Philoi, oudeis philós.

Me preguntan si tengo Facebook.

Pues. No lo tengo. No soy partidario.

Tengo mis razones para pensar que el hecho de que 2000 millones de personas dediquen una buena parte de su tiempo diario (una hora aprox) a alimentar su página de Facebook en busca de banales megustas y amigos ignotos no es nada bueno. 

Facebook, que es el instrumento de la vanidad más tonta, de la endogamia ideológica y del ombliguismo intelectual, es un factor clave en el extremismo rampante que vivimos ahora. Facebook une a iguales con iguales, estimula y justifica la cerrazón mental, reduce la tolerancia hacia quienes piensan de diferente manera. 

Esto lo acaba de demostrar, más allá de toda duda, una investigación muy rigurosa de la Fundación Alfred P.Sloan. El New York Times de ayer publicaba todos los datos.

No me interesan nada esos miles de millones de páginas autocomplacientes.

Si acaso me interesaría consultar los facebook de los buenos pensadores de la Historia. Si es que hubiesen podido darse de alta. 

Eso tendría bastante gracia.

Me pregunto cómo serían esas páginas de Facebook.

¿Qué pondría en su perfil Platón? ¿Qué fotografías publicaría Walter Benjamin? ¿Quiénes serían los amigos de Schopenhauer, o de Montaigne? ¿Qué “me gusta” recibiría la página de Nietzsche o de Kant?

Se me ocurre que inventar esas páginas sería un ejercicio práctico muy instructivo para los alumnos de una clase de Filosofía. O de Historia.

Si yo fuese uno de esos alumnos, querría ocuparme la página de Aristóteles, que fue el primero en meditar con lucidez sobre el misterio de la amistad e incluso escribió un tratado sobre el tema (como parte de la Ética a Nicomaco). 

Sería, eso sí, la del Estagirita una página sin muchos “amigos”. 

Porque el Filósofo por antonomasia supo ver algo que deberían tener presentes todos los usuarios de esa plataforma: “philoi, oudeis philos”.

Es decir, el que tiene (muchos) amigos, no tiene ningun amigo.

Aristóteles no amaría Facebook.

Cicerón.

Ayer, cierto político, desde su infortunada prisión preventiva, ha justificado la decisión que en su día tomó de no eludir la justicia, y afrontar con ello el largo-y acaso muy excesivo- cautiverio que ahora padece.

Hasta ahí todo bien. Esa decisión le honró.

Pero lo inquietante es que para justificar esa entrega a la justicia, ha mencionado tres ejemplos de la misma actitud que, según él, nos ofrecen otras tantas personalidades históricas. Se comparó, implícitamente, nada menos que con Sócrates, Séneca y Cicerón, quienes, según nos aclara, tampoco huyeron de quienes les perseguían… “por sentido de responsabilidad.”

Más allá de la vanidad que representa la asimilación a esos gigantes del pensamiento (vanidad que parece atributo inseparable en la personalidad de todo líder político), lo cierto es que la comparación es más que discutible. Al menos en el caso de Cicerón.

Cicerón, en realidad, hizo todo lo posible por escapar cuando fue condenado por los triunviros. Algo muy humano, ciertamente.

Según nos cuenta Apiano, al tener noticia de la condena, Cicerón intentó huir apresuradamente en una pequeña barca, pero resulta que se mareaba. 

De modo que volvió a tierra firme y se escondió en una aldea cercana a Caieta.

Cuando, en medio de la noche, sus perseguidores, conducidos por Laenas, se acercaron a su refugio, unos cuervos chivatos comenzaron a croajar y eso alertó a los ayudantes del eximio orador. Estos se apresuraron a envolver al prohombre en las sábanas y se dispusieron de nuevo a llevarlo a la barca en una camilla. Pero Laenas les ganó por la mano; encontró la camilla en la que se escondía Cicerón, sacó su cabeza de las sabanas y se la cortó. Era el 7 de Diciembre del 43 a.c.

Así terminó sus días Cicerón, que fue un admirable pensador, político, orador y escritor pero que, a juzgar por sus biógrafos, solo mostró cierto valor…cuando se enfrentó en el Senado a un insidioso…golpe de Estado. Al de Catilina, concretamente.

Ambigú

Paseando por el pueblo vecino veo una tasca que se llama El Ambigú.

¡Ambigú! Me parece que es ya palabra en desuso. Pero yo la recuerdo muy bien en boca de mi padre. Con ella se se refería al pequeño bar que solía existir en los teatros o cines. Un lugar donde podíamos consumir un piscolabis en el intermedio del espectáculo. 

A mí me gustaba el ambigú. Y me gustaba esa palabra, que se me antojaba exótica, como africana; am-bi-gú.

En realidad, ambigu es un vocablo francés de origen latino. Viene de amb (alrededor de, por ambas partes) y de agere (llevar, acarrear). Así que, etimológicamente, ambigu, indica algo así como algo que se empuja desde diferentes direcciones. 

Estamos por tanto ante el  corriente y moliente “ambiguo” de nuestro diccionario, en versión francesa, y que representa la trasposición al mundo de los conceptos de esa idea de algo que se está debatiendo entre dos sentidos opuestos.

¿Y qué tiene que ver entonces esta idea de ambigüedad con el pequeño bar de los locales de espectáculos?

Pues porque la palabra francesa ambigu se comenzó a utilizar, en los círculos de la vida social burguesa, allá por el siglo XVIII, para denominar un sencillo refrigerio o buffet que se servía a los invitados. Un tentempie en el que se ofrecían manjares tanto dulces como salados. Es decir, un refrigerio “ambiguo”. O ambivalente, si lo prefieres. 

Pues se me ha quedado en la mente el nombre de ese bar: el Ambigú. 

Tal vez porque, en cierto modo, hemos llegado a una ambigüedad generalizada. 

Todo ahora parece ambiguo. En la sociedad. En la política. En la economía. Se han difuminado hasta el infinito los confines de las ideas y los valores. Populismo, razón, globalización y antiglobalización, reacción, progresismo, la izquierda, la derecha, lo transversal…todo forma parte ahora de una especie de salpicón o gazpacho.

El mundo se ha convertido un gran ambigú. 

La función está detenida. 

Y solo nos podemos consolar con un triste buffet frío mal servido. 

Así que a la espera de que se reanude el espectáculo, le ofrecemos el ambigú. 

Visite nuestro bar.

Las cosas en la noche.

Quedo con un amigo para salir en bicicleta en la fría mañana del domingo. 

A las 7:30, le digo por teléfono.

Pero ¡si a esa hora no están ni puestas las calles!, me replica.

Esto de que las calles no están puestas hasta que amanece lo he oído a menudo. 

Es una broma común. Una cosa dicharachera y simpática.

Pero broma y todo, encierra una idea muy artística.

En efecto, uno puede preguntarse dónde van las cosas durante la noche.

Porque, en cierto modo, la noche disuelve en la nada a las cosas.

Y es la luz del amanecer la que va dibujando, lentamente, cada contorno, delicadamente añadiendo matices a las formas, devolviendo a la realidad cada sustancia, cada objeto.

Virgilio ya intuyó este poder regenerador del alba. Y también lo encontramos en alguna de las barrocas páginas de Herman Bloch. Remo Bodei lo ha evocado.

¿Donde van las cosas cada noche? A un limbo. 

Se quedan esperando, para que el amanecer las rescate y las devuelva a la realidad.

Es cierto. A esas horas de la madrugada, las calles no están puestas.

Idiomas

Una persona se sorprende de que yo chapurree algunas lenguas.

A mí me parece normal ser bilingüe o trilingüe. Lo que me parece extraño es ser monolingüe.

En un mundo tan diverso e interrelacionado, todos deberíamos hablar varias lenguas.

El monolingüismo es solo el hijo bastardo del nacionalismo o del tribalismo.

Hablar solo una lengua es una anomalía.

Parábola

Cuando era muy niño, recuerdo haber escuchado en la iglesia aquella parábola del samaritano. “Esta parábola nos muestra”, decía el cura, “cómo hemos de comportarnos con el prójimo”.

Años después he leído ese pasaje bíblico. Y me parece que indica todo lo contrario de lo que el clérigo decía. Lo que nos sugiere es más bien que somos nosotros quiénes decidimos quién es prójimo. No quienes consentimos que otros lo decidan por nosotros.

Para burlar la muerte.

Eran gente con supremas cualificaciones para la actividad política. Ostentaban créditos intelectuales y académicos. Presumían, legitimamente, de títulos conseguidos tra años de carreras universitarias, doctorados, becas y cursos por medio mundo. Bolonia, Cambridge, Florencia, Glasgow…Imposible imaginar alguien mejor preparado que ellos para incidir sobre la sociedad.

Se queda uno perplejo y triste al contemplar sus interminables querellas tras apenas cinco años de vida de la utopía que nació en la Puerta del Sol. 

Hay quien piensa que solo han conseguido disolver la izquierda histórica de este país (lo que no consiguió el Dictador) y disolverse, ay, también ellos mismos, en la vorágine de sus pleitos.

Tal vez para entender algo más, ayer me dio por releer un libro escrito por uno de esos constructores de sueños rotos. Es un libro interesante, ameno y documentado. Un libro que habla del gobierno de las palabras, en esta era de las mentiras; un libro que da cuenta del pesimismo esperanzado al que nos toca adherirnos; un libro que narra el desconcierto y el descontento atmosférico en el que nos es dado vivir.

El primer capítulo de esta obra comienza con una frase lapidaria: “Vivimos en sociedad para burlar la muerte”.

Me llama la atención que se abra de esa manera tan misteriosa un texto. 

En realidad (y quizá debería haberlo dicho) lo de vivir en sociedad para burlar la muerte no es una idea del autor, por más que la haya formulado en forma de afortunado aforismo. Eso de que la sociedad existe para que escapemos del insufrible dolor de afrontar idea del fin, es un postulado de Zigmunt Bauman. 

Para Bauman, es una hazaña del ser humano el poder vivir una vida con significado, valor y propósito, en la que la idea de la muerte permanece postergada. Y esta hazaña se consigue solo gracias a las instituciones sociales, según el sabio polaco, cuyo libro póstumo, Maldad Líquida, se centra en describir el afán de dominación que se ha hecho invisible y se ha infiltrado en todas las instancias del hombre contemporáneo.

“Vivimos en sociedad para burlar la muerte”. 

Desde luego. Pero a veces se diría que es al revés. A veces se nos mueren los ideales de una organización social más justa y benéfica. Ideales que un día creímos realizables. 

A veces, viendo tanta incapacidad para superar vanidades, egolatrías y afanes de dominio, se diría que es la muerte misma la que se burla de la sociedad; la que se mofa una y otra vez de sus sueños de una vida mejor.

Dicebamus hesterna die.

Durante una década, he venido escribiendo en Tumblr lo que cada día se me pasaba por la cabeza. Lo empecé haciendo tan solo para entretener a mi padre, convaleciente en el hospital, y para dejar a mis hijas un recuerdo de mi forma de pensar. Me incliné por Tumblr por la libertad que ofrecía y la sencillez del interfaz, que se me antojaba muy adecuada para mi idea de publicar a vuelapluma, sin mucha elaboración.

A fecha de hoy, 21 de Enero de 2019, en mi blog de Tumblr figuran casi 10.000 textos y más de 1 millón de palabras. Puede que alguno de esos posts tenga interés para alguien.

Pero, ayer, he decidido abandonar esa plataforma ante su nuevo y absurdo sistema de censura de imágenes. También por su mercantilización creciente que especula sin piedad con los datos de los usuarios.

Por lo tanto, en lo sucesivo, iré publicando aquí, en WordPress, donde ya escribí hace unos dos o tres años algunos posts (los que preceden a este, que en algunos casos he revisado/actualizado). Como siempre, escribiré en completa libertad. Sin otro interés que el de expresarme, ejercitar mi memoria y dejar a mis seres queridos un cierto testimonio de mis ideas y valores. Si es que tengo alguno.