Sobrevivir.

Hace años leí “Lone Survivors”, de Chris Stringer, investigador del Natural History Museum de Londres. En ese ensayo, el paleoantropólogo inglés trataba de explicar los diferentes factores que convirtieron al homo sapiens en el superviviente final, entre las diez o doce diferentes especies de humanos que existían en el planeta hace 300.000 años.

Ahora, he leído unas nuevas declaraciones de Stringer-al hilo de una investigación publicada en Nature-en las que comenta el actual status de la ciencia al respecto de este misterio de la supervivencia de nuestros antepasados.

Al parecer, me entero, está quedando claro que el factor clave fue la capacidad que tuvieron los homo sapiens para relacionarse con clanes y tribus diferentes, o incluso con otras especies de homininos. En ese sentido, aquellos homos sapiens fueron muy poco xenófobos y resultaron ser comparativamente mucho mas sociables que sus rivales humanos, como los Neanderthales, los Heildebergenses, los Denisovanos, los Naledi, los Luzonensis.… Esta actitud abierta es lo que les ayudó genéticamente a los Sapiens y les permitió sobrevivir.

Hay algo de sarcasmo histórico en el hecho de que en el origen de nuestra especie esté la tolerancia y la sociabilidad, al tiempo que, por lo que estamos viendo, esa misma especie corre el riesgo de finalizar su carrera en el planeta por razón de la xenofobia, el racismo y las odiosas guerras entre esas nuevas tribus que son las naciones.

Pero Stringer menciona ahora la tecnología como otro factor que ya apuntó en Lone Survivors. Y, como parte de la superioridad tecnológica del homo sapiens frente a los otros homininos, parece que ahora se considera mucho algo tan maravilloso como la habilidad para coser.

Sí. Coser. Al parecer, el homo sapiens, a diferencia de otros homininos que habitaban regiones más cálidas de la Tierra, se vio obligado a desarrollar la destreza de coser pieles para protegerse del frío. Esa habilidad, especialmente cuando el clima se hizo aun más frío, permitió al homo sapiens reducir los índices de mortalidad infantil, algo que no les fue posible a aquellos homininos de climas tropicales que nunca habían necesitado vestir nada.

En suma, pudimos sobrevivir como especie debido a que fuimos tolerantes, sociables y supimos coser. 

Cientos de miles de años después, deberíamos esforzarnos por no desangramos en guerras y, mas bien volver a dedicar tiempo a coser.

Así sobreviviríamos.

Los reinos de la China o de México.

«Hago de la necesidad virtud«, dice el preboste. Y esto ha sido muy comentado.

Pero ¿qué significa exactamente la frase?

Podríamos empezar por acudir al origen del dicho que, tradicionalmente, se atribuye nada menos que a Descartes (aunque en realidad el propio Descartes lo considera un refrán popular). 

El filósofo francés, en la tercera parte del Discurso del Método (1637) explica, en la misma línea de lo que nos enseñaba Marco Aurelio, que es mejor dedicarse a cambiar nuestros deseos que esforzarnos por modificar la circunstancias que nos afectan.

Hacer de la necesidad virtud es, según Descartes, desarrollar la habilidad de no desear aquello que no tenemos o no podemos tener. Es una idea clave del estoicismo clásico: la virtud es permanecer inmutables ante los avatares del Destino, aprendiendo a conformarnos con aquello que la necesidad nos asigna. Veamos como nos lo explica Descartes:

“Mi tercera máxima aconsejaba que debía intentar siempre vencerme a mí mismo antes que a la fortuna y modificar mis deseos antes que el orden del mundo. En general, debía acostumbrarme a pensar que no existe nada que esté enteramente en nuestro poder con excepción de nuestros pensamientos (…) es claro que si consideramos todos los bienes que están fuera de nosotros como igualmente alejados de nuestro poder, nunca más sentiremos disgusto alguno por carecer de aquellos que parecen debidos a nuestro nacimiento, cuando nos veamos privados de ellos sin culpa nuestra, de igual modo que no lo sentimos si no poseemos los reinos de la China o de México. Y haciendo así, como suele decirse, de necesidad virtud, no sentiremos mayores deseos de estar sanos cuando estamos enfermos, o de estar libres cuando estemos en prisión, de los que ahora sentimos de tener un cuerpo de materia tan corruptible como los diamantes o de poseer unas alas para volar como los pájaros.

Queda claro. 

Sin embargo da la impresión de que el mencionado preboste ha querido dar un sentido totalmente opuesto a esta “troisième maxime” moral de Descartes. 

Al parecer, no se trata de aceptar virtuosamente las circunstancias adversas (lo que sería el sentido cartesiano original), sino más bien dar cobertura o justificación al intento de modificar esas circunstancias mediante decisiones que, precisamente por ser necesarias, hemos de considerar como virtud (!).

Pues no. Propongo que hagamos de la necesidad virtud. Pero solo en el sabio sentido que nos enseña Descartes y la filosofía estoica, no como nos sugiere el preboste. 

Aceptemos, al menos de forma provisional, aquello que no podemos cambiar, entre lo que destaca el tristísimo desempeño de quienes están mandando en el mundo. Renunciemos a los reinos de la China o de Mexico.

Y centrémonos, por ahora, en dominar lo que sí podemos dominar, esto es, nuestros propios pensamientos y nuestros propios deseos. 

Me da que eso es todo lo que podemos hacer. Y sí, eso es virtuoso.

La verdad de las hojas.

Ayer, al amanecer me deleité contemplando y fotografiando las hojas del viejo arce, que, cada año, en la primera mitad de Noviembre, nos regala su espectáculo de colores vivísimos.
Esta mañana, hace unos minutos, he vuelto al mismo árbol con la cámara, ni siquiera veinticuatro horas más tarde, y me ha sorprendido ver esas mismas hojas ya mustias y a punto de caer.
Me he quedado pensando en la razón por la que las hojas de Otoño despliegan tanta majestuosa belleza justo antes de caer al suelo.
Sé que no hay consenso entre los científicos al respecto.
Algunos dicen que esos colores sirven para que el árbol se proteja frente a los insectos y las plagas, en una estación del año en que es especialmente vulnerable.
Otros sostienen que los nuevos pigmentos que colorean esas hojas que sobreviven en las ramas son una protección frente a la luz solar, algo necesario por haber perdido el árbol buena parte de su frondosidad.
Así que no parece existir por el momento una verdad científica al respecto de esta explosión de belleza en los árboles de Otoño.
Pero me parece que sí existe una verdad poética.
Una verdad tan poética como la que nos enseñan los astrónomos, que nos dicen que el brillo de las estrellas es máximo justo antes de concluir su existencia y transformarse en supernovas.
La verdad poética de las hojas de Otoño creo que es es esa generosa, orquestada y brillante manera que tienen de morir.

La Luna de las Flores

He ido a ver, por segunda vez, y en esta ocasión acompañado de Marta, la colosal película de Scorsese sobre los crímenes que tuvieron lugar en los territorios de los Osage, en Oklahoma, allá por los años 20 del siglo pasado.

Marta ha quedado tan fascinada como yo por esta obra de arte. Estamos los dos impresionados por la puesta en escena, por la magia del montaje, por el sabio ritmo narrativo creciente y por un movimiento de cámara que hace que te sientas simplemente como un testigo mudo-y desconsolado-de la infamia.  

Al salir del cine, ya muy tarde, Marta me pregunta si tengo idea de por qué el título de la película es Killers of the Flower Moon.

Da la casualidad de que estoy leyendo el excelente libro de Gann en el que se inspira, con todo rigor, aunque focalizando en la relación de pareja de los protagonistas, el film genialmente interpretado por DiCaprio, Gladstone y De Niro, junto a otros maravillosos secundarios. Así que puedo darle a Marta una explicación.

Para empezar, le digo que existe la tradición (importada de Norteamérica, como tantas otras) de llamar cada luna llena del año con un nombre específico: Luna de la Nieve, Luna del Gusano, Luna del Lobo, etc…Esto proviene del Old Farmer’s Almanac, la versión norteamericana de nuestro entrañable Calendario Zaragozano, y recoge a su vez una tradición de los nativos de aquellas tierras, especialmente los algonquinos.

Pues bien, resulta que en las praderas de Oklahoma, donde fueron recluidos los indios de la nación Osage, hay una época del año, a principios de Mayo, en la  que germinan una preciosas florecitas de color violeta (ellos la llaman “juan-da-un-salto”, no se muy bien por qué). La llegada de esas flores a la pradera es algo tan impresionante que, usando palabras de Gann, se diría que los dioses han vertido confetti sobre la tierra. Ahora bien, esa manta violeta que cubre las llanuras es efímera. Al cabo de unas semanas aparecen otras plantas mucho mayores que capitalizan el agua y la luz solar, lo que hace que las preciosas florecillas violetas pierdan sus pétalos y acaben enterradas. Esto pasa todos los años.

He aquí la metáfora que da origen al título de la película. Esas florecillas violetas son los Osage. Y las plantas grandes que acaban con ellas serían los avariciosos canallas que llegan a esos parajes y consiguen poner bajo tierra a sus moradores.

Todo eso ocurre durante el mes de la Luna de las Flores, en Mayo. Un mes de Mayo como aquel del año 1921 en el que comenzaron los asesinatos de los sesenta osages. 

Y un mes de Mayo como tantos otros meses del año en los que los poderosos logran exterminar a los más débiles. 

Como tantos meses de la Luna de las Flores.

Atroz.

Han llamado a la última borrasca “Ciaran”, y leo que ha ocasionado daños atroces en buena parte de Europa. 

Muy apropiado lo de daños “atroces”. Porque atroz viene del latín “ater”, negro. Y resulta que el nombre de la dichosa borrasca se deriva del gaélico ciar (léase quiar), que significa precisamente “negro” y que está emparentado con el latín “obscurus”, término con el que la palabra gaélica comparte consonantes y un remoto ancestro en la raíz indoeuropea “eskei”.

Lo negro es sinónimo de terrible. Dicen que eso se deriva de nuestro pasado prehistórico, cuando los humanos temblaban al llegar la oscura noche y se cernía sobre ellos la amenaza de los depredadores. Pero esta idea de un posible atavismo la pone en cuestión el hecho de que en buena parte del mundo el negro ha sido y es mas bien un símbolo de vida, fecundidad y fertilidad. Basta pensar en los antiguos egipcios que representaban a muchas de sus divinidades, como el negro chacal Annubis, con el color negro, símbolo de lo eterno y lo inmortal. Realmente, el  temor a lo negro es algo más bien occidental, y propio del pensamiento judeocristiano. Ya en la Biblia encontramos muchas referencias sobre la relación entre el Mal y la negrura, como, por ejemplo, el relato del pérfido negro cuervo que no informa a Noé sobre el fin del diluvio (entretenido en devorar cadáveres) frente a la blanca y dócil paloma que le trae la buena nueva del fin de la catástrofe. O la costumbre judía de encalar los sepulcros, para conjurar la negra impureza derivada de la corrupción de los cuerpos (de aquí el ubicuo verbo «blanqueamiento», que manosean tanto los prebostes en sus sórdidas diatribas) . Por su parte, los romanos consolidaron la vinculación entre muerte y negrura, inventándose, entre otras cosas, la institución del luto, que obligaba a los deudos del difunto a vestir durante meses la negra toga, la praetexta pullam, antecedente del vestuario luctuoso que se ha venido usando durante siglos en todo el mundo occidental.

En todo caso, lo lo que parece universal es la contraposición, en el plano moral, entre lo blanco y lo negro, lo que nos evoca la fatal tendencia de los ejemplares de nuestra especie a dividir el mundo solo entre buenos y malos.

Aunque ya ha pasado la oscura Ciaran, con sus tenebrosos desmanes, vendría bien meditar sobre el drama de ese maniqueísmo que ha asolado al ser humano desde los comienzos de la Historia. Sería urgente corregir la miopía de ver el mundo tan solo en términos de lo blanco y de lo negro, de una nación que se opone a otra nación, de una creencia religiosa que disputa a otra su condición de única verdadera, de unos valores que solo subsisten si se contraponen, con violencia a menudo, a otros valores. De unos crímenes atroces que se esgrimen para justificar otros crímenes no menos atroces.

En esto he pensado mientras el viento de Ciaran agitaba frenético las ramas de los chopos que se elevan frente a mi casa. Esta vez no me ha parecido que ese rumor de las hojas fuese un canto, como decía tan líricamente Machado, sino más bien me ha sonado a llanto, a lamento, a grito de negro horror.