
Le cuento a un buen amigo, sabio y erudito él, que estoy preparando una obra sobre cierto conjunto de 99 palabras y sus respectivos orígenes y vinculaciones. Con ocasión de este comentario, hablamos de las limitaciones y de la utilidad de las etimologías.
Yo le doy primero mi opinión sobre las limitaciones.
La etimología de una palabra no es su verdadero significado (por más que la propia palabra etimología esté relacionada etimológicamente con la idea de verdad). Las palabras significan, simplemente, aquello que viene definido por el uso general actual de la palabra. Otra cosa es que ese uso haya variado en el tiempo. Y que tenga sentido analizar el pasado de los significados.
Dicho esto, me parece que el estudio de las etimologías es una herramienta poderosa para la reflexión y la creatividad.
En primer lugar porque la evolución de los significados enseña mucho sobre la evolución de las ideas.
En segundo lugar porque al estudiar los significados se descubren los muchos vínculos que existen entre las diferentes culturas, pues muy a menudo los vocablos de muy distintas lenguas proceden de un tronco común.
En tercer lugar, porque la etimología es intelectualmente motivacional. Viajar a través de la biografía de la palabra abre puertas inesperadas para el pensamiento y establece relaciones insospechadas entre las cosas, a menudo con un valor filosófico o incluso poético. ¿Y acaso no es la creatividad esa chispa de luz que nos lleva a vincular lo que en principio no está relacionado?
Voy a poner un ejemplo ilustrativo.
Tomemos la palabra «halo«, que usamos especialmente para referirnos a los círculos que la iconografía cristiana coloca sobre los santos, o también ese círculo de una especie de neblina que aparece en algunos casos en torno a la luna.
¿De dónde viene «halo«? ¿Podría su etimología ayudarnos a entender por qué se pone ese aro sobre las santas cabezas?
Pues resulta que sí. Y la investigación etimológica nos ofrecerá en esta ocasión muchos otros dones.
El halo de nuestra lengua se deriva del halo latino, con el mismo significado, que a su vez se deriva del «alo» griego, que significaba a la vez halo lunar y mero círculo (también la era de trillar, que suele ser un espacio circular).
¿Y bien? ¿Qué conclusión podemos sacar de esto?
Todavía nada. Tenemos que dar un paso más. Hay que ir al origen etimológico del griego «alo«, que es la raíz hebrea «hl«, cuyo significado está relacionado con el halo de la luna y, por extensión, con la idea de brillar (hay muchas palabras griegas derivadas de las lenguas semíticas, empezando por «alfa«, claro está, que se deriva del alef hebreo (o de alguna variante semítica).
Ahora bien, ese «hl» o brillar en hebreo, vinculado esencialmente al halo o círculo en torno a la luna, adquiere también en hebreo un significado conexo: glorificar. Es decir, hala/hila en hebreo connota simultáneamente la idea brillar y alabar. Y esto es lo nos lleva directamente a una de las palabras más universales de la lengua hebrea: «halleluyah!»
Así que ya empezamos a entrever aquello que buscamos, esto es, la profunda, sutil, vinculación entre el círculo sobre la cabeza de la iconografía cristiana y la idea de alabanza, de santidad. Una vinculación que también nos evoca la consideración del círculo como forma geométrica perfecta y sagrada en muchísimas culturas, desde los antiguos egipcios (con su circular ouroboros) hasta el mundo zen o el esoterismo pitagórico.
Pero aún hay mucho más. Como sabemos, el hebreo y el árabe son lenguas muy próximas. Y resulta que en árabe también tenemos la palabra «hala» con el significado de «halo» (una cuñada del profeta Mahoma me parece que se llamaba Hala). Más aún, hay palabras relacionadas con la raíz hl que indican algo bueno que está a punto de llegar, a punto de aparecer; la idea de esperanza, en suma. Y resulta que ese sentido de esperanza también está relacionado, casi con seguridad, con la idea del halo y de la luna. No solo porque hillel en árabe es el nombre que dan a la media luna, sino porque una acendrada creencia popular (totalmente confirmada por la ciencia moderna) sostiene que cuando aparece un halo en la luna, la lluvia vivificadora está a punto de aparecer. Sin duda esta es la razón por la que los árabes saludan con entusiasmo la llegada de la lluvia con la interjección «halala!», que indudablemente está relacionada con la interjección que usamos en castellano para dar ánimos.
Así que en nuestro viaje etimológico no solo hemos comprendido por qué los santos cristianos llevan su halo de santidad, sino que hemos descubierto elementos en común entre el misticismo de los pitagóricos y la Biblia, la vinculación entre el idioma árabe y el hebreo, el valor poético del halo lunar como metáfora de la esperanza y hasta la relación entre el aleluya universal y el ¡hala! que profieren los seguidores de cierto equipo de fútbol que me parece ganó ayer no se qué campeonato o tal vez está a punto de hacerlo.
Por todo esto me gustan las etimologías. Me invitan a pensar en un mundo en el que todo impulsa a no hacerlo. Y estaría bien que también tuvieran esa utilidad para mis amigos lectores, cuya paciencia al leer mis enjundiosos textos los convierte en auténticos santos. Con o sin halo.