Cristales Rotos

Escribí el otro día que las palabras pueden ser tan peligrosas como los misiles.

Marta me dice que eso es una de mis habituales exageraciones. No está de acuerdo.

Me limito a comentarle un notable experimento científico, dirigido por Elizabeth Loftus, que es una de las máximas autoridades mundiales en el campo de la psicología de la testificación y la memoria.

En ese experimento, se mostró a los voluntarios el vídeo de un accidente automovilístico. Seguidamente, se dividió a los asistentes en dos grupos. 

Más adelante, se preguntó al primer grupo que estimase la velocidad de aquellos automóviles cuando se encontraron. 

Al segundo grupo se le preguntó que estimase la velocidad de los automóviles cuando chocaron.

Una semana después, se preguntó a los voluntarios si habían visto cristales rotos en la escena del accidente. 

En realidad, el vídeo no mostraba ningún cristal roto, pero los voluntarios del segundo grupo afirmaron haber visto (inexistentes) cristales, en una proporción de 2 a 1 con respecto al primer grupo.

Las palabras no son jamás inocentes. Las palabras dan forma a lo que experimentamos y creemos. Y a menudo nos manipulan.

El totalitarismo de las palabras, cuando lo ejercen esos miedos de comunicación, articulados en mayor o menor medida con el sistema económico y político, es insidioso. Y es insidioso porque es un totalitarismo que nos deja particularmente indefensos. 

Es difícil rebelarse frente a los autócratas y los dictadores. Pero no es más fácil rebelarse contra las palabras que nos manipulan.

El caballo que vuela.

Me pregunta Mercedes por qué se llama Pegasus ese sistema para espiar teléfonos móviles, que está ahora de actualidad.

Pues muy sencillo, Pegasus, es el caballo volador que montaba el héroe Belerofonte, quien acabó con la terrible Quimera, la bestia de mil cabezas.

Por otra parte, el virus espía creado por la empresa israelí NSO, es también, en terminología anglosajona, un caballo, es decir, un trojan horse que se introduce subrepticiamente en los smartphones. Y es, por cierto, un trojan horse que, como Pegasus, viaja por el aire, a través de las redes de telefonía movil.

O sea, que en ambos casos, la criatura alada que nació de la sangre de Medusa y el virus que permite espiar los móviles, estamos ante un caballo que vuela. Y también le podríamos sacar algo de punta a lo de la bestia de las mil cabezas y la presunta (y poco creíble) orientación del troyano para combatir el terrorismo…

En todo caso, es útil conocer un poco mitología clásica. Si hubiese que hacer un slogan para incentivar su conocimiento, yo propondría: “Mitología, desde hace dos mil años, ayudando a comprender mejor la actualidad”.

La Trampa de Tucídides

Salta Satán a las portadas de los periódicos.

Es justo lo que faltaba para impulsar hasta el paroxismo el miedo colectivo, alimentado ahora desde tantos frentes mediáticos. El miedo vende diarios y amasa audiencias.

Este Satán II es, según las noticias, el nuevo misil hipermoderno e hipersónico creado por la tecnología aerospacial de los rusos, que ahora ya está en pruebas. Es, dicen, invulnerable e infinitamente destructor.

En realidad, ese nombrecito se lo han dado los de la Nato, que ya llamaron Satán a su antecesor, y cuyo verdadero nombre era Boivoda. Los boivoda eran los líderes militares de las tierras eslavas en el medievo; boi=guerra, ejército, y vod=jefe, líder. La palabra es interesante, porque evoca el vocablo ruso para «libertad», «esbovoda» (свобода), que etimológicamente significa yo me mando a mí mismo. Tal vez nos resuene esa fascinante palabra y esa misma idea etimológica en el famoso lema de Kropotkin, «dónde hay Estado no hay libertad» («Пока́ есть госуда́рство, нет свобо́ды«)

Un misil que se llame boivoda no asusta mucho. Que se llame Satán, sí.

A este nuevo misil sucesor de los boivodas, los rusos le han llamado sarmat, que es el nombre de un viento que sopla en las costas del mar de Azov y que está, obviamente, relacionado con los sármatas, las tribus que ocupaban, siglos antes del comienzo de nuestra era común, los territorios al este del Don, y de cuya caballería constituida por aguerridas mujeres (precedente de las amazonas, a-mazzo, sin-pechos, para lanzar mejor las flechas) encontramos ecos en las páginas de Herodoto y Diodoro de Sicilia. 

Así que nada de Satán. Más bien sarmat. Pero ya verás, amigo lector, como todos los medios se van a referir a este ingenio con ese espeluznante nombre del Maligno…Sarmat no asusta tanto.

Las palabras hacen daño. Casi tanto como los misiles. Y a base de palabras manipuladas, de mentiras y de medias verdades (que son mucho peores que las mentiras), parece que vamos camino hacia un enfrentamiento global entre bloques, cumpliéndose así la agorera profecía de Tucidides que indicaba que dos grandes potencias acaban siempre enfrentándose, tal como lo hicieron Esparta y Atenas, pues en el punto y hora en que una de ellas ve amenazada su superioridad y otea el camino de su decadencia, las bases para el conflicto quedan ya planteadas. 

A esto lo llaman los gurús de la geoestrategia “La Trampa de Tucidides”, y da la impresión de que no iba desencaminado el que está considerado padre de la escuela del realismo político. 

Reviso lo que acabo de escribir y me asombro de que una reflexión a partir de los periódicos del día, me haya llevado a mencionar a Satán, a los sármatas, a Heródoto, a a Diodoro de Sicilia, a los boivodas y  a la guerra entre espartanos y atenienses…

Se diría que estamos en las mismas que hace mas de dos mil años.

Los fantasmas y las brujas de la Noche de Walpurgis siguen ahí. No hemos esclarecido.

Wired for Love

Mercedes, desde Berlín, me pregunta por la postura de los medios de comunicación de aquí sobre el terrible conflicto que estamos viviendo en Europa. Le digo que, en realidad, cada vez estoy más ajeno a esos medios. Oigo poco la radio. No leo casi periódicos. Y ver la televisión me produce dispepsia. Más que medios de comunicación, creo que se han convertido en miedos de comunicación, por el extraordinario énfasis que ponen en aterrorizar sistemáticamente al personal, ya se trate de la pandemia, del volcán, del clima o de la guerra. Es insufrible ese monolitismo machacón, unilateral y superficial. Todos dicen lo mismo, y todo el tiempo. Es un sensacionalismo vomitivo. No hay forma de encontrar un análisis inteligente y racional, que explique de verdad y sin fanatismos las claves de lo que está ocurriendo o puede ocurrir. Así que, le repito, en lugar de leer periódicos o escuchar la radio, ahora me centro en resolver problemas de ajedrez. De eso sí puedo hablar y con conocimiento de causa. 

–¿Problemas de ajedrez?

Sí. Considero que solucionar problemas de ajedrez, o componerlos, es, parafraseando Nabokov, una de las dos mayores fuentes de placer a las que se puede acceder con la ropa puesta… (la otra, para Nabokov, era la caza de mariposas; y eso es algo en lo que yo me permito discrepar del genial escritor).

–Ya. ¿y no lees algún libro?

–Cada vez menos, la verdad. Y no se bien por qué. A veces miro los miles de libros pendientes de leer en mi biblioteca y me entristece mucho darme cuenta de lo mucho que me estoy perdiendo. Quizá para siempre. El caso es que hay tantas opciones maravillosas en mi librería que me bloqueo. No se qué libro tomar. Y entonces me pongo al tablero. A este bloqueo lo llaman los psicólogos FOBO, es decir, Fear of Better Options, y se aplica a muchos ámbitos.

–¿Cómo cuáles?

–Por ejemplo, el efecto FOBO explica que a pesar de las muchas aplicaciones de citas y sus complejos algoritmos de “matching”, las estadísticas indican que hoy en día resulta más difícil encontrar pareja que hace 30 años. Demasiadas opciones se convierten en ninguna opción. Y esto es un poco lo que me pasa a mí con los libros.

–¿De verdad no estás leyendo nada? ¿Ni periódicos, ni revistas, ni libros? No me lo creo.

–Bueno, a veces doy con algo que sí me invita a leer. Por ejemplo, en estos momentos estoy disfrutando mucho con una obra de Stephanie Cacioppo, una eminente neurocientífica. Su último libro describe sus últimos descubrimientos sobre el amor. Eso que te acabo de comentar sobre las aplicaciones de citas y el efecto FOBO lo he leído precisamente en sus páginas.

–¿Pero de verdad que hay algo que descubrir sobre el amor a estas alturas?

–Ya lo creo. La autora ha demostrado, en laboratorio, que el amor nos hace mejores, más inteligentes, más creativos. No solo más felices.

–Pero eso ya lo sabíamos. 

–Mas bien lo intuíamos. Pero la doctora Cacioppo lo acaba de demostrar científicamente. Y eso es muy consolador. Somos mejores cuando amamos. Eso se muestra ya sin lugar a dudas analizando la actividad cerebral. Es una refutación científica de la estupidez que decía Ortega, que consideraba al enamoramiento una especie de imbecilidad transitoria, una angustia de la conciencia…

–Ja, ja. Bueno, pues por las mismas, habrá que pensar que el odio nos hace peores. El odio si que es una especie de imbecilidad transitoria ¿no?

–Seguramente. Aunque yo creo que lo contrario del amor es la soledad, más que el odio. La soledad nos hace peores. Eso también lo ha demostrado Cacioppo.

–Pues pásame el libro cuando lo termines. Suena muy interesante.

–Ya casi lo he terminado. Así que muy pronto te lo paso y vuelvo a mis problemas de ajedrez, como el que aquí reproduzco. 

-Mate en 3…Juega el blanco y da mate en tres…Parece facilito.

–En absoluto. Yo me he rendido después de un cuarto de hora desesperándome. Es una composición magistral del incomparable Sam Loyd, el gran especialista en jugar con nuestros vicios cognitivos. Un canalla. Por cierto ¿sabes qué?

–¿Qué?

–Que en cierto modo, este problema de Loyd también evoca el amor.

–¿Ah sí?

–Bueno, en cierto modo. La resolución de este mate en 3 se corresponde con una pauta que los creadores de problemas de ajedrez llaman “dama enamorada”. Y es porque la clave en estos casos es el apasionado esfuerzo de la dama blanca por estar unida físicamente a otra pieza negra. Una maravilla.

–Vaya, veo que nos encontramos con el amor por todas partes, hasta en el tablero. Debe ser la primavera.

–Debe ser.

Corzetti, bonarda y albahaca

Desde Génova, me manda un mensaje una querida amiga para decirme que me traerá de allí una buena botella de bonarda, el refinado caldo de uvas negras y dulces plantadas hace tres mil años por los etruscos en el Piamonte, junto con un paquete de esos corzetti redondos y estampados como monedas y, sobre todo, un frasco de genuino pesto alla genovese con el inconfundible ajo de Vessalico, mucho más dulce, suave y perfumado que ningún otro. Me envía foto.

Le prometo a mi amiga que, a su vuelta, daremos buena cuenta de su sabia compra en una cena en la que estará prohibido hablar de guerra, de inflación, de corrupción o de cualquier otra de las miserias que afligen a la especie humana.

Podremos hablar en cambio de la maravillosa albahaca, con la que se prepara el más popular de los pestos italianos (pesto es realmente un genérico y  solo significa machacado, majado, con la misma raíz que nuestro pisto, ambos emparentados con el sánscrito pestar, aplastar).

La maravilla de la albahaca comienza por su propio nombre, que se deriva del árabe habaqah. Tradicionalmente,  (al menos desde Diego de Urrea, profesor de gramática en Alcalá, en el siglo XVI), se ha pensado que ese habaqah derivaba a su vez de veheqa, con el significado en árabe de “algo que se apodera del cerebro mediante un suave olor”. Esta etimología es inexacta, pero nos ayuda intuir el efecto afrodisíaco de una planta a la que los antiguos romanos ya vinculaban al despertar de pasiones más o menos inconfesables.

En realidad, el atributo de penetrar hasta lo profundo, de subir con sus efectos hasta la cabeza, puede derivarse, en la mentalidad popular, de la gran capacidad de esta planta para crecer y elevarse. Viene entonces al caso el bellísimo cuentecito italiano de Lisabetta, que nos habla de una joven que entierra el cráneo de su amante muerto en una maceta de albahaca, para regarlo a diario con sus lágrimas, quizá a la espera de verlo crecer como la albahaca y volver a sentir sus abrazos.

A propósito de abrazos, he ahí la verdadera clave de la palabra albahaca, que en realidad nos lleva al mismo ámbito que la etimología popular, como suele ocurrir.

Porque el habaqah árabe nos remite al acadio habacuc, que significa hiedra, es decir, la planta que abraza, la planta que crece y apresa, la planta que se enreda.

Y, ciertamente, el amor abraza, crece, apresa y se enreda como esa hiedra llamada albahaca. Si el lector no me cree, bastara que eche un vistazo a las antologías poéticas y que observe la legión de vates que han usado la metáfora de la hiedra en sus poemas para referirse al efecto del amor: Catulo, Ovidio, Lope, Calderón, Quevedo, García Lorca…

Mira estas hiedras que con tiernos lazos / dan a estos verdes álamos abrazos”, nos dice Lope, uniéndose a tantos poetas que han visto en la hiedra el emblema de la pasión que anuda a dos amantes entre sí.

Así que cuando a la vuelta del itálico periplo de mi amiga, disfrutemos los corzetti al pesto genovés regados con vino negro, podremos hablar de aromas, hiedras y abrazos. 

Pero acaso yo, que soy un bocazas, sienta la tentación de comentar que el pesto que estaremos saboreando nació en Genova por una necesidad histórica, puesto que Genova rivalizó siempre con Venecia, que a su vez controlaba el comercio de las especias orientales. Por ello, era preciso, para los genoveses, encontrar la forma de utilizar las hierbas de Liguria como sustituto de las especias. Y eso es lo que condujo al genial majado de quesos, piñones, aceite, ajo dulce y hojas tiernas de albahaca al que llamamos pesto. De la necesidad, virtud.

Pero, dando ese innecesario dato que vincula geopolítica y gastronomía, me malicio que acabaremos hablando de guerras, de bloques, de corrupción, de ansias de poder…Y nos sumergiremos quizá en tristes disquisiciones sobre la capacidad del ser humano de enredarse como la hiedra, en el amor sí, pero también en el odio, en el nacionalismo pueril, en la avaricia y en el afán de dominio. Necesitaremos la botella entera de bonarda y el sabor lírico de la albahaca ligur, empapando los corzetti, a fin de lograr algún consuelo para la melancolía que produce todo lo que está pasando a nuestro alrededor.

Exponencial.

Oigo una vez más en la radio, que el problema climático está creciendo de forma exponencial.

Sin duda, pienso. Exponencial, ciertamente. 

Pero lo malo es que el ser humano no parece muy adaptado a comprender lo que significa exponencial. Nuestro cerebro no está diseñado para entender bien esta idea.

Esa es la razón por la que nos sorprende tanto ese famoso cuentecito del tablero de ajedrez y los granos de trigo. No es fácil intuir a priori que si la cantidad de granos se va duplicando en cada escaque, empezando por 1, se llega al final a una cifra astronómica de granos que ni siquiera todos los campos de cultivo del planeta podrían producir en mil años: dos elevado a la potencia de 64 menos 1 exactamente.

El cerebro humano subestima el crecimiento exponencial de las cosas, que por cierto no es nada inusual en la Naturaleza. 

Pongamos un ejemplo. Imaginemos que un parque tenemos una pareja de conejos que el 1 de Enero empieza a reproducirse, y que por ello, cada día se duplica en el recinto la población de estas criaturas con respecto a la jornada previa. Cabe preguntarse qué día estará el parque medio lleno si nos consta que el 31 de Diciembre todo el parque se ha llenado de conejitos, sin que quede un centímetro cuadrado libre.

La respuesta muy tonta, que se puede dar sin pensar, es el 1 de Julio. Obviamente es incorrecta (y ya revela la tendencia a pensar aritméticamente, no geométricamente).  Pensando un instante llegamos a la conclusión de que la mitad del parque estará cubierta el 30 de Diciembre y que bastará una jornada más para que se duplique la población y el parque se llene.

Ahora bien, el asunto de los conejitos y el parque suscita una cuestión mucho más interesante: si el dueño del parque fuese una persona un tanto descuidada y no muy ducha en matemáticas ¿en qué día empezaría a preocuparse por el incremento “exponencial” de población conejil?

Pensemos que el 29 de Diciembre solo hay un cuarto del parque ocupado. Y el 28 solo el 12%. Y el 27 apenas el 6%. Y en el día de Navidad ni siquiera un 2%.

Por lo tanto, es “humano”, pensar que hasta llegar el mes de Diciembre el guardián del recinto quizá no será consciente del enorme problema que se le avecina. 

Sí. Nos cuesta mucho a los humanos entender las implicaciones de la función exponencial, como ya entrevió Malthus hace más de dos siglos.

Y lo peor en relación a los peligros que acechan a nuestra especie por no entender esas implicaciones, nos comportamos a menudo con tan poca cabeza como simples conejitos reproduciéndose sin descanso en el más dichoso de los mundos.

Anda, dí panecillo…

El idioma ucraniano y el ruso son muy, muy similares (recordemos lo que decía Weinreich en el sentido de que un idioma es un dialecto con ejército y armada), y el bilingüismo en Ucrania es virtualmente universal. Por eso, los soldados ucranianos se aseguran de que un civil desconocido es su compatriota solo cuando este consigue decir “panecillo” (palyanitsia) en la pronunciación correcta de los ucranianos. 

Al parecer, y por extraño que parezca, un hablante solo de ruso es totalmente incapaz de pronunciar bien la última sílaba de la mencionada palabra y dice palyanitsa en lugar de palyanitsia. Un error fatal de pronunciación que le puede ocasionar la muerte instantánea…

Slava Ukraina, skashí palyanitsa!” (¡gloria a Ucrania, di panecillo!) escuchará aterrorizado el infeliz rusohablante monolingüe de labios del aguerrido miembro del ejército ucraniano. Y quizá, como ocurriría en una película de Monty Python, el pobre hombre iniciaría algún rodeo para no tener que descubrirse: “¿cómo dice usted?, se refiere a esa especie de pequeña hogaza redonda hecha de harina de trigo?…¡déjeme pensar!, el caso es que no caigo en este momento…”

Este asunto de la palyanitsia no tiene gracia, la verdad, y es otro ejemplo más de lo poco que progresa la Humanidad en las cosas realmente importantes. Creemos habernos convertido en el flamante Phono Sapiens, como críticamente nos dice Byung-Chul Han, pero en realidad seguimos siendo el homo sapiens de las cavernas, con tan poco de sapiens como en los últimos cincuenta mil años.

Porque este tema del panecillo es más viejo que el hilo negro. Tan viejo como la estupidez humana. Hay un episodio bíblico que reproduce exactamente lo mismo. Nos lo cuenta el Libro de los Jueces. Los tipos de la tribu de Gilead persiguen a muerte a los de la tribú de Efraím (o al revés, ya no me acuerdo). En realidad, tanto los de Gilead como los de Efraín hablan virtualmente el mismo idioma. Entonces ¿cómo saber quienes son de la tribu perseguida, si en realidad pertenecen al mismo grupo étnico y hablan el mismo idioma? Pues muy fácil. Cuando se pilla a un posible miembro de Efraín, hay que obligarle pronunciar la difícil palabra “shibboleth”, que significa espiga. Con eso se consigue percibir un ligero matiz en el hablante que delata su verdadero origen. Y en ese caso se procede a ejecutar sin más al interfecto. 

Así fueron pasados a cuchillo, nos cuenta el autor bíblico, más de dos mil infelices con poca competencia idiomática.

Es curiosa la coincidencia temática entre el shibboleth (espiga de trigo) de los judíos y el palyanitsia (panecillo redondo) de los ucranianos. Parece un guiño que nos está haciendo el diosecillo de las lenguas. Y no es menos curioso que shibboleth signifique en hebreo también “frontera”. Otro guiño más que nos hace pensar hasta qué punto la lengua, que debería servir para unir a los humanos, sirve también para desunirlos y, en no pocas ocasiones, exterminarlos.