Mandarina

Un amigo mío, ingeniero informático de profesión, ha dejado todo y se ha marchado a la India para seguir las enseñanzas de un gurú, un tal Om Swami, me parece que se llama.
Mi amigo me dice que descubrió las enseñanzas de este tunante a través de la mandarina.
Al parecer, el tal Swami sostiene que a través de una mandarina, concentrándonos en su textura, aroma y sabor, es como podemos llegar a las verdades más profundas del yo y del universo (lo explica en un libro que se titula One Million Thoughts).
Puede ser. Nunca se sabe.
Lo curioso es que mandarina, mente y mantra son palabras relacionadas. Mandarina es un término que le debemos a los portugueses, que lo tomaron de un vocablo malayo derivado a su vez del sánscrito, y que en esta última lengua connotaba mente y saber, y servía para referirse a los consejeros de los reyes (los portugueses lo aplicaron también a los altos funcionarios de China). Y como estos consejeros y sabios del lejano oriente solían vestir de color naranja (al igual que los gurús y los chiflados de Hare Krishna), los portugueses acabaron llamando mandarina a la dulce fruta que conocemos y que ellos precisamente introdujeron en Europa desde Oriente, tal como hicieron también con las naranjas (denominadas con términos relacionados con Portugal en muchos lenguajes, desde el griego, portokali, al turco, portakal,o al árabe, al bortakal y muchos más).
Así que tiene cierta lógica linguística pensar que la mandarina nos puede ayudar a penetrar en los misterios de la mente y concentrarnos en lo que verdaderamente importa. Teniendo en cuenta lo mucho que yo creo en que la etimología nos revela el alma de las palabras, y lo enloquecido que parece estar el mundo que me rodea, voy a dejar ahora mismo de escribir y a concentrarme en pelar y saborear una mandarina. Ya le informaré de los resultados a mi amigo. A lo mejor acabo yo siguiendo también al tal Om Swami…No se.

Februus

Con motivo de la ya casi declarada pandemia, parece que se han agotado los termómetros. Es la fiebre de la fiebre.
Y esto no deja de ser curioso porque Febrero, en cierto sentido, es, desde hace miles de años, el mes de la fiebre.
Lo digo porque los romanos dedicaron el último mes del año, nuestro Febrero, al dios etrusco de la muerte, los infiernos y de la fiebre, Februus (del verbo romano februo, purificar, purgar…). Tal vez pensaron que había que cumplir con dicha divinidad funesta, pero mejor hacerlo con el más corto de los meses.
Siendo el último mes del año y el más corto, era el idóneo para añadirle el día extra necesario para que el curso de los años se ajustase mejor al ciclo aparente del sol. Pero también aquí la superstición entró en juego. En lugar de darle a ese día extra una consideración singular se vino a decir que era simplemente un duplicado de otro día del mes, concretamente un duplicado del día sexto antes del comienzo de marzo.
Recordemos que los romanos no se referían a los días del mes mediante cardinales consecutivos, como nosotros. Tan solo se referían a las fechas indicando las jornadas que faltaban respecto a los tres momentos especiales de cada mes, esto es las calendas, (que llegaban cada comienzo del mes), las nonas (más o menos siete días después de las calendas) y los idus (a mediados de cada mes). Siendo esto así, el día 22 de Febrero vendría a ser para ellos el «sexto día antes de las calendas de Marzo». Ese día, por cierto el que conmemoraba la persecución del rey y el nacimiento de la República romana (el Refifugium)
Entonces, cuando Julio César reformó el calendario para añadir el día extra, prefirió mantener el número de días de Febrero en un número par, puesto que se consideraban infaustos los días impares (César era también supersticioso, como nos sugiere la anécdota del vagabundo que le avisó del peligro de los idus de Marzo). De modo que al día 29 de Febrero prefirió denominarle como un simple duplicado del día 22, sin darle carácter propio. Y lo denominó bis sextus, es decir, segundo sextus ante calendas. De aquí bisiesto.
Pero el carácter infausto del bisextus persistió, pese a la artimaña juliana. Y en todos los pueblos de tradición romana subsiste el recelo hacia los años que añaden un día más mes de la fiebre: «año bisiesto, año funesto», se dice en nuestros pueblos, «anno bisesto, anno dissesto», dicen los italianos, es decir, año bisiesto, año inestable.
Así que los supersticiosos tienen aquí (fiebre, funesto, inestable) una cierta justificación para sus temores. Más aún si añadimos el dato no menos curioso de que cierta organización internacional ha declarado el día de hoy como día internacional de las enfermedades raras, y que, mira por dónde, sea hoy también el cumpleaños del actual ocupante del palacio de la Moncloa.

Belleza

Visito con un amigo la fastuosa exposición sobre Rembrandt en el Museo Thyssen. Al salir, tras el éxtasis, sentados en una terraza de Platería y tomando allí café, como en la canción que me cantaba mi tía Solita, mi amigo se pregunta por la forma de definir la belleza y el arte.
Es una pregunta endiablada. Pero yo tengo mi propio punto de vista. Para mí, la belleza de una obra de arte es su capacidad para pacificarnos.Si una obra de arte nos transmite paz interior, entonces es bella. Y, del mismo modo, si una creación humana nos pacifica interiormente, seguramente se trata de una obra de arte.
Esta definición que vincula el arte, la belleza y la paz, es bastante útil para incluir formas muy diversas de expresión artística. Y para excluir todo lo feo, extravagante y bárbaro del llamado arte contemporáneo, que nos inquieta y perturba.
–No estoy de acuerdo–me dice mi amigo–porque según tu definición no serían arte cosas como el Guernica de Picasso que tenemos aquí al lado ni, por ejemplo, obras literarias inquietantes como, qué se yo, Crimen y Castigo, pongamos por caso.
–Puede ser. Respecto al valor artístico del Guernica, que me parece odioso, yo tengo muchas dudas. Y jamás he comprendido la devoción universal por la pueril y descuidada literatura de Dostoievsky. Pero sigo en mis trece. Si el arte refleja el drama o el terror de la vida, su última consecuencia acaba siendo una cierta forma de paz interior. Recordemos el efecto terapéutico que en la antigua Grecia se buscaba en las tragedias que se representaban para la polis. ¿Acaso no gozamos de una paz recobrada tras pasar la última página de una novela de terror?
–No se. No me convence mucho lo que me dices. Está muy traído por los pelos. No veo tan claro que el arte o la belleza sean simplemente una especie de lexatin sin química. ¡El arte como opiáceo! Me parece un disparate. Más bien veo el arte como una forma de provocación…
–¿Sabes qué? No proseguiré esta discusión. Los retratos de Rembrandt me han dejado en un estado beatífico de paz que no pienso alterar–le respondo mientras apuro mi cortado y me maravillo de la espléndida tarde, sumamente bella, que nos ha regalado esta primavera prematura de Madrid. Tan bella que se me antoja artística.

Precios e impuestos.

Veo un reportaje en televisión sobre las protestas de los agricultores. El reportero pasa revista a diferentes productos agrícolas (patatas, pepinos, pimientos…) y se escandaliza de cómo cambia el precio final en el hipermercado con respecto al precio pagado en origen.
–¡El precio de la patata se multiplica por 7,35!–clama el plumilla–¡el de la cebolla se multiplica por 7…¡el de los ajos por 5,36…!
Y con datos como estos, debidamente apoyados por llamativas sobreimpresiones, el plumilla de la pantalla considera que está poniendo de manifiesto un verdadero escándalo social.
Lo que está poniendo de manifiesto es su ignorancia supina en matemáticas y está dando un ejemplo perfecto de lo que John Allen Paulos llamaba el «hombre anumérico».
El periodista ignora, al parecer, que los costes de distribución de los productos agrícolas son esencialmente los mismos para todos los productos que tienen el mismo peso específico y las mismas características de exigencias en el transporte y almacenaje. Siendo esto así, el impacto relativo en el precio final de los costes de distribución es enorme para los productos de bajo precio en origen, y mucho más moderado para los productos de precio superior. Es algo que va de suyo. Es algo de pura aritmética.
Decir que el precio de la cebolla se multiplica por 7 no tiene por qué significar otra cosa sino que el precio en origen de la cebolla es muy bajo. Si algo tuviese un precio en origen tan bajo como, digamos, 1 céntimo, el precio final posiblemente sería cien o doscientas veces mayor. Y eso no significaría que procediese asaltar la Bastilla.
Nada se puede objetar frente a las protestas de los agricultores y ganaderos. Son, paradójicamente, una especie de nuevos proletarios, pese a que, en esencia, vienen a ser todo lo contrario, pues todos ellos son técnicamente terratenientes y capitalistas (recordemos que capital y cabeza–capita–de ganado están en relación etimológica). Son víctimas impotentes de la ceguera neoliberal y de la globalización empobrecedora, y dan forma a una insólita versión contemporánea de los siervos medievales de la gleba. Tienen por tanto todo el derecho a clamar.
Pero a lo que no tienen derecho, ni ellos ni, muy especialmente los medios o los políticos que tratan de explotar esta nueva beligerancia, es a desafiar la lógica con falacias pueriles.
Tampoco tienen derecho, por cierto, a pedir «precios justos«. Los precios no son ni pueden ser justos. Son simplemente precios. Cuando se interviene sobre ellos en aras de la justicia, dejan de ser precios y se convierten, al menos parcialmente, en tasas o impuestos. Impuestos que en muchos casos recaerán a su vez, finalmente y como casi siempre, sobre los más débiles.
La justicia social y la redistribución rara vez puede ser algo que se aplique mediante una actuación pública sobre los precios. Existen otros medios. Si, por ejemplo, se actúa para fijar precios mínimos en origen de la patata y los huevos, es bastante obvio que eso supondrá una tortilla de patatas sustancialmente más cara para los ciudadanos (incluyendo entre esos ciudadanos a los que acaban de disfrutar de la subida del salario mínimo). Estaremos por tanto transfiriendo renta desde un grupo social a otro, y haciéndolo de una manera nada progresiva, por cierto.

Relatividad sobre una sola pierna.

Se cuenta que al gran sabio talmúdico Hillel, que llegó a ser nasi del Sanhedrin de Jerusalén, y solía predicar a las puertas del Templo, un gentil le planteó cierto día un desafío: se convertiría al judaismo solo si el rabí le explicaba toda la Torah mientras permanecía de pie apoyado en una sola pierna…
El rabí aceptó la prueba. Encogió inmediatamente la pierna izquierda, y se mantuvo unos instantes en equilibrio, los suficientes para decirle al goi: «lo que es odioso para tí, no se lo hagas padecer a tu vecino. Esto es toda la Torah, el resto es pura glosa. Vete y la estudias.»
Le cuento esta anécdota a Marta. Se queda pensativa. Me dice que le parece ingenuo pensar que haya cosas que se puedan sintetizar hasta tal punto. Y, como para probarlo, seguidamente me desafía a que yo le explique a ella la teoría de la Relatividad apoyado en una sola pierna.
Eso que me pide excede mis posibilidades con mucho, aunque soy muy bueno manteniéndome en perfecto equilibrio sobre la pierna derecha por lo menos algunos minutos. Lo aprendí cuando hacía yoga y me esforzaba con la utkatasana…
Pero lo digo a Marta que, sobre una o dos piernas, como guste, sí que le puedo abrir una pequeña claraboya al maravilloso cambio de paradigma que debemos a Einstein.
Encojo por si acaso la pierna y empiezo contándole que cierto día, al atardecer, Einstein tomó un tranvía en la plaza de Berna en la que se encuentra la famosa torre del reloj. Mientras se alejaba de la plaza, Einstein miraba fíjamente al reloj que estaba allí arriba. De repente, tuvo una intuición: si su tranvía acelerase hasta la velocidad de la luz, el tiempo marcado por el reloj de la torre no coincidiría con el tiempo marcado en su reloj de pulsera. Esto le parecía indiscutible, pues la luz proveniente de las grandes manillas del reloj de la torre, no sería capaz de alcanzar al tranvía en el que viajaba.
Dejemos ahora a Einstein en su tranvía. Y viajemos hasta el siglo XVII para encontrarnos con Galileo. El sabio italiano razonó, mediante hábiles experimentos mentales, que los fenómenos físicos no deberían estar afectados por la velocidad. Por ejemplo, los marineros de un barco, ven caer los objetos desde lo alto del mástil a la cubierta de una forma totalmente normal, sin que el movimiento regular del barco pueda afectar la trayectoria del objeto que cae. También nosotros sabemos que aunque viajemos en un avión a 800 kms/h, todo parece comportarse como si estuviésemos en quietud. Dicho de otro modo, Galileo intuyó acertadamente que la velocidad de un objeto no puede comprobarse de ningún modo por un sujeto que se encuentre en el mismo marco de referencia. Todos los experimentos físicos que se puedan realizar en una nave que se mueve por el espacio a enorme velocidad darán el mismo resultado que si estuviésemos en tierra firme. En este sentido, Einstein, al igual que Galileo, tenía una certeza, por decirlo así, puramente filosófica, sobre el carácter indetectable de la velocidad.
Por otro lado, Einstein sabía bien que el físico escocés Maxwell había determinado, solo unas décadas antes, que la velocidad de la luz, en cuanto onda electromagnética, era constante en todo marco de referencia. Esto sirvió de punto de partida a Einstein para otro de sus fascinantes Gedankenexperiments, es decir, experimentos mentales. Se imaginó viajando en una nave junto a un rayo de luz. Siendo la luz una vibración, una onda, al viajar a su lado y a su misma velocidad, él tendría que ver una especie de onda congelada. Esta idea le repugnaba. ¿No habíamos quedado en que la velocidad era indetectable? Si el viajero que, moviéndose a altísima velocidad acompañando a la luz, observa ese pintoresco océano de ondas congeladas, entonces no será cierto que la velocidad sea indetectable.
Esta terrible paradoja atormentó a Einstein durante años.
Y lo hizo justamente hasta aquella tarde en la que cogió el tranvía en la plaza de Berna.
Al comprender que se podría admitir que el tiempo fluyese de distinta manera para dos objetos que se alejan uno de otro en el espacio, Einstein comprendió que todo podía encajar, tanto las intuiciones de Galileo sobre la velocidad como las ecuaciones de Maxwell y la naturaleza ondulatoria de la luz. Simplemente atisbó que a medida que un viajero en una nave comienza a acelerar en busca de un fugitivo rayo de luz, su tiempo se tendría que ir ralentizando progresivamente y por ello, la velocidad a la que el rayo de luz se iría alejando de él sería siempre la misma, no importa la velocidad que adquiera el perseguidor, pues al fin y al cabo la velocidad del rayo de luz no es sino la relación del espacio que recorre entre el tiempo que emplea para hacerlo. Y ocurre que el tiempo empleado, desde la perspectiva del viajero que va tras la luz, es progresivamente mayor, por lo que aunque el espacio de separación se reduzca, el tiempo subjetivo para recorrerlo aumenta, y eso hace que la velocidad de alejamiento sea constante.
«¡Tenía que ser el tiempo!»…se dice que esta fue la exclamación que Einstein profirió cuando tuvo la iluminación en el sentido de que el tiempo es algo elástico, y que cuando modificamos nuestras coordenadas espaciales con respecto a las coordenadas de otro objeto o sujeto, en realidad estamos modificando también nuestras coordenadas temporales. Separarse de alguien es como irse situando en otros lugares del espacio…y ¡en otros lugares del tiempo! O más precisamente, es como trasladarse en una entidad más o menos abstrusa para nuestra mente de mamíferos a la que deberíamos llamar espacio-tiempo.
En suma, para atisbar la relatividad einsteniana, lo esencial es aceptar que no hay un espacio y un tiempo absoluto e igual para todos, sino que lo que resuelve las paradojas físicas es la existencia de una entidad gomosa en la que el tiempo es inseparable del espacio. Los relojes, como bien intuyó Einstein en el tranvía, pierden su sincronicidad cuando los sujetos modifican sus respectivas coordenadas espaciales. Esto no lo apreciamos en la escala de lo cotidiano. Pero en una escala superior no tiene más remedio que ser así.
Pero añadamos Einstein no se conformó con destruir la idea del tiempo como algo absoluto. También, partiendo de sus iluminaciones sobre la relatividad del tiempo, consiguió hacer mas o menos lo mismo con el espacio. Llegó a demostrar que el espacio tampoco es un absoluto sino una simple muletilla que usa nuestra mente para relacionarse con la realidad. El espacio einsteniano es estrictamente un conjunto de campos de fuerza que se están creando y modificando constantemente por la sinfonía de masas y energía que constituye el Universo. Moverse en el espacio einsteniano es simplemente discurrir por los «rieles» de esos campos de fuerza. Y esta concepción, junto con la relatividad del tiempo, es la que permite entender de verdad lo que pasa ahi fuera, en el mundo real a gran escala, y hacer que encajen todas las ecuaciones físicas (sin perjuicio del misterioso mundo cuántico y sus aparentes contradicciones respecto a la física relativista).
Tiempo, espacio, masa, luz, campos de fuerza…todo está relacionándose en un infinito laberinto de vinculaciones. Todo se relaciona con todo. Todo modifica todo. Todo es relativo. Esa es la esencia de relatividad einsteniana.
Y dicho esto, recupero mi posición bípeda, que ya iba siendo hora. Con la satisfacción del deber cumplido.

Narciso y narcóticos

Hablo con una amiga sobre el peliagudo asunto del amor y sus condicionantes.
Me dice que a su juicio, el amor requiere de admiración mutua entre los miembros de la pareja.
Yo no estoy tan seguro. Creo que la admiración más bien la requiere el varón o quien asume ese rol. Y que esa necesidad de admiración es propia de la versión más oscura del amor, es decir, del amor narcisista, tal como lo describía Freud (acertó en esto, seguramente, el maestro de la sospecha, pese a no poder acreditar mucho conocimiento personal del amor, pues él mismo reconocía que la relación con su esposa estaba vacía de contenido, dado que él había dedicado toda su libido a la ciencia…).
El amor narcisista, el amor que requiere de grandes dosis de admiración viene a ser un eco de la añoranza que siente el varón adulto respecto a los remotos tiempos en que se sentía querido incondicionalmente por su madre. De alguna manera, siente culpa por no recibir del mundo el mismo afecto absoluto que recibía de aquella madre. Y, también de algún modo, esa persona se odia a sí misma por ello.
Pero un día, ese que añora su infancia en el regazo materno encuentra la pareja que le ve tal y como él quiere verse. Entonces el narcisista cree amar a esa persona que alimenta su colosal ansia de autoestima.
Pero en realidad no la ama. Simplemente ama en ella el reflejo de su propia imagen ideal.
La pareja del amante narcisista juega el papel del agua cristalina del estanque en el que para su mal se refleja el rostro de ese personaje mitológico llamado Narciso.Y mientras dura ese reflejo, el amante narcisista se encuentra en un estado de beatitud, como narcotizado (eso es lo que significa Narciso en griego).
Lo malo es que cuando el espejo se rompe, surge el rudo despertar del dulce sueño, y a menudo se desencadena la violencia.
Lo que me lleva a pensar que la violencia amorosa no debería llamarse así. Es más bien violencia narcisista. Nace a menudo de la pérdida brutal de autoestima. De la frustración por el espejo que se rompe de repente.
¿Es todo amor un amor narcisista? Ni hablar. Puede que el narcisismo esté presente en alguna medida como componente de toda relación. Pero hay un amor que no nos arrastra hacia ese tiempo infantil que añoramos. Hay un amor que que no convierte en instrumental al otro. Hay un amor que no busca en el otro un dócil colaborador de nuestra voracidad de autoestima.
Ese otro amor es un amor que no ama a quien refleja su imagen, sino que ama al ser más diferente diferente de uno mismo de todos los posibles seres. Ese amor no evoca la vida vieja del narcisista, sino la verdadera vida nueva (la Vita Nuova de Dante y Beatriz) que se abre a los amantes, y que les ofrece todo un mundo diferente a lo vivido hasta el momento. Ese es el milagro del amor.
En ese amor que no se ama a sí mismo, la admiración mutua puede existir, pero no es esencial ni está sobredimensionada. El verdadero amante conoce los defectos del otro, pero incluso los puede llegar a amar, sin dejar de ser consciente de ellos.
No se si era Lacan o Badiou quien decía que la medida del amor es la medida de los defectos que podemos tolerar en nuestra pareja.
Por contra, quien es víctima de un amante narcisista se ve obligado a negar todo defecto del otro, a riesgo de romper el espejo que al otro le narcotiza. Y pagar las consecuencias.
El amor que requiere de admiración es, posiblemente, mero narcisismo. Y, en cierto modo, no hay nada más contrario al amor que el narcotizante narcisismo.

La lección del cinamomo.

Cerca de mi casa hay unos cuantos árboles de los llamados cinamomos. Me es grato mirar el milagro del cielo del Guadarrama al amanecer a través de sus ramas cargadas de drupas globulosas. Me suelo detener por ahí unos instantes durante el primer paseo del día con Mao.
A estos árboles también les llaman árboles santos, tal vez porque sus drupas se pueden ensartar fácilmente para formar rosarios. Hay cierta paradoja en esa denominación popular, pues estos frutos amarillos en forma de cuentas son sumamente tóxicos. Bastaría que Mao comiese diez o quince de estas drupas para que sufriese un envenenamiento letal. Afortunadamente, Mao ya intuye, por alguna razón, esta extrema toxicidad y no le he visto nunca intentando comer estas bolitas amarillas.
El nombre de cinamomo parece extraño pero evoca simplemente la idea de corteza, y se relaciona con la palabra latina cinnamomum, vinculada a su vez, a través del griego, con la palabra hebrea relacionada con la idea de caña o corteza de árbol y que servía para referirse a una de las once especies con las que se preparaba el ketoret o «incienso sagrado de los judíos», esto es, la canela, que es la corteza por excelencia. Tal vez la razón de la denominación es el uso medicinal que en los tiempos de Al Andalus se daba a la corteza de estos árboles. Esta puede ser la explicación de que a los cinamomos les llamen en muchos de nuestros pueblos «canelos«. Es curioso.
Para referirse a estos cinamomos, los persas, no se por qué, usaban la expresión «árbol libre» o «árbol noble«, es decir, «azad darekh«. Y esa es la razón por la que Linneo los llamó «melia azedarach» (melia se relaciona con el hecho de que los antiguos romanos los asociaban a los fresnos floridos, o árboles del maná, cuya savia dulce , melosa, evocaba el maná bíblico.)
Esa misteriosa denominación persa de «árbol libre» para el cinamomo, me invita a una reflexión. Porque el adjetivo persa «azad» no significa propiamente libre sino bien nacido, es decir, nacido en una buena familia o clan («azad«, «zan» y el protoindoeuropeo «gen«, muestran una probada relación filológica). Lo que ocurre es que ese nacimiento en un entorno social dominante o privilegiado es justamente lo que garantizaba la libertad. No se concebía la libertad sino en los bien nacidos. Por eso, «azad» en persa se traduce unas veces como «libre» y otras como «noble». Venía a ser lo mismo.
En realidad–voy pensando junto a Mao tras hacer la pertinente fotografía con el móvil–no hemos cambiado mucho desde los tiempos de los antiguos persas.
Sin igualdad, sin justicia, me parece que no tiene sentido hablar de libertad. Y es una falsa libertad la libertad de quien, después de todo, está esclavizado por la miseria. Más aún, la libertad sin justicia acaba siendo tóxica, acaso como lo son estas drupas amarillas. Esa, creo, podría ser la lección del cinamomo. En eso pienso mientras veo el sol que enciende ya la ladera de Cuelgamuros. A lo lejos.

El Muro y la Peste

A la corte del Rajá llegó la noticia: se acercaba la Peste Negra. El soberano convocó a los sabios. Tras deliberaciones, los consejeros consideraron que lo mejor era invocar a Shuma, protectora de la salud, cuyo templo se encontraba en lo alto de la montaña. Hasta lo más alto ascendió la comitiva de sabios y funcionarios con dones para la diosa, a fin de propiciar su ayuda.

Shuma escuchó a los notables del reino.

–Me enfrentaré a la peste. Volved a vuestra casas.

Como estaba anunciado, al cabo de dos lunas la peste se acercó a las murallas de la ciudad, con su olor a muerte. ¿Cumpliría su palabra la diosa?

Sí. Shuma se hizo ver en toda su grandeza junto a la puerta de la gran muralla. Y allí se dispuso a enfrentarse a la Peste. La Peste, aceptando el desafío de la diosa, y para hacer posible el combate, adoptó la forma terrible de Rashnu, uno de los Siete Diablos. Y se presentó ante Shuma, armado de una larga espada negra, un gran arco de diamante y mil dardos ponzoñosos.

Allí lucharon Shuma y Rashnu, es decir, la Salud y la Peste, durante siete días, con sus correspondientes noches. Fue una lucha colosal. Shuma separó enormes piedras de las murallas para lanzarlas contra Rashnu. Este, cuando agotó sus dardos letales, destruyó diez mil árboles para afilarlos y convertirlos en nuevas flechas que lanzó contra la diosa.

Exhaustos, los dos colosos comprendieron que no tenía sentido proseguir la disputa. No quedaban más árboles para hacer flechas. No quedaban sillares de la muralla que lanzar contra Rashnu. Los bosques que rodeaban la ciudad y las murallas que la protegían habían desaparecido. Incluso a los dos seres sobrenaturales les flaqueaban las fuerzas. Llegaron pues a un pacto.

Shuma accedió a dejar pasar a la Peste a la ciudad con tal de que sólo se llevase el alma de un hombre. Un sólo hombre. La Peste aceptó el acuerdo. Y Shuma se retiró a su montaña.

Algunos días después, un enviado del Rajá llegó cabalgando hasta el templo de Shuma. Desmontó y entró hasta la estancia donde la diosa moraba. El mensajero se dirigió a la enorme estatua de oro que representaba a Shuma y expuso lo ocurrido. La Peste negra había entrado en la ciudad sin murallas y había exterminado ya a 10.000 hombres.

Furiosa al saberlo, Shuma adoptó la forma de un águila gigante de garras de acero. Y voló hasta la ciudad. Allí encontró de nuevo a la Peste, que parecía ya dispuesta a marcharse, tras haber realizado su misión de muerte.

Con cólera divina, Shuma se fue hacia la Peste antes de que ella pudiera darse cuenta, la derribó y colocó una enorme garra en su garganta.

–¡Has roto tu pacto! Acabaré para siempre contigo, oh destructora de hombres–gritó la diosa.¡

¡No!–se excusó la Peste, sin que el frío acero de las garras del águila en su garganta afectase la firmeza de su voz–yo sólo llevé la muerte a una sola casa, como acordamos. Solo acabe con la vida de un hombre. Un sólo hombre.

–¿Entonces?–dijo Shuma–cuya incredulidad se disipaba al contemplar la firmeza de la respuesta de la Peste, pese a lo comprometido de su situación–entonces, dime ¿quién ha matado a los restantes 9999 de entre mis fieles?

No fui yo, puedes creerme–replicó la Peste–estoy demasiado cansado para hacerlo. Esos 9999 hombres y mujeres murieron de miedo. Sí, murieron de miedo cuando supieron que yo había entrado en la ciudad para apropiarme de la única vida que me pertenecía, según nuestro pacto.

Shuma comprendió. Aflojó su garra y alzó el vuelo llorando, en dirección a su templo. Su lágrima de diosa cayó sobre la ciudad y formó un barro divino que sirvió a los habitantes para levantar un nuevo muro.

Sin embargo, en el silencio de las montañas, Shuma se dio cuenta que las murallas más difíciles de construir son las que nos protegen contra el miedo, esa Peste a la que ni siquiera los dioses pueden exterminar del corazón de los humanos. En realidad, siempre lo había sabido.

Raza.

El racismo, esa hidra de cien cabezas que ahora parece que se despereza en toda Europa después de una ligera siestecilla, es, en cierto sentido, un invento esencialmente español, lo queramos o no.
Un pequeño viaje al mundo de las palabras nos enfrentará a los hechos.
Para empezar, ocurre que, sin la menor duda, el dichoso vocablo «raza» surgió en la península ibérica allá por los comienzos del siglo XV. Ahí está el origen del inglés «race«, el italiano «razza«, el francés «race» o el alemán «Rasse«.
En esto están de acuerdo todos los filólogos.
Es nuestra «raza» palabra que vino sin duda del árabe «ras«, cabeza, y que en sentido figurado quiso significar origen. Puede que además existiera una convergencia etimológica con la palabra castellana de origen latino raíz.
El primer eco escrito de «raza» lo encontramos en el «Tratado de la Brida«, un manual escrito en torno a 1430 por Diego Ramírez de Haro. En este códice de 113 hojas y 42 capítulos se ofrecen consejos referentes al modo «de conservar y mejorar la raza de de los caballos«. Aparece ahí por vez primera el dichoso término importado del árabe, y resulta lógico que sea así pues la cría optimizada de caballos españoles nos remonta por un lado al mundo de lo andalusí y por otro al mundo de la cría, la selección y la eugenesia de los animales domésticos. Por otro lado, en la sociedad multiétnica y multirreligiosa de la España musulmana no es de extrañar que surgiese un caldo de cultivo para asentar la idea de raza; al fin y al cabo un sabio medio sevillano como Ibn Jaldún había querido justificar teóricamente, allá por 1377, la esclavitud de los negros y los eslavos, por poseer «atributos que son bastante similares a los de los animales«
Apenas ocho años después de la aparición de Tratado de la Brida, en 1438, el Arcipreste de Talavera, en el capítulo XVIII de ese monumento de la literatura castellana que es el Corvacho, nos explica que todo hombre es tributario de su verdadero linaje. Si el hijo de un campesino intercambia papeles con el hijo de un noble, no tardará en manifestarse el equívoco. «El que de linaje bueno viene»–nos dice el arcipreste–«apenas mostrará sino de dónde viene…mientras el vil y de poco linaje, si fortuna le administra bienes…luego se desconoce y retrae de dónde viene, aunque mucho se quiera infingir en mostrarse otro que no es».
Es en ese mismo siglo XV es cuando se producen en España dos hechos tan anómalos como trascendentes. Por un lado la constitución de un Santo Oficio dependiente de la Corona y no de Roma (lo que se relaciona con un Papado que en aquellos tiempos era decididamente hispanófilo). Y por otro lado la expulsión de todos los judíos, a no ser que no se convirtiesen al catolicismo. Lo primero da una dimensión extraordinaria y genuina a la Inquisición española, en comparación con otros Tribunales del Santo Oficio en Europa, existentes desde tres siglos antes pero que, reportando a Roma, tenían una naturaleza bien distinta, muchos menos recursos para reprimir y unas cuantas razones menos para hacerlo. Lo segundo, esto es el recurso a la conversión para que el judío permanezca en España, tiene apariencia de medida suave y dulcificante, pero en realidad es justo lo que provoca el fanatismo racial hispánico pues, ante las dudas, la poderosa Inquisición española recurre a la idea muy racial de «limpieza de sangre» para identificar así al falso converso y al pérfido judaizante.
Para colmo, es también en ese mismo siglo cuando los españoles contactan con los pueblos americanos a los que al menos al principio de la Conquista conviene ver como razas distintas e inferiores, lo que sirve de coartada a la práctica del esclavismo y la encomienda. A finales del siglo siguiente, es cierto que el esclavismo de los nativos amerindios (pero no de los africanos) ha sido ya puesto más o menos en cuestión por las Leyes de Indias, pero la idea de raza superior e inferior ha arraigado para siempre. Así, en 1600 leemos en un memorial escrito por Alonso de Oñate y dirigido a Felipe III que había opiniones según las cuales «los indios podrían ser esclavos de los españoles, de acuerdo con la doctrina aristotélica, pues la Naturaleza ha hecho (a los españoles) «especialmente proporcionados…inteligentes y hábiles, lo que les hace capaces de dirigir la vida política y civil…»
A partir de aquí comienza la triste historia del racismo teórico europeo, que no es privativa de los españoles, claro está. Es una historia de horror que parece no acabar nunca y que en algún sentido, ay, resulta que tiene su origen remoto en nuestros lares.
Ahora, cuando también florece, inesperadamente, un burdo movimiento ideológico empeñado en desmontar a torpes martillazos la llamada leyenda negra española, esa que ha venido vinculando durante los últimos cuatro siglos lo hispano al antisemitismo, a la inquisición, al oscurantismo y la irracionalidad, cuando se editan libros, de fingida erudición, rigor dudoso y mucha venta, que tratan de probar, mediante pueriles falacias, sesgo sistemático de inspección y manipulación o invención impúdica de datos, que no había tanta tiniebla por aquí, y que mucha más había, si acaso, por allá, no viene mal recordar este cierto pedigree hispánico del racismo en su acepción moderna.
Viene bien hacerlo, aunque solo sea para sosegar los furores neonacionalistas emergentes y entender con un poco más de ecuanimidad lo bueno y lo malo que ha tenido lugar en esta península, que es mucho, pero de lo que las presentes generaciones, por no ser responsables de ello, no tenemos por qué sentir ni el menor orgullo ni la más mínima culpa, sino tan solo uno obligación de humilde búsqueda de conocimiento y de diligente obtención de enseñanza para el futuro.

Da mi basia mille

Ayer fue San Valentín y, dado el estado de irracional pánico producido por la posible pandemia, entiendo que habrá sido un San Valentín con menos besos que el de otros años. Habrá acaso habido cierta escasez de besos de amor, esos besos profundos a los que San Isidoro llamaba muy propiamente basia, para distinguirlos de los tiernos besos familiares, a los que llamaba osculi, y de los que se dan, según nos decía, a las prostitutas, es decir, los savii: «filiis osculum dari dicimus, uxoribus basium, scorto savium«.
Ante este desastre osculatorio, yo me he consolado leyéndole a mi amiga Ana el delicioso poema sobre el beso que Catulo le dedicó a Lesbia hace un par de milenios, más o menos. Lo copio aquí, con una traducción que me he permitido hacer yo mismo:

Vivamos, mi Lesbia, y amemos.
y demos al escándalo y a las habladurías
de la gente, no más valor que el valor que se da a un pedo.
los soles podrán salir y ponerse hasta el infinito, pero
para nosotros, una vez hayamos apurado el néctar
de nuestra vida, la existencia solo habrá sido esta
noche interminable que hemos atravesado besándonos.
Dame, sí, mil besos, luego una centena,
después otra centena más y luego otros mil,
y otros cien, y cuando nos hayamos dado todos esos miles,
trastoca las cifras, pierde la cuenta del total,
no sea que algún malvado enemigo nuestro nos hechice
al conocer la suma exacta de nuestros besos.