Timoteo

Anoche, durante una cena con amigos, bien regada con ribera, surgió el tema del vino y la religión. A mí se me ocurrió decir que la recomendación de beber vino y abstenerse del agua ya la encontramos en la Biblia, en palabras muy explícitas de Pablo de Tarso. 

Los comensales se rieron ante mi seria afirmación, y se mostraron un tanto incrédulos, así que no tuve más remedio que citarles de memoria el célebre pasaje de la primera carta a Timoteo, en la que el inventor oficioso del cristianismo le recomienda a su corresponsal que deje de beber agua y se de al vino, para mejorar su estómago y sus frecuentes dolencias (meketi hidropotei, alla oino oligo jro, dia ton stomajon kai piknas sou asthenias). 

Y bien sabe dios que era coherente el de Tarso recomendando esto, pues en aquellos tiempos beber agua sin mezclarla con vino era una garantía de adquirir enfermedades. 

Les hace gracia a mis compañeros de mesa la cita bíblica y decidimos por lo tanto hacer un brindis en honor de Timoteo.

–Timoteo, el que teme a dios, supongo–comenta alguien tras apurar la copa, sabedor de mi obsesión por las etimologías.

–Pues sí–respondo al vuelo–aunque solo en cierto modo. En realidad Τιμόθεος significa más bien en griego el que honra a dios, pero ocurre que tanto en griego como en latín, el temor y la veneración son dos conceptos que se solapan. El verbo griego “timao” tiene las dos acepciones: honrar y temer.

A partir de aquí, se derivó la conversación hacia derroteros menos filológicos. 

Pero a mi me hubiese gustado seguir explicando que esa doble acepción de honrar y temer, evocada por la etimología de Timoteo, es la que da origen a un grave error de traducción e interpretación del texto bíblico hebreo. 

Me refiero a la idea del “temor de dios”. 

Cuando yo era niño me extrañaba mucho que se hablase de “temor de dios” como una virtud. “¿Cómo que “temor de Dios?”, me preguntaba. “¿Por qué diablos habríamos de temer a un ser supremo bueno y omnipotente?”.

Creo que este tipo de preguntas sin respuesta fue lo primero que hizo que en mi alma infantil comenzase a surgir la duda religiosa.

Alguien me debió haber explicado que se trataba de un error en la traducción del hebreo; un error que está relacionado con la dualidad honor/temor que también encontramos en el griego y el latín.

El término que se usa en la Biblia para expresar lo que en la Septuaginta se traduce incorrectamente como “temor de dios” es “yirah”. Pero ese término también tiene en hebreo dos acepciones: temor propiamente dicho y asombro.

Me parece indiscutible que “yirah” debería haberse traducido como asombro o admiración, nunca como miedo, y si no se hizo así debió de ser por esa idea de un dios terrible y justiciero que ha acompañado siempre a cierta forma de ver el cristianismo.

Traduciendo “yirah” por “asombro” se entendería mucho mejor una bellísima idea que figura en el libro de Proverbios: “el principio de la sabiduría es el “yirat”. Si traducimos yirat por “miedo” estamos ante un absurdo. El miedo paraliza el cuerpo y también la mente. No puede ser nunca el miedo el camino hacia el conocimiento, sino todo lo contrario.

En cambio, el asombro, la admiración, sí son indudablemente el punto de partida de la sabiduría. Así se nos dice ya en el Teeteto de Platón, donde Socrates explica que el asombro, el thaumaxo es lo que provoca el logos. Aristóteles también incide en la misma idea: sentirse maravillado ante el mundo y la naturaleza es lo que promueve el razonamiento.

He aquí pues una fascinante convergencia entre una idea bíblica y el pensar de los antiguos griegos. Hay algo de universal en las ideas más ciertas y profundas.

De todo esto me hubiese gustado hablar en la cena de anoche, pero opté por no llevar la conversación a estos asuntos y seguir comentando lo bueno que estaba el vino y lo ricas que estaban las sardinas asadas. 

Cenando con amigos hay que hablar de cosas no muy enjundiosas, nunca de política o filosofía. Es preciso tener esto siempre en cuenta, para evitar las malas digestiones, como las que al parecer debía sufrir el bueno de Timoteo, el hijo de Eunice.

Lenguaje

“¿Cómo surgió la inteligencia en el hombre, suponiendo que realmente seamos inteligentes?”, me pregunta Mercedes, en medio de una conversación sobre la crisis del Mar Menor (a dónde iremos la semana próxima)y la estúpida forma en la que estamos destrozando la vida en nuestro planeta, tan asolado, tan enfermo, tan asfixiado.

–Pues yo creo que lo que llamamos, quizá indebidamente, inteligencia surgió como un subproducto del lenguaje, que parece ser privativo del homo sapiens, le respondo. Estoy convencido de ello.

–Bien. Pero entonces me tienes que aclarar, si no te importa, cómo surgió ese lenguaje entre nuestros antepasados.

–Fue por convertirnos en bípedos.

–Explícate.

–Creo que al levantarnos y caminar sobre nuestras dos piernas, obtuvimos muchas ventajas (entre ellas la perfección de la habilidad manual para fabricar herramientas y armas), pero le pusimos las cosas muy complicadas a las madres y a los hijos. Con la posición erecta, el parto se hizo difícil, dadas las modificaciones de la pelvis femenina. Eso obligó a que los progenitores cuidasen de esas crías con mucha mayor atención que en otros primates. Y no es concebible ese extremo cuidado, durante los muchos años previos a la madurez de la cría, sin que surgiese y se perfeccionase algún medio de comunicación elaborado entre los padres. Adicionalmente, el problema de la pelvis hizo de todos nuestros antepasados unos neonatos y eso impulsó el aprendizaje por parte de las nuevas generaciones.

–Pero hay otras especies que también parecen tener algún tipo de lenguaje elaborado, desde las hormigas y las abejas a los delfines. 

–En general, el lenguaje más o menos complejo se relaciona con especies en las que la cooperación es esencial. Eso abona la intuición según la cual el lenguaje surge de la necesidad de cooperar. Solo el lenguaje impidió que aquella especie de primates erguidos desapareciese por la indefensión de sus crías. Y ese lenguaje, a su vez, acabó generando una especie de seres más o menos inteligentes. Charlatanes e inteligentes.

–O sea que pensamos porque hablamos. 

–Sí. Y hablamos porque descendimos de los árboles y nos pusimos a caminar sobre dos piernas. Nietzsche, que era un gran paseante, decía que nunca se le ocurrió ninguna idea valiosa que no hubiese surgido mientras caminaba. 

–Pues en función de lo que me dices, tal vez todas nuestras ideas, como especie, surgieron porque se nos ocurrió empezar a caminar.

–Exacto.

Guía de Perplejos

Marta me dice que se ha quedado un poco perpleja con lo que escribí ayer sobre las falacias y paradojas de la estadística. 

Perpleja es una interesante palabra, derivada en última instancia de la raíz protoindoeuropea plek, plegado. Quien está perplejo es quien tiene la mente enredada, doblada sobre sí misma, desorientada, en un bucle que no llega a ninguna parte. 

Maimónides escribe su célebre Moreh Nevuchim, para tratar de explicar los misterios del mundo y de la vida a quienes están perplejos, en un sentido primariamente intelectual, es decir, a quienes están fuera del camino, descarriados, volteados sobre sí mismos. 

Por eso, el universal sabio cordobés usa el término «nevuchim», relacionado con una raíz hebrea que evoca las volutas de humo que se pliegan sobre sí mismas, y que se suele traducir como perplejo o descarriado

El perplejo al que se refiere Maimónides, en el sentido etimológico, es quien tiene su intelecto dando vueltas y vueltas caprichosas, esfumándose tristemente en el vacío.

La estadística es una fuente permanente de perplejidad. Pero, al mismo tiempo, si se comprende bien, es también una fuente de claridad, incluso en relación con la vida cotidiana y sus pequeños enigmas. La estadística bien entendida es la verdadera Guía de Perplejos.

Le pongo a Marta un ejemplo relacionado con lo que ayer escribí sobre el riesgo de obviar los sesgos de selección al examinar estadísticamente una muestra cualquiera. Le recuerdo que en una ocasión ella me comentó un extraño fenómeno relacionado con los perfiles de sus amigos habituales. Resulta, me decía ella, que «los que entre mis amigos son los más simpáticos, resultan ser los menos atractivos, mientras que los que son más atractivos, no suelen ser tan simpáticos

Este curioso fenómeno lo experimentan muchas personas. Y parece muy misterioso pero, en realidad, le digo a Marta, es totalmente lógico y constituye otro ejemplo del riesgo de pasar por alto el sesgo de selección y caer por ello en la perplejidad.

Una persona siempre filtrará las personas con las que desea contactar regularmente de cara a considerar una posible relación. Y normalmente aplicará dos filtros distintos. En su selección entrarán aquellos o aquellas que sean suficientemente atractivos desde el punto de vista físico o/y aquellos o aquellas que sean suficientemente simpáticos. Pero la puerta estará cerrada para los antipáticos y poco atractivos.

Podemos representar en un gráfico el conjunto de posibles contactos que puede tener una persona. Estos contactos serían la nube de puntos que cubre todo el cuadrante que aquí arriba he reproducido. No existe ninguna pauta o correlación. Hay de todo; incluso muy antipáticos y muy poco atractivos: son los que están en la esquina inferior izquierda. 

Pero si tenemos en cuenta lo que he indicado más arriba sobre los filtros, vemos que los contactos con los que una persona suele relacionarse estarán más bien en la esquina superior derecha, es decir, serán personas que o bien son muy atractivas o bien son muy simpáticas, o ambas cosas. 

Más aún, posiblemente la parte más pequeña del ángulo superior derecho deba ser descartada. Porque más allá de la línea roja estarían los que por ser sumamente atractivos y sumamente simpáticos, seguramente ya tienen pareja o son, por decirlo así, inaccesibles. 

Por lo tanto, los contactos habituales de una persona que está considerando una relación de pareja son los que están incluidos entre la línea verde que forma el triángulo superior izquierdo y la línea roja que lo acota.

Entonces, ya podemos hacer abstracción de todos los demás puntos del cuadrante y quedarnos solo con los de color verde, que son los que se encuentran en el área indicada.

Basta un vistazo para comprender que en esa distribución de puntos verdes sí se da una correlación: ¡y es una correlación inversa!

Es decir, por lo general, a más atractivo menor simpatía y a más simpatía menor atractivo. Existe una correlación, pero no se deriva de una vinculación causal, sino de un sesgo de selección. Nada hay en los simpáticos que los haga un poco más feos de lo normal, ni hay nada en los atractivos que los haga menos encantadores de lo esperable.

Ha bastado, por lo tanto, detectar un sesgo de selección (derivado del filtro de los contactos en función de los dos criterios aplicados) para comprender la profunda lógica que está detrás de un fenómeno estadístico que parece casi mágico. 

El conocimiento de las cosas conduce a menudo a la perplejidad. Pero profundizar en ese conocimiento es la guía segura para salir de ella.

Ciego te pintan, pobre e moço.

Anoche, viendo en la televisión el primer capítulo de una serie, escucho a un personaje, profesor de literatura inglesa en esa ficción, decir que el primero en acuñar la frase «el amor es ciego«, fue Chaucer. «¡Vaya!», me dije a mí mismo, «¡esto sí que es jingoismo anglosajón en versión literaria!».

Por supuesto que la idea de la ceguera amorosa está en Chaucer, cómo no («for loue is blynd alday and may nat see«, se nos dice en el Cuento del Mercader, uno de los relatos de Canterbury). 

Pero ocurre que la concepción del amor como impulso ciego se pierde en la noche de los tiempos. 

La iconografía griega de Eros, o la romana de Cupido, suele presentar a estos diosecillos del amor con una venda en los ojos. 

Catulo menciona a menudo el amor ciego, unas veces para afirmar esa ceguera («sive quod impia mens caeco flagrabat amore«) otras veces para negar la carencia de razón o visión en el enamorado, considerando que el amor, en ocasiones, hacer ver lo invisible.

Marcial también explica, en uno de sus epigramas, que si Codro es pobre de solemnidad, lo debe ser por su ciego amor («plus credit nemo tota quam Cordus in urbe . / Cum sit tam pauper , quomodo ? Caecus amat.«). 

Ciertamente, las referencias a la ceguera del amor en la literatura de la antigüedad clásica son incontables, desde Platón (Las Leyes, 731e) a Juvenal (Satira IV, por ejemplo). 

Chaucer se limitó a hacerse eco de una convicción proverbial. Como lo hizo Shakespeare en el Mercader de Venecia («but love is blind, and lovers cannot see«) o, como se hace, en unas líneas deliciosas en nuestra Celestina,»ciego te pintan, pobre e moço, ponente un arco en la mano, con que tiras a tiento«, como si Fernando de Rojas conociese la pintura de ese casi contemporáneo de Chaucer que fue Piero della Francesca, y que aquí reproduzco.

Ciego se ve al amor desde siempre. No es cosa de Chaucer, claro está. Lo sabían muy bien los romanos y los griegos. No parece saberlo ese profesor de literatura inglesa de la serie.

Solo la codicia es tan ciega como el amor, decía Artistófanes hace muchos siglos.

Pero esa ceguera del amor es una ceguera tolerable y, hasta cierto punto, la única deseable.

Falacias y Paradojas

Una persona de mi conocimiento me dice que las vacunas son lo que está llevando a la gente a los hospitales. «A los hechos me remito», me dice, «la mayoría de los hospitalizados en UCI son personas vacunadas, ergo las vacunas son lo que te lleva a la UCI».

Le explico que ese tipo de vinculaciones causales a partir de meras correlaciones son peligrosas, desde el punto de vista lógico. Siempre hay que preguntarse si no existen otros factores que refuten la aparente relación causal. 

El hecho es que la gran mayoría de no vacunados son (o eran, hasta hace muy poco), jóvenes. Y es bien sabido que los jóvenes no sufren un contagio tan severo como para hacerles ingresar en cuidados intensivos. Sin embargo, prácticamente todos los ancianos, millones de ellos, están vacunados. Y, teniendo en cuenta su vulnerabilidad es normal que el pequeño porcentaje de vacunas fallidas (alrededor de un 15% o tal vez más, en el caso de la variante «delta») produzca hospitalización de mayores, no de jóvenes, en las UCI. Es justamente por eso por lo que en las UCIS encontramos muchos ancianos vacunados y muy pocos jóvenes no vacunados.

Esta misma persona que cree en la morbilidad de las vacunas, me dice que sigue fumando puros porque se ha demostrado que hay más casos de covid grave entre los no fumadores que entre los fumadores, tal como han probado (me dice) recientes estudios.

En realidad, esos estudios a los que se refiere mi conocido existen, pero se han realizado en hospitales y solo entre pacientes contagiados. En esos hospitales se ha revisado uno por uno a cada enfermo y se ha anotado quien de ellos es fumador y quien tiene covid. El resultado ha sido generalmente que, en términos generales, los enfermos de covid no son muy fumadores. A esto es a lo que se agarra mi conocido.

Sin embargo, estamos en las mismas. Correlación no es causación. Ocurre que la mayoría de las personas que ocupan las camas de un gran hospital están allí por tener una enfermedad merecedora de hospitalización. Entre esas personas, la tasa de fumadores será posiblemente más alta que en la población normal (dado el carácter tóxico del tabaco que está detrás de un buen número de hospitalizaciones), y por lo tanto también será una tasa más alta que la de los enfermos graves de Covid, concentrados primariamente en la UCI de ese hospital y que no son sino una muestra de la población general.

Por ello, si se realiza un estudio entre todos los enfermos del hospital (UCI y planta), se obtendrá un paradójico resultado: los contagiados leves (que están en planta) son más fumadores que los contagiados graves (que están en UCI).

Estas clarificaciones lógicas son bien conocidas por los especialistas en matemáticas y estadística, que saben bien que las correlaciones aparentemente causales a menudo están sesgadas por al menos tres fenómenos bien estudiados (variables latentes, variables de colisión y desequilibrios de clase). 

De hecho, los dos errores de atribución falsa de causa que he comentado aquí (vacunación y tabaco como falsos factores causales) son conocidos respectivamente en la bibliografía estadística como Falacia de Simpson y Paradoja de Berkson. 

Pero, da igual. No sirven las explicaciones ante las convicciones profundas contaminadas de ideología.

Siempre hay que contar, tristemente, con la teoría de la disonancia cognitiva, según la cual las personas nos limitamos a reajustar (confirmar) apropiadamente nuestro sistema de ideas cuando alguien nos presenta algo que contradice lo que pensamos. 

Somos increíblemente creativos para realizar esos ajustes. 

Ante la lógica y la razón, el «creyente convencido», y la mayoría de los antivax y conspiranoicos lo son, realiza el pertinente reajuste… y se fuma un puro.

La cuerda y la gracia.

Creo tener identificados a los cuatro enemigos de la felicidad del hombre. Y en alguna ocasión he escrito sobre ello.

Para mi no son otros esos adversarios que el sentimiento de culpa, la falta de autoestima, el miedo y la ira/odio. 

Esos cuatro enemigos parecen estár relacionados entre sí en forma muy sutil. 

El miedo, por ejemplo, genera en unas ocasiones la ira/odio y en otras el sentido de culpa. 

A su vez, el sentido de culpa provoca la falta de autoestima, que a su vez retroalimenta el miedo. Es, por decirlo así, un sistema dinámico e interrelacionado.

He pensado mucho sobre estos cuatro venenos de la dicha humana.

Y también he dado vueltas a la cabeza pensando si existe algún antídoto universal para estos cuatro tóxicos.  ¿Cuál puede ser la triaca o polifármaco que nos proteja de estos mensajeros de la aflicción?

Es difícil definir una panacea universal, pero si existe, se trataría del perdón. No puede ser otra cosa.

Perdonarnos a nosotros mismos es lo que neutraliza el sentido de culpa y refuerza la autoestima. Perdonar a los demás nos reconcilia con el mundo y cancela nuestras reacciones de ira y de odio.

Pero llegando a esta conclusión caigo en la cuenta de que hay dos tipos de perdón. 

Está por un lado el perdón consistente en dejar marchar al otro, en romper la cuerda de odio y rencor que nos une a él y acaso usarla para jugar con ella como un niño. Se bien que es es difícil hacer esto. Y me recuerda, por ejemplo, a alguien de mi conocimiento que no deja jamás de odiar a su anterior pareja, por lo que cada noche, en realidad, se acuesta con esa persona. Y cada día se levanta con ella.

Y luego está, por otro lado, el perdón que, por decirlo así, se vuelca sobre el perdonado, agraciándole. Es el perdón que otorga al otro una suerte de beneficio moral o material, una gracia (de aquí que «gracia» sea un sinónimo, en el ámbito jurídico de «perdón» o «indulto«; por eso se usaba hace un siglo el término de «Ministerio de Gracia y Justicia» para referirse a lo que hoy solo es «Ministerio de Justicia»).

El verdadero perdón debería tener los dos componentes.

De hecho, los antiguos griegos usaban dos palabras diferentes para referirse al perdón, lo que sugiere que eran muy conscientes de que un perdón completo necesita las dos vertientes mencionadas.

Para referirse al perdón consistente en «soltar la cuerda«, los griegos usaban el término «afiemi» que etimológicamente significa «enviar» (hiemi) «fuera, lejos» (apo), liberar, desatar.

Para referirse al perdón consistente en «agraciar», «bendecir», «otorgar al otro un bien material o moral», los griegos usaban el término «xarizomai«, relacionado etimológicamente con «xara«, alegría, bienestar y con «xarites«, agradecimiento, que a su vez está detrás del latín «gratia» y de nuestro gratis y gracia.

Creo sinceramente que el perdón, si se produce en esa doble dimensión del afiemi y el xarizomai es lo más parecido que existe a una medicina universal contra el malestar interior y sus cuatro negros pilares.

Pero, como muchas medicinas o purgantes, el perdón integral, el que suelta la cuerda y otorga la gracia, tiene un sabor muy amargo. 

Por contra, el odio y la ira son un buen bocado.

Es su digestión la que nos mortifica.

Let me count the ways.

Sostengo que lo que entendemos por poesía se debe en buena medida a la lírica árabe y especialmente andalusí del medievo..

Esa lírica está claramente detrás del fenómeno medieval de los trovadores, que a su vez es el fundamento indiscutible de lo que el hombre moderno considera poesía. 

Naturalmente, tenemos a Dante y su Comedia para poner en cuestión la radicalidad de mi tesis. Pero hay que recordar que Asín Palacios (y Emilio García Gómez) sugirieron razonadamente los claros antecedentes islámicos en la obra del vate florentino, quien, por cierto, sabía leer provenzal y proclamaba su admiración hacia trovadores catalanes no poco tributarios, a su vez, de la poesía andalusí (y algún día escribiré algo sobre las raíces islámicas de ese derviche cristiano llamado Francisco de Asís, que antes de ser santo fue trovador, y por lo tanto poeta).

Tiene cierta lógica que la poesía moderna arranque en los diwanes del Islam. Y esto es así porque posiblemente, la lengua árabe ofrece especiales ventajas para la creación poética. 

Como es sabido, en árabe existen decenas de miles (o tal vez centenas de miles) de raíces consonánticas cuyo significado varía y se matiza de muchas maneras en función del juego vocálico. Esto hace que no sea demasiado hiperbólica esa cifra de más de doce millones de palabras que, según un estudioso egipcio del siglo XV, contiene el lenguaje árabe. Una cantidad harto mayor a la que se atribuye a otras lenguas de nuestro entorno, que se mueven en cifras diez o veinte veces menores, dependiendo de diferentes criterios.

Un hermoso ejemplo de la riqueza y amplitud del léxico árabe lo consituye la idea de amor en ese lenguaje. Frente a nuestro limitado binomio querer/amar, los árabes, especialmente en el ámbito poético, usan más de diez términos distintos, cada uno con un matiz diferencial pero todos ellos dentro del campo semántico del amor. Merece la pena examinar algunos.

Shaghaf, por ejemplo, es la palabra árabe para definir una forma de amor, sincera y plena, esa entrega completa en la que se pone todo el corazón. 

Wala viene a ser algo similar, pero con el componente del ardor físico y el fuego pasional. 

Jawa es similar a wala, pero con un claro matiz de dolor, que evoca el sufrimiento interior producido por una mala digestión o un reflujo gástrico. 

Esa idea de dolor también está presente en sabbab, que evoca la idea de un amor que hace brotar sangre desde el corazón al exterior. 

Hub es el amor creciente, el amor que se va haciendo más grande cada día, como una semilla que germina. 

Hawa es el amor en pequeño, poco más que una cierta inclinación hacia el otro. 

Huyyam es el amor insaciable y ansioso, que asemeja la sed insoportable del peregrino en el desierto. 

Gharam es el amor del que se preocupa todo el tiempo por el otro, de forma casi obsesiva.

Ishq es la pasión amorosa de quien no se puede separar del ser amado. 

Fitna es el amor que nos deshace por dentro, que nos funde por completo, como un metal en el crisol. 

Tawq es un amor con ciertos tintes trágicos, el amor que parece empujarnos fatalmente al sacrificio personal. 

Walah es el amor loco, el que nos hace perder la cabeza. 

Taym es el enamoramiento que nos desorienta, que nos hace sentir como viajeros extraviados en un mundo desconocido.

«¿Cómo te amo yo?«, se pregunta retóricamente Elizabeth Barret Browning en su celebérrimo soneto, antes de pasar a contarnos las maneras. 

Al concluir el poema, nos damos cuenta de que, en realidad, le faltan palabras a la autora para expresar los diferentes matices de su pasión y es por ello por lo que utiliza los hermosos circunloquios que han hecho de se soneto un monumento universal de la poesía: el amor que nace en el hondo abismo, el del calmo instante de cada día, el de la fe de niña, el amor tierno, el de cada sonrisa y cada lágrima, el que persigue las fronteras del ser y de la gracia…

Todo eso lo podría haber dicho la poetisa británica–quien sabe–de una manera más precisa si hubiese escrito en árabe. 

Pero no estoy seguro de que fuese una manera más bella.

Ameba.


Es sorprendente la cantidad de casos en los que usamos nombres de animales para definir, peyorativamente, características que en realidad son privativas del alma humana. Cerdo, besugo, zorra, víbora, gallina, rata, pulpo, sabandija, lobo, perro, sapo, buitre, merluzo, ladilla, pájarraco, pato, gorila, cabra y sus derivados, gusano, hiena…

Hay todo un animalario interminable a disposición del hablante. Un animalario del que puede echar mano para herir verbalmente al prójimo. 

Entre todos estos sustantivos del ámbito zoológico, uno de los que me parece mas contundente y curioso es el de «ameba«. 

«Tiene el cerebro de una ameba«, se dice, para enfatizar maliciosamente el escaso caletre de alguien. No es fácil explicar esta animadversión hacia la humilde ameba, que por cierto no es propiamente un animal. Quizá se deba al carácter unicelular de estos seres, lo que parece connotar una idea de simplicidad.

Lo curioso es que esa simplicidad solo es aparente. El ameboide de agua dulce llamado «Polychaos dubium» cuenta en su genoma con nada menos que 670 mil millones de pares de bases de ADN. Eso es más o menos 200 veces más que un homo sapiens.

De simple, nada.

Así que la próxima vez que alguien utilice ameba como ofensa, tenemos un interesante dato con el que corregirle. Y que aprenda así a no ofender a los animales comparándolos con los humanos. En muchos casos, la comparación es muy desfavorable e injusta. Para el animal.

Parábolas

Marta me dice que le hace gracia mi obsesión con las palabras y su origen.

La verdad es que son centenares o tal vez miles las palabras cuya etimología he tratado de desgranar en este blog de WordPress, o en el que antaño mantenía en Tumblr, que incluía casi diez mil publicaciones.

Pero Marta me dice que se da cuenta de que, entre todas las palabras que he comentado falta, precisamente la palabra «palabra«.

Pues tiene razón. Y la observación es una clara provocación.

Le digo que, originalmente, el termino latino «parabola»significaba algo así como enseñanza o moraleja. De aquí el uso que conocemos por los evangelios. A su vez, ese término latino provenía del griego, con el sentido de lanzar algo en paralelo (para-bolé). Tiene lógica. La párábola en el sentido de «enseñanza» viene a ser una forma de relatar o enseñar algo en «paralelo», manteniendo la correlación con la noción original, pero con mayor expresividad.

A partir de esa acepción de parábola como enseñanza de un concepto, en el bajo latín se empezó a usar el término como alternativa al vocablo latino clásico «verbum», al que se prefería reservar para un sentido más bien sacro, debido a sus connotaciones bíblicas. De este uso «profano»nació el castellano «palabra» o el italiano «parola».

Le cuento esto a Marta y me dice que tampoco es algo tan interesante como se imaginaba. Pero hay algo que sí la intriga. Constata ella que le he dicho que parábola en griego es más o menos sinónimo de línea paralela. Pero ella me hace notar que, de lo que recuerda de las clases de matemáticas, la parábola es una curva que no tiene nada que ver con una paralela. Es más bien, me dice, algo así como una campana invertida. ¿Por qué los matemáticos llaman parábola/paralela a una curva que no tiene nada de paralela? Son ganas de confundir, me dice.

Pues a esto le puedo contestar cumplidamente. Es verdad que la parábola no es una curva paralela, pero resulta que esta curva es el resultado de cortar un cono de un lado a otro y de arriba abajo (técnicamente es el resultado de la intersección con el cono de un plano paralelo cuya inclinación respecto al eje de revolución del cono es igual al de la generatriz del cono, esto es algo que se ve con cierta claridad en la figura). Es decir, la parábola es una de las llamadas secciones cónicas, una familia de curvas de enorme importancia en matemáticas. Y es en efecto, una curva que sí tiene mucho que ver con la noción de «paralela», aunque no por su forma, sino por su origen.

Las parábolas tienen una fascinante propiedad. Explicado de una forma burda, si lanzas un haz de proyectiles de goma paralelos sobre ella, esas flechas deberían rebotar todas en un mismo punto. Este fenómeno hace que el diseño de esta curva sea idóneo para las antenas parabólicas. De aquí su nombre.

En fin, puede que la etimología de las palabras a veces no tenga mucho interés. Pero las cosas que denotan las palabras, casi siempre sí lo tienen. Yo debería reflexionar más sobre las cosas y menos sobre las palabras.

Felicidad y Feracidad.

En una publicación reciente, afirmé que el adjetivo «felix» en latín, significaba originariamente «fértil«, más bien que dichoso o afortunado. Por eso, el topónimo Arabia Felix que figura en los antiguos mapas para designar al actual Yemen debería interpretarse como la Arabia Fértil o Feraz.

Mi amigo Hussein, autorizado filólogo árabe y erudito, discrepa. Me dice, con toda razón, que Yemen en árabe deriva de árabe «ymnt«, que significa «sur«, pero también está relacionado con «yamn» que significa «bendecido» o «afortunado». Por ello, sostiene Hussein, Arabia Felix es simplemente una traducción correcta de la idea de una tierra jubilosa, del rico país meridional de la legendaria reina de Saba, allí donde la felicidad y la abundancia tenía su asiento.

¿Contradice lo que me dice el profesor mi afirmación respecto al verdadero sentido del latino «felix» aplicado al sur de la península arábiga? 

Todo lo contrario, creo yo. Lo que me dice Hussein viene a confirmar lo que dije yo. 

Porque demuestra que tanto en árabe como en latín, la idea primitiva de felicidad no podía ser otra que la fertilidad de los campos, para los pueblos de interior, y los buenos vientos, para los pueblos marineros. Básicamente, eso.

Otra cosa es que esa idea primitiva de felicidad, evolucionase después, en latín y en árabe, hacia un concepto más abstracto y complejo. Y acaso más discutible.

Es en virtud de esa evolución que tenemos nosotros sustantivos de mal definido campo semántico, como felicidad y fortuna (esta última era originalmente el viento fuerte que hinchaba las velas) para referirnos a la dicha. Es tal vez prueba de que no somos ya capaces de encontrar la felicidad en cosas tan simples como las buenas cosechas y las buenas singladuras.

Así que, tal como yo lo veo, la vinculación evolutiva de lo fértil y lo dichoso se da, con sorprendente paralelismo, en ambos idiomas, árabe y latín, y eso sugiere que el alma profunda de diferentes pueblos y sus muy distintos lenguajes tiene más elementos en común de lo que podemos pensar.

Y, en fin, añado que sabemos por Festo, en De Verborum Significatione, que Catón se refería al arbor felix como aquel que no llevaba fruto («Felices arbores Cato dixit quae fructum ferunt, infelices quae non ferunt«). Y hay muchos más textos latinos que atestiguan este sentido primitivo del adjetivo latino «felix«. Lo encontramos en las Geórgicas de Virgilio, en la Historia Natural de Plinio, en la Saturnalia de Macrobio, incluso en Ab Urbe Condita de Tito Livio.

No se me juzgue como pedantería el traer a colación estas referencias o estas disquisiciones.

Solo son mi humilde intento por asentar que la etimología nos está sugiriendo dos grandes verdades: hay mucho en común en las almas de los diferentes pueblos y, sobre todo, somos más felices cuando creamos, mas infelices si no lo hacemos.