Metafísica para cenar.

Anoche, vino Inna a cenar. 

Mientras tomábamos esa especie de roastbeef que suelo preparar (asando durante 4 horas y media a 85 grados una gran pieza de picaña, untada una y otra vez con Pedro Ximenez), la conversación no tardó en derivar hacia lo oscuro del momento que vivimos. 

Cómo no sentirse abrumado por esta una nueva Guerra Fría que parece ser el prólogo de otro enfrentamiento mundial. Cómo no sentirse desconsolado por la locura bélica en Ucrania (y no solo allí). Como no entristecerse por el futuro cada vez más incierto de la sostenibilidad de la vida en el planeta.

–Para mí que todo esto es obra del Maligno–me dice, tal vez no muy en serio, Inna.

–Lo niego. Es tan sólo obra del homo sapiens. De ese individualismo nuestro, sin parangón con el de otras especies. De ese afán ilimitado de poder y de depredación gratuita que se deriva de ese mismo colosal individualismo. De nuestro brutal sentido tribal.  No, Inna, no hay ninguna necesidad de pensar en ningún Maligno o deidad perversa. Es una hipótesis innecesaria, si me permites parafrasear a Laplace.

–Pero ¿reconocerás que es el Mal lo que caracteriza a nuestro tiempo?

–Puede ser.

–Pues si es el Mal lo que existe ¿por qué no habría de existir una fuente de todo ese Mal, una especie de causa primera oscura?¿Por qué no contemplas esa posibilidad?

–Bueno–le respondo a Inna con una sonrisa–mi padre solía decir que él nunca sería musulmán porque no creyendo en la religión cristiana, que era la verdadera, cómo iba a creer él en cualquier otra que sin duda era falsa…De forma similar, te digo que no concibo ninguna deidad antropomórfica a la que podamos atribuir lo bueno y el bien. Aún con más razón reniego de cualquier deidad en sentido opuesto.

–Lo que pasa–replica Inna–es que tú mismo has reconocido que existe el Mal…no es coherente entonces lo que me dices.

–En realidad, el problema es el verbo ser y en su catastrófica ambigüedad.

–¡Venga ya! ¿Me vas a decir que todo es cuestión de gramática? Recuerda que yo soy filóloga.

–Pues sí, y conviene detenerse un poco en este asunto. ¿Me lo permites?

–Adelante, si no hay más remedio.

–Verás, cuando decimos algo como “el número 13 es primo”, en realidad estamos diciendo dos cosas totalmente diferentes. Por un lado, estamos señalando que “es cierto que el número 13 pertenece al conjunto de números naturales que no tienen más divisores que ellos mismos o la unidad”. Pero, por otro lado, también, y de forma subrepticia, al utilizar el copulativo “es”, estamos implicando que el número 13 es algo que existe. 

–Bueno, puedes tener razón. ¿Y qué?

–Pues que si bien la primera de las dos cosas (la pertenencia del 13 al conjunto de los primos) no suscita la menor duda, la segunda nos lleva a un mundo de complejidad y confusión: ¿existe el número 13? ¿Dónde existe? ¿De qué está hecho?

–Creo que veo por dónde vas…

–No podemos negar que el número 13 existe, pero solo con una forma de existencia, digamos, “lógica” o como “ente de razón”, que dirían los escolásticos. El problema reside en que, muy a menudo, cuando usamos el verbo ser, además de afirmar la veracidad de algo, tendemos a crear existencias meramente lógicas o entes de razón. En este sentido, al decir que el Mal existe, corremos el riesgo de no darnos cuenta de que, conforme a la segunda interpretación del verbo ser o existir, el Mal solo es un ente de razón, como lo es el número 13. Ni el Mal, ni el número 13 tienen un lugar en el mundo de lo verdaderamente real.

–Interesante–me reconoce Inna.

–De la catastrófica ambigüedad del verbo ser, se deriva todo el gigantesco embrollo de la metafísica continental, y me atrevería a decir de la teología. El verbo ser es una máquina de crear hipóstasis. Y a nosotros nos encanta asumir esas hipóstasis como entes reales. Este vicio es un efecto colateral indeseado de nuestra capacidad intelectual.

–O sea–me dice pensativa Inna–que para tí, el Mal, es solo una hipóstasis.

–Así es. No creo que exista un principio operante del Mal, ni tampoco un principio del Bien. No creo que los seres humanos seamos bestias perversas movidas por el Maligno. Ni tampoco creo que seamos criaturas angelicales inspiradas por el Todopoderoso. Participamos de ambas naturalezas, si miramos panorámicamente el fenómeno humano.

–¿Entonces?

–Entonces, limitémonos a llenar nuevamente nuestras copas de Pedro Ximenez. Y a desear que los que mandan en el mundo aprendan un poco de Historia y no conviertan a nuestra especie en una de las más efímeras en pasar por la Tierra.

 –¿300.000 años, no?

–Poco más o menos. Una minucia.

NO.

Hace mucho tiempo, cuando yo era adolescente (¿pero es que acaso no lo sigo siendo?) escuché decir a Antonio Gala que solo merecía la pena un mundo en el que se pudiera decir “yo no”.

Nunca he olvidado esa idea. 

Años más tarde, quedé igualmente fascinado por el cuentecito Bartleby, el Escribiente, de Melville, esa breve narración que es el preludio de Kafka, de Ionesco, de todo el existencialismo, y que no es sino una genial parábola sobre el “no” como recurso supremo de supervivencia.

Ayer escuché unas palabras del admirable Dimitri Papanikas (suerte que viva en España y hable tan perfectamente nuestro idioma) en torno a la importancia de decir que no a tantas cosas de nuestro mundo. Un mundo infeliz en el que, por ejemplo, decimos sí alborozados y sin más a los algoritmos y a la inteligencia artificial, sin preocuparnos lo más mínimo sobre lo realmente importante, que es quién va a manejar todo eso y en qué beneficio (los de siempre y para lo de siempre, ya lo adelanto).

No suelo transcribir aquí palabras ajenas, a tal punto llega mi vanidad, pero voy a hacer una excepción con esto que escuché a Papanikas, porque es algo excepcionalmente lúcido. Me hace pensar que es justo lo que habría dicho Ivan Illich si tuviésemos la suerte de que estuviese vivo para observar lo que ocurre en este mundo idiota del sí por defecto.

«No a una burocracia que nos hunde. 

No a la autoridad.

No a los controles obsesivos y sin sentido.

No a la tecnología de los móviles, que nos aplasta.

No al pretender clasificar nuestras vidas y nuestros hábitos con algoritmos.

No al abuso de las redes sociales.

No al narcisismo de la pequeña diferencia.

No a la arrogancia.

No a la vulgaridad irresponsable que abandona a miles de desesperados en el mar y en la tierra.»

No.

Phanum.

Comento con un buen amigo, extrarordinariamente culto y perspicaz, la relación profunda entre el fanatismo y la religión. 

Estamos ambos de acuerdo en que casi siempre el fanatismo tiene o bien una raíz religiosa directa o se puede derivar, en última instancia a convicciones religiosas o próximas a la religión.

Esta relación ya está sugerida por la etimología, pues fanatismo viene del latín prophanum, siendo así que su vez phanum significaba templo en latín. 

Este phanum no tiene una etimología latina clara. Yo creo que debe tener relación última con el griego phainein, es decir, lo que sale a la luz, lo que aparece, lo que se muestra. Y esta idea encaja bien con el sentido del templo como lugar donde se manifiesta lo divino. Pero hay otras etimologías posibles. Dejemos a los filólogos discutir.

Lo que es curioso es que, a juzgar por el significado de phanum como templo, se diría que profano debería significar “hacia el templo”, que parece ser lo contrario de lo que realmente significa en castellano.

La explicación está en la frecuente ambigüedad que adquieren los prefijos latinos cuando son importados por las lenguas romances. El “pro” latino connotaba tanto la idea de dirección como la de posición frontal. En este sentido, el prophanum latino se usaba para denominar a los que debían situarse fuera o delante del phanum o templo, por no estar permitida su entrada. Y de esta idea se deriva nuestro verbo profanar.

De todos modos, diga lo que diga la etimología, la realidad es que el peor de los fanatismos es casi siempre el de carácter religioso.

Y cuando se desarrolla un fanatismo sin religiosidad, a menudo ese fanatismo acaba convirtiéndose en algo parecido a la religión. Hay quienes hacen del nacionalismo una religión, por ejemplo; una religión que promete la gloria a los que mueren por ella.

Me he quedado pensando en esto cuando he leído algo esta mañana, en un digital ruso, en el que se comentaba la heroicidad de los soldados participantes en la «boiennaia espetsoperatsia» (la operación militar especial, esto es, el tonto eufemismo obligatorio en Rusia para referirse a la horrible guerra en ucrania).

«El corazón de los héroes nunca deja de palpitar» (sierdtse geroi bietsia biechno), es la soberana estupidez que escribía hoy el periodista de Komsomolskaia Pravda…

Pero es una estupidez muy religiosa.

No soy amigo de profanar nada, pero sí creo que hay que profanar el fanatismo. Todo fanatismo.

Pienso.

Esta mañana, muy temprano, bajo una fascinante luna llena que aún protagoniza el cielo azul del amanecer, nos cruzamos, en la dehesa, con Itziar y su boxer Linda, que siempre celebra con frenéticas piruetas el encuentro con mi compañero canino. 

Hago notar a Itziar que Linda parece haber cogido peso.

–Sí. Pero ya le he cambiado la dieta. He empezado a prepararle yo misma la comida. 

–¡Bien hecho!

–Sí. Creo que el problema era el dichoso pienso. Es que no me fío nada del pienso, sea cual sea la marca. ¡Hasta el nombre me parece feo! 

–Estoy de acuerdo. Sabemos bien el daño que hace al humano la comida procesada. Y el pienso es comida procesada por excelencia. Seguro que no es muy bueno para ningún mamífero. Ahora bien, no se si el nombre de pienso me parece tan feo…En realidad, si te fijas bien, está relacionado con la idea de pensamiento.

–¿Pienso y pensar? ¿Qué tienen que ver ambas cosas, además de la semejanza de las palabras? ¿Me vas a contar otra vez de esa teoría según la cual nuestra forma omnívora de alimentarnos es lo que permitió el crecimiento del cerebro en los homínidos?

–No exactamente. Tranquila, Itziar. Ocurre que la palabra pienso se deriva de la idea de pesar algo, es decir, de preparar una una ración bien medida de alimento. Es la misma idea que está detrás de la palabra pensión, es decir, dar algo tasado, algo que se entrega una vez se ha calculado su cuantía exacta.

–Pues muy bien. ¿Pero qué tiene que ver ese «peso» y el pensamiento?–me protesta Marina, mientras Linda intenta inútilmente animar al viejo Mao a jugar con ella.

–El caso es que pensar es, también etimológicamente, pesar. El pensamiento es, esencialmente, tomar razón de algo, contar, comparar…ponderar. Esta idea se confirma incluso cuando consideramos la vinculación entre medida y mente, que son términos relacionados en ambos casos con la importante raíz protoindoeuropea “me”, que connota esencialmente la idea de medir.

–Interesante lo que dices. Es otra forma de entender el “pienso, luego existo”. Aunque a mí sigue pareciendo muy feo el pienso “de comer”. Pero te aseguro que, en el camino a casa, voy a “pensar” en tus dichosas etimologías que siempre encuentran extrañas relaciones entre nuestras palabras y no se qué lenguajes ancestrales, así que…¡agur a los dos!

–¡Agur!–respondo. 

Y me quedo con ganas de decirle a Itziar que ese “agur” con el que nos despedimos, el adios vasco, también nos lleva a “lenguajes ancestrales”. 

Podríamos remontar el agur vasco al acádico ahratu, “lo que viene después”, “el futuro” (mismo significado que el ugarítico uhryt o el hebreo ahrit). 

De este ahratu deriva el también acádico “ahhururu”, cuervo, por ser la observación de este ave y su aparición en el cielo el objeto de la tarea de los magos y adivinos en las primitivas civilizaciones de Oriente Medio.  

Y a su vez, del acádico “ahhururu” deriva, en última instancia, el latín augur, para denominar al adivino que interpreta el vuelo de las aves.

El paso siguiente nos lleva al término “augurio”, con la idea de un buen pronóstico o deseo y, finalmente, llegamos al euskera agur, forma cortés de despedirse, que está tomado directamente del latín, como el italiano “auguri”, para indicar buenos deseos o buena suerte…

Pero todo esto me lo cuento a mí mismo.

Itziar y su alocada boxer ya están muy lejos.

Por hoy, el prójimo ya ha tenido bastante de mi habitual pienso etimológico.

Non possiamo non dirci cristiani?

Invito a cenar a una querida amiga y vecina y a su hija adolescente, entre otras cosas porque quiero que valoren mis últimos e innovadores avances en mi legendaria sopa de cebolla, que recientemente he mejorado con un ligero toque de azafrán y un poquito de caldo de carne.

Durante la salutífera libación, con una helada ahí fuera, no recuerdo bien en qué contexto (tal vez hablando de aromas) la adolescente, que debe pensar erróneamente que yo lo sé todo, me pregunta si el uso de los perfumes corporales es bastante moderno. 

Le respondo como puedo, remontándome, lógicamente, a los antiguos egipcios. 

El caso es me quedo pensando por qué la inteligente adolescente no recuerda ese pasaje de los evangelios en el que tiene lugar la llamada unción de Jesús por parte de María de Betania con el perfume de nardo contenido en el tarro de alabastro (y el sorprendente gesto de haber secado María previamente sus pies con sus propios largos cabellos). O la episodio de los «Reyes Magos, con su regalo de mirra, que era un habitual ingrediente de los perfumes y ungüentos en Oriente Medio.

En realidad, creo que las nuevas generaciones conocen cada vez menos sobre lo que podríamos denominar historia sagrada o religiosa.

No se si eso es bueno. Hay muchas cosas en nuestra cultura que no se pueden entender bien si no es en el contexto de la religión que se ha practicado o creído practicar en Occidente desde hace dos mil años. 

Meditando sobre este peliagudo asunto, al terminar la cena, me da por revisar el texto de la misa católica en latín, porque creo recordar que se puede detectar en ese texto latino un buen número de lugares comunes de nuestra cultura.

Y, en efecto, así es. Basta una lectura rápida de esa liturgia, que es a la vez genial obra de teatro y efectista ceremonia de magia blanca, para encontrar no pocas referencias a nuestra forma de hablar y pensar: “mea culpa”, “in illo tempore”, “miserere”, “oremus”, “memento”, “hossana”,“hoc est enim corpis” (hocus pocus), “amen”…son solo algunos ejemplos, y seguramente me dejo algunos más.

Cancelar el conocimiento de la religión es también amputar una parte de nuestra cultura.

A mediados del siglo pasado, Benedetto Croce escribió el famoso opúsculo “Perché non possiamo non dirci cristiani”, en el que acertadamente sostenía que, independientemente del nivel de creencia que tengamos (que en mi caso es cero, ay de mí) todos somos en cierto modo cristianos. Porque nuestra cultura lo es y de una forma muy profunda.

Lo que ya dudo, tal como va la educación, es que esto sea válido “secula seculorum”. 

Y por cierto, el uso común de esta expresión-por los siglos de los siglos- se lo debemos también a la misa católica…

Hasta el infinito y más allá.

Vuelvo a viajar a Barcelona en los estupendos trenes italianos, que son una versión mejorada de los Freccia Rossa, esos que te llevan de Roma a Milán en un abrir y cerrar de ojos (lo cual es un despilfarro de paisaje, dicho sea de paso). 

Esta vez, alguien ha tenido el caritativo gesto de reservar para mí la llamada “tarifa infinita” de la compañía italiana. Es una tarifa que incluye diferentes “amenidades”, si se me disculpa por usar ese feo anglicismo que se está abriendo camino.

“Tarifa Infinita” ¡Qué nombre tan curioso! Querrán significar que las ventajas son incontables, supongo.

Ciertamente, pienso, mientras el tren se pone en marcha, se usa y abusa mucho en marketing y publicidad del concepto de infinito. 

Por ejemplo, el ubicuo logotipo del pasado mundial de fútbol era también el símbolo del infinito, eso sí, girado 90 grados. Era una versión incorrecta del símbolo, porque esa versión “vertical” contradecía el origen del grafismo, que posiblemente fue una derivación del romano CIƆ, es decir un millar, de acuerdo con una variante del sistema romano de numeración llamada “apostrophus”, que usaban en Roma solo para denotar grandes cantidades que fueran múltiplo de 500 (el sistema ordinario era impracticable para grandes cifras, y dificultaba mucho las operaciones).

A mí me fascina la idea de infinito. Y me estimula.

Porque pensar en lo impensable, como lo es la noción de algo que no tiene límites, me da opciones para creer que en la existencia hay mucho más de lo poco que puede atisbar a captar nuestra limitada razón.

Puedo poner un simple ejemplo para ilustrar lo que digo respecto al infinito. 

¿Cuál será el resultado de ir sumando “hasta el infinito” todos los enteros positivos: 1, 2, 3, 4…?

Nuestro sentido común nos dice que el resultado será…infinito.

Pues resulta que no es así. Ya a principios del siglo pasado, el genio matemático indio, Srinivasa Ramanujan, dejó probado que el asombroso resultado de esa suma “infinita” es justamente -1/12.

La demostración de este hallazgo, absolutamente contrario al sentido común, no es difícil y está al alcance de cualquier lego en matemáticas. Es un pequeño, pero impecable proceso desde el punto de vista lógico (aunque no deja de haber algunos matemáticos que cuestionan la metodología). Basta hacer un legítimo malabarismo con diferentes sumas infinitas que a su vez se suman entre sí para acabar llegando al inconcebible resultado de que la suma de enteros positivos infinitos es -1/12 (si algún lector quiere comprobarlo, que me lo diga, y haré que pueda verlo con sus propios ojos en menos de cinco minutos).

Y lo mas increíble es que esta demostración de Ramanujan (que ya entrevió Euler, por cierto, un siglo antes) no es meramente un ejercicio de estilo. Parece ser que es un resultado que encaja con la física que conocemos, especialmente en el ámbito cuántico…Incluso resulta que es útil en ese esotérico mundo de las partículas subatómicas.

¿Cómo asimilamos todo este “absurdo” pero a la vez completamente “lógico” resultado? ¿Cómo asimilamos su adecuación a la realidad física?

Pues no cabe otra que pensar que lo que creemos conocer de la realidad no es sino una pequeña fracción de lo que es esa realidad. Si las matemáticas se ajustan al universo, como todo parece indicar, y las matemáticas desafían nuestra razón, entonces es el universo mismo es el que plantea el desafío a nuestro intelecto.

¿Es deprimente constatar esto? Tal vez. O tal vez todo lo contrario. Este asunto de la suma infinita de los enteros positivos es un indicio más que nos hace intuir que la puerta de lo maravilloso sigue estando bien abierta para el hombre, por mucho que haya avanzado la ciencia. 

Sí. Podemos esperar lo inesperado. Y acaso eso hace algo más tolerable nuestra existencia.

Y con estos pensamientos, llegando ya a los Monegros, me dispongo a disfrutar de la comida en el confort del vagón restaurante del Iryo. Tengo un apetito notable, de modo que esto de que me den de comer y beber en el tren, viajando a 300 kms por hora, mira por donde, me produce un deleite…infinito.

Tank You Very Much.

Me dijo ayer Mercedes, desde Berlín, que la opinión pública alemana parece apoyar la escalada bélica  en territorio ucraniano.

Por estos lares debe ser lo mismo. 

A mí, todo esto no me sorprende mucho, pues me consta el enorme poder de manipulación de los medios sobre el público en general. Se ha conseguido, explotando la ignorancia generalizada y la credulidad, convencer a la opinión europea de que no hay otra alternativa sino armar hasta los dientes al ejército ucraniano, aunque eso ponga en serio riesgo la vida de todos.

Pero lo que me deja perplejo es que los intelectuales no se levanten como un solo hombre para protestar contra este ciego belicismo que está poniendo en inmenso peligro la vida de todos. ¿Por qué no se escucha ahora el grito de “no a la guerra” por parte de la intelectualidad, tal como se ha escuchado, y bien alto, en tantos otros conflictos. No lo entiendo.

También me deja perplejo que el dichoso envío de tanques esté siendo una decisión tomada por los gobernantes europeos sin la menor tentación de pedir su validación por los parlamentos…Si algo así, si algo tan trascendente como esto, que puede conducirnos a la catástrofe nuclear, no se consulta ni siquiera a los parlamentos…¿dónde queda la idea democrática? Se diría que más que democracia lo que tenemos es un simple teatro de marionetas manejado desde Washington por el gran capital global.

El envío de tanques a Ucrania impulsará la forma mas sanguinaria del conflicto militar, es decir, la batalla en campo abierto, el enfrentamiento a muerte entre masivas fuerzas armadas y acorazadas (medio millón de muertos dejó el malhadado choque de tanques de 1943, en Kursk apenas a 200 kms de Jarkov, que nos debería valer como referencia).

Cuando la guerra toma esta forma de “campestre bellum”, no hay manera de tener certezas sobre el desenlace, salvo la seguridad de que miles, o decenas de miles de seres humanos perecerán calcinados entre el retorcido acero de los ingenios bélicos. Esto último es lo único incuestionable.

Las batallas campales, como la que se promueve ahora mediante el envío de cientos de tanques, son algo que los militares sensatos tratan de evitar a toda costa, si pueden. Esto ya nos lo decía, en su Epitome Rei Militaris, Vegecio, el célebre teórico altomedieval del arte de la guerra: “Los buenos generales nunca entran en combate en campo abierto, salvo porque lo demande la ocasión o porque apremie la necesidad…es mejor someter al enemigo con la escasez, con ataques por sorpresa ocon el miedo, que en combate abierto, pues en este suele jugar un papel más importante la fortuna…”

En las batallas en campo abierto, se tiene la certeza de la masacre generalizada, pero predecir quien ganará es difícil, no importa la habilidad de los estrategas. “Nngún plan, por bueno que sea, resiste su primer contacto con el enemigo, con la realidad”, dejó dicho Motke el Viejo, que algo de guerra sí sabía.

La temeraria decisión sobre los dichosos “Leopard”, escandalosamente hurtada por políticos serviles a los representantes del electorado europeo, tan solo alargará unos meses más el terrible conflicto, pero aumentará al mismo tiempo, de forma proporcional, el valor de las acciones del fabricante de estos ingenios bélicos, la firma KMW, propiedad de la familia Bode, cuyos miembros, a su vez son los descendientes y herederos del infame August Bode, uno de los más conspicuos empresarios de la industria militar nazi, que se enriqueció, durante el horror nacionalsocialista, con el trabajo esclavo de presos políticos y prisioneros de guerra.

Esta mañana, ya he escuchado en la radio, mientras desayunaba, que KMW ha visto subir su valor en bolsa en un 150%, desde que se empezó a especular con el envío de Leopards.

Se me han quitado las ganas de terminar el café con leche.

La Náusea.

Me comenta Laura los muchos anuncios de cruceros que están apareciendo estos días de Enero. Le extraña esta gran concentración de publicidad de algo que prácticamente solo tiene sentido en la estación veraniega. 

–¿Con este frío y hacen publicidad de cruceros veraniegos?

–Cada año es lo mismo–le indico–Estamos en lo que en el mundo de los cruceros se llama “wave season”, el período que cubre dos o tres meses, de Enero a Marzo. Las navieras concentran en esta “Wave Season” todos sus esfuerzos de márketing, pues necesitan contar con el máximo número de reservas anticipadas, de cara a planificar de forma rentable las singladuras. En primavera o verano ya no hacen publicidad, pues una nave dispuesta a navegar tendrá ya la práctica totalidad de plazas vendidas o simplemente no saldrá del puerto.

–Pues el caso es que me parecen tentadoras todas esas ofertas de viajes maravillosos…Lo malo es que siempre me mareo en los barcos. Y acabo vomitando.

–No tiene nada de raro. Creo que es algo que le ocurre regularmente al 30% de la población. Y parece que tres cuartas partes de los que han navegado lo han sufrido en alguna ocasión. Incluso los profesionales. Consta por ejemplo  (por una carta) que Lord Nelson se mareaba a menudo. Y también consta (por otra carta, tal vez apócrifa) que el Duque de Medina Sidonia, al que el imprudente Felipe II asignó el mando de la Invencible, no soportaba el movimiento de las olas: “yo no me hallo con salud para embarcarme–le protestaba el Duque al Rey– porque tengo poca experiencia de lo poco que he andado en el mar, que me mareo, porque tengo muchas reúmas”.

Laura se ríe. Y terminamos esta conversación de temática náutica, porque me dice que tiene prisa. 

Pero yo me quedo meditando sobre el hecho mismo del mareo.

¿Por qué diablos nos mareamos? Y, más específicamente ¿por qué el mareo nos hace vomitar?

Hago un esfuerzo por recordar algo que leí hace tiempo. Al parecer, nos mareamos porque nuestro cerebro no entiende bien lo que está pasando. 

La función básica, el sentido original, del cerebro humano no es pensar, como puede creerse, sino permitir el movimiento, hacer posible la consecución del alimento y poder escapar de los depredadores. 

Sí. El cerebro y los sentidos son el sistema que se empezó a desarrollar desde que aquellas criaturas marinas varadas en las lagunas creadas por grandes mareas (hace millones de años la Luna estaba mucho más cerca de la Tierra) se vieron obligadas a sobrevivir moviéndose en tierra firme. 

Y lo interesante es que este sistema cerebral de movimiento tiene un carácter “automático”, por decirlo así. Es un sistema anclado en la parte reptiliana, en los abismos ancestrales de nuestro cerebro. Por eso nos movemos eficazmente sin tener que pensar en cada paso. Incluso podemos caminar  como sonámbulos. Este pequeño milagro es posible gracias a los llamados mecanismos de propiocepción, es decir, aquellos que nos permiten percibir cómo está dispuesto nuestro cuerpo en cada momento y ajustar convenientemente nuestro equilibrio y la posición de nuestros miembros.

Ahora bien, cuando estamos navegando en un barco, sin otra referencia que el horizonte marino, nuestro cerebro se confunde. Nuestros ojos, y el sistema de propiocepción, nos indican que no nos estamos moviendo, mientras que el sistema vestibular del oído interno nos indica lo contrario. Todo este caos lo tratamos de procesar y hacer coherente en lo profundo de nuestro cerebro reptiliano, sin éxito.

Entonces, ese cerebro reptiliano, al que le debemos la supervivencia de la especie durante millones de años, llega a una conclusión: nos están envenenando; no hay otra opción.

Y esta convicción reptiliana es la que genera la irresistible náusea (palabra etimológicamente relacionada con la navegacion) y el vómito. 

O sea, que el ser humano vomita ante la incoherencia profunda de la información que nos mandan los sentidos. Creemos que algo nos está envenenando y nos las arreglamos para vacíar cuanto antes nuestro estómago.

¿No es fascinante?

Sin duda. Es un maravilloso ejemplo de los muchos «bugs», como se diría ahora, de nuestro cerebro primitivo. 

Medito sobre estas cosillas mientras paseo con Mao, en una mañana gélida.

Y estas elucubraciones de mi mente errabunda me llevan a pensar si la sociedad, a la que podríamos atribuir una especie de entendimiento agente, tal como hacía Aristóteles, reacciona también ante la incoherencia de todo lo que está viendo y viviendo: belicismo, corrupción, avaricia, manipulación mediática, degradación democrática…

¿Puede sentirse envenenada la sociedad como un todo? ¿Puede experimentar también la colectividad el mareo y la náusea?

Tal vez. 

Pero me temo que la forma que adopta el vómito, en la escala social, no sea otra, ay, que el ciego, tóxico y nauseabundo auge de las mil y una formas de populismo que estamos padeciendo…

Crisis

Ayer fue viernes 13 y no parece que ocurriese nada especial en el mundo, si no consideramos especial que prosigan, insufribles, la carestía, el hambre, la guerra y la corrupción en todo el planeta.

Cada viernes 13, alguien me pregunta la razón de este temor al número 13. En realidad, hay mucho publicado al respecto de lo que técnicamente se podría llamar treiscaidekafobia (del griego treis-kai-deka, tres más diez, y fobia, del griego fobos, esto es, temor, odio…)

Se suele mencionar como razón, por ejemplo, el hecho de que fueron 13 los comensales de la Última Cena. El 13 entonces sería el número de la Traición.

Hay también quien busca referencias en no se qué líos de la mitología germánica o nórdica.

Incluso existen explicaciones tan chuscas como el hecho de que fue un viernes 13 cuando se quemó en una hoguera de París al maestre de los Caballeros del Temple, allá por los comienzos del siglo XIV.

Nunca me ha convencido todo esto.

Yo tengo mi particular teoría. Estoy casi seguro de que el temor al 13 está relacionado con un principio de la medicina antigua que estuvo vigente en toda Europa desde los tiempos de Hipócrates hasta el siglo XVI por lo menos. 

Hipócrates (siglo IV a.c), y todos sus seguidores a través de los siglos, especialmente Galeno (siglo II d.c) estaban convencidos de que las enfermedades se relacionaban con los planetas y que por lo tanto, un médico tendría que ser necesariamente un gran experto en matemáticas, geometría y astrología. Con estos saberes a mano, la medicina antigua y medieval establecía que el curso de toda enfermedad implicaba unos ciertos ciclos en los que cierto día el enfermo se ponía malísimo (paroxismo), y al día siguiente se producía la disyuntiva (crisis) entre la recuperación o la muerte. Los planetas y sus posiciones relativas lo determinaban todo.

Para Hipócrates, el primer paroxismo tenía lugar siempre (o mejor dicho, en las dolencias invernales, las más frecuentes según el Padre de la Medicina) en el cuarto día, seguido de una crisis en el quinto y la recuperación (o no) en el sexto. Y así sucesivamente. Pero si la crisis tenía lugar en el día doce, no se podía esperar una recuperación en el día 13, sino a lo sumo en el 14, pues muy frecuentemente, el desenlace era fatal en la jornada decimotercera…

Para mí, que no soy supersticioso (me atrevería a bromear diciendo que no lo soy porque temo que supersticioso me de mala suerte), todas estas historias me traen sin cuidado, incluyendo las disquisiciones planetarias derivadas de la astrología, ese cuento infantil que la Humanidad parece incapaz de proscribir.

Sin embargo, me interesa mucho la concepción de la “crisis” y de las “situaciones críticas” que tenían Hipócrates y, Galeno, a quienes yo me permito atribuir la entrada de estos términos en las lenguas que hablamos.

Para estos protomédicos, la crisis era “un súbito cambio en una enfermedad, bien hacia la muerte o bien hacia la recuperación” (lo entrecomillado es literal de Galeno). Tal vez tomaron el término del léxico de la tragedia griega.

Por su parte, la medicina medieval islámica, alimentada en buena parte por las traducciones de Hipócrates al árabe, tradujo también muy correctamente el término griego κρίσις como buḥrān, es decir, prueba o test. Avicena prefirió traducir el término como fasl, es decir, división. Pero en todo caso la idea es la misma. 

En general, los médicos musulmanes profundizaron mucho en la relación entre los planetas y las dolencias, con la ayuda de los avances astronómicos de Ptolomeo y de instrumentos como el astrolabio, que facilitaban los cálculos astrológicos. De esa vinculación entre los movimientos de los planetas y las enfermedades, ellos deducían la importancia de los diferentes días «críticos» en el curso del mal.

En fin, hoy he mencionado esta interpretación médica original de la “crisis” solo como algo que evoca una cierta esperanza. 

Tal vez, la crisis poliédrica que estamos viviendo sea simplemente un test, una prueba, una división. 

Quizá estamos llegando a ese paroxismo o exacerbación que podría preceder a la recuperación…

Y más vale que lo veamos así.

Más vale que pensemos que, como dice mi amigo Paul, que está sufriendo las turbulencias políticas allá en Perú, las cosas tal vez deban ponerse incluso algo peor, para que empiecen a ponerse bien…

Tal vez haya que llegar, metafóricamente hablando, a la oscura noche del 13, para que amanezca un día 14 tan hermoso como el que he disfrutado este sábado frío y de aire limpísimo, cuando he salido a pasear con Mao por la dehesa, casi al amanecer y me he entretenido pensando en crisis, en planetas y en esperanza.

Cacahuetes.

Voy camino de Barcelona en el magnífico tren de alta velocidad que los italianos acaban de poner en marcha en España. Un carrito con viandas (incluyendo una verdadera cafetera de expreso) llega hasta mi asiento. Pido simplemente unos frutos secos. La empleada me ofrece una bolsita diciendo que son “cacahuetes y arachidi”, interpretando erróneamente el mensaje bilingüe de la bolsa.

Me siento con ganas de bromear y le digo muy serio a la empleada que yo solo quiero cacahuetes, que los aracidi me hacen daño y además suenan como a arácnidos y eso me espanta.

La empleada no sabe bien qué hacer.

Titubea y me dice que solo tiene estos cacahuetes con arachidi…

Sonrió y le digo que estaba bromeando, que arachidi es cómo llaman los italianos a los cacahuetes. Me mira entonces con una expresión en la que adivino cierto malestar. Es obvio que no se ha tomado bien mi bromita…

Es lo que tienen las bromas. Nunca sabes cómo va a reaccionar la víctima de la chanza.

En realidad, ella tenía mucha razón al interpretar que los arachidi eran algo distinto de los cacahuetes. Son dos palabras que no tienen el menor parecido…algo raro cuando se cotejan vocablos del español y del italiano.

El origen de la palabra española cacahuete es nahuatl. Y la palabra original nahuatl significa cacao de la tierra. Muy lógico esto.

Los españoles del siglo XVI conocieron este fruto seco a través de los indígenas de México, así que no dudaron en llamarlo como lo hacían aquellos nativos con los que se relacionaron. En cambio, los ingleses optaron por bautizarlo a su modo, como “nuez-guisante”, y los italianos a su vez, se diría que recurrieron a un término derivado de la palabra griega para pistacho o algarroba, arako, y acuñaron arachide (pronunciado arakide).

Este recurso al griego de nuestros primos italianos vino en realidad mediatizado por la taxonomia de Linneo, quien,en el siglo XVIII, astutamente, combinó el significado nahuatl (recordemos, cacao de tierra) y el término griego para las algarrobas y los pistachos. Así, el sabio sueco acertó a denominar los cacahuetes como “arachis hipogea”, es decir, algarrobas de debajo de la tierra. Y de este “arachis” de Linneo creo que proviene realmente el italiano “arachide”…

Me hubiese encantado comentar todo esto con la empleada del carrito. Pero, de sobra se que mis reflexiones etimológicas aburren a buena parte del personal. No digamos a quienes no se han tomado bien una de mis bromas.

Así que me consuelo en soledad, viendo el carrito alejarse, y consolando mi apetito con los humildes cacahuetes…con el cacao de la tierra, con las algarrobas del subsuelo…

Creo que ya estoy llegando a Sants…