitaria. En realidad, una vez alcanzado el «tipping point» de la curva logística (escribí sobre esta curva hace unos días), el proceso de decrecimiento de la pandemia será tan implosivo como explosivo fue el crecimiento. La cuestión está en saber cuándo alcanzaremos el dichoso punto de inflexión de la curva. Pero sabemos que lo alcanzaremos. Toda la historia de las epidemias que han asolado al género humano demuestra que no existe ningún germen capaz de subsistir destruyendo huéspedes indefinidamente: hay un punto en el que las posibilidades de expansión son ya tan reducidas que empieza el proceso inverso al crecimiento exponencial. Tal vez convenga tener estas reflexiones presentes para ser moderadamente optimistas. Esos slogans repetidos hasta la saciedad de que «todo andará bien«, o «juntos saldremos de esta«, no son solo ingenuas (y un tanto tontorronas) declaraciones de estímulo voluntarista. Tienen una base matemática. Tarde o temprano, las cosas comenzarán a andar mejor. Y sabemos que entonces lo harán muy, muy rápidamente. Matemático.
Con ocasión de esta crisis que estamos viviendo, con los profesionales de sanidad sacrificándose como héroes en medio de una espantosa batalla, se estigmatiza el concepto de virus. No puede ser de otra forma. Es el villano a batir. Como sea.
Hablamos de esta estigmatización Marta, Danny, Nico y yo, mientras desayunamos en el jardín, bajo un cielo azul limpísimo.
Yo les digo que los virus son también un factor clave en la ecología de la Tierra.
Les comento que los virus mueven el DNA entre especies, proporcionan nuevo material genético para la evolución, regulan las poblaciones de los organismos vivos…
Todas las especies, desde las bacterias hasta los grandes mamíferos, están influidas por las acciones de los virus. Y esas acciones no son necesariamente destructivas.
Los virus mantienen el equilibrio del clima, del suelo, de los océanos y las masas de agua dulce. Somos nosotros quienes alterando ese clima, ese suelo, esos océanos y esas masa de agua, rompemos el equilibrio con los virus, desencadenando así terribles tragedias.
Los virus pueden asfixiarnos ciertamente, como les está ocurriendo a tantos enfermos en las UCIS. Pero no es menos cierto que también producen la mayor parte del oxígeno que respiramos, y que controlan el termostato del planeta.
Lo que somos nosotros, y cualquier otra criatura de la tierra, es el resultado de la acción de los virus. No se conoce bien cómo comenzó la vida en nuestro planeta, pero parece difícil concebir que ese comienzo no lo protagonizasen de algún modo los virus.
Una buena parte del DNA que existe en nuestro organismo proviene de los virus. El genoma humano está compuesto en alguna medida por miles de virus que infectaron a nuestros antepasados remotos. Como media, tenemos 174 especies de virus diferentes en los pulmones.
El encuentro de la ciencia con los virus se produjo a consecuencia de una enfermedad de los vegetales: la plaga del mosaico de la planta del tabaco. Fue a mediados del siglo XIX. Esa enfermedad parecía inexplicable, pues las bacterias aisladas a partir de las plantas afectadas no parecían dañar a otras plantas. Mas tarde, un científico holandés llamado Martín Beijerink usó un filtro finísimo de porcelana y consiguió aislar el fluido que resultaba responsable de la enfermedad. Un fluido compuesto por entes mucho más pequeños que la más pequeña bacteria. No supo cómo llamar a esos entes, así que recurrió a una palabra latina que significaba al menos tres cosas a la vez: fluido vital, semen y veneno. Así nació la palabra virus aplicada a esas extrañas «cosas»que no eran ni animales, ni plantas, ni bacterias, ni hongos. ¡Ni tampoco meras sustancias químicas inertes!
A primeros del siglo XX la ciencia aprendió a identificar muchas variedades de virus, y a cultivarlos en discos Petri. Pero lo que no consiguió en esos años la ciencia es entenderlos y comprender su naturaleza. Nadie se ponía de acuerdo en si eran seres vivos o no. Resultaba imposible definirlos, entre otras cosas porque resultaba imposible visualizarlos. Siendo normalmente el tamaño de los virus apenas una quinta parte de una millonésima de metro, el ojo humano no podía percibirlos de ninguna manera, ni siquiera con el más poderoso microscopio óptico que se pudiese construir. Puesto que el ancho de banda mínimo de la la luz visible es aproximadamente el doble de grande que los virus, estos simplemente «escapan» a la luz; no pueden ser «iluminados.» Solo con la llegada de los microscopios electrónicos a finales de la década de los 30 del siglo XX se consiguióp por fin tener imágenes indirectas de la estructura de los virus.
Por aquellos años de entreguerras, un científico norteamericano logró hacer crecer los cultivos de virus hasta conformar estructuras cristalinas hechas únicamente de virus. Estas estructuras permanecían estables , como un simple mineral, hasta que se les añadía agua. Entonces, parecían cobrar vida y volvían a ser capaces de infectar otros seres vivos. Observando como estas estructuras cristalinas se activaban con el agua, se hacía manifiesto el colosal enigma de la naturaleza de los virus.
Hasta 1936, se pensaba que los virus estaban compuestos simplemente de proteínas. Solo por esos años se descubrió que en la composición de los virus, además de las proteinas, entraban los ácidos nucleicos, aproximadamente en proporción de un 5 por ciento. Este material genético, es decir, DNA o RNA, aporta al virus la capacidad de autorreplicarse y de planificar su comportamiento y su relación con las células vivas, haciendo posible el desencadenamiento de los procesos infecciosos virales. En base a esto hay que comprender que algún científico haya definido un virus como un montoncito de proteinas, con muy malas noticias en su interior…
Cada célula de un ser vivo como el hombre incluye millones de diferentes moléculas que sirven a esa célula, como si fuesen herramientas, para percibir su entorno, movilizarse, conseguir «alimento», crecer, multiplicarse o incluso suicidarse en beneficio de otras células del organismo. Los virus no tienen nada eso, pero son capaces, gracias a sus ácidos nucleicos, de asaltar a las células con las que se encuentran y apoderarse de sus «herramientas» para sus propios fines reproductivos y expansivos. Los virus son verdaderos «hackers» que inyectan sus genes y sus proteinas en las células que asaltan y las manipulan para conseguir con sus recursos reproducirse y crear millones de copias de sí mismos.
Esta naturaleza de «hackers» epitomiza la dualidad de los virus. Pueden ser asesinos, y de hecho lo son. Pero son también un jugador esencial en el partido de fútbol de la vida en la Tierra. Tal vez son, al mismo tiempo, el villano que nos atemoriza y el secreto profundo de la vida en el planeta.
En fin, les digo a los chicos, mientras terminamos los últimos pedazos del pastel que ha horneado Mercedes, que si lo que está ocurriendo nos ayuda a entender un poco mejor el misterio profundo de los virus, tal vez de paso nos ayude a apreciar mejor el misterio aún más profundo de la vida.
Y a respetarla algo más, cuando, como debemos esperar, esta terrible crisis deje paso al habitual confort e irresponsable conformismo de ese peligroso virus que es el propio ser humano.
Hoy ya empiezan a aparecer sesudas reflexiones prospectivas sobre cómo será el mundo del futuro, el mundo post-covid. Se asume en general que será una sociedad hipercontrolada, con cada individuo clasificado permanentemente según sus hábitos de vida, para cuantificar su riesgo biológico, y rigurosamente supervisado a través de los teléfonos móviles o la red de las cosas; una verdadera-y espantosa- distopía al estilo de 1984 o Brave New World. Puede ser. Pero ni siquiera todo ese odioso control policial salvará a la Humanidad de una nueva catástrofe biológica. Porque las verdaderas causas no parecen que vayan a ser neutralizadas. Esas causas, son, en síntesis, a) la degradación de los ecosistemas naturales, b) la subsiguiente creación de una nueva micro-biosfera de organismos interrelacionados potencialmente patológicos: virus, bacterias, hongos, protistas, priones…y c) la movilización y dispersión intensísima de todos esos organismos a través de la movilidad geográfica humana y los transportes, lo que les brinda el mejor y más confortable espacio para su desarrollo. Por lo tanto, ya estemos en una nueva sociedad policial o no, el riesgo de una repetición del Next Big One subsistirá. Y ocurrirá ese nuevo NBO si no empezamos a tomar medidas desde hoy mismo. Sin esperar a que concluya la crisis. Convendría leer y releer, y volver a leer, las premonitorias palabras que David Quammen escribió en Spillover, hace más de una década:
«Diseasesof the future, needless tosay, are a matter of high concern to public health officials and scientist. There is no reason to assume that AIDS will stand unique, in our time, as the only global disaster caused by a strange microbe emerging from some other animal. Some knowledgeable and gloomy prognosticators even speak of the Next Big One as an inevitability (…) Will the Next Big One be caused by a virus? Will the Next Big One come out of a rainforest or a market in southern China? Will the Next Big One kill 30 or 40 million people? The concept by now is so codified, in fact, that we could think of it as the NBO. The chief difference between HIV-1 and the NBO may turn out to be that HIV-1 does its killing so slowly. Most other new virus work fast.»
Una buena amiga se me lamenta del mucho tiempo que le quitan sus estupendos hijos en estos días de cuarentena, lo que impide su teletrabajo. Al hilo de la queja, me permito consolarla con una bella idea de Saint Exupery: «C’est le temps que tu as perdu pour ta rose qui fait la rose si important«. Es un hermoso pensamiento, que acaso inspiró a Becaud en su célebre canción. Y a mí, la reflexión del autor del mayor best seller no religioso de la historia editorial mundial, se me antoja una auténtica versión poética de la plusvalía marxista.
Cuentan que Bahaudin, el gran sabio sufí, acompañado de sus discípulos se cruzó un día con un derviche vagabundo en una de las calles de Bujara. –¿De dónde vienes tú? le preguntó Bahaudin al derviche errante, siguiendo la norma aplicable cuando uno encuentra a un extraño. –No lo se–responde el vagabundo. –¿Qué es el mal? –Ni la más mínima idea. –¿Qué es lo justo? –Cualquier cosa, siempre que me convenga. –¿Qué es lo injusto?–Cualquier cosa que pueda perjudicarme. Los discípulos que acompañaban al maestro Bahaudin, indignados por las respuestas del monje errante, comienzan a darle patadas y exigirle que se vaya por dónde ha venido. Viendo esto, Bahaudin se vuelve hacia sus discípulos y los recrimina: –¡Insensatos! ¿Acaso no veis la sapientísima lección que nos ha dado este monje? ¿No comprendéis que estaba haciéndonos ver la ceguedad de la Humanidad y lo inconsecuentes que sois todos vosotros, día tras día, sin que os deis cuenta?
No paran de circular mensajes por los móviles. Muchos de ellos son graciosos y creativos, otros estúpidamente alarmantes, algunos razonablemente informativos… La naturaleza de estos mensajes es indicativa de las fases de la crisis que genera una gran epidemia. Yo tengo mi propio esquema al respecto de esas fases, y de los mensajes correspondientes. Podríamos llamar a mi teoría «simonología«, en homenaje al siniestro e impresentable portavoz que nos va informando (?) de la evolución de la epidemia.
Paso1: Interés superficial y compasión por el mal ajeno (aquí todavía no surgen mensajes)
Paso 2: Subestimación de la amenaza y refuerzo de la falsa seguridad propia (aquí aparecen algunos mensajes informativos y discretamente alarmantes)
Paso 3: Negación de la dimensión del peligro (aquí comienzan los mensajes graciosos)
Paso 4: Alarma general (es en esta fase en la que ya se produce la divulgación masiva de virales cómicos; a más temor más humor)
Paso 5: Consternación colectiva (aquí los virales cómicos ya van dejando paso a mensajes y gestos de solidaridad grupal y altruismo)
Paso 6: Desesperación y cólera (aquí entran los virales de crítica acerba a las instituciones y autoridades, por su falta de previsión y competencia.
Paso 7: Resignación progresiva ante el desastre (aquí los virales cómicos y críticos empiezan a ser sustituidos por hipótesis conspiranoicas, xenofobia y fantasías sobre culpables secretos de la desgracia colectiva).
Paso Final: Aceptación y pasividad (aquí entra ya en juego en los virales un viejo conocido: la religión)
Cuando una desgracia le sobreviene a una determinada parte de un grupo humano, se buscan causas dentro del mismo grupo humano. Pero cuando la desgracia afecta a la totalidad del grupo humano, no hay más remedio que buscar la causa fuera. Esto hace que toda epidemia provoque la creación de un chivo expiatorio. ¿Cómo explicar si no que todos los miembros del grupo sufran el desastre, tanto los ricos como los pobres, tanto los buenos como los menos buenos…? Es evidente que la causa debe estar fuera. Hay que imputar el drama a «los otros». En la Edad Media, los culpables solían ser los judíos, por supuesto. A sus perversas habilidades envenenando las aguas o produciendo hechizos malignos que intoxicaban el aire había que atribuir todas las grandes pestilencias. Se daban episodios espantosos de venganza y xenofobia, como por ejemplo, la masacre de Erfurt en Alemania, en la que perecieron miles de judíos a los que se culpaba de la Peste Negra, allá por 1348. Las salvajes persecuciones contra los judíos de la península ibérica, pocas décadas después, fueron en buena medida una secuela del recelo contra los judíos portadores de la peste y acaparadores de los recursos. Y la expulsión que llegaría un siglo después no deja de estar relacionada con esos mismos recelos. Pero este fenómeno de estigmatización del extranjero no es privativo de los europeos. Los manchures nómadas acusaban a los inmigrantes chinos de no respetar el tabú de comer marmotas, por lo que se consideraba que esos inmigrantes eran los responsables de las terribles plagas (una de las cuales fue la que llegó a Europa y dio origen a la peste negra, ciertamente). Los tamiles indios que trabajan en las plantaciones de Malasia eran acusados por la población malaya de provocar malaria y dengue, tan solo porque esos obreros tamiles no se veían afectados por esas dolencias (en realidad la causa era su tradición de no almacenar agua cerca de sus viviendas, lo que evitaba el desarrollo de mosquitos). Los aztecas acusaban a los conquistadores españoles de la peste de viruelas (y en este caso, mira por donde, tenían razón, pues los españoles tenían mucha mayor inmunidad frente a esta enfermedad y, de hecho, tan solo porque los aztecas estaban postrados por la viruela, los hombres de Cortés no fueron perseguidos y exterminados en la Noche Triste). En coherencia con esta constante xenofóbica, muchas enfermedades, epidémicas o no, se han ido conociendo por su correspondiente gentilicio asociado: el mal francés, la mexican flu, la fiebre asiática, la polio argentina, la fiebre aviar de los coptos (así llamaba el gobierno egipcio a la H5N1 hace una década) o, por supuesto, la peor peste de todos los tiempos, la terrible gripe española que, por cierto, surgió en una localidad de Kansas (en el condado de Haskell) y fue expandida por los soldados norteamericanos que llegaron a Europa. Ahora, en pleno siglo XXI se estigmatiza a los chinos por el dichoso covid 19 que, paradójicamente, han sido ellos los primeros en controlar. Y surge la leyenda urbana de que ha sido el gobierno chino su perverso creador. Es, en cierto modo, como si el virus fuese una obra póstuma de Fumanchú, el malvadísimo personaje de tantas malas novelas y peores películas de mediados del pasado siglo. Fumanchú sintetizaba el miedo hacia todo lo que venía de China. Un miedo ancestral que tal vez hundía sus raíces en el pánico de los europeos frente a las hordas orientales que llegaban por las estepas, desde Atila hasta Gengis Khan, y que se alimentaba también de la propaganda extensiva de los británicos, para justificar su brutal intervención militar en China, a mediados del XIX, orientada a preservar el infame negocio imperial de estupefacientes. Y también hay que contabilizar el recelo xenofóbico de la sociedad norteamericana frente a la llegada de centenares de miles de trabajadores chinos al oeste de los Estados Unidos, a los que se imputaba que monopolizasen la ocupación laboral y aceptasen salarios muy bajos, lo que ocasionó la infamante Chinese Exclusión Act y otros muchos atropellos legales y administrativos contra aquellos ingenuos chinos que llegaban ilusionados al supuesto país de las oportunidades… En fin, que ahora, por razones nuevas, se produce el retorno de Fumanchú. Y lo mismo florece una teoría conspiranoica contra no se qué laboratorio militar chino que se escucha a un político proclamar que sus anticuerpos españoles vencerán sin duda al maldito virus chino (sic), lo cual es ya el colmo de la memez jingoista. Hasta la administración Trump alimenta explicitamente la vinculación de China con el mal que nos afecta. Sí. Fumanchú ha vuelto. Porque la estupidez siempre retorna, una y otra vez. Como las epidemias. No se puede evitar.
El humor, en situaciones de crisis profunda, puede ser la respuesta del individuo que se niega a aceptar las molestias que le provoca la realidad; del individuo que no da autorización al mundo exterior para hacerle sufrir; del individuo que se empecina en que no le afectan las amenazas y traumas de la realidad, por terribles que parezcan. Hay por tanto algo de humanísima soberbia en estos numerosos mensajes jocosos que nos llegan estos días de miedo generalizado. La soberbia vinculada al humor que ya intuyeron nada menos que Aristóteles, Hobbes o Freud. El filósofo griego sostenía que el humor surge de un repentino sentido de triunfo que sobreviene con la súbita percepción de nuestra superioridad, en comparación con la inferioridad ajena. El autor de Leviathan definía la risa como la gloria instantánea que nace de una concepción sobre nuestra propia eminencia, al compararla con la debilidad ajena o con nuestra debilidad previa. Y el doctor vienés consideraba que los chistes y lo cómico, además de su fuerza meramente liberadora de tensiones, poseen algo de grandeza y elevación, representando el triunfo del narcisismo, la victoriosa aserción de la invulnerabilidad, la convicción de que incuso los traumas de la vida pueden ser ocasión para obtener satisfacción. El humor no es resignado, sino rebelde, nos decía Freud. Y es el triunfo del principio del placer sobre el principio de muerte. En cierto modo, el humor es un instrumento para escapar de la realidad que nos rodea, como lo pueden ser los alucinógenos, el alcohol o el éxtasis místico. El condenado a muerte que está en el paredón, al que le preguntan si quiere un cigarrillo y responde «no gracias, lo estoy dejando«, nos da un perfecto ejemplo de ese sublime instrumento de evasión de lo real que es lo cómico. Debe haber algo muy profundo en esta vinculación del humor con la omnipotencia del individuo. Piaget decía que la primera experiencia de éxito cognitivo del niño se expresa con una sonrisa. Es decir, el primero de nuestros triunfos, cuando entramos en el mundo, se manifiesta sonriendo. El humor es, en definitiva, la antítesis de la ansiedad. Y tal vez por ello usamos el humor para cancelar o atenuar el miedo indefinido o el pánico. El ser humano ha aprendido a reirse para defenderse ante la tragedia, tanto si es propia como ajena. El famoso experimento de Milgram, en el que unos voluntarios se prestaban a producir dolor en otros participantes, mostraba cómo los que impartían el sufrimiento reían sin control al ver el padecimiento controlado que producían. Y la antropología nos habla de numerosas tradiciones, desde Cerdeña a los Canaan, en los que el individuo rie de una forma ritual ante el sacrificio religioso de sus seres queridos o el suyo propio (un dato al vuelo, el hijo de Abraham cuyo sacrificio demanda Yahvé se llama Isaac, que significa…risa). El humor es el gran disolvente del terror y las tensiones. Nos permite hacer frente a nuestros miedos más profundos, tanto si su origen es externo como interno. En toda risa hay un elemento de catarsis. La experiencia de la comicidad tiene algo de purga o desintoxicación del alma aturdida y viciada por la ansiedad. También esto lo intuía Aristóteles. Así que en estos días nos seguirán llegando incontables bromas y chistes por las redes sociales. Y su número será mayor a medida que la situación real se haga más seria. Porque el humor compartido no solo es una terapia frente al miedo, sino que además nos reconcilia con la tribu, refuerza nuestra unidad frente al desastre, fortalece los vínculos de complicidad con el prójimo. Lo contrario del humor no es la seriedad, sino la realidad. Por eso hoy, ante una realidad tan difícil, hay que dar la bienvenida a esas bromas, sutiles o ingenuas, que inundan ahora nuestros móviles. Y, si es posible, viralizarlas. Mark Twain sostenía que el humor es la única arma efectiva de la raza humana frente a lo fatal o lo inevitable. Yo añadiría el arte. Que también se puede y debe viralizar.
Nos envían afectuosos saludos desde Barcelona, que devolvemos con gusto. Las difíciles circunstancias piden eso: muestras de cariño. Petons, nos mandan desde allí, es decir, besos. Siempre me ha llamado la atención este vocablo tan poderoso con el que los catalanes se refieren al ósculo. Su sonoridad se me antoja una anomalía frente a la norma en otros idiomas, en los que para denotar el beso se usan vocablos muy dulces, a menudo sibilantes, palabras que se pronuncian casi como un susurro: los kisses de los ingleses, los Kússe de los alemanes, los bisous de los franceses, los musuak de los vascos, los baci de los italianos, los beijos de los portugueses… Pero en catalán…¡Petons! Por dios, si hasta parece una orden de pararse en seco, como el achtung alemán… ¿De dónde viene este tan enérgico petó catalán? Si consultas las fuentes filológicas autorizadas te asombrarás. Porque hallarás que los expertos vinculan los petons a las flatulencias intestinales. En otras palabras, te dirán que «petó», viene de «pet«, pedo. Tal cual. En el Institut d’Estudis Catalans, leerás que petó, es decir, beso, es, etimológicamente, un derivado afectuoso de pet, que a su vez, según la misma entidad aclara, es la «ventositat expellida per l’anus amb soroll« Muy curioso ¿no es cierto? En realidad, el prestigioso Institut d’Estudis Catalans , que tan generosamente financia La Caixa, se equivoca. Y es una pena porque la cosa tendría cierta gracia. El petó catalán viene del occitano pòt, que significa labio y que da, también en occitano, poton y potonejar (beso y besar respectivamente). Y ¿de dónde viene esta pòt occitano que nos evoca los labios? Pues aquí entramos en otro ámbito muy interesante. Porque casi con toda probabilidad, el pòt occitano se relaciona con el céltico pott, con el significado de labio grueso o…vagina (en inglés tenemos por cierto pod que significa justamente vaina de legumbres, o sea, vagina en latín). De hecho, en vasco potor (con el mismo origen en ese prerromano pott) sirve todavía para referirse al sexo femenino. Y muy posiblemente el vulgarismo potorro, cuya divulgación debemos a cierto personaje televisivo, se deriva de ese vocablo euskera potor, vulva, genitales de mujer. A mí esto me parece casi indiscutible. Y no perderé, por supuesto, ni un minuto en evocar la relación obvia entre los labios de la boca y el sexo femenino, por ser algo que no merece a mi juicio ulterior análisis o explicación… Así que, para ir terminando, etimológicamente hablando, el sonoro petó o potó catalán nos puede llevar o bien a algo como una pedorretas en la cara o bien al sexo femenino, como gustemos. Se le podría sacar punta a esto y conectarlo, qué se yo, con la vinculación freudiana de lo escatológico y lo crematístico, que acaso es particularmente obvia en esa maravillosa cultura ibérica que situa caganets en los belenes o que populariza dichos como ese tan particular que dice «un pet, és l’alegria del pobret«. Sí, señor. Una sonora ventosidad no cuesta nada, y satisface plenamente, tal como acertadamente colige la sabiduría popular catalana. Lo mismo que un beso, después de todo. Acaso este es el verdadero vínculo. La gratuidad.
Esto que los ingleses llaman «loo paper» en un curioso doble eufemismo que a su vez es también un galicismo («el loo inglés nos lleva al elegante eufemismo galo de llamar «el agua», «l’eau«, al excusado…), se ha convertido en un genuino protagonista de esta crisis sanitaria. El producto se agota en los supermercados y en las redes abundan las bromas sobre esta fiebre colectiva por no quedarse sin el dichoso rollo. ¿Por qué el público da prioridad al almacenamiento de papel higiénico sobre todos los demás productos? Yo creo que se dan dos razones. La primera y más importante es el ratio valor/volumen de este producto. En los supermercados, se da un control de existencias basado cuidadosamente en el consumo habitual por parte de los clientes. El stock de productos se sitúa en las estanterías, complementado con otras cantidades, cuidadosamente calibradas, en el almacén interior del establecimiento. Pero ocurre que el espacio de la estantería es caro. De hecho, una forma de definir una buena gestión de un supermercado es precisamente igualar la rentabilidad marginal de cada centímetro de estantería, optimizando así el espacio disponible. Precisamente por esto, los productos que ocupan mucho espacio pero tienen coste reducido no pueden tener una gran presencia en las estanterías…ni en el stock complementario de almacén. Por lo tanto, cuando la gente prevé que pueda haber escasez y se apresura para almacenar productos de primera necesidad, lo primero que parece desparecer de los lineales es el papel higiénico. Esto es lógico, porque la limitación de sus existencias en el establecimiento, hace que su desaparición de los lineales sea rápida y, sobre todo, muy conspicua (se ve enseguida que han desaparecido esos enormes paquetes). Esto, a su vez, impulsa la convicción de que hay escasez de papel higiénico (al fin y al cabo es casi lo único que se ve ausente de los lineales). Consecuentemente los clientes se concentran y llenan sus carros con enormes megapaquetes de papel higiénico. Esto a su vez alerta a otros clientes que ven los carros llenos de papel y por si acaso acuden a abastecerse de la preciada celulosa…es un proceso que se autoalimenta de forma exponencial. Pero puede haber una segunda razón, además de esta. Es indudable que la gente vincula la falta de higiene con las enfermedades (y es obvio que eso es cierto, aunque en el caso de las epidemias víricas hay factores aún más relevantes) . Entonces, puede que la idea de pasarse una temporada sin papel higiénico sugiera un entorno sanitariamente peligroso, además de muy incómodo. Debe haber algo subconsciente en esta obsesión por el rollo de papel. Sea como sea, la fiebre del papel higiénico se está dando sistemáticamente allí donde llega el riesgo de cuarentenas colectivas y el súbito temor a la muerte invisible que nos amenaza en forma de virus. Es un curioso asunto en lo que lo escatológico en sentido terminal converge, mira por donde, con lo escatológico, en sentido fecal.