мир

A un amigo que me reprocha lo poco que escribo últimamente, le replico que es porque estoy contagiado del virus del ajedrez, lo que consume buena parte de mi tiempo de ocio. Me pasa lo mismo que a Duchamp y Cajal, salvando las enormes distancias intelectuales. Ambas figuras, al contagiarse de esta dolencia dejaron todo, para no hacer otra cosa que estudiar y jugar ajedrez. 

Cajal se curó del virus, con no poco esfuerzo, como relató con todo detalle, y la medicina ganó así un genio. 

Duchamp no tanto y el arte del siglo XX vió cómo se truncaba la evolución de uno de sus más brillantes representantes. Nada en demasía, debió haber recordado…

–Pues entonces escribe algo sobre ajedrez…

–Buena idea. Aunque no se si me parece oportuno escribir sobre mi amado juego cuando el destino del planeta se está jugando en Ucrania y cuando la actualidad nos hace recordar los momentos más críticos y fatales de la historia contemporánea…Como mucho, me animaría a escribir algo sobre ajedrez y sobre Ucrania…

–¿Al mismo tiempo?

–Sí. Porque el caso es que Ucrania ha sido la cuna de algunos de los mejores ajedrecistas del mundo. De memoria, puedo citar a Bernstein, Stein, Geller, Gufeld, Taimanov y, sobre todo, al prodigioso Ivanchuk, quizá la mente ajedrecista más poderosa de los últimos años, quien seguramente, de no ser por un sistema nervioso muy frágil, habría conquistado hace mucho el primado mundial. 

–Entonces, seguro que existe algo así como la Apertura Ucraniana, tal como existe la Apertura Española, que creo que es muy popular.

–No exactamente. Porque el caso es que esa tradición de ajedrez ucraniano de primer nivel, no ha implicado, que yo sepa, que ninguna apertura o defensa lleve el nombre de Ucrania. Creo que esto viene a ser otra pequeña injusticia histórica con respecto ese sufrido país de frontera e históricamente marginado. Conviene anotar que el término original del que se deriva la palabra Ucrania era krajina, que a su vez se derivaba del ruso «krai«, es decir, los troncos de la empalizada que definían el alfoz; y en el medievo al territorio Ucrania se le llamaba precisamente «marginalia» en latín, que era el idioma oficial de Polonia en la Edad Media).

Pero ahora que lo pienso, creo recordar que el estrambótico movimiento inicial b2-b4, que curiosamente es una de las diez formas más populares de abrir el juego en las competiciones, se llamó durante un tiempo, al menos en los países del otro lado del telón de acero, Apertura Ucraniana. Esto se debió a que otro gran jugador y teórico ucraniano, Alexey Pavlovich Sokolsky, se dedicó durante varias décadas a practicar esta forma heterodoxa de iniciar la partida.

Sin embargo, en el mundo que acostumbramos a llamar, por mero convenio, “libre”, la Apertura Ucraniana se llamó siempre y se sigue llamando, Apertura Orangután.

Esto de llamar a una apertura con el nombre de esos simpáticos primates haplorrinos, puede sonar extraño. Es una curiosidad que le debemos al genial Tartakower, quizá la personalidad más interesante de toda la historia del Ajedrez. Según nos cuenta Maroczy, (y de ello se hace eco Arrabal en uno de sus deliciosos artículos periodísticos) en 1924, los participantes en el Torneo de Nueva York, entre ellos él mismo, visitaron el zoo del Bronx y quedaron fascinados con una hembra de orangután llamada Suzanne. Al día siguiente, Tartakover abrió su partida jugando, para sorpresa de todos, b2-b4, y declaró que esa apertura, casi inédita en el ajedrez de élite, debía llamarse Apertura Orangután en honor de la bella Suzanne. La propuesta de Tartakover echó raíces, como tantas otras opiniones suyas. Porque a Tartakover le debemos los mejores aforismos ajedrecísticos, muchos de ellos perfectamente aplicables a la vida en general. El más famoso de sus pensamientos es aquello de que el ganador de una partida es simplemente aquel que comete el penúltimo error. Esto está lleno de sabiduría porque encapsula la idea, muy inteligente y humilde, de que el error es lo más inherente, lo más esencial al quehacer humano. 

También fue Tartakover quien dijo aquello tan lírico y profundo a la vez sobre los peones descolgados de su cadena: un peón aislado dispersa tristeza por todo el tablero. Una tristeza anímica profunda, espiritual, habría que añadir, pues ya sabemos que los peones son el alma del ajedrez. Igualmente dijo el gran Tarta aquello tan sutil según lo cual para saber ganar hay que empezar por saber perder, siendo esto último mucho más difícil y meritorio (Capablanca también dijo que no se puede jugar bien si no se han perdido centenares de partidas previamente). 

Así que vamos a ver quién es el último en cometer un error en la partida de ajedrez que se está jugando ahora en Europa. en torno a ese triste peón aislado en el continente que es el país ucraniano. Hay mucho en juego. Y la verdad es que nos haría falta un sabio maestro como Tartakover para resolver el conflicto como verdaderos homo sapiens, no como simios.

Saludo desde aquí a todos los amantes de nuestra lucha incruenta y un gran deseo de мир, que en ruso (y en ucraniano) significa al mismo tiempo paz y mundo, sabio mensaje que nos envía el lenguaje para decirnos que no hay tal cosa como guerra local. Toda guerra es, en cierto modo, mundial. Y todas las campanas suenan también por nosotros.

El futuro es un fantasma…

Terminé mi último texto amenazando a Marta con comentar algo respecto al famoso “motto” horaciano “carpe diem”, el cual, teniendo en cuenta el significado profundo del verbo carpere (cortar, cosechar, derivado del griego keiro, cortar) y el sentido metafórico de la frase, se debería entender no literalmente como «corta el día» sino con la paráfrasis “aprovecha el presente como quien corta del árbol un fruto maduro.”

El asunto exige que ejecute la mencionada amenaza porque, en mi opinión, la interpretación habitual de este popularísimo dicho es discutible y merece que le demos una vuelta.

Desde luego, es posible interpretar la expresión tal como usualmente se hace, es decir, como una especie de proclama hedonista que aconseja centrarse a fondo en sacar el máximo partido a lo que se puede disfrutar cada momento.

Pero ocurre que si analizamos el carpe diem en su contexto, cabe también una interpretación distinta, o tal vez opuesta. 

La locución latina en cuestión proviene de una de las Odas de Horacio. Allí leemos una exhortación que el poeta hace a su amante Leuconoe. 

Horacio aconseja a Leuconoe (posiblemente en un momento de cierta intimidad) que no viva en el futuro ni confíe en él, que no indague sobre lo que va a ocurrir en el día de mañana, pues es imposible adivinarlo, y que, en cambio, acepte y soporte (pati) lo que sucede en cada momento, y que sea lo suficientemente sabia como para centrarse en aprovechar lo que otorga el presente-carpe diem– y en evitar que el mucho hablar (¿sobre el futuro?) permita que se escape el valioso tiempo disponible para el encuentro (se supone que amoroso).

A mi juicio, este fragmento de Horacio también podría interpretarse en el sentido de que no conviene pensar que las cosas se arreglarán o mejorarán más adelante, dejando para mañana lo que debería hacerse o disfrutarse hoy (es decir, ese vicio al que los latinos llamaban procrastinare, pro cras,  dejarlo todo para cras, para mañana, que es de donde viene nuestro procrastinar ).

En esta interpretación alternativa, que pone el énfasis en no obsesionarse por el mañana, más bien que en gozar despreocupadamente del presente, el carpe diem horaciano tendría un sentido diferente al que habitualmente le damos, pese a que este sentido usual resulta muy consistente con algún otro texto de Horacio, como lo que él nos dice en una de sus Epístolas (“no pospongas el placer”, “neu dulcia differ in annum”) así como con innumerables referencias en la historia de la literatura, desde lo que dejaron dicho Teognis de Megara, Antífanes de Rodas, Sófocles o Petronio hasta Lorenzo de Medici, con ese célebre soneto que concluye invitando, al modo horaciano, a la despreocupada alegría juvenil, por ser el futuro incierto:  “chi vuol essere lieto sia / di doman non c’e certezza

¿Cuál de las dos interpretaciones está más próxima a lo que el poeta latino pensaba? Yo creo, que tal vez ninguna de ellas. Para mí, lo que el autor del Beatus Ille trata de aconsejar a su amante es que no es buena idea vivir en el futuro. Y que en cambio, es esencial esforzarse por existir en el “ahora”, en toda su profundidad. Y no perder el tiempo en especulaciones o cuitas sobre el porvenir.

De hecho, en las Odas horacianas también encontramos, expresada de forma más clara, esta misma idea: “la mente que se regocija en lo que da el presente, no tenderá a agobiarse pensando en lo que va a llegar” (laetus in praesens animus quod ultra est /oderit curare.)

Y esto, mira por dónde, es justo lo que nos aconsejan las técnicas de meditación tan de moda en nuestro tiempo, o los populares libros de autoayuda. 

Carpe diem. Disfrutar de lo presente, cosechar el dulce fruto en sazón…Desde luego.

Pero sobre todo, no atosigar el alma con la continua preocupación por un futuro que en muchos sentidos solo es un fantasma de nuestro espíritu (minimum credula postero, son las palabras subsiguientes al carpe diem en la oda horaciana y que podríamos traducir como que el futuro es un fantasma en el que no hay que creer en absoluto). Y es un fantasma en los dos sentidos, esto es, el que le dan los psicólogos (obstinada criatura de nuestra psique) y el del uso común (ser inmaterial que nos atemoriza).

Casi todo lo que afecta al alma del hombre está ya visto y dicho en los clásicos. Y muy bien dicho.

Hay pocas cosas nuevas bajo el sol.

Salvo, tal vez, aquello que se refiere a los muy variopintos cacharros tecnológicos que nos complican tanto la vida.

Almendros y demagogia.

Esta mañana templada de Febrero, durante mi paseo matinal en bicicleta me he parado un instante y me he quedado absorto mirando los almendros que están ahora gloriosamente floreciendo. Y contemplando esa orgía de flores me ha venido a la mente la crisis actual de la democracia y el auge de los populismos. 

Le he comentado esta vinculación a Marta durante el desayuno, mientras hablábamos de lo hermosos que están los senderos de la dehesa estos días.

–Tendrás que explicarte. ¿Almendros y política?

-Con gusto. Pues primeramente te  aclaro que hay razones para que los almendros hagan surgir un mar de flores tan pronto, antes incluso de que las hojas del árbol emerjan. ¿Nunca te has preguntado el por qué?

-No. ¿A qué razones te refieres?

–Ocurre que los almendros solo pueden ser polinizados por los insectos. Sin insectos no hay fertilización posible para los almendros.

–Ya. ¿y?

–Pues que al mismo tiempo, el periodo de maduración del fruto de estos árboles es especialmente largo, no menos de cinco meses desde la polinización. 

–Es verdad. Las almendras están todavía verdes cuando vamos en Junio o Julio a El Villar.

–Si. Y no se se si sabes que las almendras verdes son una delicatessen muy codiciada por los grandes chefs, con su interior gelatinoso, como el edamame…

–No te me desvíes. Sigue con lo que me ibas diciendo.

–Pues que puedes combinar la necesaria polinización por insectos y el largo período de maduración,  para comprender por qué las flores del almendro tienen que ser muchas y tempranas. Cuantas más flores muestre el almendro y cuanto antes aparezcan, mayores serán las posibilidades de fertilización de este árbol tan esforzado y diligente que se adelanta y excede en flores a todos los demás. Por cierto no se si sabes que en hebreo el almendro es llamado como shaqued, es decir “el diligente” o “el que se despierta”…

–Evidentemente, no. Pero insisto, dime de una bendita vez qué tienen que ver los almendros con la política.

–Vale. Se trata de algo relacionado con el cultivo intensivo de almendros. Es fascinante cómo utilizan los cultivadores a las abejas para polinizar sus huertos. Una simple colonia de abejas les permite polinizar hasta 500 millones de flores. Fascinante. 

–Sigo sin pillar a donde vas. Me empieza a parecer que a ningún lado.

–Pues ocurre que los cultivadores podrían intentar la polinización con cualquier otra especie de insectos, pero solo lo hacen, solo lo pueden hacer, con abejas. Precisamente con abejas. ¿Y sabes por qué?

–No.

–Pues porque solo las abejas son insectos sociales (también las hormigas lo son, pero estas no vuelan). Y en tanto que sociales, el cultivador puede llevar la colonia de un lado a otro, sin que esta se disperse. Manipula a sus abejas a voluntad. Ahora aquí, luego allá.

–¡Acabáramos! Mira que eres retorcido. Lo que pretendes decir es que la intrínseca sociabilidad de los humanos es lo que nos hace tan manipulables por parte de los demagogos. Y es en esto en lo que pensabas al ver los almendros esta mañana…No puedo creerlo.

–Exacto. Y no lo habría expresado yo mejor. Nuestro carácter de criaturas sociales es quizá lo mejor que tenemos, pero también puede ser lo peor. Hay que estar alerta.

–¿Y es en esas cosas tan rebuscadas en las que piensas cuando sales en bicicleta? No sería mejor que te limitases a disfrutar de la belleza y acaso hacer algunas fotos?

–Seguro que tienes razón. En cuanto a las fotos, no me animo a hacerlas. No tengo nada que aportar. Los almendros en flor ya han sido maravillosamente reproducidos de incontables maneras, en miles de fotografías y también en pinturas, basta recordar, a Manet, Renoir, o a Van Gogh, cuyo lienzo lleno de flores de almendro sobre mágico fondo azul me hipnotiza…Con las fotos hay que hacer como con las palabras: no decir nada que no mejore el silencio.

–Vale. Pues habrá que conformarse con mirar los almendros. 

–Suficiente, sin duda. Y aún nos quedan unos cuantos días con esta increible belleza.

–Carpe diem, entonces…

-Carpe. Has usado un muy apropiado verbo latino, porque carpe precisamente hace referencia a los árboles y sus frutos, y por cierto, debo decirte que la famosa frase de Horacio…

–No, no. Eso me lo cuentas otro día. Por hoy ya está bien…Nos vamos a quedar con los almendros.

–Y con la demagogia.

Sunt Lacrimae Rerum

¿Por qué lloramos? ¿Por qué el ser humano hace algo tan raro como verter líquido por los ojos cuando sufre mucho, ya sea física o espiritualmente? 

A mí me fastidió no saber responder a esta pregunta que hace unas semanas me planteó Marta. Algo me consoló el hecho de que tampoco un genio como Darwin supo explicar evolutivamente el por qué de las lágrimas, que él veía como “sin propósito”, “purposeless”…

Por supuesto, uno puede salir del paso mencionando unas cuantas respuestas convencionales al uso, pero ninguna me parece, ni de lejos satisfactoria. 

Que si lloramos para mostrar al prójimo nuestro estado de ánimo y requerir su ayuda urgente. 

Que si lloramos para crear lazos. 

Que si lloramos para sobrellevar mejor el dolor y la tristeza.

Lo único que me convence un poco entre las explicaciones habituales es eso de que las lágrimas contienen cortisol y adrenalina. Y que al deshacernos, llorando, de cierta cantidad de estas hormonas del stress, conseguimos relajarnos un poco. 

Tiene sentido. Llorar calma, es indudable. Y esto explicaría por qué también lloramos cuando nos abruma un exceso de emociones, aunque sean dichosas. Expulsando cortisol y adrenalina al llorar, algo de nuestro stress se queda en el pañuelo.

Pero ayer, al mirar un cartel en una farmacia de un conocido medicamento me dio por pensar algo más al respecto. 

Recordé que ese popular medicamento contiene la lisozima, que resulta ser una enzima con propiedades antisépticas, antibióticas e incluso antivirales, que fue descubierta por Fleming. Nada menos.

Eso justifica que el medicamento del cartel sea muy utilizado para las llagas bucales producidas por el herpes.

Y, mira por dónde, me acordé también de que el mismísimo Fleming fue quien descubrió la lisozima, al analizar los componentes de las lágrimas humanas. (Este dato es el tipo de cosas más o menos inútiles que extrañamente se van guardando en mi caótica memoria y que quedan almacenadas en algún rincón de mi mente errabunda.)

¿No será entonces…?-me dije a mí mismo mientras caminaba pensativo calle Toledo arriba–¿no será entonces que la Naturaleza promueve nuestro llanto para que tenga lugar la periódica higiene ocular?

Quien sabe. 

Tal vez no sea que la visión del mundo nos provoque el llanto, como se pudiera pensar. 

Quizá es el llanto lo que nos permite una buena visión del mundo. 

Tiene gracia.

Polios y Octodactilones

Me achaca un amigo lector que las conversaciones que aquí relato, como la de la anterior publicación (en torno a la felicidad, el sufrimiento y el sentido de la vida) son siempre muy sesudas…

¿Acaso nunca hablo de temas banales? ¿Soy tan pesado y espeso en mi vida personal como lo parece a tenor de todo lo que escribo?

No se. En mi defensa, alego ante mi amigo que el otro día, cenando con Cristina y Mercedes mencioné un asunto que provenía de la llamada prensa rosa. Y surgió una interesante conversación:

–¿Ah, sí? ¿Tú leyendo prensa rosa o mirando los programas de telebasura?–me reprocharon.

–En ocasiones, sí… ¿por qué no?

–Ya nos dirás.

–Pues sucede que una cierta revista del corazón ha mostrado gráficamente que la pareja del actual jefe del estado, ahora peina canas. Se ve muy claro.

–¿Canas…?

–Sí. Algunas canas en el regio pelo. 

A partir de ahí comentamos en la cena cuán lacerante es que sea noticia que una mujer no use los habituales tintes para atenuar los signos de la edad, en tanto que en el caso de los varones la noticia sería precisamente su uso, tal como ocurría con el anterior jefe de gobierno, de barba naturalmente blanca y cabellos de puro azabache, para chanza y mofa del personal.

–La verdad es que, es injusto que la sociedad actual haga que las mujeres envejezcamos mucho peor que los hombres–dice Cristina, que también en su pelo luce algunas canas y se niega, por cierto y tajantemente, a disimularlas.

–Es así–intervengo yo–y me viene a la memoria una obra de teatro en la que una mujer se queja amargamente y con maravillosa lucidez de que los años pasan de forma muy diferente para los hombres y las mujeres, en grave perjuicio de estas últimas. Y se habla en esa obra este asunto de las canas, en los diferentes sexos, por cierto.

–¿Ah sí?.

–Y lo curioso es que se trata de una obra escrita hace más de veinticuatro siglos. 

–¡Veinticuatro siglos”. O sea, que la cosa viene de lejos. ¿Cuál es esa obra?

–Lisístrata.

–Ya. De Aristófanes ¿no?

–Sí. En un pasaje, en torno al verso 590 de la comedia, Lisistrata, que lidera una huelga de sexo de las mujeres de la ciudad con el objetivo de parar la guerra, le dice a otro personaje que las mujeres sufren por partida doble: «…lo primero porque dan a luz a los hijos para luego enviarlos como soldados de infantería, y también porque cuando podrían sacar partido de la juventud, se ven forzadas a dormir solas por culpa de las campañas militares, envejeciendo en sus habitaciones…«

Dicho esto, el interlocutor de Lisístrata le replica diciendo que también los hombres envejecen…

Pero ¡por Zeus!”–protesta la protagonista–“no se parece la cosa en nada, pues cuando el hombre regresa, aunque esté lleno de canas (canas=πολιός, de aquí poliosis, nombre técnico para la pérdida de melanina en el cabello), en seguida lo tienes casado con una jovencita (taxi paida koren gegameken). Pero el momento de la mujer es muy breve ( tes de ginaikos esmicros o kairós) y si no lo aprovecha, nadie quiere casarse con ella, y ahí se queda, alimentando ilusiones…(esperando buenas nuevas, esperando profecías)”

–Caray, muy llamativo que el paso de tantos siglos no haya cambiado demasiado las cosas…

–Es que todo está en los antiguos griegos. Todo. Y merece la pena leerlos de vez en cuando. 

Lisístrata, que significa literalmente la que deshace la guerra, es una delicia, y su contenido, en más de un sentido, es de mucha actualidad. Además, provoca carcajadas y demuestra que no nos diferenciamos mucho de la gente de la Atenas del siglo V a.c. En el fragmento 95, de la obra, por ejemplo, Lisístrata se queja de que, «con los hombres en el campo de batalla, ni siquiera nos ha quedado a las mujeres el consuelo de los amantes…»

–¿Pero los amantes no se iban a la guerra?

–Los “amantes” (moijós) a los que se refiere Lisístrata, son un eufemismo. Está hablando de los consoladores o “deslizadores” (olisbos), como ellas llamaban a estos utensilios fabricados tradicionalmente en Mileto con piel de perro y de muy considerable longitud (octodactilón). Al parecer escaseaban mucho en tiempos de guerra. “Ultimamente no he visto ni un solo consolador de cuero de ocho dedos que nos pudiera servir de alivio cueril (eskutine pikouría) ”, se queja Lisístrata…

En fin, de esta forma jocosa y menor fuimos terminando en la cena de anteanoche la conversación y el vino. Hablando de canas y de octodactilones.

Banalidades, en suma, que en esta ocasión surgieron para contradecir un poco a quienes me critican por lo muy áridas que son mis reflexiones.

Aunque, pensándolo bien, creo que no fueron temas tan banales.

Empiezo a considerar que, en realidad, no hay tal cosa como un un asunto banal. 

Siempre salen los griegos por algún lado.

Sin quitar lo malo.

Cuando alguien me saluda preguntándome cómo estoy, yo suelo responder, esbozando una sonrisa de complicidad que, “quitando lo malo…estoy muy bien”.

Pero, el otro día, cuando usé mi muletilla al reencontrarme en Barcelona con alguien a quien no veía desde hace muchos meses, me quedé pensando en esta frasecita…

Subí a mi habitación de hotel y me puse a meditar mientras miraba por el ventanal la ciudad al atardecer, algo que, no se por qué, siempre me ha producido melancolía. 

En cierta ocasión, mirando la puesta de sol en Las Vegas desde lo alto del Bellagio casi me da por llorar…Sin razón concreta.

Pero ¿realmente hay que quitar lo malo?-me pregunté a mí mismo contemplando el ocaso urbano- ¿No será que “lo malo” también forma parte de una existencia plena?.

Comenté esto con Ana algo más tarde, durante la cena, en una terraza junto a la vieja plaza de toros, convertida ahora en un sórdido centro comercial.

Le dije que según creo recordar Zizek tiene dicho que la única vida de satisfacción profunda es una vida de eterna lucha. Puede ser.

¿Acaso no somos todos hedonistas por naturaleza?-Se preguntaba, Ana.

Yo no lo creo. No puede haber una una única variedad de felicidad. Alguna de las muchas manifestaciones de nuestra dicha incluyen el esfuerzo, que a menudo es doloroso.

No hay una sola forma de ser feliz. 

Porque la vida es complicada. Muy complicada. 

Pero estoy convencido de algo–le digo a Ana mientras brindamos con un l’chaim, es decir, por la vida, tal como prescribe la tradición judía–Estoy seguro de que la obsesión por el bienestar y la prosperidad acaba conduciendo a las personas a una existencia miserable. 

Desde los años 60 del siglo pasado, justo cuando Occidente inicia su expansión imparable hacia la riqueza material y la cultura del bienestar, las depresiones han crecido exponencialmente, hasta convertirse en un mal propiamente endémico.

¿Dónde está el fallo? 

Todos los que han viajado a los países del Tercer Mundo reconocen que en muchos sentidos, y a pesar de la pobreza, la gente parece más feliz allí que en nuestro entorno. 

En el siglo XVIII, Benjamin Franklin se sorprendía de que los niños indios criados por los colonos y educados a la occidental, cuando por alguna razón, ya crecidos, retornaban a sus lugares de origen, jamás querían volver a sus hogares de colonos.

Tal vez la clave sea el “sentido”. 

Si todo lo que nos rodea se mueve y nos mueve exclusivamente hacia el bienestar material o el hedonismo puro, lo que desaparece es el “sentido”. Y el sentido que damos a nuestra existencia es justamente lo que nos sostiene vivos. 

Llámale a eso genuina felicidad si lo deseas.

Casi todos los libros de autoayuda cometen el error central de ofrecer meras recetas de felicidad o fórmulas sencillas para el bienestar, cuando lo que deberían hacer es más bien promover la manera de encontrar un sentido para la vida. 

Un sentido que a veces podrá conducirnos a la lucha, al conflicto y a la aceptación del dolor como instrumento. Pero, como Frankl dijo parafraseando a Nietzsche, los que tienen un por qué pueden soportar casi cualquier cómo.

Desconfiemos de todo cuanto se nos ha dicho sobre la felicidad y la buena vida. 

Aceptemos que necesitamos de cierto grado de lucha y de conflicto. 

La próxima vez que alguien me pregunte cómo estoy, le responderé de una forma algo distinta a la habitual.

Pues todo va bien…incluyendo lo malo«.

O, tal vez, gracias en parte a lo malo.