La Cerca.

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Madrid perdió, en tiempo inmemorial, sus murallas medievales. Pero, durante muchos siglos, subsistieron las Cercas de la Villa.

Eran cercas de poca altura pero enorme longitud, que acaso aspiraban a hacer algunas de las funciones de las murallas primitivas, al menos en el ámbito de las ideas e influencias. Y, por supuesto, en el de los impuestos y tasas.

Esas cercas iban siendo sustituidas, unas por otras, ante la pujanza demográfica de la ciudad. Felipe II mandó construir, cómo no, su propia cerca, que circundaba aproximadamente el llamado Madrid de los Austrias. Y cuando esta cerca ya quedó superada por la expansión urbana del siglo XVII, Felipe IV ordenó construir la suya, que quedaba trazada más o menos por donde cae la Cuesta de San Vicente al sur, Atocha al este, Princesa al oeste y Carranza al norte.

En el último tercio del siglo XIX, increíblemente- y muy simbólicamente- la cerca de Felipe IV aún subsistía, especialmente la parte que discurría por donde mucho mas tarde surgieron los llamados Bulevares (donde yo jugué a menudo, de niño, a las chapas y aprendí a montar en bicicleta, dos destrezas esenciales).

Un punto clave del perímetro que cubría la Cerca de Felipe IV era la actual Glorieta de Bilbao, en cuyo subsuelo estaban los almacenes de la nieve traída regularmente del Guadarrama. No era casual que esos almacenes estuviesen allí, junto a la Cerca, pues la nieve era mercancía sometida a tasas rigurosas, y solo estaba permitido introducirla en Madrid a través de los llamados pozos de la nieve de la mencionada glorieta.

Un poco más arriba y al oeste de la glorieta estaban los tristes (aunque muy bellos, según nos dice Madoz) Cementerios del Norte, que ocupaban el espacio delimitado, más o menos por las actuales calles de Blasco de Garay, Magallanes, Rodríguez San Pedro y San Bernardo, con epicentro en Arapiles.

Cercas, cementerios, portazgos…

Pero, en el año 1868 tuvo lugar el levantamiento revolucionario español, el que conduciría a la Primera República Española.

Y ese mismo año, con un gran valor icónico, fue derribada a conciencia la Cerca de Felipe IV (aun queda hoy en día algún resto por los alrededores del Seminario, como el que se ve en la foto) .

Más o menos por la misma época, los Cementerios del Norte fueron clausurados (y saqueados) para dejar paso a las nuevas construcciones de lo que sería muy pronto el gran ensanche madrileño: el barrio de Chamberí.

Y también por los mismos años, conforme al mismo impulso de apertura, surgieron los grandes cafés literarios en torno a la glorieta de Bilbao (sin duda por la proximidad a los pozos de nieve, y acaso, como sugirió Cela, también por la conveniencia de hacer uso del mármol de las lápidas obtenidas en el saqueo de los cementerios en los mostradores y veladores de los nuevos establecimientos).

Quizá no fue casual la coincidencia temporal del derribo de la Cerca de Felipe IV, la clausura de las sacramentales de Chamberí, el surgimiento de los cafes literarios de Madrid, y el movimiento modernizador y revolucionario del 68.

Tal vez, cada uno de los cafés que se abrían en torno a la Glorieta de Bilbao, era también una cerca ideológica que se derribaba. Con razón Valle Inclán llegó a decir que aquellos nuevos cafés hicieron más por la cultura española que dos o tres universidades.

Pero ayer, 27 de Julio de 2015, llegó la triste noticia de que el último de aquellos cafés literarios, el Comercial, había cerrado. Los propietarios, cuarta generación de una familia que se hizo cargo del Café a primeros del siglo XX, no han podido resistir más frente a las leyes de un mercado inexorable, que puede multiplicar por mucho la rentabilidad del local si su uso se destina a una sucursal bancaria, a un Starbucks o a una tienda de Zara.

Cuando me enteré de la mala nueva, pensé en la Cerca.

Creo que ayer, en cierto modo, nos han cercado de nuevo. Me da que se ha levantado otra vez, por donde la calle Carranza se cruza con Fuencarral, aquella triste y fea cerca de ladrillo y argamasa de Felipe IV.

Y me ha parecido percibir también que algo del frío ambiente fúnebre de aquellos cementerios urbanos y de las cuevas de la nieve que desaparecieron tiempo atrás, se ha vuelto a dejar sentir ahora por todo Madrid.

Favores y Gatos

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¿Por qué un felino carnívoro e independiente como el gato se ha convertido en un miembro más de la familia humana, y no lo ha hecho cualquier otro animal similar, como la mangosta, pongamos por caso?-me pregunta Marta mientras disfrutamos viendo a Ory dormitar en su rincón favorito-¿por qué precisamente el gato?

La explicación, como casi siempre, se la debemos a la Historia. Y es perfectamente lógica.

Los antiguos egipcios vivían de las periódicas inundaciones del Nilo. Esas inundaciones, movilizaban a millones de ratas que escapaban del agua para sobrevivir. A su vez, estas ratas amenazaban seriamente los silos de grano distribuidos por todo el valle.

Alguien, en algún momento, debió de darse cuenta de que los gatos salvajes del desierto egipcio (los ancestros de todos nuestros gatos domésticos) eran magníficos cazadores de los perniciosos roedores. Y así, poco a poco, entre aquellos esforzados agricultores, se fue convirtiendo el gato en el animal doméstico por excelencia (uniéndose al perro que también venía siendo, desde mucho antes, un aliado esencial en las actividades económicas y de supervivencia de nuestros antepasados).

Desgraciadamente para el gato, esas raíces egipcias tuvieron tristes consecuencias también. Ocurre que el papel benefactor del gato, entre los egipcios, era tan importante, que este animal pronto se incoporó a la mitología y a la religión de aquella cultura.

Los egipcios, consecuentemente con la utilidad de los felinos, veneraban a Bastet, la diosa con cabeza de gato, que solía llevar también en la cabeza una serpiente, símbolo de la vida eterna (por su muda de piel, que se veía como reencarnación en un nuevo avatar). Ahora bien, la mitología egipcia, el eco de su mundo religioso y mágico, pervivió durante siglos en todo Occidente. Casi todo el esoterismo y el ocultismo que ha subsistido hasta nuestros días, desde el Tarot, por ejemplo, hasta el culto a las diosas y vírgenes, pasando por toda clase de talismanes y hechizos, hunde sus raíces en la tierra de los faraones. Esto hizo que el cristianismo mirase siempre con mucho recelo a una criatura como el gato, de tanta importancia en relación con el mundo mágico de origen egipcio. Y esto ocasionó, entre los siglos III y XVII, continuas matanzas de felinos en toda Europa. En 1232, la bula papal Vox in Rama, publicada por Gregorio IX, satanizaba oficialmente a los gatos negros, avatar evidente de la diosa egipcia de la serpiente y la cabeza felina, y a los que se presentaba en el texto de la bula como encarnación del mismísimo diablo (algo tenía también que ver en esto el sospechoso cariño de los musulmanes hacia los gatos). Tan tarde como en el siglo XVIII, aún se celebraban quemas rituales de gatos en París, a una de las cuales asistió incluso el mismísimo Luis XIV quien, según la tradición, bailó en la explanada de Nôtre Dame, mientras un puñado de gatitos ardían encerrados en una cesta y maullaban desesperadamente (maullidos que se creía espantaban a los demonios).

Mark Twain, gran amante de los felinos domésticos, decía que una de las virtudes del gato es que, a diferencia del perro, nunca te acaba de perdonar si alguna vez le has hecho una mala jugada. Estaba equivocado. Los humanos despertamos a la civilización y a la cultura gracias a los gatos. Protegieron nuestros graneros. Nos salvaron de muchas pestes transmitidas por las ratas. Y nosotros les devolvimos los favores convirtiéndoles en objeto de espantosas masacres. Pese a ello, aún nos quieren. Y como Ory (también conocido familiarmente como Pochi), ronronean, nos lamen y frotan tiernamente sus cabezas contra nuestras piernas.

¿Son mejores los gatos que nosotros? Tal vez. Han hecho muchos favores a la especie humana, en reciprocidad a la acogida que les dieron aquellos agricultores del Valle del Nilo. Y parecen haber olvidado tantos siglos de persecución.

El hombre no hace eso. La mitad de los hombres se olvidan por completo los favores recibidos.

La otra mitad se venga concienzudamente de ellos.

Escaqueo.

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Un chico, en Canarias, publica en su facebook un comentario sobre los policías municipales de su pueblo, que, a su juicio, se pasan el día “escaqueándose”. Y pocas horas después, los policías se presentan en su casa y le dan a conocer la pertinente denuncia en estricta aplicación de la Ley de Seguridad Ciudadana…

Es uno de los primeros casos de los muchos que van a ir reduciendo al absurdo esta norma de reciente vigencia, que está ya siendo objeto de burla o/y asombro en medio mundo (incluyendo el inefable Maduro, que se toma cumplida venganza de sus críticos en España, hablando un día sí y otro también sobre la mordaza que los redentores del sufrido pueblo venezolano han servido al sufrido pueblo español).

Pero a mí no me apetece hoy pensar en los feos abusos del poder. A este o al otro lado del océano. Prefiero centrarme en la bella esencia de las palabras.

Por ejemplo, escaqueo, ese vocablo que ha ocasionado la denuncia del internauta canario.

Se trata de una palabra misteriosa. En al menos dos sentidos.

El primer misterio es la etimología. Casi todos los autores señalan que escaqueo (que es palabra viene de los escaques o casillas del tablero de ajedrez) se deriva, en última instancia, del persa shah, rey, gobernador (la misma palabra que nos da nuestro “pachá”, nuestro jaque, y nuestro ajedrez, este último a través de shaturanga o al chadraj).

Pero yo, aun sin autoridad ninguna, pienso que no puede aparecer por generación espontánea, en el viaje desde sha hasta escaque, ese conspicuo fonema velar oclusivo sordo, k. Más bien pienso que ha debido de producirse una convergencia de, por un lado, esches, el ajedrez del occitano, y el vocablo árabe síkâk, que significa filas o enfilamiento y por extensión el plano o alzado de la medina. Síkâk es también, por supuesto, pariente próximo de nuestro zoco.

Para mí no hay duda de que los escaques del tablero de ajedrez se denominan precisamente así por el hecho que las filas y columnas en las que se distribuyen se asemejan al plano de los zocos árabes, que a su vez se inspiraban en las ciudades romanas, de planta rigurosamente ortogonal, trazadas mediante paralelas al cardo máximo (norte/sur) y al decumano (este/oeste).

El segundo misterio de “escaqueo” es su uso preferente en el ámbito militar (de hecho nuestro amigo canario lo ha aplicado a fuerzas insulares del orden, poco propensas, al parecer, al trabajo duro y metódico; no lo digo yo, lo dice él…).

¿Por qué hablamos de escaqueo sobre todo en el ámbito militar? ¿Es que los soldados son más vulnerables a la tentación de simular que están haciendo alguna tarea cualquiera, a fin de evitar que se les asigne alguna misión pesada? (esa es justamente la definición del depurado arte de escaquearse). Yo no lo creo. El escaqueo, en el sentido de escurrir el bulto para librarse de cooperar en las tareas comunes está a la orden del día en todos los ámbitos. Y muy especialmente en las empresas, según mi experiencia.

La verdadera razón por la que escaquearse se vincula al mundo militar no puede ser otra sino que la expresión “desplegarse en escaque” o “despliegue en modo escaqueado” se refiere a una maniobra específica de ocupación de terreno consistente en cubrir con efectivos una extensión, de un modo parecido a como las casillas blancas y negras cubren la superficie del tablero. Los expertos en táctica militar hablan de “frentes escaqueados”, para referirse a una determinada forma de disponer las fuerzas. Y también en el ámbito militar se utiliza el adjetivo escaqueado para referirse a un cierto diseño de fortificaciones.

Por lo tanto, siendo así que “escaqueo” es palabra técnica del ámbito militar, tiene lógica que el escaqueo, como pícara destreza para evitar el trabajo, sea, por antonomasia, el del soldado que elude los trabajos cuarteleros. Pero escaquearse, lo que se dice escaquearse, lo hace todo el mundo, con o sin uniforme.

Y espero que por decir esto, no se me presenten mañana unos policías a la puerta de mi casa, acusándome de haber incurrido en la infracción tipificada en el artículo 37-4 de la infame y tristemente famosa Ley 4/2015

Una ley aberrante, retrógrada, inoportuna y de pésima técnica jurídica. Una ley justamente conocida como Ley Mordaza, frente a la que todos nosotros tendremos la obligación de escaquearnos oportunamente.

La Playa.

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Anteayer, creo, escribí un post sobre esa nueva obsesión de los políticos que es la centralidad. Una palabreja que todos ven como la clave de bóveda para conquistar el gobierno. En la dichosa centralidad coinciden todos los profesionales del poder, incluso los que pensábamos que estaban más situados en posiciones extremas.

Pues no hace ni 24 horas que los periódicos han recogido las declaraciones de otro político más, en esta ocasión líder de un partido catalán que se autodenomina de izquierdas, mencionando justamente la palabrita de marras: centralidad. Así que estamos ante una estrategia generalizada. Todos quieren ser centrales (incluso los menos centralistas). Nadie quiere ser lo que es o lo que pensamos que es. Todos quieren ser tan solo lo que ellos creen que nosotros queremos que sean. El problema es que, precisamente por ser una estrategia generalizada, el viaje mercadotécnico a la “centralidad” es también una estrategia condenada al fracaso. En un escenario competitivo, lo que es bueno para todos, paradójicamente acaba no siendo bueno para nadie. Lo he explicado en alguna ocasión con una sencilla metáfora.

Imagínate una gran playa con dos grandes accesos. Es una playa muy larga que se extiende de norte a sur. Supongamos que hay algunos puestos de helado en la entrada norte. Y otros en la entrada sur. Los felices bañistas estarán dispersos más o menos regularmente a lo largo del lido. Y cuando alguno de ellos desea adquirir un refrescante cucurucho de vainilla, tiene que desplazarse o bien al extremo norte o bien al extremo sur, y emprender para ello una larga caminata sobre la ardiente arena.

El más avispado de los vendedores de helados de la zona norte será tal vez el primero en comprender que si desplaza un poco su puesto hacia el centro, ampliará su “mercado potencial” y venderá más cucuruchos. Pero, ay, eso mismo es lo que hará muy pronto otro vendedor de la zona sur, y por las mismas razones. Y no tardarán en hacerlo todos los demás, puesto que lo que les interesa no es estar en este u otro lugar, sino simplemente vender helados. Entonces, el beneficio obtenido por el desplazamiento “estratégico”, no tardará en quedar neutralizado por la generalización de los movimientos. Las ganancias se distribuirán, más o menos homogéneamente, entre todos los puestos que ahora han adquirido “centralidad”.

En suma, la estrategia obsesiva de la centralidad y la transversalidad no solo es una contradicción de los principios esenciales de la democracia, en el sentido de que subordina la postulación de unos determinados valores a la mera conquista del poder, sino que, por añadidura, es a la larga inútil.

Asombra el cinismo de quien declara estar dispuesto a renunciar a los valores, en aras de los resultados. Pero consuela saber que, en última instancia, no le servirá de mucho. Habrá perdido los valores sin haber obtenido los resultados.

Narratividad

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Hace algún tiempo, había powerpoints por todas partes. La gente se intercambiaba en la red presentaciones de todo tipo (cosas graciosas, autoayuda, poemitas…) y en las empresas no pasaba un día sin que uno tuviese que soportar la consabida dosis de aburridísimas slides por parte de algún comunicador incompetente. Ahora ya no es así.

¿Por qué están desapareciendo los powerpoints? ¿Por qué están pasando de moda?

Pues porque los powerpoints son sumamente ineficaces como instrumento de comunicación y persuasión.

¿Y por qué son ineficaces los powerpoints?

Los seres humanos estamos diseñados para asimilar un cierto formato de presentación de datos. Un formato preferentemente “narrativo”, en el que la información esté articulada como una sucesión de causas y efectos. Así es como está hecho nuestro cerebro.

Estamos diseñados evolutivamente para entender que una cosa lleve a la otra, y esta otra lleve a otra, y así hasta el final. Y esta articulación de causas y efectos es la esencia misma de la narración. No es casualidad que según alguna investigación, el 65% de las conversaciones y diálogos entre seres humanos se centren en el cotilleo y las historias sobre personas (¿comprendes ahora el éxito de la telebasura?).

Los powerpoints, con su sucesión compartimentos estancos de información, y sus insoportables “bullets”, son la negación misma de la narratividad. Desde el punto de vista neurológico, su impacto en el cerebro es parcial y limitado (al parecer, ese impacto se limitaría a las áreas de Broca y Wernicke). Sin embargo, las verdaderas narraciones involucran a instancias mucho mayores de nuestra mente, incluyendo la ínsula, que se relaciona con las emociones.

Quien despliega un powerpoint, en esencia, solo transmite palabras. Pero quien cuenta una buena historia, hace sentir cosas, convence y motiva. Los verdaderos líderes y comunicadores de todos los tiempos, han sabido que no se puede influir sobre la gente sino con metáforas, con comparaciones o con parábolas…O, ahora especialmente, con vídeos, que en realidad son la forma más depurada de lo narrativo.

Pero nunca con datos. Y mucho menos con powerpoints.

Otros Tiempos.

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En De Officiis, al final del libro II, Cicerón nos cuenta un sustancioso diálogo entre Catón el Viejo y un desconocido. «¿Cuál es la mejor manera de invertir el patrimonio propio?», pregunta el desconocido. “La ganadería productiva”, responde Catón. “¿Y después?», sigue interrogando su interlocutor. “La ganadería medianamente productiva”, responde el viejo censor. “¿Y después?”, insiste el personaje que pregunta. “La agricultura.”, replica Catón. Para terminar, y quizá tras dudar un poco, el interlocutor le hace la última pregunta a Catón: “¿Y qué tal prestar dinero?”…«¿Y qué tal asesinar?», responde a la velocidad del relámpago el romano incorruptible…

Higos

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Es curioso que en castellano (y también en italiano, por ejemplo) la mayoría de los árboles son del género masculino, mientras que el fruto que producen es del femenino: el peral/la pera, el olivo/la oliva, el naranjo/la naranja, el almendro/la almendra, el castaño/la castaña…

La excepción es el higo. Aquí es al revés. Lo masculino es el fruto. Y lo femenino el árbol. La razón es de tipo simbólico, evidentemente. El higo es un cierto icono de la masculinidad.

Quizá por ello los muy viriles atletas espartanos se alimentaban casi exclusivamente con higos (los antiguos griegos prohibían la exportación de los higos de alta calidad).

También se sostenían a base de higos los ciclistas de los viejos buenos tiempos (mi padre, por ejemplo, no se resistía a bajarse de la bicicleta tan pronto escudriñaba una buena higuera).

Se sabe que Bahamontes antes de cada carrera llenaba su morral con abundante provisión de higos secos y trocitos de pollo. Acaso más de una vez, aquel Aguila de Toledo, solitario en la escapada, se debió también parar junto a una higuera de la cuneta, para hacer acopio de carbohidratos. Consta que hacía cosas así incluso en el Tour de Francia, donde al menos una vez, yendo en cabeza, se detuvo para comprar un helado en un puesto de carretera y comérselo tan campante mientras sus perseguidores se mortificaban para alcanzarlo.

El higo, la primera fruta específica que menciona la Biblia (la del pecado original no se determina cuál es) es realmente muy distinto a los demás frutos, no solo por su género y su simbología masculina. Lo es también porque se poliniza de una manera fascinante, dejando pasar a su interior, por el orificio llamado ostiolo, a una pequeña avispa portadora del elemento fertilizador. Esa criatura morirá en el interior del higo y disolverá allí su cuerpo.

Cada higo es por tanto el cenotafio de un insecto. Conviene no pensar en esto al comerlo. Hay cosas que es mejor no saber cuál ha sido el proceso de su elaboración. Ya se sabe: las salchichas, las leyes…Y también los higos.

Sangre

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He leído estos días en algún sitio que los científicos han descubierto que las transfusiones de sangre joven a los ancianos, pueden tener sorprendentes efectos rejuvenecedores. Un escalofrío me ha sobrevenido al saber esto. Me he acordado de que en la antigua Roma, cuando los gladiadores derrotados agonizaban, algunos espectadores poderosos, especialmente si estaban afectados de epilepsia, tenían el privilegio de poder acercarse a sus cuerpos, aún palpitantes, para beber su sangre derramada y absorber así su fuerza vital, mientras el joven e infortunado gladiador aún respiraba. Esto lo cuenta Plinio, en Historia Natural. Algún fundamento debía haber en la atroz costumbre.

Para qué sirve mi cerebro.

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Es curioso, pero en la recién estrenada película Inside Out no hay sexo. Nada de sexo.

Quizá sería de esperar, teniendo en cuenta que se trata de un producto de la casa Disney, donde pueden estar permitidas todas las atrocidades y tragedias imaginables (capaces de traumatizar para siempre el alma infantil con recuerdos tristísimos promovidos por escenas de Bambi o Dumbo, por ejemplo), pero donde el sexo propiamente dicho está desde siempre proscrito.

En cualquier caso es chocante, porque se supone que Inside Out trata de “sacar afuera” lo que está ocurriendo dentro de nuestro cerebro, en el que como sabemos, el sexo suele tener cierto protagonismo…

Bueno, algo más que cierto protagonismo, reconozcámoslo. Porque, incluso dejando aparte el enfoque freudiano, tendríamos que aceptar que el cerebro humano existe, básicamente, por y para el sexo. Déjame que te explique lo que quiero decir.

Si fuéramos microorganismos, nos reproduciríamos por duplicación. Crearíamos en un plis plas, por ese sistema, una progenie de miles de sencillos individuos. Las escasas mutaciones producidas por el azar en esas duplicaciones masivas serían más que suficientes para asegurar la adaptación al medio de la especie en cuestión, dada la enormidad de los factores de multiplicación generacional.

Pero el hecho es que no somos microorganismos. Somos criaturas enormes. Complejísimas. No podríamos multiplicarnos de la misma manera que las bacterias o los virus, so pena de contradecir las mas elementales leyes de la termodinámica.

Siendo esto así, nosotros nos vemos obligados a buscar métodos más eficientes para reproducirnos y sobrevivir como especie. Y el método es el sexo. Gracias al sexo entre géneros, y al igual que otros muchos seres del reino animal, conseguimos que cada generación presente la necesaria variabilidad genética con respecto a la anterior, incluso aunque los vástagos de una pareja no sean más que un puñado de individuos.

Lo que pasa es que el sexo exige movimiento. No podemos, por ahora, intercambiar nuestra carga genética a distancia, desde la inmovilidad (aunque hoy he leído en La Repubblica que ahora se envían embriones a Italia desde España, y por correo o mensajero  (!)).

Pero el sexo exige además atracción. Es preciso que entren en juego las hormonas, los neurotransmisores y los mecanismos de placer/dolor, sin los cuales la mera proximidad física no sería suficiente, normalmente, para producir el intercambio.

Pues precisamente el cerebro es, esencialmente, esa respuesta evolutiva que permite que ciertas criaturas puedan moverse. Criaturas que no pueden recurrir al viento o al vuelo de los insectos para “polinizarse”. Criaturas que necesitan un sistema muy evolucionado para hacer posible el control del espacio y para acercarse unas a otras a fin de reproducirse.

Y adicionalmente, la mente humana es también, en esencia, el sistema que hace posible la atracción entre los géneros, más allá de la mera proximidad entre ellos. Acierta quien dice que el órgano sexual por antonomasia es el cerebro (por más que a veces sea justo al revés, pues también se da el caso de que el cerebro de algún individuo se sitúa más bien debajo de su cintura…).

En fin, resumo diciendo que tenemos cerebro para movernos. Básicamente tenemos sesera para desplazarnos con precisión hacia la comida y en particular para acercarnos hacia los individuos del sexo opuesto. Y para sentirnos atraídos por ellos. Es tan sencillo como eso. El cerebro, evolutivamente hablando, es un instrumento del sexo…Por y para el sexo, principalmente, tenemos cerebro.

El resto es, desde Atapuerca hasta esa fascinante nave espacial que ahora fotografía las montañas de Plutón, pasando por Miguel Angel o García Lorca, puro desarrollo.

Progress

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Ayer, a primera hora de la mañana, hablando de pizzas, yo aludía de pasada al concepto político de moda, esto es, la “transversalidad”. Hoy compruebo que más o menos al mismo tiempo, Tony Blair, en el think thank Progress, estaba aclarando la noción mucho mejor de lo que yo podría hacerlo, con ocasión de un speech orientado a explicar al Partido Laborista cómo recuperar el poder. Transcribo sus elocuentes palabras:

“…Personalmente, prefiero ganar. Podré hablaros de cómo conseguir la victoria. Se vence desde el centro; se vence cuando nos dirigimos a un haz transversal de la opinión pública, se vence cuando apoyamos a las empresas tanto como a los sindicatos. No se vence desde una posición tradicional de izquierda”

Esto es. El mismo personaje que recogió impúdicamente el legado reaccionario de Thatcher, que abrió las puertas del infierno a la política internacional con su apoyo a la Guerra del Golfo, y que después de dejar el poder se las ha arreglado para amasar, al servicio de J.P.Morgan, una fortuna personal superior a los 13 millones de libras, nos explica ahora con supremo cinismo pero insuperable claridad, de qué va el asunto de conquistar el poder, de ser el eficaz conductor (agogos) del pueblo (demos) mediante la piedra filosofal de la “transversalidad” (broad cross section, en sus palabras).

En política se vence desde el centro nos explica Blair. El centro sería la nueva versión de la izquierda, porque la izquierda tradicional no permite vencer. Y lo importante, digámoslo una y mil veces, uniéndonos al coro de los políticos e ideólogos emergentes de nuestro país, es vencer.

Ah, qu’importe le flacon pourvu qu’on a l’ivresse, que diría Alfred de Musset…

Broad cross section, sí, esa es la clave. Transversalidad. El fértil concepto que se podría traducir, por ejemplo, con el vocablo castellano “haz”, o el italiano “fascio”, pongamos por caso.