El gato, Unamuno y Berdyaev.

Un amigo, que se anima a leerme de vez en cuando, se extraña de que yo escriba a menudo sobre mi compañero canino pero que rara vez lo haga sobre mi camarada felino.

Es cierto. Y lo es a pesar de que frecuentemente medito sobre el gato. Sobre los gatos.

Más de una vez, a lo largo del día, me quedo mirando a mi gato. El quieto. Yo absorto, pensativo, melancólico.

Sí. Pienso mucho mirando a mi gato, cuando está inmóvil sobre mi mesa de trabajo, mientras escribo. O cuando le veo estático, como una esfinge egipcia, en su rincón favorito del jardín, tomando el dulce sol de invierno. O cuando sestea, en la misma cama que Mao, a un par de metros de mí. Como lo hace mientras escribo esto.

Pienso por ejemplo en que el gato es una criatura mejor que yo. O más bien que su relación con el mundo es sustancialmente mejor que la mía.

Yo me paso la vida luchando agónicamente por ser feliz. Y para ser feliz trato de cambiar el mundo y acaso cambiarme también a mí mismo. 

El gato, no. 

El gato no necesita escapar de sí mismo para ser feliz. 

El gato es feliz siendo quien es. 

De hecho, palabra felino está relacionada con felicidad, a través del ancestro común de ambos vocablos, esto es, el verbo arcaico griego phyo, φύω, que significaba producir, crear, dar fruto.

Un felino es un felino, claro, por su gran capacidad para producir, para procrear, pero, al menos etimológicamente, también es felino por ser feliz.

Desde su felicidad casi metafísica, me parece que no trata el gato de cambiar el mundo, ni siquiera de juzgarlo. 

Para el gato, el mundo también es como es. Tal vez por eso se suele decir de los gatos que son más bien amorales. 

No son amorales los gatos, lo que son es sabios. 

Y de ellos podríamos aprender que toda búsqueda desesperada de la felicidad, si se busca fuera de uno mismo, está llamada a fracasar.

En estas cosas pienso cuando miro a mi gato. Contemplarle me invita a meditar. Me ayuda a meditar.

Puede que Mao me impulse más a menudo a escribir sobre él. Pero el gato me invita a diario a pensar y sentir.

E, impulsándome una a jugar y otra a pensar, tengo un afecto profundo por ambas criaturas. Sin privilegios.

En particular, con respecto al gato, comprendo bien a quienes como el filósofo ruso Nicolas Berdyaev escribían sobre su gato algo tan emocionante como lo que a continuación voy a transcribir. 

Es un texto conmovedor, en la autobiografía del autor, y tiene un tono en el que es imposible no reconocer a Unamuno, quien por cierto también amaba a su gato, al que jamás veía reir o lamentarse, pero de cuya capacidad de razonar el maestro vasco daba fé.

Pero escuchemos la voz de Berdyaev:

En el momento mismo de la liberación de París, perdimos a nuestro amado Muri, que murió después de una dolorosa enfermedad. Sus sufrimientos antes de la muerte fueron para mí los sufrimientos y trabajos de toda la Creación; a través de Muri yo me sentí unido a la totalidad de la Creación y tuve la esperanza de su redención. Era extremadamente conmovedor ver a Muri, en la víspera de su muerte, abrirse camino con dificultad hasta la habitación de Lidia (ella estaba también seriamente enferma) y subirse a su cama; llegaba hasta ella para decirle adios. Yo lloro raras veces-y esto puede parecer extraño, cómico o ridículo–pero cuando Muri murió lloré amargamente. La gente especula sobre “la inmortalidad del alma humana”, pero al respecto yo exigía también una vida inmortal y eterna para Muri. No podía conformarme con nada menos que con una vida eterna para él.

Unos meses después, perdí también a Lidia…No puedo reconciliarme con la muerte y con el destino trágico de la existencia humana…No puede haber vida más allá a no ser que restaure en su ser a todos aquellos a quienes hemos amado.»

El Pabellón (recordando a Bartleby)

«A Sonia no le pareció mal tener que confinarse en el pabellón diez días, tan pronto supimos que su test era positivo. 

Me pareció un poco rara tan buena actitud, teniendo en cuenta que ella es poco más que una adolescente. Pero hay que reconocer que el confinamiento se presentaba como algo relativamente cómodo en el pequeño pabellón para invitados que tenemos junto a la casa familiar. 

El hecho es que la cuidamos y la atendimos con esmero. En el pabellón, ella tenía de todo: ordenadores con wifi, televisión con Netflix, un baño completo, cafetera e incluso una pequeña cocinita para calentar algo entre horas. Y en cuanto a las comidas, ¡hay que ver cómo nos esmerábamos !. Le indicábamos para cada desayuno, comida o cena el menú a elegir. Y se lo servíamos todo a través de la ventana del pabellón; vamos, como en un hotel de cinco estrellas.

Pero, ay, cuando llegó el décimo día, el momento en el que debía concluir Sonia su confinamiento, ella nos dijo que se encontraba mejor dentro del pabellón, y que no creía que fuera el momento de salir. Decía que le dolía la cabeza y que mejor saldría mañana…

Fue una sorpresa. Pero pensamos que quizá ella sentía que todavía no estaba curada del todo. Asi que le fuimos pasando algunos tests para que comprobase la situación. No sirvió de nada. Los tests eran siempre negativos, uno tras otro, pero los días pasaban y Sonia nos decía que prefería quedarse en el pabellón. Tenía jaqueca, al parecer, y le dolía todo el cuerpo.

Comprenderá el lector que esto no tiene mucha importancia. Un día o una semana más sin querer salir al mundo no significa nada, aunque no haya razones evidentes para ello. Pero el caso es, querido lector,  que nuestra hija ya lleva diez meses en el pabellón. ¡Diez meses bien contados! Y no tiene pinta de que esto se arregle.

Algo me dice que será cuestión de años. 

Nosotros hemos hecho de todo para convencerle de que salga, pero su respuesta es siempre la misma: “tengo un poco de jaqueca y me duele todo el cuerpo; mejor mañana”.

A mí me cuesta cada vez más entender a los seres humanos. ¿Qué la retiene ahí adentro?

No se que pensar. 

Hombre, es cierto que el mundo se está haciendo algo complicado últimamente. Los virus y sus pandemias. La incompetencia y soberbia de los que mandan. La cerrazón de muchos. La irracionalidad de casi todos. Las traiciones. Las despedidas. Las pasiones dolorosas…Por no hablar del paro, el cambio climático, la nueva Guerra Fría o el precio de la luz.

En fin, pienso en alguna explicación plausible mientras escucho en la radio no se qué del concurso de Eurovisión y la participación en él de dos añosas folclóricas cuyos berridos, permítaseme la expresión, ya me producían a mí un shock anafiláctico en mi lejana juventud. Tras la noticia han puesto una canción del duo en cuestión; me parece entender la letra; ‘te lo juro por Louis Vuitton, que contra la depresión, quema la visa, vive deprisa, esas es la solución…

Y oyendo esta noticia y escuchando esta canción, noto yo mismo, mirando con ansiedad la puerta del pabellón, que, al igual que a Sonia, me está entrando un poco de jaqueca y me comienza a doler todo el cuerpo…«

Un claro en la jungla del caos.

Acompaño a Violeta hasta su casa, con Mao. Llueve un poco, sí, pero este paseo al atardecer resulta agradable.

Le pregunto a Violeta por sus clases y me dice que está divirtiéndose con unas actividades relacionadas con el Sistema Periódico.

Me alegra oir eso. Le digo que la Tabla de Mendeleyev es algo fascinante. Le deja a uno perplejo esa disciplinada alineación de los elementos que forman el cosmos en filas y columnas, dispuestos según el número de los electrones y protones, como si, después de todo, existiese un cierto orden en este universo que se nos antoja tan caótico.

Tiene gracia que Violeta me hable del sistema periódico, porque los tres libros que acabo de leer hablan precisamente de esa tabla, concretamente el muy entretenido de Hugh Aldersey-Williams, el best seller de Sam Kean y la obra maestra de Primo Levi sobre el sistema periódico que quizá sea el más bello libro de divulgación jamás escrito y que releo a menudo. Los tres están ahora en mi mesilla.

Al salir a la luz los átomos que forman la materia, le digo a Violeta que ocurre una cosa muy curiosa con ellos: están prácticamente vacíos. 

–¿Qué quieres decir?

–Pues que un átomo es básicamente  como una cáscara de huevo vacía, con un insignificante trocito de materia en el centro. 

–O sea que todo lo que tocamos en realidad está casi vacío. ¿Todo es cáscara?

–Pues sí. De hecho, ni siquiera hay cáscara. El núcleo, hecho de protones y neutrones, en torno al cual orbitan en sus capas los electrones, es veinte mil veces más pequeño que el átomo en sí. Cada átomo no resulta ser sino un pequeño universo espantosamente vacío. De hecho, podríamos pensar en una mosca en el centro de una catedral y eso nos daría una idea de lo muy vacíos que están los átomos.

–¿Todos los átomos que componen las cosas que vemos y tocamos son así de vacíos?.

–Así de vacíos.

Violeta se queda muy meditabunada. Caminamos. Su casa ya está cerca. Mao se para junto a un acebo.

–¿Sabes qué? A veces yo también pienso en cosas muy filosóficas–me dice-y en lo que más pienso es en por qué yo soy yo. Eso es lo que no puedo entender.

–¿Por qué tú no eres tú?

–Sí. Por qué yo soy yo y no soy cualquier otra persona, eso mismo, No se, por ejemplo por qué no soy yo esa señora que va ahí con el paraguas y en cambio soy yo misma…

Sonrío porque el problema que está planteando Violeta es mucho más interesante de lo que parece. Y es notable que sea una de esas cuestiones trascendentales que nos planteamos en la infancia, antes de que la vida nos empuje a ocuparnos de cuestiones más urgentes, como el pago del seguro del coche o el cambio de la caldera de calefacción.

Le digo a Violeta que tiene muchísima razón en plantearse esa cuestión tan “filosófica”. Le aclaro que es el genuino enigma de la conciencia del yo. Algo que no ha resuelto ni la ciencia ni la filosofía. Hasta el momento. Y que quizá sea el último problema que podamos resolver algún día.

–¿De verdad no existe explicación?

Pienso un poco antes de contestar. No se muy bien qué camino seguir. Podría hacer cómo los filósofos analíticos y salir del paso con un sucio truco, diciendo que simplemente la pregunta está mal planteada pues nos lleva a un bucle sin sentido: podemos preguntar por cualquier cosa excepto preguntar qué cosa es la cosa que pregunta. El ojo no puede verse a sí mismo. Podría incluso mencionarle aquella efectista, pero vacua, frase de Heidegger, que dejó dicho lo de que la conciencia del yo, la conciencia del ser, es un claro en la selva del caos universal (también Ortega y María Zambrano recurrieron a la metáfora del claro del bosque). 

Nada de esto me convence.

–Pues, verás, Violeta, yo creo que tú te sientes tú, simplemente porque si no te sintieses tú no sobrevivirías…no te alimentarías…no te protegerías de los peligros…desaparecerías…El sentido del yo te lo ha dado la Naturaleza  para que sigas siendo tú…

Se queda muy pensativa ante mi observación…

–Entonces, yo soy yo porque no podría ser otra cosa. Yo soy yo misma y ya está. ¿Es eso lo que quieres decir?

–Más o menos, Vio. Tu eres tú porque todos los demás…¡ya están cogidos…!

Se ríe. Pero sigue en silencio. Ya hemos llegado los tres a su casa. 

Kira ladra porque ha notado la presencia de Mao en la puerta. 

Violeta piensa. 

Suena un villancico en el interior de la casa.

El Poder del Perro

Mao acaba de cumplir 12 años. Son muchos. Demasiados para un labrador.

Se le nota la edad en su forma cansina de andar, en la expresión de su cara, en lo mucho que le cuesta levantarse cada mañana de su colchón para darme los buenos días tan pronto me ve bajar del dormitorio. Yo trato de aliviar un pcco su artritis con ejercicio. Dos veces al día nos vamos a la dehesa y jugamos él y yo con el platillo de silicona. Y hay que ver cómo corre tras el juguete cuando gira y gira en el aire. Parece otro. A tal punto el juego nos motiva y nos cura a los seres vivos. Pero al terminar la sesión vuelve a ser un perro viejecito, aunque maravilloso hasta el último de sus días.

A veces me encuentro con vecinos que se dan cuenta de cómo ha envejecido mi amigo. A menudo me dicen que ya no quieren otro perro debido lo mucho que sufrieron cuando murió el que tenían. Yo me revelo frente a esa tesis. Creo que los largos años de felicidad que Mao nos ha dado-y nos sigue dando- compensan de sobra el dolor de su ya no lejana partida.

Pero alcanzo a comprender lo que me dicen. Yo también noto cómo se ensombrece mi ánimo cuando pienso en que le tendré que decir adios a Mao. Tal vez en un año. Tal vez en dos. Quién sabe.

Hoy he sentido particularmente esa espina en el alma. No se por qué. Tal vez porque la mañana de sábado era hermosa y hemos jugado mejor que nunca.

Volviendo los dos hacia casa he pensado en un poema de Rudyard Kipling. Es un poema en el que precisamente el poeta inglés se lamenta de que nos encariñemos con un perro. Bastantes tristezas nos da la vida, dice Kypling en unos versos que he traducido parcialmente abajo, como para que, encima, hagamos que un perro, cierto día, nos haga trizas el corazón. 

Puede ser. Pero creo que Kypling, en ese poema, en realidad no está hablando de un perro, sino de su amado hijo, que murió trágicamente en la Primera Guerra Mundial. Quizá le vino en algún momento la negra idea según la cual es mejor no tener hijos, para evitar que algún día nos partan el alma de algún modo. No se atrevió Kipling a convertir en un poema este negro pensamiento, así que usó la metáfora del perro. Tituló al poema “El Poder del Perro”, tomando una expresión de los Salmos bíblicos en la que el salmista le pide a Dios que le libre del poder de los fieros canes. Yo creo que Kypling quisó dar otra interpretación a la frase bíblica. Quiso indicar que el poder del perro es abrumarnos cuando nos dice adios. Como ocurre con cualquier otro ser querido. Ese es el verdadero poder del perro.

El Poder del Perro ha sido el título que se ha dado a una fascinante obra cinematográfica que acaba de estrenarse, basada en el libro de Thomas Savage. 

No tengo claro si el Director ha querido hacer alusión al salmo bíblico o al poema de Kipling. Yo me inclino por lo último, pero explicar por qué implicaría destripar la película para quien todavía no la haya visto. Y vaya que merece la pena hacerlo pues es una fascinante producción en verdad. Una obra maestra.

Y dicho esto, solo me queda transcribir mi traducción de una de la estrofas del poema de Kipling. Es triste. Yo no estoy de acuerdo con sus implicaciones. Me niego a aceptar lo que sugiere. Mil veces vale más lo que nos dan que lo que nos quitan. Los hijos o los perros.

Pero lo entiendo.

“Hay suficiente tristeza en la vida,

de hombres y mujeres como para colmar nuestra resistencia

Y cuando sabemos que el depósito rebosa de amarguras

¿Por qué buscamos añadir aún más?

Hermanos y hermanas, os pido que lo penséis antes de hacerlo; 

Pesadlo antes de dar el corazón a un perro, para que algún día te lo desgarre.”