Una chispitica de ontología.

Mercedes acaba de recibir unos zapatos de escalada, comprados por internet. Se queja de que le quedan “un pelín” pequeños.

¿Un pelín? ¿Qué es un pelín? Nadie lo sabe. Y todos lo saben. De hecho, yo he entendido perfectamente el problema que me transmitía Mercedes. Era irrelevante el dato exacto expresado en milímetros o centímetros.

Un pelín significa lo que quiere que signifique el emisor del mensaje, en combinación con lo que es capaz de intuir el receptor del mensaje. Fascinante. 

Creo que en España somos muy dados a usar este tipo de parámetros de medida que yo llamaría no objetivos. A lo mejor tiene esto algo que ver con nuestro estigma de individualistas patológicos. La verdad es que no usamos solo el pelín, sino también, dependiendo las zonas geográficas, manejamos mucho la miaja, la miajica (de miga o migaja de pan) la chispa o la chispitica, el peaso, la jartá…Y cada de ellas con un potencial diferente de significado.

Lo gracioso es que el uso de este tipo de medidas “gelatinosas”, que se encogen y estiran y al mismo tiempo y que pueden tomar un valor u otro, puede ser algo que tenga más “miga” de la que parece. Quién sabe, tal vez son una forma más perfeccionada de utilizar el lenguaje que con el frío y riguroso, y me atrevería a decir maniqueo, léxico de la física clásica.

No es broma lo que digo. Heisenberg, en su “Manuscript of 1942”, indicaba que la ciencia traduce la realidad en pensamientos, siendo así que los humanos necesitamos el lenguaje para operar con esos pensamientos. Ahora bien, pensaba Heisenberg, el lenguaje habitual sufre de una limitación fundamental y (para entender bien la mecánica cuántica) sería preciso un lenguaje que debería poder significar diferentes cosas en función de cómo lo usemos.

Según lo que explicaba Heisenberg en el citado Manuscript, el lenguaje tiene dos naturalezas, una estática y otra dinámica. Los científicos usan el lenguaje en su naturaleza estática, mientras que los poetas lo hacen en su naturaleza dinámica. Los científicos se basan en la cualidad estática de los vocablos, para definir así con precisión lo que es objeto de su estudio. Pero esto tiene un coste pues deja de lado la «infinitamente compleja asociación entre palabras y conceptos» (sic) que se deriva de la infinita abundancia de la realidad. En otras palabras, percibir y pensar el mundo al que accedemos mediante la física cuántica dependerá, según Heisenberg, de la capacidad de coordinar ambas naturalezas del lenguaje, la dinámica y la estática. Sin ello, una completa y exacta descripción de la realidad nunca será alcanzada.

Ya ves, querido lector. Lenguaje y ciencia pueden tener un “peaso” de relación. Más de lo que podríamos pensar. Y no es solo Heisenberg quien nos lo sugiere. Angelo Bassi, destacado físico teórico de la Universidad de Trieste, cree que la mecánica cuántica solo puede ser comprendida como explicación de la realidad si cambiamos nuestro lenguaje. Bassi dice, por ejemplo, que deberíamos dejar de hablar de “partículas” para referirnos a entes como los electrones, que parecen estar aquí y allá al mismo tiempo, o no estar en ningún lado. Deberíamos más bien, dice este científico, pensar en términos de “gelatina”, como el verdadero substrato de la realidad, es decir de algo que se puede estirar y encoger, “como un pulpo cuando lo tocas”.

Así que ya lo ves. Un respeto por el peaso, por la miaja, por la chispica…porque a lo mejor representan una forma de pensar y comunicarnos que quizá contiene toda una lección para comprender algo mejor este extraño mundo al que nos ha conducido la física no newtoniana.

Y dicho esto, ya pongo punto final, porque releo lo escrito y me parece que ha quedado una jartá de espeso. 

O una chispitica por lo menos.

Panades, zalabiyyas y arrucaques.

Un buen amigo me manda una foto de las “panades” o empanadas de carne de cordero con guisantes que está preparando, para degustarlas mañana, Domingo de Resurrección. Y me invita a compartirlas.

Horneando las panades, mi amigo honra una antiquísima tradición mallorquina que él tuvo ocasión de vivir en su infancia y juventud en la isla.

Yo comeré con gusto esas panades. No solo porque mi amigo es buen cocinero, sino porque las panades son uno de los muchos ejemplos de estupendo sincretismo cultural en el mundo de la gastronomía.

Esas empanadas mallorquinas, tienen un origen inequivocamente sefardí, en las burekas o pashtidas (término este último derivado del latín pasticium), y eran un manjar favorito de las familias judías para celebrar el final de la Pesah. Hay referencias a estas empanadas preparadas para el Séder en el Talmud. Se aprovechaba, para hacerlas, los restos del cordero pascual (esto solo en la época anterior la destrucción del Templo, cuando aún se sacrificaba y comía el cordero) y de la masa pascual de harina sin levadura. Todo ello muy sabio.

Pero las familias cristianas de la isla balear no tardaron en adaptar la tradición judía, y ya en el siglo XV consta que aprendieron a preparar empanadas con similar relleno de carne de cordero y guisantes, si bien con abundante manteca y acaso algo de sobrasada, para dejar clara la confesionalidad del condumio e impugnar la posible tacha de chueta.

Así nacieron las panades, como las que ayer tarde preparaba mi buen amigo.

Por otro lado, esas empanadas mallorquinas no son muy diferentes de los deliciosos pasteles murcianos de carne, de origen inequívocamente árabe y que reproducen las pastellas o bastyah del Magreb (por cierto que en este caso la palabra magrebí es un préstamo del bajo latín, el pasticium arriba mencionado, no al revés, como se pudiera pensar), si bien en Murcia se hacen con hojaldre en lugar de masa ázima y con aceitunas, cebolla, pimiento y huevo, en lugar de guisantes. Murillo inmortalizó estas pastelas en un óleo, en el que dos críos disfrutan comiendo pasteles murcianos, empezando por las tiras de hojaldre. El cuadro está en un museo de Munich.

Así que las empanadas, las panades o los pasteles de carne, son todo un símbolo de la espléndida fusión de culturas que nos muestra la historia de España, en su aspecto más benévolo y alimenticio. Quizá por ello, este tipo de preparación, que protege y preserva la carne durante semanas en el refugio interior de una masa bien horneada, se convirtió en el factor común culinario de todo el país, desde la baja Edad Media hasta siglo XVII. 

Esta universalidad de la empanada de carne, se constata por el hecho de que unas ordenanzas publicadas bajo el reinado de Carlos II, exigían estrictas condiciones de salubridad a la carne del relleno en las empanadas vendidas en las tahonas murcianas, que no debían contener “carne mortecina de ninguna cosa, sopena de dos años de destierro”. 

La ordenanza del mal llamado Hechizado se relaciona con el hecho de que las empanadas callejeras, de muy bajo precio, estaban siempre sometidas a sospecha y burla popular, como nos sugieren los hilarantes párrafos de El Buscón: “Parecieron en la mesa cinco pasteles de a cuatro reales y tomando un hisopo, después de haber quitado los hojaldres, dijeron un responso todos, con su réquiem eternam, por el ánima del difunto cuyas eran aquellas carnes…

Pero insisto, más allá de la picaresca en torno al relleno, lo importante es que las panades, empanadas o pasteles de carne simbolizan el admirable sincretismo que podemos disfrutar en nuestras mesas y nuestras vidas. Un sincretismo que puede ayudarnos a sostener la autoestima colectiva, tan frágil y vulnerable en estos tiempos de cancelación, en los que, tal vez por la frustrante imposibilidad de transformar el presente o confiar en el futuro, resulta más tentador cambiar, olvidar o negar el pasado.

Podría enrollarme refiriéndome a otros ejemplos de espléndida fusión culinaria. Pero no lo haré porque estoy sin desayunar y me consta que aún subsisten en la nevera unas deliciosas torrijas pascuales ebrias de buen vino y miel. 

Por cierto, que esas torrijas que me están esperando son otro ejemplo de lo que aquí digo, pues en las tradicionales frutas de sartén de la pascua cristiana convergen de algún modo las zalabiyyas andalusíes (híbrido de pestiño y torrija) y los arrucaques o revanadas de parida sefardíes, que los judíos hispanos preparaban para estimular la producción de leche en las madres lactantes (y que eran horneadas con masa ázima y muchas claras de huevo, para solventar ingeniosamente la prohibición bíblica del uso de levadura).

Y diciendo esto, pongo punto final a mis reflexiones de hoy. 

La verdad es que debería abstenerme de escribir tan a menudo sobre estos temas culinarios. Haciéndolo, me entra hambre. 

Y me descontrolo.

Fidel Gastro.

Leo en el periódico que un conocido líder político ha promovido la apertura de un bar. Su propósito es, creo, hacer del establecimiento un lugar de encuentro para quienes comparten con él ideología y valores. Ha bautizado el local con el llamativo nombre de Taberna Garibaldi.

Lo de Garibaldi debe ser por el héroe de la unificación de Italia bajo la monarquía de los Saboya, al que debemos, por ejemplo, y dado el color de su sempiterno pañuelo, nada menos que la vinculación del color rojo a lo rebelde o revolucionario.

Lo de taberna, en lugar de bar, debe ser por las connotaciones populares la palabra, que deriva del latín trabs (viga) o tabula (tabla), dado que en la antigua Roma las primeras tabernas, en sentido hostelero, eran poco más que chamizos o cabañas hechas de tablones. De aquí los célebres versos de Horacio, quien nos dice aquello de que la muerte llama a la puerta de las pobres tabernas del mismo modo que llama a la puerta de los palacios reales (un verso copiado casi literalmente por Zorrilla en su Don Juan, por cierto).

Al líder metido a hostelero le han llovido las burlas. Y le han asaetado a sarcasmos.

Pero a mí no me parece nada mal la iniciativa. Y me da que tiene mucho sentido. 

Después de todo, muchas transformaciones sociales comenzaron en charlas de bar o de café. Así, de memoria, me viene a la cabeza que la Revolución Americana nació en el Green Dragon de Boston, al que era asiduo Hamilton. 

En el Procope de París, que visitaba mucho Robespierre, se gestó la Revolución Francesa. 

En la Fonda Fontana de Oro de Madrid, como nos cuenta Galdós, se incubó el liberalismo español decimonónico. 

En el Lorenzini, también en la capital, se cantó por primera vez el Himno de Riego.  

El Manifiesto Comunista del 48 se pergeñó en el pub Red Lion del Soho londinense, y en aquellas mesas se sentaron y debatieron los asistentes al Segundo Congreso de la Liga Comunista. 

A primeros del XX, en el Café Odeón de Zurich, andaba conspirando Lenin, que acaso charlaba con Matahari a la espera de que el Ejército Imperial Alemán lo fletara para San Petersburgo. 

Ah, y se me olvidaba: uno de los grandes partidos políticos que cortan ahora el bacalao en nuestro país fue fundado precisamente en Labra, la casa de comidas de Madrid en la que, con toda coherencia, se sigue sirviendo, tantos años después, bocaditos de bacalao rebozado y bien frito.

Yo saludo y aplaudo la iniciativa de este líder venido a menos en las magistraturas pero a más en el ámbito del horeca. Y propongo que su decisión sea imitada por los demás prebostes y prebostillos del solar patrio (y que lo hagan, si acaso, con algún posicionamiento más glamuroso y menos rancio (sugiero por ejemplo «Fidel Gastro» como nombre del local) . 

Si estos infames políticos que nos es dado soportar ahora, dejasen de engolfarse en sus incontables tramas corruptas y en el arte de darse cuchilladas mutuas y en lugar de ello abriesen casas de comidas o acogedores garitos, otro gallo nos cantaría.

La Historia nos habla de muchos que salieron de las tabernas para entrar en el gobierno. Ahora lo que toca es aplaudir a rabiar a los que decidan salir del gobierno para ir a las tabernas.

Hambre canina.

La pro-opiomelanocortina se modifica en forma postranslacional para producir cierto número de péptidos neuroactivos. Estos péptidos activan los receptores de melanocortina, lo que a su vez conduce a una reducción de la ingesta de alimentos y a un incremento del gasto energético en reposo… 

Pues el caso es que, recientemente, ha sido descubierta cierta mutación genética que inhibe la pro-opiomelanocortina en uno de cada cuatro perros de raza labrador…

¡O sea, que uno de cada cuatro labradores come y come sin descanso! ¡Mira por dónde!

Va a ser una mutación lo que explica que tantos labradores tengan un hambre crónica-hambre canina, en sentido propio- independientemente de lo que coman en su horario.

Qué pena no haber sabido antes esto. 

De haberlo sabido, habría mirado con más ternura a Mao cuando, como ha hecho tantas veces a lo largo de los catorce años que llevamos juntos, ha aprovechado uno de mis descuidos y ha abierto con el hocico el cubo de la basura para revolver incansable el contenido hasta encontrar el último resto de comida.

Qué pena no haber sabido antes esto, porque casi no me hubiera enfadado al entrar por la mañana en la cocina y ver por el suelo las cáscaras de huevo, las pieles de plátano, los posos de café…y a Mao con la cabeza gacha, consciente de la transgresión.

Y qué pena que estas investigaciones no se apliquen también a los humanos, de forma que se pudiera explicar, en sencillos términos de mutaciones genéticas, algunas de las múltiples miserias que afligen a nuestra especie.

Que busquen por favor los científicos esas mutaciones. 

Si las encuentran, tal vez seríamos más tolerantes con las pequeñas o grandes debilidades de los demás. 

Empezando por las propias.

Lágrimas en la lluvia

Mercedes me cuenta que está viendo una interesante serie de tv que trata de la Estación Espacial. Me dice que le fascina ver a los astronautas que viven ahí, flotando felices, en gravedad cero, y que eso siempre le ha parecido algo, muy poético, inspirador…

Bueno–le respondo– en gravedad cero no están. Tout au contraire. Allí, a apenas unos centenares de kilómetros de altura, la gravedad no debe ser muy diferente de la que tenemos en la superficie de la Tierra. Tal vez un 10% menos.

–¿Ah no? Entonces, ya me dirás por qué flotan esos tripulantes…

–Están moviéndose “horizontalmente” a altísima velocidad, y al mismo tiempo, atraídos por la gravedad, van cayendo hacia la Tierra, pero la curvatura y la rotación de nuestro planeta hace que nunca se acercen al suelo. Es como si un proyectil de cañon fuese lanzado horizontalmente a tal velocidad y con tal alcance, que el suelo de la Tierra se le va escapando a medida que va cayendo. Eso es orbitar. Y la Estación Espacial no orbitaría de no estar sometida a la gravedad terrestre.

–¿Están en caída libre? Pero, entonces ¿por qué les vemos flotar?

–Es una pura ilusión visual. Piensa en esos vídeos de paracaidistas. Están cayendo hacia la Tierra pero si te fijas solo en ellos, sin puntos de referencia, percibes que están flotando. Y sin embargo están cayendo.

–O sea que esos astronautas de la Estación Espacial están cayendo todo el tiempo hacia la Tierra pero ocurre no llegan nunca a la superficie. Pues, sabes, eso también me parece muy poético-me dice Marta, tras unos momentos pensativa.

–Estoy de acuerdo. Todo en ese mundo del espacio infinito es muy poético, onírico, inspirador. 

Tal vez sea esa la razón por la que a mí también me gusta la ciencia ficción, y en particular esas fantasías estelares protagonizadas por astronautas que parecen atender el irresistible appel du vide. Nicolas Guillén escribió algún verso en el que nos contaba su ansia por rasgar un día el sello azul de la jaula hermética en la que vivimos “y salir donde los astros son ya música y el cuerpo sombra vagorosa y leve”.

–Es hermoso eso

–Tan hermoso como aquellas palabras del monólogo final del replicante Roy Batty, en Blade Runner.

–Recuérdamelas.

Me las se de memoria:

“I’ve seen things you people wouldn’t believe. Attack ships on fire off the shoulder of Orion. I watched C-beams glitter in the dark near the Tannhäuser Gate. All those moments will be lost in time, like tears in the rain”

¡Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lagrimas en la lluvia!…

¡No se puede expresar mejor la desolación existencial!. Es de un lirismo sobrecogedor. ¡Oh, esas lágrimas que vemos confundirse y desaparecer entre la infinitud de las gotas de lluvia…!

Durante unos segundos, Mercedes y yo nos quedamos en silencio.

Y, curiosamente, fuera, está lloviendo. Suenan las gotas en los cristales.

Koldo.

Los medios hablan de Koldo. Del “caso Koldo”.

Marta me pregunta por mi opinión al respecto.

No tengo mucho que decir. O más bien no me apetece decir nada. Me aburren estos escándalos de corrupción, que se reiteran una y otra vez, iguales siempre a sí mismos.

En serio, cada vez me interesan menos las cosas

Pero, tal vez paralelamente, me interesan cada vez más las palabras relacionadas con las cosas.

De modo que, en lugar de opinar sobre el “caso Koldo”,  le hago a Marta una pregunta retórica sobre el autónimo Koldo. Y casi antes de que me responda le suelto mi habitual rollo al respecto. Siempre hago lo mismo.

Koldo, le digo, junto con Kepa, Gaizka, y otros muchos, es uno de los nombres de pila que propuso el fundador del movimiento nacionalista vasco, Sabino Arana, allá por finales del siglo XIX (nombres que por cierto fueron tajantemente prohibidos por el franquismo, de acuerdo con una norma del Registro Civil del año 1938 según la cual esos nombres eran totalmente contrarios al espíritu de unidad nacional impulsado por el llamado «alzamiento»).

Arana decía que los vascos «también eran hijos de Dios” (sic) y que por lo tanto procedía que tuviesen nombres “euskerizados”, como todos los demás cristianos. Así que publicó un almanaque en el que justificaba su pretensión y ofrecía algunas reglas, presuntamente filológicas, para la  “euskerización” de los nombres de pila. 

En algunos casos, Arana elaboraba imaginativos argumentos para vasquizar el nombre de pila (Pedro se debía convertir en Kepa porque Simón Pedro, el apóstol, se llamaba en arameo Cephas o Kephas). En otros sugería que se partiese del presunto origen etimológico del nombre de pila y a partir de ahí sugería derivar una forma vasca de dicho nombre. Koldo (hipocorístico de Koldobika) es un ejemplo. 

Koldobika viene a ser una adaptación artificial del francés antiguo Chlodovig (es decir, Clodoveo) derivado a su vez del germánico Hlodowig, con el significado de “glorioso en la guerra”. Ocurre que Chlodovig se latinizó en Ludovicus y es este último nombre derivó en Louis. 

Así pues, Sabino Arana se remontó al bajo alemán Hlodowig o Kholodowig y se sacó de la manga Koldo como equivalente de Luis.

Pero Koldo, dejémoslo claro, es un nombre totalmente ausente de la tradición vasca. Y eso es un curioso ejemplo de como las tradiciones son a veces lo menos tradicional que existe. Cuando no tenemos a mano una tradición…nos la inventamos.

Por cierto–le termino diciendo a Marta– que el primer componente del antecesor de Louis– “Chlod” o “Kold”––tiene un origen remoto en una raíz protoindoeuropea (kleu) que connota la idea de fama y que ha dejado huella en muchísimas lenguas, desde el irlandés “clú” (fama) al griego “cleo” o al castellano “gloria”. Por lo que, en cierto modo, hay algo de profecía–nomen, omen, sí– en el nombre de Koldo, ahora en boca de todos y con fama, bien ganada, de muy pillo y muy bellaco.

–Pues ya ves. Al final has acabado haciendo una referencia a la actualidad, aunque no querías…

–Es cierto. Me doy cuenta de que voy a las palabras para eludir el tedio de las cosas. Pero, no se por qué, siempre las palabras acaban llevándome de vuelta a las cosas.

Puro Teatro.

Conecto la radio en el coche y oigo cómo un preboste acusa pomposamente a su rival.

 “Es un hi-pó-cri-ta”, dice de su rival con gran énfasis el preboste maximus. Y los medios se hacen eco, cual si fuese gran novedad.

En realidad, esto no es noticia. 

Los políticos se tildan mutuamente de hipócritas desde el principio de los tiempos, tal vez porque la esencia de la actividad política es el fingimiento y la actuación de cara a la galería.

Así que usar hipócrita para definir a un político, usualmente ducho en artes histriónicas, es algo muy coherente, casi tautológico. Porque hipócrita es una palabra que formaba parte del léxico teatral en la Antigua Grecia. 

En efecto, “hipocrites” era el término con el que los griegos denominaban a ese segundo actor que empezó a intervenir en el escenario primitivo de Atenas, donde al principio solo aparecía el narrador. 

Ese segundo actor era conocido como el “hipocrite”, a partir del verbo griego “hypokrinein”, que podríamos traducir, con mucha coherencia etimológica, por nuestro vocablo “discernir”, el cual tiene como ancestro krinein, separar.. 

Así pues, el hipócrita del teatro griego arcaico era el que respondía y matizaba lo dicho por el narrador, generalmente ofreciendo un punto de vista más próximo a lo que los espectadores podrían opinar respecto a lo dicho por el actor principal. 

Con el tiempo, “hipocrite” acabo siendo sinónimo de actor en todo el mundo antiguo de influencia helenística. Y, cada vez más, este sentido de actuación o fingimiento convertía el término en un insulto (a lo que contribuía la mala fama de los actores en el mundo antiguo). 

Por ejemplo, en el Evangelio de San Marcos encontramos la palabra ὑποκριτῶν (hipocriton) como término ofensivo utilizado para referirse a los fariseos, a los que en ese Evangelio se tacha de tener a un lado los labios y a otro el corazón.

Tal vez esa aparición del término ὑποκριτῶν en San Marcos, como sinónimo de perverso fingimiento, es lo que acabo popularizando muchos derivados del griego “hipocrites” en las lenguas europeas (como nuestro hipócrita) con el sentido inequívocamente ofensivo y desprovisto de su significado original.

Entonces, en la medida en que los políticos son consumados especialistas en tener lejos los labios del corazón, la palabra hipócrita se ha ido convirtiendo en una de las favoritas con las que los prebostes y prebostillos se califican mutuamente.

Se dice que el primer político en usar “hipócrita” para referirse ofensivamente a un rival fue Demóstenes, en uno sus discursos contra Esquines, quien, ciertamente, había sido actor antes de político (lo cual es, mira por dónde, una constante en la Historia occidental, baste mencionar a unos pocos, entre cientos, como Eva Perón, Reagan, Beppe Grillo, Joseph Estrada, Reagan, Schwarzenegger,  Alessandra Mussolini, Zelensky o el propio Trump, que, como es sabido, se ha interpretado a sí mismo en exitosos reality shows de la televisión norteamericana.) 

Yo no he encontrado, sin embargo, ningún texto en el que el autor de las Filípicas utilizase “hipocrites” (acaso porque por entonces «hipocrites» no tenía aún una connotación negativa).

Es verdad que Demóstenes aprovecha los antecedentes de Esquines como actor para ofenderlo con el epíteto de tritagonistesτριταγωνιστής–es decir, “tercer actor”, (pues el tercer actor era el que representaba normalmente al malo de la obra teatral). 

Pero yo no encuentro “hipocrites” entre los incontables términos insultantes con los que Demóstenes y Esquines se calificaban mutuamente en sus discursos, algunos de los cuales me apetece mencionar aquí, como hombrecillo (τἀνθρώπιον), inculto (ἀπαίδευτος), chupatintas (γραμματοκύφων), bestia (θηρίον), miserable (σχέτλιος), sinvergüenza (ἀναιδής), repugnante (βδελυρός), despreciable (περίτριμμα), malvado (πονηρός), pérfido (ἄπιστος), charlatán (σπερμολόγος), embustero (ψευστής), traidor (προδότης), corrupto (διεφθαρμένος ), conspirador (μηχανώμενος), malhechor (πανοῦργος), perjuro (ἐπίορκος), carterista (βαλλαντιοτόμος, es decir, cortabolsas), y en fin, por no seguir hasta el infinito, concluyo mi lista con uno de los más curiosos insultos, que era “culiblanco” (πύγαργοι), pues en la antigua Grecia se consideraba que solo tenían la apropiada virilidad los varones melámpigos, (μελάμπυγος), es decir, los varones con oscuridad de posaderas…No me pida nadie más aclaraciones.

Concluyamos. Ya vemos que los políticos vienen dando la misma imagen de faltones, lenguaraces y boquisueltos desde los remotos tiempos de Demóstenes, y que se deleitan usando virtualmente los mismos conceptos. 

Pero aclaremos, con filológica contundencia, que cuando los políticos usan el término hipócrita para ofenderse, aunque se pronuncie con gran prosopopeya y marcando bien las sílabas, en realidad, y atendiendo al origen etimológico del término como fingimiento interesado, no se están insultando en absoluto…

Se están definiendo.

Poor Things

Marta me llama para invitarme al cine esta tarde. La idea es ver Poor Things, la aclamada película de Yorgos Lanthimos. También me pide que escriba algo sobre el amor, por la fecha de hoy, 14 de Febrero.

Al cine, de acuerdo. Pero del amor no me apetece escribir. 

Porque ¿que voy a decir yo del amor que no se haya dicho ya de mil y una maneras? Incluso yo mismo he tenido la temeridad de publicar un librito sobre el asunto. Todo hijo de vecino o está leyendo un libro sobre el amor, o lo está escribiendo.

Es conocido el párrafo de Promessi Spossi en el que Manzoni protesta sobre este exceso: “el amor es necesario en este mundo…(pero) hay otros sentimientos de los que el mundo tiene necesidad (…) como podrían ser la compasión, el afecto al prójimo, la dulzura, la indulgencia, el sacrificio de uno mismo (…) pero del amor, haciendo un cálculo conservador, se ha escrito seiscientas veces más de lo que sería necesario para la conservación de nuestra venerable especie

Además, el amor es un tema escurridizo, siempre con dos caras. Es la delizia, pero también la croce, como se nos dice en la Traviata. 

Para los antiguos griegos, el amor era, en sentido propio, literal, una manía, un estado del alma (como sugiere la bella expresión inglesa para definir al enamorado, “estar en amor”). Por su parte, la palabra que los griegos usaban para definir a un enamorado–erotoumenos-incluía el componente “eros”, amor (derivado del verbo griego ero que significa unión, atracción) y el componente “menos” que es el que hace referencia a la manía, al estado mental anómalo. 

En los versos de Safo, el amor es una enfermedad.

Para Lucrecio era pura locura, el deseo imposible de unirse por completo dos seres, algo que nunca logran por más que unan sus cuerpos. 

Platón reconocía que el amante siempre acaba sufriendo, a diferencia del amado. 

Amo y no amo. Estoy loco. No estoy loco.” escribe Anacreonte. 

Odio y amo; es una tortura” dice Catulo. 

Ni contigo ni sin tí” (nec tecum possum vivere, nec sine te), escribe Ovidio, en un precedente clásico de esa copla tradicional que nos recuerda que “ni contigo ni sin tí tienen mis males remedio, contigo porque me matas, y sin tí porque me muero”.

El amor es una cosa realmente complicada. Algo que nos eleva hasta el cielo y algo que nos desciende también a los infiernos. Algo que nos puede hacer ángeles, pero también seres dignos de conmiseración.

Sí, seres dignos de conmiseración, o sea, “poor things” como reza el título de la película que voy a ver con Marta en unas horas y que es una alusión a una frase sarcástica del Fausto, que Goethe pone en boca de la bruja revendedora, durante la noche de Walpurgis (“poor things, poor things, the best and kindest”, en la traducción inglesa )

Eso es. “Poor Things”, que se ha traducido al español como “Pobres Criaturas” lo cual no acaba de ser muy preciso (mi abuelo hubiese mejorado la traducción porque utilizaba a menudo, con cierta sorna, la interjección “¡criaturitas!”, con el mismo sentido que yo creo ha querido dar Yorgos Lanthimos al título de su película).

Poor things o verdaderos dioses. 

Esa disyuntiva es todo que se me ocurre decir hoy del amor.

Así que concluyo utilizando las sabias palabras de Patricia Cavalli: “del amor no quiero hablar; el amor solamente quiero hacerlo”.

Niksen

Me envía un mensaje Mercedes desde una playa de Goa, y me dice que se siente algo culpable de estar allí, tumbada al sol, sin hacer absolutamente nada.

Veo el mensaje tras interrumpir mi lectura de los resultados de un nuevo estudio sobre la felicidad en diferentes grupos sociales y culturas. Según esta investigación, el “nivel de felicidad” en las tribus o pueblos indebidamente llamados “primitivos”, en donde ni siquiera se conoce la noción de dinero, es como mínimo tan alto como en los opulentos países nórdicos europeos, que generalmente se mencionan como exponente del mayor grado de bienestar material y mental.

Creo que puede haber una relación entre ambas cosas, es decir, entre el mensaje que me manda Mercedes desde la playa del Índico y la investigación llevada a cabo por esos científicos sociales de una universidad catalana.

Puede que lo que nos esté haciendo infelices a los hombrecitos occidentales no sea otra cosa que la morbosa obsesión por estar siempre haciendo algo. Y la consiguiente incapacidad para disfrutar de lo que los italianos llaman el dolce far niente.

–Pero, tú mismo has mencionado que en los países del norte de Europa se da un alto grado de percepción de felicidad; y son precisamente países en donde prima una cierta laboriosidad y no ese dolce far niente al que te refieres.

–Sí y no. Fíjate en que empieza a divulgarse por todo el mundo el concepto, venido de aquellos países, de “niksen”.

–¿Niksen?

–Sí. Es el término holandés para definir el arte de no hacer absolutamente nada…

–¿Quietud absoluta? ¡Eso es absurdo!

–Lo matizo. La idea del “niksen” es más bien renunciar a contaminar de propósito cada cosa que hacemos. Si cocinamos, lo hacemos a menudo con la idea en la mente de reducir la ingesta de calorías. Si caminamos, lo hacemos con el propósito de alcanzar nuestro objetivo de diez mil pasos. Y así sucesivamente. Por ello, renunciar al propósito puede ser la clave para un verdadero dolce far niente, o niksen, si prefieres llamarlo así: estar a lo que se está, vivir lo que se está viviendo, disfrutar del qué, sin agobiarse con el para qué.

–¡Niksen!, me quedo con la palabra. Es interesante.

–Sí. Y la palabra se une a otros términos que los nórdicos han universalizado, en relación con su peculiar arte de ser felices, como el higge (algo así como el placer del confort doméstico a la danesa, no exento de cierto componente de Schadenfreude) o la fika (el arte de hacer gratas pausas para café durante la jornada).

Puede que la cosa más difícil de hacer sea precisamente no hacer ninguna cosa.

Y en esa dificultad quizá radica el creciente grado de desdicha de los hombrecitos occidentales, tan hiperactivos, tan conectados, tan alienados…tan ajenos al noble arte del niksen, del higge o incluso de la fika, que es justo lo que voy a hacer yo una vez ponga punto final a este texto.

Temer el futuro.

Dos veces al día, a media mañana y a media tarde, interrumpo toda tarea y me voy con Mao a la pequeña pradera que está junto a casa. Una vez allí, le lanzo el disco rojo tan lejos como puedo, y le hago correr en su busca, para que me lo devuelva-tan ufano él-y reciba de mi mano, en cada ocasión, la recompensa de una pequeña galleta, que él sabe que jamás faltará.

Este invierno, esta rutina diaria, que siempre ha sido para mí gozosa, ha tenido también un ingrediente de amargura. He ido viendo cómo se aceleraba la decadencia física de mi compañero, con el que he sido feliz durante catorce estupendos años. Afectado por la artrosis, con las articulaciones ya gastadas, cada vez corre con menos brío, aunque nunca deja de esforzarse y trotar como buenamente puede. 

Llegué a pensar, allá por Diciembre, que Mao no llegaría a ver la próxima primavera y que no volvería a correr entre las flores de la pradera en busca de su juguete. Ese pensamiento me atormentaba.

Pero, mira por dónde, esta mañana de sábado la primavera se ha anticipado. Y ahora, en pleno enero, ya veo surgir las florecillas entre la hierba. Y Mao, a trancas y barrancas, sigue corriendo tras el disco rojo que yo lanzo…rodeado de margaritas.

Viendo a mi amigo jugar feliz–tan feliz como yo– mientras nos calienta a los dos un extraño sol de invierno, me da por pensar en lo erróneo que es caer la melancolía ante lo que creemos que nos va a deparar en el futuro, perdiendo entonces la dicha que nos ofrece el presente. 

Mientras vuelvo a casa hago un esfuerzo por recordar dónde estaba un párrafo de Séneca en el que el filósofo romano me hablaba de esto. Busco en la biblioteca y lo encuentro. Son tan certeros y sabios su consejos, que me enfado conmigo mismo por haberlos olvidado. Así que abro el libro–De brevitate vitae-y lo releo de nuevo, mientras Mao, rendido ya por las carreras se tumba junto a mí en su colchoneta: 

…sus propios placeres son ansiosos y les afecta la inquietud causada por diferentes temores. En la máxima exaltación, les sobreviene una idea que les preocupa: ‘¿cuánto durará esto?’(…)

Muy breve y trabajosa es la vida de quienes olvidan el pasado, descuidan el presente y temen el futuro…

Mao se ha vuelto a dormir.