Amor, muerte y belleza.

Cada mañana, cuando salgo a hacer correr un poco a Mao, me quedo pasmado mirando un majestuoso acebo que crece apenas a unos pasos de mi casa, junto a la de Cristina. 

He ido viendo como el color de sus frutos, verdes en el comienzo del pasado Otoño, ha ido variando, semana tras semana, hasta llegar a un rojo intenso a mediados de Diciembre. ¿Será esta sincronización una de las claves que hacen de esta planta un símbolo de las fiestas navideñas, con sus connotaciones de paz y fraternidad?

Estos frutos del acebo, que ahora muestran un tono entre carmesí y amaranto, son muy parecidos a los del muérdago, que en los países anglosajones simboliza también el período navideño; o más específicamente el amor, de acuerdo con esa tradición de besarse bajo los auspicios de una rama de muérdago.

Puede tener lógica que tanto el acebo como el muérdago se asocien a la felicidad y al amor, en sus diferentes formas. La explicación debe estar en el hecho de que estos arbustos se empeñan en mostrar este intenso color rojo, que puede asociarse a la sangre y a la vida, en un momento en el que todo en la Naturaleza parece ser fatalmente gris y marchito. 

Eso es quizá lo más propio del amor: rebelarse frente lo inexorable de lo real, renegar del destino, oponerse a la degradación y a la muerte.

Pero cuando me viene a la mente esta idea de la muerte, ya caminando de vuelta a casa, con Mao renqueando tras de mí y su frisbee en la boca, me doy cuenta de que los bellos frutos de ambos arbustos, que parecen tan deseables, son muy tóxicos en realidad, siendo su ingestión fatal en muchos casos. 

El muérdago, además, es una planta parásita, que necesita asociarse a un árbol, penetrar en su corteza lentamente y absorber el agua, las sales minerales y los nutrientes que el muérdago no puede conseguir por sí mismo…Y haciendo todo eso acaba a menudo con el árbol que parasita.

Prefiero no seguir con estos pensamientos. Quizá son la consecuencia de la noticia que he leído esta misma mañana, sobre el enésimo crimen de género. Me ha producido escalofríos constatar que unirse a una pareja parece ser una de las conductas más peligrosas que pueden realizarse en la actualidad. 

Recuerdo un estudio publicado hace cuatro años por el Ministerio del Interior de España, según el cual el 35% de todos los homicidios está vinculado a relaciones de pareja o ex-pareja.

A partir de este dato escandaloso, se podría decir, en cierto modo, que el amor mata, si no fuese porque no puede llamarse amor al espantoso impulso que lleva a un ser humano a acabar con la vida de otro.

Trato de quitarme estos pensamientos de la cabeza. Y hago esfuerzos por quedarme con la increible magnificencia de esos frutos del acebo impregnados del agua que ha caído en esta lluviosa mañana de enero. 

Al fin y al cabo, la belleza es uno de los pocos consuelos a los que podemos recurrir frente a la brutalidad del odio y del crimen. 

Puede que el amor, mal entendido, acabe matando. Pero la belleza siempre nos regala vida.

Un rocín con tercianas.

No seré yo quien participe esta noche en esa libación ritual que forma parte ineludible de los ritos propiciatorios impuestos por Jano cada fin de año. 

Yo odio el champagne y aborrezco igualmente cualquiera de sus sucedáneos burbujeantes. 

Me produce dispepsia y me repugna su gusto acético.

El vino es sin burbujas. Las burbujas son para el agua de Vichy.

Sin embargo, me interesa el champagne como fenómeno. 

Porque este brebaje infame epitomiza el poder del márketing. Permíteme que te cuente.

El champagne era el vino que se producía en la región homónima del norte de Francia. Una región que nadie imaginaba que pudiese dar buenos caldos. 

Los vinos de la zona eran tan ácidos que se echaban a perder en las cubas. 

Pero alguien tuvo la idea de conservarlos en recipientes de cristal, por ver si eso mejoraba el resultado y suavizaba el sabor. Esto fue lo que ocasionó la incorporación de gas carbónico al vino, que disimulaba al menos la intolerable acidez. 

Y así es como nació el champagne que conocemos. Un vino infecto, pero con burbujitas.

Pero esa región era en cambio famosa por la calidad de las lanas. Y, de hecho, los comerciantes de la zona incentivaban sus ventas regalando con las balas de lana algunas botellas del vil vino espumoso del terruño. ¿Qué otro fin darle a un líquido tan imbebible? Con esto empezó a divulgarse por doquier, especialmente en Inglaterra, este brebaje al que indebidamente llamamos vino. Al parecer los comerciantes ingleses que volvían con lana y vino de Francia, no le hacían ascos al líquido incentivo, lo cual dice bastante del criterio enológico de los habitantes de Albión.

Además, en la región de Champagne había también muchos monasterios benedictinos. Eran enclaves en los que se cultivaba masivamente la vid y se producía abundante vino carbonatado. Aquellos monjes se las arreglaron para extender aún mas el conocimiento de este mal vino, quién sabe con qué creativos subterfugios, pero con indudable provecho económico.

Ahora bien, aquel vino de Champagne no era sólo diferente por las burbujas, sino por la consecuencia necesaria de esas mismas burbujas, a saber, el envase y transporte en botellas… El champagne solo puede transportarse en botellas (de hecho, una ley de tiempos de Luis XV autorizaba, qué remedio, el transporte de champagne en botellas, algo prohibido para cualquier otro vino).

¿Y qué tiene la botella de especial? ¿Cuál puede ser su ventaja? 

Muy sencillo: la botella permite la etiqueta o el grabado en el cristal. Algo que no puede aplicarse a las cubas o barricas.

Con la botella nace el márketing del vino.

Los vinos de champagne fueron los primeros en beneficiarse de ideas de venta incorporadas a la etiqueta. Las botellas de champagne se llenaron de mensajes más o menos atractivos, y generalmente de tono patriótico: imágenes de Juana de Arco (en el Titanic, por cierto, se bebía un champagne con esta marca), ilustraciones que evocaban grandes gestas militares francesas…

Luego vinieron las grandes firmas, claro: Möet, Veuve Clicquot…Y así fue como el champagne inicio su improbable camino hasta convertirse en un artículo de lujo.

Un camino en el que jugó un papel clave el chauvinismo de esos inventores del nacionalismo que fueron los franceses. Voltaire dejó dicho que el vino espumoso era el «brillante reflejo del alma de la nación» (añadamos por cierto, que esos malos vinos de champagne se habían bebido tradicionalmente en las ceremonias de coronación de los monarcas galos, que necesariamente debían tener lugar en la catedral de Reims, capital de la región champenoise, lo que de algún modo vinculaba un mal vino a una buena celebración).

El resto es historia.

La Revolución francesa se apropió del champagne como símbolo supremo de la conquista por parte de los citoyens de lo que otrora era privilegio de los señores. 

Napoleón recurrió al champagne como símbolo de la emergencia de una nueva y pujante clase burguesa. 

En los incontables banquetes del Congreso de Viena corrían ríos de este vino, como perfecta expresión de la sumisión de Francia a los poderes aliados. 

En el Segundo Imperio, los trenes que circulaban por los railes recién tendidos llevaban miles de botellas de champagne a todos los rincones de Europa. 

Los militares prusianos que ocuparon París saquearon las bodegas y llevaron a Alemania la pasión por el champagne. 

Algo parecido ocurrió cuando los nazis invadieron Francia. En el Reichstag, en Berchtesgaden, en la Guarida del Lobo, jamás faltaron cajas y cajas de Veuve Clicqot

Y esta es la magia del champagne. 

Quien lo bebe, en realidad no bebe vino, sino que bebe una etiqueta, bebe un símbolo, bebe una imaginería, bebe márketing…

Bebe humo, en suma. 

Pues que sea a su salud…

Pero aparten de mí ese caliz,

Porque, si se me permite usar palabras de Lope… «con mejores ganas/ tomara una purga yo / pues pienso que lo orinó/ algún rocín con tercianas».

Avatar

Mientras las chicas y Kenny parecen entretenidas viendo la película, yo me distraigo meditando sobre el milagro de las palabras y sobre el mensaje de unidad que nos transmiten.

Avatar es un perfecto ejemplo de esta idea de profunda unidad. Para nosotros, avatar significa vicisitud o, más precisamente, y en relación con el uso actual, identidad virtual en el mundo de los videojuegos.

Pero es bien sabido que avatar deriva del gerundio sánscrito avatarati con el significado de «descender atravesando«. Esta palabra sánscrita es la usada por la religión hinduista para referirse a cualquiera de los múltiples episodios de reencarnación del dios Vishnu (el último sería el de Buda Siddharta). Un avatar es cualquiera de esos episodios en los que la deidad hindú cambia su aspecto aparente, atravesando su identidad previa, por así decirlo, y haciéndolo mediante un descenso desde lo alto.

Ahora bien, en esa palabra de la lengua sagrada del Indostán, aprecian dos elementos.

Por un lado, ava, o aua, con el sentido en sánscrito de algo que está fuera, en otro lado. Esto nos conduce a la raíz indoeuropea «au», con ese mismo significado, que resulta ser el antepasado etimológico de palabras como away en inglés («fuera»), autem en latín («por otro lado») o öde en alemán («desolado», «aislado»…), por citar solo unos pocos ejemplos…

Y en cuanto al otro elemento de avatar, nos lleva al sánscrito तरति, tarati, con el sentido de atravesar. Un sentido que, a partir de la raíz protoindoeuropea *terə, también encontramos en numerosas palabras de nuestro idioma, como atravesar, tránsito, transponer…(incluso tarot, como creo haber comentado en otro lugar, pues los primeros naipes de tarot estaban artesanalmente “taladrados»). Por supuesto, esta raíz *terə también tiene descendientes en otros muchos idiomas de nuestro entorno, baste citar por ejemplo, la preposición inglesa «through«, con el sentido de atravesar, cruzar…

Precisamente, focalizando en el inglés moderno, el término avatar podría traducirse muy literalmente por algo así como «awaythrough», que suena muy parecido a avatar, ¿no es cierto?. Por eso me resulta fascinante esta curiosa conexión entre el idioma que hablaban los sacerdotes hindúes de hace miles de años, con el habla actual de una buena parte de los habitantes del planeta.

–Pero, ¿de verdad te has pasado dando vueltas a todo ese lío lingüístico durante las tres horas que ha durado la película?–me pregunta Mercedes cuando comento por encima estas reflexiones, mientras tomamos unos tacos a la salida del cine.

–Qué remedio–respondo–eso o dormir una siesta; la película me parecía insoportable, infumable, inaceptable y todos los demás términos derogatorios terminados en able que se os puedan ocurrir.

–¿En serio?

–En serio. Este nuevo «Avatar», es una chapuza de tres interminables horas. Ciertamente es un despliegue sorprendente de tecnología audiovisual, eso es innegable. Pero el relato parece la obra de un alumno de un curso de escritura cinematográfica, y no de los más aventajados de la clase.

–Ja, ja. Tú siempre tan maximalista y tan dogmático.

–Puede ser. Pero es que hay que ser radical cuando un tipo como este director, consigue (o le dejan) quemar dos mil quinientos millones de dólares para contarnos una historia que no es sino un vulgar refrito de narrativa barata. Su guionista-dios lo confunda-se ha limitado a preparar un chopsuey mediante el vulgar expediente de meter sin más en la olla una película de cowboys o de indios, la mala conciencia de la sociedad norteamericana por Vietnam, Irán o Wounded Knee, la ambivalente mitología y los discutibes usos de los «marines» (watch your six!, dice todo el rato el malo de la peli–de nombre Miles, es decir, soldado–para reclamar atención en la retaguardia), la preocupación colectiva por la ecología y la sostenibilidad del planeta, el feminismo más elemental (es la madre la que furiosamente pelea y salva la situación), el miedo abstracto a la tecnología, la dialéctica primaria entre primitivismo y civilización, el conflicto entre padres e hijos, el capitalismo extractivo, la consabida voracidad empresarial, la sacrosanta unidad de la familia tradicional (pero solo la basada en la sangre, claro está), la inteligencia artificial y sus desafíos, la memez de la singularidad y el no envejecimiento, las identidades virtuales, el metaverso, las evocaciones de Titanic y su naufragio y qué se yo cuantos topicazos y estereotipos más.

–Vaya, pues sí que parece que te ha fastidiado la peli. El caso es que a nosotras nos ha gustado bastante…Y a Kenny también.

–Puedo entenderlo, pues el espectáculo visual es soberbio. Pero ahí no hay nada más que tecnología. Pura y fría tecnología. Desde el punto de vista artístico no es mejor esa película que un frigorífico. No hay nada de todo aquello que debe caracterizar a una obra artística, esto es, la capacidad para conmovernos, para elevarnos, para emocionarnos, para hacernos llorar o reir o soñar, para admirar la creatividad del autor. Para sentirnos mejores después de ver la obra. Nada.

–Pero la película tiene un mensaje ¿no? Al menos nos dice que debemos deshacer el camino que nos ha alejado de la Naturaleza…

–Tampoco lo veo claro. Y ciertamente yo no quiero estar en un mundo como ese Club Mediterranée de los «navis» pasados por agua, en el que no hay nada de lo que a mí me hace algo más soportable la existencia, es decir, pensamiento, filosofía, arte, música, literatura, historia, ciencia…

–Ni ajedrez, ja, ja…

-¡En efecto! Si acaso hubiese ajedrez…

En fin, este soporífero film solo me parece que es un juguete carísimo de James Cameron, que se lo habrá pasado de maravilla creando su fantasía particular y consumiendo para ello una ingente cantidad de dinero que supera el producto nacional bruto en todo un año de un país como Somalia, por poner un ejemplo. Esta película es una versión moderna de las pirámides de Egipto o los jardínes colgantes de Babilonia; es el delirante capricho de un faraón, un Nerón o un sultán loco…Y lo malo es que incluso tendrá cierto éxito comercial (aunque tengo mis dudas).

–Bueno, la película ha tenido al menos la ventaja de hacerte meditar sobre palabras y etimologías, como nos decías antes. 

–Cierto. Lo interesante de Avatar es, como mucho, el título. Todo lo demás es prescindible. Volvamos a ese asunto…Os iba diciendo que la palabra avatar nos evoca la profunda unidad de nuestra especie…

–Mejor no. Que ya es muy tarde y hay que sacar a Mao a dar un paseo…

Injusticia Poética

La semana pasada, en un cuartel de Infantería situado en Barcelona, los militares organizaron un sorteo o concurso cuyo premio era un encuentro pagado con una hetaira.…Han hablado de esto los periódicos.

Lo curioso es que ese evento tuvo lugar en el mismísimo día en el que este país, teóricamente no confesional, celebraba la fiesta religiosa nacional de la “Inmaculada Concepción”, patrona, para más inri, del Arma de Infantería.

Esto podría verse como un caso de injusticia poética…si no fuese porque la poesía solo puede asociarse, si acaso, con la noción de justicia y verdad.

Se trata a lo sumo de una paradoja. Y es, por otra parte, muy posible, que esos militares promotores del sexo pagado ni siquiera supiesen que la celebración religiosa del día tenía que ver con el dogma católico sobre el nacimiento sin pecado de la Virgen. 

Y si acaso lo sabían, me malicio que ignoraban que ese nacimiento sin pecado, según nos dicen los teólogos, esos maestros de la literatura fantástica, no tuvo que ver con el sexo, sino con la idea según la cual el pecado original con el que Adán y Eva condenaron a sus descendientes no pudo afectar a la Theotokos, pues no podría aceptarse que el Dios encarnado naciese en cuerpo pecador…Antes del sacrificio del Redentor, todos los humanos anteriores nacieron mancillados con el pecado…todos menos uno. O una, más bien. Pura lógica ¿no?

También dudo que supieran esos militares que ese dogma sobre la concepción inmaculada de la María es algo muy vinculado al país cuya bandera solemnemente juraron. Es algo que se relaciona con el llamado Milagro de Empel, según el cual unos soldados españoles del Tercio de Flandes, en el siglo XVI, salvaron su pellejo gracias al portentoso hecho de que un lago se heló de repente, y esto se atribuyó fuera de toda duda a la intervención de María siempre virgen, sobre todo porque al parecer se encontró por esos fríos andurriales una tabla con su imagen.

A partir de ahí, durante los siglos siguientes, en las luchas intestinas por el poder en la Iglesia Católica, los clérigos españoles se alinearon para reclamar la elevación a dogma la convicción sobre la concepción inmaculada de la Virgen. Siempre viene muy bien este tipo de articulaciones en forma de “discurso” de lo que en realidad no es sino una lucha por la hegemonía. Pasa en muchos ámbitos, y muy especialmente en los jaleos políticos.

Y el hecho es que los clérigos y políticos españoles al final lo consiguieron. A mediados del siglo XIX, quien sabe si seducido también por los sublimes lienzos del español Murillo, el Papa Pío Nono, reaccionario e integrista como pocos pontífices, proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción, para alborozo de las fuerzas vivas hispanas (hasta se popularizaron pastelitos en honor del Santo Padre: los llamados “piononos” que hoy se pueden degustar en Granada y algún otro lugar de la península y cuya forma evoca una tiara papal).

Este Pío IX, archienemigo de los placeres de la carne, fue precisamente el Papa que ordenó la llamada “Gran Castración Vaticana”, haciendo que todos los genitales masculinos de las incontables obras de arte de la ciudad papal fueran brutalmente eliminados, a golpe de brochazos, escoplos y mazos. Así fueron fatalmente mutiladas obras de Miguel Angel, de Bramante, de Bernini…lo que hiciera falta con tal de reprimir la lujuria y el deseo pecaminoso…

En fin, todo esto de los soldados de El Bruc, el premio en sexo, la festividad del día, la patrona del Arma de Infantería, la Gran Castración, el Santo Padre Pionono y el dogma de la Purísima, como digo, podría ser visto en conjunto como “injusticia poética”. Pero no es así.

Estamos simplemente ante la miserable estupidez humana, lo mires como lo mires.

La poesía es otra cosa.

La Camiseta.

Le envío la infografía que reproduzco a una amiga. Me dice que le parece muy interesante. 

A mí lo que me parece es que es muy perturbador.

Se deduce de esos datos que la mano de obra apenas se queda con una pizca del valor de su trabajo.

Por contra, el grueso del valor se lo apropian las marcas, es decir, los dueños del capital productivo.

También se deduce que en nuestro sistema, no apreciamos realmente las cosas, sino más bien todo aquello se nos dice sobre las cosas.

No nos importa la camiseta sino más bien el logo que lleva la camiseta.

Mujer, Vida, Libertad.

Anteayer titulé un post con un lema en forma de tricolon o hendriatis: Zan, Zendegi, Azadi…

Alguien me ha preguntado qué significa exactamente. Yo pensé que resultaría obvio a partir de la lectura del texto.

Significa, en farsi, Mujer, Vida, Libertad, y es el lema utilizado por la revuelta feminista en Iran contra el despotismo misógino de sus actuales gobernantes. Es el lema que ahora también se está viendo en pancartas en los estadios de Catar.

Lo curioso es que esas tres palabras del idioma de los persas tienen un origen etimológico común. 

Y aún es más curioso que ese origen etimológico entronque también con nuestro propio idioma (y con otros idiomas europeos). Gens una sumus.

La clave de bóveda es la raíz protoindoeuropea “genh”, con el significado de “nacido”, o más específicamente “nacido en nuestra tribu”.

Esa raíz protoindoeuropea es a la que se remontan, en última instancia, palabras españolas como genético, género o génesis (y muchas más). 

Contando con esa raíz, podríamos comenzar por zan, el primer término del tricolon, que significa mujer en el idioma de los persas, y tiene como ancestro la raíz mencionada . De hecho, zan también es un verbo con el significado de nacer.

Lógico. Mujer es la que hace posible el nacimiento.

Por su parte, zendegi, que significa vida en farsi, es, tal como se puede intuir, es palabra  también relacionada con zan, nacimiento. 

Lógico también. Vida es lo que surge cuando tiene lugar el nacimiento

Por cierto, es muy interesante constatar esta vinculación que hace el espíritu de las lenguas entre la noción de mujer y la de vida. Baste mencionar que también se da la misma vinculación en hebreo, pues la palabra hebrea “havah” significa “respirar”, “vivir”, “dar vida”. Y a su vez, ese “havah” es el que origina el nombre bíblico helenizado de la mujer primigenia, es decir, de Eva

Nos queda azadi, con el significado de “libertad” en farsi. Y aquí de nuevo encontramos la misma convergencia. 

Porque el trasfondo etimológico del azadi persa es “nobleza”, “buen nacimiento”. Resulta que en el mundo persa la idea de “buena cuna” estaba vinculada a la de libertad, tal vez porque en el pasado, tristemente, la situación del hombre anónimo o extranjero por defecto era o acabaría siendo la esclavitud, y solo los bien nacidos, los de “nuestra familia” o “nuestra tribu”, podían tener derecho a que los considerásemos libres…por nacimiento. Y, una vez más, esto no solo es privativo de los persas, por supuesto. Se da en otros muchos idiomas. Por ejemplo, en ruso, libertad es свобода (esbovoda) que originariamente (y etimológicamente) significaba «lo nuestro», «lo que poseemos», «lo que nos es propio», «aquello o aquel que pertenece a nuestra comunidad o a nuestro clan».

Por supuesto, azadi –libertad–también está relacionado con las otras dos palabras–mujer y vida–, pues, de hecho, azadi es simplemente el participio del verbo farsi zan, nacer. 

Así que el tricolon que me sirvió ayer de titular es también, en realidad, un pleonasmo.

Lo cual se puede decir de una manera menos pedante, más lírica y más cierta.

Se puede afirmar que, como nos enseña el alma profunda de las palabras, decir mujer es decir vida, y decir vida es decir libertad. 

Zan, Zendegi, Azadi.

Mientras desayunamos, comentamos Marta y yo lo ocurrido ayer en Catar. Ya es bien sabido: los jugadores del equipo de Irán se negaron a cantar su himno, como protesta por la opresión que están sufriendo las mujeres en su país. Con sus bocas rabiosamente cerradas, con su silencio atronador, tal vez gritando interiormente la hendiatris de la actual revuelta persa-¡Mujer, Vida, Libertad!– se arriesgaron a todo. Incluso a perder la vida. Y esto es así por el disparatado uso que hacen las autoridades de su país de la repugnante noción “jurídica” de “guerra contra dios”. 

El gesto de los once futbolistas iraníes vale por todas las quejas que millones de nosotros podamos hacer desde el confort y seguridad de nuestro entorno. Ese gesto sobre el césped es verdadero coraje. Ese gesto es bravura. Ese gesto es dignidad. Ese gesto es lo que nos reconcilia de golpe con el género humano a todos los que estamos contemplando la ignominia de ver cómo un evento deportivo mundial se celebra en un siniestro feudo tiranizado por, infames, opulentos déspotas, con la manos manchadas de sangre.

La rebelión en Irán parece ya imparable. 

Mientras los fubolistas hacen llegar al mundo entero su gesto de valor, las mujeres en Irán siguen cortándose el pelo en señal de protesta. Son cada día miles las que lo hacen, decenas de miles tal vez, y lo vienen haciendo, más y más, desde que Mahsa Amini fue masacrada por la policía, tan solo por el crimen de no llevar el velo correctamente, vestir con faldas, cantar canciones y sonreir.

En este punto, Marta me pregunta por el sentido simbólico del corte de cabellos. Le indico que en la Persia medieval, hace más de un milenio, hay referencias literarias, por ejemplo en el poema épico Shahnahmeh, que ya nos hablan de una tradición secular persa según la cual las mujeres se cortan violentamente el pelo en circunstancias de luto o duelo. También nos sonarán las muchas veces que la Biblia menciona la costumbre de “mesarse (del latín metere, segar) los cabellos” como muestra de profundo dolor (junto con “rasgarse la vestiduras”).  En el antiguo Egipto, se sabe que las plañideras se tiraban del pelo en los funerales. Y, por cierto, en Occidente ha existido siempre la curiosa costumbre de conservar algo de los cabellos de los seres queridos desaparecidos, haciéndolos formar parte de esos pequeños y un tanto morbosos relicarios o bordados llamados guardapelos.

El cabello humano parece pues estar entrelazado con el amor, con la vida, y con la muerte. También con la libertad, como atestigua el tsunami de rebeldía femenina en Irán.

Para concluir la conversación, pues ya se hace tarde, y al hilo de estos comentarios sobre los cabellos y el duelo, le pregunto a Marta si recuerda una hermosísima copla del cancionero flamenco que cierto día escuchamos en una peña flamenca, cantada por gentes cuyos ancestros hunden también sus raíces remotas allá por Oriente Medio. Es una copla por seguidillas que habla también de cabellos cortados, de amor, de vida y de muerte. Sí que la recuerda. Debe ser de las cosas que no se olvidan nunca:

“Cuando me muera…/…te pido un encargo…que con las trenzas…/…de tu pelo negro…/ me amarres las manos…”

Hipóstasis y goles de sangre.

El preboste del balompié se ha decidido a decir majaderías, y lo ha hecho a conciencia, con ocasión del comienzo del magno evento deportivo mundial. Ha pronunciado un discurso que en sí mismo constituye la mejor proclama contra la celebración de dicho evento. Hay que ser imbécil para citar, retóricamente, y una por una, todas las razones para repudiar que ese acontecimiento tenga lugar en el estado promotor del yihadismo, adalid de la persecución LGTB, opresor de las mujeres y ejemplo de la peor explotación laboral de los inmigrantes.

De propina, el personaje ha dicho también alguna enormidad histórica. Según él, Occidente debe pedir perdón por lo que ha hecho en los últimos 3000 años (!).

Esto es un disparate colosal. 

Para empezar, hace 3000 años, el llamado “Occidente” no había entrado propiamente en la Historia. Aún faltaban algunos siglos para que Homero cantase la lucha entre aqueos y troyanos. O para que los persas acosasen a los helenos en el Peloponeso. 

Hace 3000 años, los habitantes de Europa se entretenían no en hacerle la vida imposible a “Oriente”, sino en l llenar los humeantes calderos con la pócimas de los druidas. Eran gentes que acababan de salir de la Edad del Bronce y que vivían de forma primitiva, esencialmente tribal, sin grandes estructuras sociales, militares o políticas y sin muchas ganas ni medios para ofender a “Oriente”, donde, en aquellos años, progresaban civilizaciones infinitamente más avanzadas, como las de los sumerios, los acadios o los egipcios.

Solo a partir de las conquistas de los macedonios en Oriente Medio, hace 2350 años, que no 3000, se podría hablar (así lo hace Anthony Pagden, que es voz muy cualificada) de una especie de enemistad perpetua entre dos mundos; Roma, las Cruzadas, la expansión del Islam, los Imperios Coloniales, el capitalismo extractivo multinacional…

Pero, en todo caso, aún asumiendo esa “enemistad perpetua”, hablar de culpabilidad de Occidente es una trampa intelectual. Es la trampa consistente en “hipostasiar”

Hipostasiar es el término al que recurrió Kant para referirse al delito intelectual de dar carta de naturaleza real a lo que solo es un objeto de razón. En este sentido, Occidente es una hipóstasis vacía. Nadie ni nada real es “Occidente”. Yo no soy “Occidente”. Ni tú tampoco, amable lector. Y  tú ni yo, creo, tenemos nada que ver con la barbarie de la conquista de Jerusalén por los Cruzados, en 1099, pongamos por caso.

Nos pasamos la vida hipostasiando de forma temeraria. Decimos por ejemplo, “Rusia quiere reconstruir el imperio de los zares”. Sin embargo, en ese sentido, “Rusia” es una  simple hipóstasis. Deberíamos en todo caso hablar del lamentable gobierno actual de Moscú, o algo similar. También se dice, “España debería pedir perdón por los crímenes de la Conquista”. Pero, en ese contexto, España es una hipóstasis y no creo que ni tú ni yo, si es que somos «España», tengamos que disculparnos por los atropellos de Pizarro y su banda en Nueva Castilla, allá por el siglo XVI. 

En la torpe dialéctica de los prebostes, en las paparruchas de los clérigos, en la charlatanería de los malos filósofos…por todas partes se hipostasia alegremente y a conveniencia de quien habla.

La proclama del cabecilla federativo, ayer en Catar, ha sido un ejemplo perfecto de tonta hipóstasis y de profunda incultura histórica. 

Ahora bien, como ya he dicho más arriba, el discursillo ha tenido la virtud de poner en primer plano el infame hecho de blanquear, a base de goles-goles de sangre- a unos sátrapas criminales y opulentos.

Hay que disculparle la hipóstasis. Más que nada por lo oportuno de su intervención. Un gol en propia puerta.

Entrar profundamente en la montaña.

Paseo con Mao en la mañana de llovizna y justo al llegar a casa de vuelta me encuentro con una flor marchita en el jardín. 

Unos instantes después, Mao, con un delicado gesto, me avisa de que es hora de entrar en casa. Solo entonces me doy cuenta de que me he quedado estático, ensimismado todo ese tiempo, observando cada detalle de esa flor ajada. Ha debido ser varios minutos.

¡Qué instantes de lucidez bajo la lluvia! ¡Qué sensación de comprender hasta qué punto la naturaleza puede ser inmensamente creativa! ¡Qué intuición sobre el poder del paso del tiempo para enriquecer las cosas con una pátina de belleza y llenarlas así de una rara emoción!

Me doy cuenta de que es esa la noción wabi-sabi, el principio estético del budismo zen. Es la sublimación de lo que aparentemente es triste, pesimista, melancólico (wabishi), cuando se combina con la idea de soledad, de abandono, de austeridad y de elegante envejecimiento (sabishi). 

La contemplación de esa flor otoñal, embellecida delicadamente por las gotas de lluvia ha sido como entrar profundamente, con un corazón melancólico, en una montaña de sabiduría. Justo lo que expresó, en un verso inmortal, Fujiwara no Shunzei, el poeta medieval japonés que mostró, acaso por vez primera, el camino luminoso/numinoso del wabi-sabi…

Eso es: entrar profundamente en la montaña, con un corazón melancólico…wabishi, sabishi.

Eutyquia

Los sábados, suelo bajar hasta el centro de Madrid a primera hora. Esto me da ocasión para contemplar las inmensas colas de personas que, desde mediados de Octubre, pretenden adquirir boletos (!) en una famosa administración de lotería.

Comento el extraño fenómeno con un amigo que vive en la zona. Me dice que pasa todos los años. Y cada vez más. Y él tampoco entiende bien la razón.

–Hombre, yo quiero pensar que la gente ya sabe que en ese establecimiento se reparten más premios porque se vende mucha lotería. Y que se vende mucha lotería porque se reparten muchos premios. Es un proceso autoalimentado…

–Sí–asiente, mi amigo–aceptemos que lo saben, aunque eso es mucho aceptar, pero entonces cabe preguntarse por qué no compran esa lotería de esa tienda por internet y se ahorran estas colas interminables.

–¡Ah, querido! pues porque el ser humano quiere sentir, tocar, palpar la buena suerte y la felicidad. 

Esto es algo que también nos lo confirma la etimología…Seguimos siendo hombres primitivos que creemos que la buena fortuna y la mala fortuna, se transmiten mediante aquello que se puede tocar, coger, llevar…Seguimos creyendo en talismanes y amuletos, tras decenas de miles de años.

–Mencionas la etimología. ¿Es que la palabra suerte tiene algo que ver con tocar algo con las manos?

–En cierto modo, sí. Los griegos, por ejemplo, llamaban a la buena suerte, y por extensión a la felicidad “eutyquia”, que es palabra formada de eu, bueno y tykhe, suerte. Pero, a su vez, y esto es lo interesante, tykhe se deriva del verbo griego tynkhano, que significa “tocar”. Es el mismo verbo del que deriva en última instancia nuestro “tangible” o nuestro “tacto”.

Es decir, la suerte es, desde hace milenios, algo que se toca.

Y todas estas personas que hacen cola para comprar su décimo, necesitan sentir, tocar…En cierto modo intuyen que la suerte les empezará a llegar solo cuando tengan el boleto en sus manos.

–Muy curioso.

–Sí. Pero hay una lectura un tanto turbadora del hecho. Ciertamente necesitamos tocar, coger, sentir, y palpar para ser felices o creer que tendremos buena suerte. Pero ocurre que el mundo que se nos avecina parece ser que será un mundo en el que se nos va a privar de todo eso. Tiene pinta de que va a ser un mundo de oscuros metaversos y gélidos encuentros virtuales. Un mundo nada feliz, según yo lo veo. 

–Ya.

–Por eso no me parecen tan mal estas largas colas. 

–Ajá. Entonces incluso a lo mejor te animas y tratas de conseguir tú también algún décimo…

–Ja, ja…no. Hasta ahí no llego. Aunque, pensándolo bien…¿por qué no?