
Anoche, durante una cena con amigos, bien regada con ribera, surgió el tema del vino y la religión. A mí se me ocurrió decir que la recomendación de beber vino y abstenerse del agua ya la encontramos en la Biblia, en palabras muy explícitas de Pablo de Tarso.
Los comensales se rieron ante mi seria afirmación, y se mostraron un tanto incrédulos, así que no tuve más remedio que citarles de memoria el célebre pasaje de la primera carta a Timoteo, en la que el inventor oficioso del cristianismo le recomienda a su corresponsal que deje de beber agua y se de al vino, para mejorar su estómago y sus frecuentes dolencias (meketi hidropotei, alla oino oligo jro, dia ton stomajon kai piknas sou asthenias).
Y bien sabe dios que era coherente el de Tarso recomendando esto, pues en aquellos tiempos beber agua sin mezclarla con vino era una garantía de adquirir enfermedades.
Les hace gracia a mis compañeros de mesa la cita bíblica y decidimos por lo tanto hacer un brindis en honor de Timoteo.
–Timoteo, el que teme a dios, supongo–comenta alguien tras apurar la copa, sabedor de mi obsesión por las etimologías.
–Pues sí–respondo al vuelo–aunque solo en cierto modo. En realidad Τιμόθεος significa más bien en griego el que honra a dios, pero ocurre que tanto en griego como en latín, el temor y la veneración son dos conceptos que se solapan. El verbo griego “timao” tiene las dos acepciones: honrar y temer.
A partir de aquí, se derivó la conversación hacia derroteros menos filológicos.
Pero a mi me hubiese gustado seguir explicando que esa doble acepción de honrar y temer, evocada por la etimología de Timoteo, es la que da origen a un grave error de traducción e interpretación del texto bíblico hebreo.
Me refiero a la idea del “temor de dios”.
Cuando yo era niño me extrañaba mucho que se hablase de “temor de dios” como una virtud. “¿Cómo que “temor de Dios?”, me preguntaba. “¿Por qué diablos habríamos de temer a un ser supremo bueno y omnipotente?”.
Creo que este tipo de preguntas sin respuesta fue lo primero que hizo que en mi alma infantil comenzase a surgir la duda religiosa.
Alguien me debió haber explicado que se trataba de un error en la traducción del hebreo; un error que está relacionado con la dualidad honor/temor que también encontramos en el griego y el latín.
El término que se usa en la Biblia para expresar lo que en la Septuaginta se traduce incorrectamente como “temor de dios” es “yirah”. Pero ese término también tiene en hebreo dos acepciones: temor propiamente dicho y asombro.
Me parece indiscutible que “yirah” debería haberse traducido como asombro o admiración, nunca como miedo, y si no se hizo así debió de ser por esa idea de un dios terrible y justiciero que ha acompañado siempre a cierta forma de ver el cristianismo.
Traduciendo “yirah” por “asombro” se entendería mucho mejor una bellísima idea que figura en el libro de Proverbios: “el principio de la sabiduría es el “yirat”. Si traducimos yirat por “miedo” estamos ante un absurdo. El miedo paraliza el cuerpo y también la mente. No puede ser nunca el miedo el camino hacia el conocimiento, sino todo lo contrario.
En cambio, el asombro, la admiración, sí son indudablemente el punto de partida de la sabiduría. Así se nos dice ya en el Teeteto de Platón, donde Socrates explica que el asombro, el thaumaxo es lo que provoca el logos. Aristóteles también incide en la misma idea: sentirse maravillado ante el mundo y la naturaleza es lo que promueve el razonamiento.
He aquí pues una fascinante convergencia entre una idea bíblica y el pensar de los antiguos griegos. Hay algo de universal en las ideas más ciertas y profundas.
De todo esto me hubiese gustado hablar en la cena de anoche, pero opté por no llevar la conversación a estos asuntos y seguir comentando lo bueno que estaba el vino y lo ricas que estaban las sardinas asadas.
Cenando con amigos hay que hablar de cosas no muy enjundiosas, nunca de política o filosofía. Es preciso tener esto siempre en cuenta, para evitar las malas digestiones, como las que al parecer debía sufrir el bueno de Timoteo, el hijo de Eunice.