Nihil novus.

La vacunación no fue descubierta por Jenner y sus ensayos con vacas enfermas.
Si nos referimos a la vacunación en el sentido de inocular una dosis controlada de un patógeno a fin de reforzar las defensas inmunitarias frente a un contagio masivo, hay que aceptar que esta fue una práctica anterior en varios siglos a los experimentos de principios del XIX que realizó el padre de la inmunología.
¿Dónde? ¿Cómo?
El «dónde» es muy obvio: en esa zona del planeta por donde han discurrido buena parte de las grandes pestes que han asolado a Europa: el Mar Negro y sus costas, el Mar Caspio, la Ruta de la Seda. No podía ser en otro lugar.
El «cómo» es menos obvio: resulta que los tratantes de esclavos que atravesaban las zonas mencionadas descubrieron que quien sobrevivía a una enfermedad contagiosa resultaba inmune frentes a nuevos contagios. Así que se extendió entre los tratantes el uso de infectar a esclavos sanos con material biológico obtenido de los esclavos moribundos. Era indiscutible que un número de esclavos sanos no sobrevivía a esta infección provocada. Pero no era menos cierto que una razonable mayoría de la mercancía quedaba inmune. Buen negocio.
Tal vez este antecedente infame del descubrimiento de Jenner pudo contar en el rechazo que la gente sencilla mostró ante los primeros esfuerzos gubernamentales (comenzando por el Reino Unido a finales del siglo XIX) por implantar la vacunación obligatoria de los niños, pese a que la solución de Jenner, utilizando material biológico atenuado obtenido de las vacas, era infinitamente más segura que el método de los tratantes de esclavos.
Son fascinantes los alegatos que ya por entonces planteaban los «antivax» de la época, que explotaban en su propaganda imágenes de niños sanos que parecían haber enfermado sin remedio al vacunarse.
Durante la carestía y la escasez provocada por la Gran Guerra del 14, grupos de madres de toda Europa se organizaban para denunciar que el afán vacunador de los gobiernos se debía a su intento para envenenar a los niños y reducir así los subsidios alimenticios para las familias.
Por entonces, se divulgaban en panfletos estadísticas falsas sobre las muertes infantiles presuntamente ocasionadas por las vacunas y sobre su inutilidad para proteger frente al contagio.
Así fue hasta los años 90 del siglo pasado, cuando además se vinculó, sin la menor base, el autismo infantil con la vacunación.
Y ahora vuelve la ola antivax, si es que alguna vez desapareció. Vuelve cuando la vacunación parece ser más indispensable que nunca y pese a que dos siglos largos de vacunación sistemática han demostrado que su utilidad para salvar vidas y mejorar el bienestar humano ha resultado posiblemente superior a cualquier otro avance de la ciencia médica.
Cabe admitir, con pesar, que el aparente triunfo de la razón sobre la superstición es más frágil de lo que a menudo gustamos de pensar.
Basta una crisis suficientemente profunda para que la ignorancia más cerril recupere terreno. Eso ya lo sabemos. Y también que no hay, en verdad, nada nuevo bajo el sol. Nihil novus.

Shakespeare y la Discreción.

No escuché en directo por la radio el último debate parlamentario del que tanto se ha hablado ayer y anteayer. Estos días estoy demasiado ocupado haciendo fotografías con mi nueva R5 en las gloriosas tardes de este Otoño en el Tiergarten. O leyendo a Rovelli sentado en mi banco favorito junto al estanque.
Sin embargo, ayer me dio por leer la transcripción de la intervención del líder del principal partido conservador. No me interesaba lo más mínimo su contenido, pero tenía curiosidad por conocer los aspectos formales de esa intervención que tantos aplausos ha provocado.
Al echar un vistazo, una de las cosas que me llamó la atención es que el orador conservador le dirigió al otro líder de su cuerda, entre una gran variedad de lindezas, el insolente consejo de que debía leer a Shakespeare, citando como fundamento una famosa frase del autor inglés: «la mejor parte del valor es la discreción«.
Ya he comprobado en otras ocasiones que a este líder le gusta mucho usar citas cultas para apoyar o ilustrar sus ideas (o su carencia de ellas). En este caso, se diría que ha usado la frase de Shakespeare para indicar que es mejor no hablar mucho que andar proclamando a diestro y siniestro las virtudes propias y los defectos ajenos.
Pero en realidad no tiene el menor sentido usar esa frase a estos efectos. Es un disparate.
La frase es humorística. Y dice lo contrario de lo que el líder conservador cree que dice. La pronuncia riéndose Falstaff, en el acto 5 de Enrique IV: «the better part of Valour, is Discretion; in which better part I have saved my life«. Falstaff se ha hecho astutamente el muerto en el campo de batalla y esa muestra de cobarde talento le ha salvado la vida.
Talento sí. Villanía también. Pero no discreción en el sentido actual de la palabra, que la vincula al buen callar. Porque tanto el discretion inglés como la discreción del español, originalmente significaban sabiduría, buen criterio, inteligencia. Discreción era discernimiento, siendo ambos términos sinónimos y provenientes ambos del latín discernire, esto es, separar lo bueno de lo malo, pasar el cedazo a las cosas para encontrar el oro de la verdad entre la morralla. Ocurre que con el tiempo, nos hemos ido dando cuenta de que la mejor forma de parecer sabio es callarse las más de las veces. Y eso ha producido el cambio semántico de la palabra discrecion, que ha pasado de significar lucidez en el pensar a connotar prudencia en el decir.
Así que quien debiera leer a Shakespeare es el mismo líder que recomienda a la otra señoría que lo haga. Eso sería discreto por su parte. Y también sería discreto que tirase sus libros de citas por la ventana. No ayudan mucho y suelen ser piedra de toque de dislates como el que me ocupa.
Es mejor ir a las fuentes. O callar.

Tree, Truth, Tregua.

Bang…bang…bang…resuenan disparos a nuestro lado mientras caminamos por las orillas del Spree.
Afortunadamente no son balas, sino bellotas. Bellotas casi secas que caen a plomo desde estos altos robles que forman buena parte del arbolado de Berlín (el 10% aproximadamente del medio millón de árboles de Berlín, solo superados en abundancia por los arces y los tilos y mucho más numerosos que los castaños, los platanos, los abedules y las acacias).
A Mercedes siempre le ha extrañado que haya tantos robles en la capital alemana. Ella sabe que el roble no suele ser amigo de los espacios urbanos: necesita toda la luz que los edificios obstaculizan. Pero, por alguna razón, en Berlín, estos quercus palustris saben abrirse camino hacia el cielo y son primorosamente cuidados como lo que son, un símbolo del sentimiento nacional de los alemanes, que se expresa en más sitios y formas de las que se suele suponer, si se sabe mirar…
Los robles han estado asociados al espíritu germánico desde mucho antes del Imperio Romano. Plinio, en su «Historia Natural«, escribió que Alemania apenas era algo más que un gigantesco robledal desde los Alpes a la costa Báltica. Y según Tacito, en «Agricola» (una de las primeras obras de la literatura universal en la que se hace referencia in extenso al mundo germánico que, mira por dónde, da título a una calle de Berlín por la que acabamos de pasar) Germania era un mundo hecho de «bosques espeluznantes o pantanos pestilentes» ( «aut silvis horrida aut paludibus foeda«).
En las tradiciones y creencias de los europeos prerromanos, la relación con los robustos robles ya había tenido siempre un carácter profundamente religioso. No es casualidad que la palabra druida esté relacionada con la raiz protoindoeuropea drewo o drei, que tiene el significado de árbol. De esa misma raíz se deriva el inglés tree y también truth, al igual que el alemán treu (fiel) porque las ideas de fidelidad, sinceridad y veracidad se han vinculado siempre en la mente humana a la solidez y firmeza de un gran árbol como el roble.
La gran masacre de las legiones de Varo a manos de las huestes germánicas de Arminio, en aquel robledal de Teotoburgo, cuando nuestra Era Común solo contaba 9 años, sirvió para siempre al efecto de consolidar la asociación entre el sentimiento nacional alemán y el roble. Tacito estaba convencido de que Arminio eligió precisamente el bosque de robles por razones religiosas, poniéndose bajo la advocación del dios Taran (trueno) que los germanos asociaban al roble, por ser este alto y grueso árbol el preferido para recibir los rayos lanzados por la divinidad. Y cuando, más tarde, otras legiones acudieron a aquel bosque de tan triste recuerdo para Roma, encontraron los cráneos de miles de soldados romanos colgando de las ramas…de los robles.
La devoción germánica hacia el roble se fue entrecruzando al lo largo de los siglos con la tradicional vinculación de este árbol con las virtudes cívicas y militares (algo también común, aunque en menor medida, en las antiguas culturas grecorromanas y en general en todo el mundo occidental). El roble y sus hojas aparecen por todas partes en la numismática, la heráldica y las condecoraciones del mundo germánico, poniendo de manifiesto esa fascinante relación etimológica entre la lealtad, la veracidad, la firmeza y el roble, y al mismo tiempo dando fe de que los nacionalistas alemanes siempre se han visto como herederos de Hermann/Arminio, aquel caudillo del robledal de Teutoburgo que hizo llorar a Augusto por las legiones perdidas: Varo, varo, redde mihi legiones meas!
Las hojas de roble protagonizaron las ceremonias de apertura de los Juegos de 1936, en el Berlín nacionalsocialista. Y pocos años más tarde, durante la guerra, Hitler instituyó la Cruz de Caballero con Hojas de Roble como la suprema condecoración para los héroes militares. Solo el Fuhrer podía conceder personalmente este honor tras minuciosa valoración y examen personalísimo por parte de él personalmente (el general español Muñoz Grandes fue uno de los condecorados por Hitler con las hojas de roble, y tuvo el desparpajo de lucirlas en Washington, con ocasión de su visita a Eisenhower, en 1954, cosa que al parecer no le disgustó en absoluto a Ike, contra lo que se pudiera pensar).
En realidad, los nazis veían en el roble el símbolo supremo de lo que ellos llamaban la civilización del bosque, de la que sentían que Alemania era la mejor expresión, pues solo los arios eran una raza capaz de cuidar y proteger el bosque. Frente a esta civilización superior, estaban los pueblos inferiores, como los eslavos, gente de la estepa. O peor aún, los judíos, gente del desierto. La historia de los pueblos corrompidos por la cultura judeocristiana mostraba, según los ideólogos nazis, multitud de ejemplos de árboles sagrados profanados, mediante actos tan repulsivos según ellos como el que protagonizó, cortando alevosamente un roble sagrado milenario, el inoculador del virus del cristianismo en la Germania pagana, San Bonifacio.
Desde la conquista del poder, en 1933, las huestes de Hitler se habían articulado ideológicamente en torno a la idea del «bosque germánico«, una noción elaborada e impulsada sobre todo por Göring y Rosenberg. Este último comisionó la creación de un film titulado Ewiger Wald (Eterno Bosque) en el que se exaltaban las virtudes del bosque alemán, su vinculación con el alma germánica y su capacidad para formar y educar a la raza aria, en el contexto de ese benéfico darwinismo social cuyo paradigma era la dinámica natural del bosque como ecosistema. Esta infumable obra cinematográfica que asocia el bosque eterno al pueblo eterno (el alemán, claro) se puede visionar hoy fácilmente en Youtube, si se tienen ganas. El espectador curioso tendrá que soportar una interminable obertura coral con incontables imágenes de ramitas y hojitas agitadas por la brisa, para después enfrentarse a un enfoque puramente propagandístico que arremete contra el descuido de la pureza y salud de los bosques por parte de la odiada República de Weimar, para finalmente llegar a la conclusión de que es preciso extirpar todo lo que es impuro e insano y concluir con el himno y el lema de los nuevos tiempos: «el Pueblo y el Bosque persisten eternamente«.
En la misma línea de la cinta Ewiger Wald de Rosenberg, Himmler puso en marcha en 1937 un programa escolar con el título de «El Bosque y el Arbol en la historia cultural e intelectual de los pueblos arios y germánicos» («Wald und Baum in der arisch-germanischen Geistes–und Kulturgeschichte»).
En cuanto a Göring, desde su posición y títulos oficiales de Reichsforstmeister y Reichsjägermeister (Jefe de los Guardabosques y Jefe de la Caza, precisamente) se encargó de contraponer la actitud aria frente al bosque con la actitud judía. «Un aleman«, decía Göring, «camina por el bosque y siente la presencia de Dios; un judío camina por el bosque y solo piensa en el precio del metro cúbico de la madera…«
No es casualidad que la Operación Barbarroja, es decir, el traicionero envío de 145 Divisiones de la Wehrmacht al Oeste para conquistar ese territorio eslavo que por destino debía pertenecer al pueblo ario, coincidiese en el tiempo (verano de 1941) con la puesta en marcha de un programa gubernamental que enfatizaba la necesidad de reforestar el gran Oeste Europeo (Wiederwaldung des Ostens).
En este contexto no es difícil creer que el exterminio de los judíos se fundamentase «filosóficamente» y no en pocos casos, en la estrambótica idea según la cual los hijos de Israel eran culpables de una insalvable incapacidad genética para cuidar los bosques y respetar los árboles.
Y en fin, llegó la derrota del 45, pero Alemania siguió viendo en el roble el mejor símbolo, en este caso del esfuerzo de reconstrucción nacional. Hay cosas que nunca concluyen del todo. Los deutsche marks de la postguerra mostraban hojas de este árbol, al igual que los nuevos euros acuñados después por el gobierno federal integrado en la Unión. En cierto modo, tenía razón el majadero de Rosenberg al hablar de la eternidad del culto al bosque en Alemania…
Bang, bang, bang…siguen y siguen sonando las bellotas cayendo a plomo sobre la acera de Wardenberg Strasse, mientras le aburro con mis pensamientos a Mercedes.
Ay, estos robles del Spree, cuyos frutos estallan insolentes, me provocan pensamientos contradictorios sobre la verdad y sobre los árboles…
Como tantas cosas de Alemania. Como tantas cosas de la vida.
Pero es que el drei protoindoeuropeo no solo da truth y trees sino que también da nuestra tregua. Así que le propongo a Mercedes hacer una pausa en la perorata e irnos a comer un Wurst en Curry 36, junto al metro del Zoo; el mejor wurst de Berlín, la verdad sea dicha.

Polvo en el Viento.

Me escribe un lector diciéndome que le ha hecho gracia mi reciente observación sobre la relación causal entre la belleza de los arreboles del atardecer y el polvo en suspensión.
Pues, la verdad, no soy el primero en elogiar de esa manera el humilde polvo.
Mucho antes que yo, y con autoridad y elocuencia infinitamente mayor, lo hizo Alfred Russel Wallace, el sabio, científico y naturalista británico que milagrosamente intuyó, unos cuantos años antes de Darwin, la Teoría de la Evolución. Entre otras cosas.
Alfred Russel Wallace, nacido en 1823, escribió esa maravillosa obra clásica llamada The Wonderful Century, la cual es un compendio de los grandes avances científicos y tecnológicos, desde la química a la electricidad, los transportes, la fotografía o la física, de aquel siglo que desde entonces se conoce, gracias a él, como el Siglo de las Maravillas.
En The Wonderful Century, hay nada menos que un capítulo completo, el IX, por más señas, con el siguiente título: La Importancia del Polvo: Una Fuente de Belleza y Esencial Para La Vida.
En ese capítulo, Russel nos dice que al polvo le debemos mucho del esplendor e incluso la habitabilidad que gozamos en el planeta. Señala que hay muy pocos temas de ciencia tan maravillosos como los recientes (por entonces, a primeros del siglo XX) descubrimientos que han puesto de manifiesto la importancia del polvo en la economía y la naturaleza. Explica el sabio polígrafo británico, con enorme amenidad, la relación científica entre el polvo y los rayos de luz que nos es dado ver, ya sea en el cielo carmesí del atardecer o en una habitación oscura por cuya ventana penetra el sol.
En particular, Russel explica que al atardecer, la travesía hasta nosotros que la luz solar realiza a través de las capas bajas de la atmósfera es mucho más larga que cuando el sol está en lo alto. Esa luz del ocaso viaja a través de un denso y extenso mar de polvo en suspensión. Y esas diminutas partículas de polvo son las que rechazan la parte azul del espectro luminoso (es decir, la que tiene menos ancho de banda) pero no pueden impedir el paso de los rojos y amarillos, con una longitud de onda mayor que las partículas de polvo. Esa gran cantidad de polvo que nos separa del sol del atardecer es también la que justifica que en los atardeceres nos sea dado mirar directamente al astro rey sin deslumbrarnos, incluso aunque no haya nubes en el cielo. Vemos el sol a través del polvo.
Russel pensaba igualmente que si la superficie del mar o de un lago muestra un azul intenso, eso también era debido a la existencia en la masa de agua de polvo orgánico o inorgánico que deja pasar los rojos y amarillos, por su gran ancho de banda, pero refleja la parte del espectro con menor ancho de banda, como los violetas (de aquí quizá el famoso epíteto homérico de vinoso para el mar) y sobre todo los azules. En esto también Russel acertó, aunque hoy en día se sabe que las moléculas de agua en realidad pueden hacer por sí mismas el mismo papel que el polvo, sin estricta necesidad de él.
En fin, Russel nos dice que hay que elogiar el polvo, pero no solo por la belleza cromática que produce, ni mucho menos. Dedica el resto del capítulo a explicar que sin el polvo no tendríamos ni lluvia, ni rocío ni humedad en el ambiente. Y que por lo tanto le debemos al polvo el milagro de que nuestro planeta sea un mundo fértil y habitable, y no un inhóspito desierto. En esto también acertó de lleno, porque su análisis, publicado hace casi un siglo, ha sido plenamente confirmado por la ciencia posterior.
En suma, que el polvo es mucho más importante de lo que pensábamos. Le debemos al polvo el mundo en que vivimos. Y se lo debemos en mas de un sentido, porque los astrofísicos nos dicen que las gigantescas nubes de polvo estelar son los semilleros de los planetas como el nuestro.
Así que no hay duda. Por el Bereshit sabemos eso de que pulvis sumus et in pulvis reverterimus. Y por Kansas también sabemos que todo lo que somos no es sino…polvo en el viento.

El Pasadizo

Al parecer, existe un pasadizo que une el Cielo y el Infierno.
Resulta ser un pasadizo muy frecuentado. No dejan de pasar almas por él. En uno y otro sentido.
Los que entienden de estas cosas explican la razón de ser este intenso tráfico de almas.
Resulta que los bienaventurados terminan por aburrirse de tanta dicha y tanta contemplación en éxtasis del Creador. Y acaban por ansiar otros cielos y otros paraísos.
Por otro lado, los condenados acaban por acostumbrarse a los ardores del Infierno. Y hasta lo encuentran placentero, a tal punto llega el sentido acomodaticio del ser humano.
Para evitar estos desajustes, Dios creó el Pasadizo. En su suprema sabiduría, comprendió que un simple cambio de aires (o de humos) podría devolver a cada uno el verdadero sentido de su destino eterno.
Así que, en este mismo instante, resulta que hay almas perversas en los espacios celestiales.
Y también hay seres benditos alojados en las calderas del Maligno.
Resulta raro, pero es así.
Lo que nos obliga a pensar que ni siquiera en el más allá están todos donde debieran.

Anosmia

Me preguntan si no siento personalmente miedo ante esta pandemia que no cesa. Respondo que no creo que este virus ponga en riesgo de forma significativa mi existencia. Y tengo razones estadísticas para pensar así.
Si atendemos a los datos, los fallecimientos anuales en España de personas en mi grupo de edad, rondan el número de 20.000. Eso indica que para mí, teniendo en cuenta la cantidad de habitantes de mi grupo que viven actualmente en el país, existe un riesgo teórico de fallecimiento anual del 2%. Aproximadamente.
Por otro lado, según las últimas estadísticas de decesos por causas del virus en mi grupo etario, la pandemia está incrementando el riesgo de muerte en un 8%.
Entonces, podemos concluir que, debido a la actual situación, mi riesgo anual de muerte pasa del 2% al 2,16%.
A la luz de este leve incremento no parece que existan razones objetivas para la angustia profunda respecto a mi propia vida. Esto viene a ser parecido a cuándo te dicen que hacer algo o comer algo incrementa en un 50% tu riesgo de fatalidad por cierta causa. Eso puede o no ser muy serio dependiendo de la dimensión del riesgo previo de fatalidad de la mencionada causa.
En cambio, lo que si me infunde cierto temor personal son las posibles secuelas que pueda producir el contagio (mucho más plausible que un deceso), especialmente los daños pulmonares que se producen y esa secuela que parece ser el inequívoco signo de la enfermedad viral, esto es, la anosmia.
Yo he sido anósmico durante varios años, debido posiblemente a una polipoctomía mal realizada. Luego, afortunadamente, recuperé la sensibilidad olfativa. Pero esos cuatro o cinco años sin olores me hicieron comprender hasta qué punto no valoramos adecuadamente el olfato (y el sabor, que requiere del olfato). La vida sin ese sentido es mucho menos vida. Cuando volví a tener sensibilidad olfativa, fue como volver a nacer, y cualquier olor me hacía feliz, haciendo buena aquella observación de Bachelard en el sentido de que «cuando es la memoria la que respira, todos los olores son buenos
Pero si le preguntamos a alguien cuál es el sentido al que preferirían renunciar, lo normal es que mencionen el olfato, y nunca la vista o el oído. Esta elección puede ser discutible. El olor es esencial en muchos procesos psíquicos. Influye poderosamente en la motivación, en el aprendizaje, en los recuerdos, en los sentimientos de felicidad o desdicha, y nos alerta de peligros que no se manifiestan ni con imágenes ni con sonidos. De hecho, cuando varios sentidos compiten para ayudarnos a tomar una decisión, el olfato suele ser el que prima: no nos comeremos un pedazo de carne que no huela bien, por mas que su aspecto sugiera que es delicioso. La vinculación entre peste y pestilente es obvia, y también nos indica hasta qué punto el olfato nos previene de lo que es invisible pero deletéreo.
Acaso la misma palabra peste, de etimología oscura, es un derivado remoto de la raíz proto indoeuropea «pu«, que significa «corrompido» y que, guardando relación con la mueca que hacemos ante un mal olor, está detrás de términos como pus, pustula o putrefacto. Ya es un sarcasmo del destino que esta gran peste planetaria ocasione justamente una incapacidad para percibir lo pestilento…
En muchos aspectos, el olfato es un sentido muy superior a los otros. Cuando Buffon se refería al olfato, en el siglo XVIII, ya indicaba que la nariz no solo nos permite saber dónde están los objetos, sino también dónde han estado; no solo lo que está muy cerca, sino también lo que está lejos; no solo lo que se puede tocar, sino también lo intangible.
De modo que, sí, yo tengo un razonable temor a un contagio que me pueda arrebatar el aire de mis pulmones para montar en bicicleta o la sensibilidad de mi pituitaria para percibir un olor como el que ahora mismo estoy sintiendo, y que no es otro sino el que emite el café recién hecho que del vaso que tengo a mi lado. Eso es tan solo lo que a nivel personal me puede preocupar de esta pandemia.
Por lo demás, no tengo mucho miedo. Ni creo que deba tenerlo una persona razonablemente sana. Otra cosa es que resulte sensato y solidario adoptar precauciones básicas, pues la tragedia colectiva está en marcha y sin vacuna conocida nadie sabe hasta dónde puede llegar el desastre sanitario y económico. Pero ese desastre sería tal vez menor si neutralizásemos un tanto el pánico irracional que están estimulado los medios y las redes sociales.
Poco antes de ponerme a escribir estas líneas, he sabido que las consultas psiquiátricas han crecido en España más de un 40% en los últimos meses y que en Estados Unidos la tasa de suicidios se ha duplicado en este tiempo de pandemia (siendo el suicidio la segunda causa de defunción entre adultos de 20 a 30 años).
El virus da miedo. Pero me huelo que el miedo está siendo también un virus. Un virus contagioso y fatal. Y frente a este otro virus, el mundo parece anósmico.

Arreboles

En estos atardeceres del primer otoño, se nos encienden de rojos y naranjas los cielos del Guadarrama. Un grado adecuado de presión atmosférica y apenas unas pocas nubes es lo que hace posible el espectáculo. También es preciso que exista mucho polvo en suspensión, lo que es otra prueba de que las cosas valiosas no suelen nacer de lo que es higiénica y clínicamente puro. Me evoca lo que cantaba Fabrizio d’André: dai diamanti non nasce niente, dal letame nascono i fior.
A estos arabescos vespertinos de la luz solar les debemos llamar, en propiedad, arreboles, usando un vocablo castellano que algunos filólogos relacionan con el latín rubeos (rubio o rojizo), pero que a mí me parece más plausible que se derive del andalusí harabul, que significa precisamente orla, reborde, anillo, decoración.
A Cristina le parece muy hermosa la palabra arrebol. Y debe tener razón, pues tengo entendido que esa palabra ha sido elegida en cierta votación como la más hermosa del castellano. Es además palabra muy usada por los poetas del siglo de oro. Lope, Góngora, Quevedo y Calderón usan una y otra vez el término. A este último debemos por ejemplo el aquello de «¿Quién es esa diosa humana / a cuyos divinos pies / postra el cielo su arrebol?«
Ahora bien ¿qué puede hacer hermosa una palabra? ¿Qué hace hermosa, específicamente, a «arrebol«?
Cristina, que vio ayer tarde conmigo emerger los arreboles sobre Peguerinos, desde Las Rozas, me dice que cuando pronunciamos despacio y enfáticamente arrebol, es como si ese estallido de luces se materializase ante nosotros.
Puede ser. Si eso es cierto, estaríamos ante algo turbador: una palabra que en cierto modo se describe a sí misma.
–¿Turbador? ¿Por qué eso ha de ser turbador?
–Pues…porque las palabras no han nacido para describirse a sí mismas sino para significar cosas diferentes. Si una palabra se describe a sí misma eso produce desastrosas consecuencias. No deberíamos permitirlo.
–¿Estás de broma?
–En absoluto. Y si tienes un par de minutos te explico por qué digo esto.
–Un par de minutos, pero no más, que te conozco.
–Podemos empezar pensando en algunas otras palabras que también se describen a sí mismas.
–¿Como cuáles?
–»Corta» es una palabra corta, por ejemplo. «Esdrújula» es una palabra esdrújula. «Grave» es una palabra grave. También «adjetivo» es un adjetivo, como nos indica la RAE.
–Muy bien. ¿Y a dónde nos lleva esto?
–Pues a que podríamos proseguir denominando a estas palabras que se describen a sí mismas como «autológicas» ¿te parece bien?
–De acuerdo, «autológicas«, así será si así te parece.
–Y al resto de palabras, es decir, a la mayoría de las palabras que no se describen a sí mismas, como pan o manzana o tormenta, las podemos denominar «heterológicas». ¿Estás de acuerdo?
–Si no hay más remedio…
–Estupendo. Pues ahora consideremos precisamente esa palabra que acabamos de acuñar: «heterológico«. Podemos preguntarnos si «heterológico» es o no un término heterológico. Pero, ay, si lo hacemos, esa pregunta nos produce graves problemas.
–¿En qué sentido?
–Pues que si decimos que «heterológico» es heterológico, estaremos diciendo que no se describe a sí mismo, pero al mismo tiempo estaremos diciendo que sí se describe a sí mismo. Cuestionarnos de la misma manera «autológico» nos llevaría a similares contradicciones.
–Mmm, creo que intuyo lo que dices. Pero lo que no entiendo es por qué esto es tan dramático como me decías.
–Es dramático desde el punto de vista de la lógica. Puede que te sorprenda, pero este tipo de paradojas, ha sido visto por los matemáticos como una especie de debilidad fatal en los cimientos del edificio de la Lógica formal. Esto lo explicó muy bien Kurt Grelling, un gran filósofo y matemático alemán que es quien ha dado nombre a este antinomia. Una antinomia relacionada por otra parte con la llamada Paradoja del Barbero, que debemos a Russell o incluso con la famosa y antiquísima Paradoja del Cretense («soy cretense y todos los cretenses mentimos en todo lo que decimos»). Pero la versión de Kurt Grelling es la que me parece a mí particularmente sorprendente. Y turbadora, ciertamente.
–Kurt Grelling…debía ser un tipo curioso, planteándose esas sutilezas…
–Era un gran pensador. Fue el más brillante defensor de las teorías de otro Kurt, su amigo Gödel, quien derribó sin paliativos el edificio axiomático de la aritmética con su teorema de la incompletitud. Los nazis persiguieron a Grelling sin descanso,
–¿Por esa paradoja?
–Claro que no. Le persiguieron por su origen judío. Y los americanos, pudiendo hacerlo, se negaron a rescatarlo, dada su orientación filocomunista. Murió en Auschwitz.
–Pues vaya. Hemos empezado hablando de arreboles y de belleza y hemos terminado hablando de no se qué fallos de la lógica humana, de campos de concentración y de barbarie. Qué depresión.
–Sí. Ya lo siento. Pero podríamos plantear todo esto desde un punto de vista positivo, si me permites…
–Es que ya han pasado los dos minutos. Mejor otro día. Mejor salimos a la dehesa a ver si vemos más arreboles.
–Eso tiene lógica, la verdad.

La Ecuación de Berman

Hace ya unas cuantas décadas, un investigador llamado Roger Ulrich descubrió que en cierto hospital de Pennsylvania, los pacientes que estaban en habitaciones con ventanas al bosque recibían el alta, como media, un día antes que los demás. Ese tipo de hallazgos impulsó muchos otros estudios, como el que dirigió Marc Berman, de la Universidad de Chicago. Berman creyó demostrar que como media, tres árboles adicionales junto a una vivienda representaban un 1% por ciento de incremento en la salud de los residentes. Y que si ese incremento se podía cuantificar en términos económicos (es decir, lo que costaría conseguirlo por otros costosos medios), se podría expresar como una ecuación en la que tres árboles se igualaban a 15.000 dólares.
Yo no se cuánto significarían económicamente y de acuerdo con la ecuación de Berman, los incontables pinos, fresnos y encinas que rodean mi casa, ni la incidencia que puedan tener sobre mi mala salud de hierro. Pero sí se que cuando paseo al atardecer con Mao por la dehesa, vuelvo más tranquilo y acaso algo más lúcido (Berman, por cierto, también demostró que un simple paseo previo por el bosque mejora un 20% el resultado obtenido en tests de memoria y atención).
Así que ayer tarde, sentado en el tronco de un alcornoque centenario y con mi cámara en la mano observando cómo el sol del membrillo se me filtraba entre las ramas de los fresnos, recordé la Ecuación de Berman, y me paré a pensar en ese absurdo cierre de parques y jardines que han dictado los munícipes de la metrópoli, ignorantes tal vez de que los árboles son probada medicina.

El niño en la playa.

En estos tiempos de tribulación, y casi sin que nos demos cuenta, se diría que la democracia ha mudado en peritocracia. No se hace lo que el pueblo manda, como reza el imaginativo principio democrático, sino, al parecer, lo que los expertos indican.
También es verdad, sin embargo, que no está claro quienes son los expertos y quién es el que interpreta sus oráculos.
Tal vez por ello, los expertos, o al menos un buen grupo de ellos con ciertos créditos científicos, han emitido un manifiesto encabezado por una llamativa cláusula retórica adversativa,»ustedes mandan, pero no saben«. Se sugiere, implícitamente, que quienes de verdad saben son ellos, los peritos, los expertos, los científicos…
No es usual que los hombres de ciencia muestren tanta confianza en sus saberes. Y es llamativo que lo hagan precisamente ahora, cuando la ciencia parece impotente frente al drama sanitario.
Me ha llamado la atención el manifiesto porque tengo para mí que la piedra de toque del verdadero científico (o del verdadero sabio) no es sino la humildad y el reconocimiento perpetuo de lo poco que sabemos.
Por eso, al tener noticia de este manifiesto, he recordado esa famosa anécdota que hace referencia a Isaac Newton.
Cuando la vida de Newton, tal vez el más destacado científico de toda la historia, tocaba a su fin, alguien le preguntó cómo se sentía después de haber descubierto tantas cosas y tantas verdades.
Newton meditó un instante y respondió cumplidamente a esta pregunta. Lo hizo diciendo que se sentía como un niño sentado en la arena de la playa, y que jugaba con piedrecitas.
Ese niño, prosiguió, habría encontrado, sí, algunos bellos guijarros traídos a la orilla por la la marea. Pero, concluyó el sabio, lo esencial es que frente a ese niño y sus piedrecitas se extendía, inmenso, el océano de la verdad.

De muelles y prebostes.

A Marta le extraña que yo no haya escrito nada sobre el término «resiliencia» ¿Es que no vas a tener nada que decir con respecto a esta palabra tan de moda?¿Se te han secado las neuronas?
Pues ya se ha escrito mucho al respecto. Qué voy a decir yo que el lector no sepa ya… De hecho, resiliencia parece ser la segunda palabra más consultada en la web de la Real Academia de la Lengua durante el pasado mes. Y ayer, en un taumatúrgico ceremonial, el término se ha entronizado definitivamente. Ahora todos tenemos que tener mucha resiliencia.
A mí lo único que se me ocurre decir al respecto es que se trata de un término más bien estrictamente técnico, que hasta no hace mucho se usaba solo en los tratados de metalurgia. Y ya se sabe: indicaba la capacidad de un material para deformarse elásticamente ante una fuerza exterior, y hacerlo sin quebrarse o distorsionarse permanentemente. Si el material es resiliente, puede retornar a su estado inicial cuando cesa la fuerza que se ha ejercido sobre él y es capaz entonces de devolver al exterior la energía interna acumulada durante la perturbación. Un buen muelle de acero es el perfecto ejemplo de resiliencia.
El gran valor metafórico de este concepto hizo que los psicólogos y estudiosos del comportamiento humano echasen mano de él para significar la capacidad de una persona para soportar calamidades sin quebrarse y para volver después a la normalidad con plena energía. Yo creo que la primera vez que tuve conocimiento de esta acepción psicológica fue leyendo al fascinante Boris Cyrulnik, y sus estudios sobre los niños con infancia difícil o traumática.
Lo interesante del concepto es que nos sugiere que la verdadera fortaleza de una persona no es permanecer inmutable como una roca ante los avatares del destino, sino más bien ser flexible, acumular energía interna mientras la perturbación se produce, y no quebrarse ante ella, tal como lo hace el bambú frente al viento.
Ahora los prebostes y prebostillos usan mucho la palabra resiliencia. Y lo curioso es que si miramos el DNA de la palabra encontramos que resulta un vocablo que parece pintiparado para ellos.
–¿En qué sentido?
–Pues en que mucho antes de que el término se usase para la metalurgia (creo que a mediados del siglo XIX, en la literatura técnica anglosajona), el verbo latino resilire (saltar fuera) era estrictamente un término jurídico. Era un término muy usado en el Derecho Romano y el Derecho Canónico. Y significaba propiamente el acto de intentar desdecirse de un compromiso adquirido: «sed post obligationem contractam non licet resilire«, nos dice un aforismo jurídico, señalando que una vez se adquiere una obligación no vale echarse atrás…
Por lo tanto, es muy coherente que los profesionales de la cosa pública gusten tanto de la palabra resiliencia, que en su alma etimológica y jurídica viene a significar lo que ellos hacen con gran soltura, a saber, incumplir los compromisos adquiridos. Son, en ese sentido, sumamente resilientes. Saltan ágilmente hacia afuera.