Excepciones.

«La excepción confirma la regla»…me dice un amigo para justificar algo que parece no encajar con mi objección a su apresurada generalización, de la que se siente muy ufano.
Es una muletilla usadísima, que viene bien en toda situación. Al mismo tiempo es uno de los mejores ejemplos de que utilizamos el lenguaje de manera un tanto automática, sin fijarnos muy bien en lo que decimos.
Una excepción jamás puede confirmar la regla. A lo sumo, la refuta. De hecho, encontrar excepciones es la forma obvia de cuestionar leyes que se presumen generales; una forma rigurosamente popperiana.
Entonces ¿por qué se ha convertido en un lugar común la frasecita de marras?
Pues porque proviene de una mala traducción del latín que utilizaban los juristas medievales.
Lo que esos lógicos querían indicar es que cuando una norma enuncia una excepción a determinada regla u obligación, en realidad, de forma indirecta está estableciendo que existirá alguna regla vinculada a esa excepción.
Exceptio probat regulam, decían esos juristas. Y añadían «de rebus non exceptis» (en los casos no exceptuados). Es decir, enunciar algo como excepción equivale a enunciar también la regla que se aplica a los casos no mencionados como exceptuados. Puro razonamiento escolástico.
Con la utilización del verbo «probare» esos sutiles leguleyos no pretendían indicar una idea de confirmación a través de la excepción, sino más bien de mera constatación de la existencia de una regla general a partir del enunciado de la excepción.
«Probare» significa en latín, en este contexto, mostrar la realidad de algo o su existencia. Por ello, el aforismo medieval debería traducirse como «la excepción sugiere la existencia de una regla».
Y desde luego no debería utilizarse este aformismo fuera (a lo sumo) del ámbito jurídico, pues lleva en sí mismo una carga de equívoco. Pero me temo que ya no hay remedio. Se ha convertido en un lugar común. Y los lugares comunes tienen larga vida…salvo excepciones.

Pero el esfuerzo y el ánimo será imposible.

Hay algo intrínsecamente superficial en el mundo de internet. Lo digo por el curioso recurso al verbo navegar para definir el uso de la red. Cuando se navega se va por la superficie, claro está. No se entra en profundidades…
–Ya, pero eso es en español. En inglés se dice browsing, que no tiene nada que ver con la náutica.
–Desde luego que no. Pero browsing se deriva del inglés medieval brousen, que a su vez se relaciona con la raíz protoindoeuropea brhreus, que connota la idea de brote o capullo, lo mismo que el francés antiguo broster o el español brotar.
–Así que browsing es coger brotes…
–Exacto. Y en inglés se aplicaba sobre todo al ganado, dicho sea sin animo de ofender a los adictos a peinar la red. Lo cierto es que si te mueves por internet, ya seas inglés o español, tiendes a quedarte en la superficie de las ideas o en los brotes del árbol de la cultura…
–Puede ser.
–Es. Si no fuese así yo seguiría ahora dando más datos al respecto, señalando por ejemplo que Darwin, en el Origen de las Especies (1859), todavía usaba el verbo to browse en el sentido ganadero, al relatar una de sus observaciones en los pastos de Farnham, Surrey, en esforzada búsqueda de pinos silvestres («…little trees have been perpetually browsed down by cattle»), si bien desde 1800 el uso preferente de to browse es de tipo metafórico y se relaciona con la idea de coger un poco de aquí y un poco de allá de forma un tanto casual, ya sean libros o cualquier otro objeto o entidad. Picotear, en suma. Pero, no. No pienso seguir, escribiendo. Porque las estadísticas demuestran que el 95% de los lectores no habrá pasado del segundo párrafo de este texto. Si acaso.
–Tienes razón. Y es bien sabido que, como dijo Ortega, los esfuerzos inútiles conducen a la melancolía.
–¡No! Ortega no dijo eso, aunque lo pone todo el mundo en boca suya. He aquí un supremo ejemplo de la superficialidad de la cultura, derivada del abuso de la red y la renuncia a las verdaderas fuentes.
–¿Ah no? ¡Pero si lo han puesto en boca de Ortega miles de veces… ! Incluso desde la tribuna de oradores del Parlamento.
–Pues han hecho mal. Te cuento. En la «Meditación de El Escorial», dentro de «El Espectador», Ortega se asombra de la inmensa magnitud del Monasterio. Una magnitud que obliga al espectador a preguntarse por el objeto de tamaño esfuerzo. Se trata de un esfuerzo puro, piensa Ortega, un esfuerzo que encuentra su propio sentido solo en sí mismo. Y esa idea del esfuerzo puro, del esfuerzo por el esfuerzo, la encuentra también Ortega en el Quijote, a partir de las mismas palabras del Caballero de la Triste Figura: «podrán los encantadores quitarme la ventura; pero el esfuerzo y el ánimo será imposible».
Ortega piensa que Cervantes ya nos da en ese pasaje la pista de que la historia de los españoles es la historia de una nación de esforzados puros. Ahora bien «¿adónde puede llevar el esfuerzo puro?, se pregunta Ortega. «A ninguna parte; mejor dicho, solo a una; a la melancolía», se responde.
–Bueno. Es más o menos lo mismo que esa cita que todo el mundo usa.
–O no. Porque el esfuerzo por el esfuerzo no es lo mismo que el esfuerzo inútil. Ni mucho menos. Aunque ambos puedan conducirnos a la melancolía. Como a mí me conduce a la melancolía este post tan largo que muy pocos leerán. En cualquier caso, el hecho de que se cite de manera tan errónea a Ortega en tantísimas páginas web, es un ejemplo de lo que empecé indicando más arriba. Pocos han leído a Ortega de verdad. Pocos citan con rigor. Nadie profundiza. Nadie lee las fuentes. Nadie comprueba nada. Todo es puro browsing. ¡Qué melancolía!

Askatu.

Hablando de la interrelación entre las diversas lenguas y los préstamos léxicos recíprocos, un amigo me dice que a su juicio el vasco debe ser algo especial, al no tener relación conocida con otras familias lingüísticas.
Pues tampoco. El diccionario de la lengua vasca está lleno de palabras tomadas de otros idiomas. Hay muchas menos palabras «nativas» en vasco de lo que uno podría imaginar. Y no tiene el vasco prácticamente ninguna palabra nativa en ámbitos como la ley, la administración, la religión, la educación, la literatura, o el comercio. Ni siquiera hay vocablos nativos en el mundo náutico, pese a lo que podría esperarse en un pueblo perito en olas.
Para empezar, el vasco tiene algunos (pero no muchos) ecos celtas. Remo es arraun en vasco, a partir de la misma raiz celta que da el inglés oar. Oso es hartz en vasco, a partir de una raíz prerromana que también originó el arktos (oso) griego y el ursus latino.
En segundo lugar, en el léxico vasco tiene un enorme peso el latín. Miles de palabras latinas llegaron al habla de los vascos cuando Roma comenzó a dominar la península ibérica. El proceso comenzó tan tempranamente y produjo tal evolución que a veces cuesta reconocer la palabra latina que está detrás de la vasca. Pero si nos esforzamos, veremos por ejemplo el regis latino (rey) palpitando en el errege vasco. O el gerezi vasco evocando la cereza latina (cerasium).
La influencia latina en el vasco aún fue mayor a través de las lenguas romances, durante toda la Edad Media. Bastaría que abriésemos un Diccionario de la Lengua Vasca por la primera página, es decir, por la letra A, para comprobar muy pronto esta enorme influencia, si bien a veces cuesta un poco desenmascarar el antecedente, travestido por los siglos de uso. Así, reconoceremos el anatem latino (pato) en el ahate vasco; la vegada catalana (ocasión) en abagadaune; el adventum latino (adviento) en abendu; el caveam latino (jaula) en abia; el augur latino en agur, el angelum latino en aingeru; el asciolam latino (hacha) en aizcolari; el aculeum latino (aguijón) en akullu; el alacer (alegre) latino, en alai…Y así sucesivamente. Por contra, los préstamos vascos a otras lenguas son escasos, tenemos zurda, izquierda, cencerro…y el muy curioso silueta, que es una deformación de zulo, agujero, y que está en relación con Étiene de Silhouette (Zuloeta, lugar con agujeros, pronunciado a la francesa), el ministro vasco populista de Luis XV, cuyos propósitos iniciales de justicia social se quedaron finalmente en poca cosa, apenas un esbozo, dando origen al familiar epónimo «silueta» (al menos eso nos dice Balzac).
Por cierto, hablando de zulos, hasta el acrónimo tristemente famoso ETA tiene deuda con los romanos. El primer elemento, euskera, se deriva de Auscii que es el nombre que por alguna razón dio César a estos pobladores de Aquitania («aquitanorum clarissimi sunt Auscii»). El segundo elemento, eta, es la deformación de la conjunción copulativa latina, et. Y en cuanto al tercer elemento, askatasuna– libre, libertad, se deriva, aunque no lo parezca, del verbo tardolatino, laxicare, que en su participio forma laxicatum, y que significa aflojar. Es el mismo verbo que nos da la palabra laxante.
Y esto último no deja de tener gracia (más allá de sugerir que no hay nada menos disgregador que el lenguaje). La consanguinidad lingüística en vasco del laxante y la libertad es sugestiva pues tal vez la dictadura no es sino una forma de estreñimiento colectivo. Estreñimiento a su vez se dice en vasco idorreria, derivado de idor, seco. También se le puede sacar punta a esto: el estreñimiento es seco y estéril, como la la falta de libertad.

Lazaretos y guetos.

Se ha hablado mucho últimamente de «cordones sanitarios«, en referencia a la proscripción de ciertos grupos políticos. Mira por dónde, nos encontramos ahora con que tiene lugar el mayor cordón sanitario de la Historia de la Humanidad, con más de 30 millones de personas recluidas en cuarentena, en un colosal lazareto.
El lazareto o cordón sanitario, así como la institución de la cuarentena, son inventos venecianos. La primera cuarentena la implantaron los de la Serenísima en Dubrovnik, en el siglo XIV, cuando la peste negra devastaba intermitentemente Europa. Tal vez fijaron el período en 40 días inspirándose algún pasaje del Nuevo Testamento (el retiro de Cristo en el desierto, se supone). Se pensaba, a veces con acierto, que fuera lo que fuese lo que causaba el mal, acabaría por perder virulencia al cabo de esa cuarentena, si se realizaban debidamente las tareas de limpieza, fumigación y purgación.
El primer lazareto fue la minúscula isla de Santa María de Nazareth, en la laguna veneciana (el nombre de «lazareto» proviene de una mala pronunciación de «Nazareth«, que se combina con la dedicación de esa isla a San Lázaro de los Armenios, santo terapéutico protector de los leprosos. En el islote, muy próximo al lido veneciano, eran forzados a desembarcar los navíos que portaban algún enfermo sospechoso de peste. El capitán estaba obligado a mostrar una bandera específica que era avistada por el vigía de la torre de San Marcos. Santa María de Nazareth era perfecto como lazareto porque estaba lo suficientemente lejos como para alejar las miasmas, pero lo suficientemente cerca como para facilitar el traslado de los visitantes sospechosos. Es la misma idoneidad del mayor lazareto que ha existido hasta estos tiempos del coronavirus, esto es, la Isla de Ellis, en la bahía de Nueva York, por la que pasaron millones de emigrantes europeos.
Los venecianos, como he dicho, también inventaron esa otra triste institución que es prima hermana del lazareto, esto es, el ghetto. Si aquel servía de cordon sanitario para los males del cuerpo, este protegía de la expansión de los males del alma. Pero ambos compartían la idea de segregación. Y en muchos casos, como nos indica la Historia, ambas figuras se fusionaron. Porque en no pocas ocasiones se utilizó el lazareto como herramienta de represión social o ideológica. En el Nápoles de 1836, que hervía de inquietud social, las autoridades, con la excusa sanitaria, acosaron y reprimieron a las prostitutas primero, a los vagabundos después, y a los desafectos al régimen finalmente, lo que provocó la ira y el rencor del pueblo, que contribuyó no poco al estallido callejero que cristalizó doce años después. Algo similar ocurrió en otros estados europeos, en los que las intermitentes epidemias de cólera del siglo XIX proporcionaban a la policía una coartada para inmovilizar a los ciudadanos rebeldes. Esas mismas autoridades europeas censuraron los datos sobre la pandemia de influenza que fustigó en tres devastadoras oleadas, entre 1918 y 1919, el continente en guerra, produciendo millones de muertes, principalmente entre soldados acuartelados. Como en la España neutral se editaban los únicos los periódicos hablaban de este zarpazo de la haemophilus influenzae, la pandemia acabó por denominarse, de manera totalmente injusta, gripe española.
El gigantesco lazareto y la populosísima cuarentena que han establecido las autoridades chinas para evitar la expansión del coronavirus puede que ayude a detenerlo o puede que no. Pero algo nos dice que, como enseña la Historia, es casi seguro que podrá servir también como «cordón sanitario» en el sentido que dan los medios ahora a la expresión. Y la cuarentena de los enfermos posiblemente acabe aislando también la verdad, detrás de un muro. De todo eso vienen entendiendo mucho los capitostes del Imperio del Centro. No solo ahora.

Helel

Al hilo de mi post de anteayer sobre esos pobres diablos que eran los satanes veterotestamentarios, un lector y, pese a ello amigo, me dice que no está en absoluto de acuerdo, pues le consta que en el Antiguo Testamento, concretamente en el libro de Isaías, se habla de Lucifer, como una especie de ángel caído del cielo.
Pues lo siento pero me reitero en lo dicho. Porque Isaías, en efecto, nos habla de un tal Lucifer. Pero esa referencia no tiene nada que ver con la idea del Príncipe de las Tinieblas, aunque bien puede considerarse el punto de partida de una noción que formaliza San Jerónimo en el siglo IV y desarrolla y divulga la teología cristiana, la literatura europea y el pensamiento esotérico, desde Dante a William Blake, pasando por los enredos mentales de los gnósticos y todas sus batallas cósmicas.
A lo que se está refiriendo el profeta Isaías es a las vicisitudes de un tirano enemigo del pueblo de Israel, cuya subida al máximo poder no debe verse sino como precedente de una estruendosa caída.
Isaías habla despreciativamente de ese personaje, o puede referirse también, personalizando, y en su conjunto, al efímero imperio babilónico que alcanza su zenith con Nabucodonosor II, el responsable del cautiverio del pueblo judío. A ese tirano o a ese ente lo llama «helel», «el resplandeciente«. Evoca su enorme soberbia, su arrogancia, su pasajero poder…Y lo compara muy poéticamente con Venus, esto es, el lucero del alba (lucifer y lucero del alba viene a ser lo mismo: el que lleva la luz, el que resplandece).
Venus es la primicia estelar de cada celestial atardecer. Aparece significativamente siempre cerca del astro rey, que se diría le está dejando respetuoso paso mientras hace mutis hacia Occidente. Y una vez entronizado en el cielo nocturno, Venus brilla más que cualquier otro planeta o estrella (debido a su proximidad a la Tierra y al gran cinturón de espesas nubes refractantes de la luz que lo rodean, algo que nos daría para una reflexión sobre el amor, su brillo y sus confusiones…).
Pero no es menos cierto que, pocas horas después, el majestuoso Venus, ya convertido en estrella de la mañana, desaparece fatalmente, cuando la luz del amanecer termina por hacerlo invisible y el Sol recupera el trono que abandonó durante la noche. Algo similar a lo que le ocurre al arrogante enemigo caldeo de los israelitas.
Hay otros pasajes del Antiguo Testamento que podrían inspirar–echándole mucha imaginación al asunto–la figura de un maligno semidios, como es el caso de Ezequiel 28:12. Pero una vez más, el texto se dirige, esta vez de forma expresa, a un malvado y arrogante rey de Tiro, que acaba de morir tras haber llevado a cabo no pocas fechorías contra el pueblo de Israel. Es un canto fúnebre en el que se pone en boca de «el Señor» una descripción de las maldades de ese odiado tirano, con mucho énfasis en su abuso del comercio y la acumulación de riquezas (ojo al dato), y en su profanación de los templos. Todo ello son conductas debidamente castigadas por el poder divino, que corta las alas del monacra, lo sume en lo profundo de un pozo, y lo convierte en cenizas. También se ha querido ver una referencia a la idea de Ángel Caído en la Cuarta Profecía de Balaam (Libro de los Números). Pero esto es solo porque el propio profeta de la burra parlante se autocalifica como alguien que ha ha visto al Todopoderoso y después ha caído, pero que sus ojos aún abiertos le han permitido vislumbrar la aparición de una estrella de la estirpe de Jacob. Hay que forzar mucho las cosas para ver ahí a una némesis del Omnipotente.
En fin, que me reitero en lo dicho. Nada de príncipes de las tinieblas en el Antiguo Testamento (pese a lo que sin el menor fundamento indica Wikipedia en el artículo sobre el Lucero del Alba). Lucifer es simplemente una teorización interesada de los primitivos teólogos cristianos. Incluso en el evangelio se le llama admirativamente a Jesus lucero del alba, es decir, lucifer. La teorización del Lucifer como ente singular y metafísicamente perverso está en relación con una triste obsesión de los primeros Padres de la Iglesia, a saber, la que aspira a imbuirnos sistemáticamente de culpa y de miedo, para lo cual es imprescindible asentar bien en nuestras conciencias la figura de un ser maligno y poderoso. Una culpa y un miedo que ese gran aliado del poder civil que fue la Iglesia desde el Edicto de Milán, considera factor indispensable para garantizar la paz y el orden social. Le debemos mucho bueno al cristianismo. Pero en el debe pesa no poco esa obsesión por la culpa y por el miedo. Y pesa el constructo de ese nefasto artefacto, de esa patraña, de ese vehículo de dominación y opresión que es la creencia en Lucifer.
No creo que haya otro Lucifer que el díscolo e imprevisible planeta del amor, tan cambiante como la Luna, que desde el cielo nos da la bienvenida a los misterios de cada noche y nos anuncia cada mañana la dicha luminosa de un nuevo día. Un día sin culpa y sin miedo.

El Segundo Oficio más Antiguo.

Estos días se está debatiendo mucho en los medios (entiendo que menos en la calle) sobre los fiscales y su encuadre jurídico. ¿Es el fiscal una figura que pertenece a la esfera del poder judicial o debe inscribirse e el ámbito del poder ejecutivo?
En realidad, no se puede responder con precisión. Ni siquiera consultando la caracterización del fiscal en la Constitución. Es la fiscalía una institución que participa de ambas naturalezas, como resultado de su larga evolución histórica.
La institución del «fiscal» se concreta jurídicamente en el siglo XIX, pero es final de un proceso de convergencia de dos figuras diferentes que datan de tiempos medievales: los inquisidores de la Iglesia Católica por un lado, y por otro los representantes de los intereses del rey y guardianes de su patrimonio (y por extensión, vigilantes del cumplimiento de las leyes).
En virtud de lo primero, hay que adscribir al fiscal al ámbito estrictamente judicial. Son inquisidores (del latín inquaerere, profundizar en la búsqueda o el escrutinio) y pertenecen a la curia. De hecho, en algunos países (por ejemplo, en Italia), los fiscales son magistrados, al igual que los jueces ordinarios.
En virtud de lo segundo, hay que adscribirlos al ámbito del poder ejecutivo. Son agentes de la autoridad gubernativa y ejercen como tales. En Francia, por ejemplo, el Fiscal General nato es el mismísimo Ministro de Justicia del Gobierno de la República, evocando con ello los tiempos en los que los fiscales eran los personajes que velaban para proteger los intereses económicos reales. De hecho, la palabra fisco se relaciona directamente con la idea del patrimonio real, pues fisco no es otra cosa que la cesta de juncos que metafóricamente simbolizaba la recaudación de fondos para el rey.
Lo esencial del fiscal moderno, sea cual sea su naturaleza, es su carácter de acusador especializado. Un acusador que se diferencia del juzgador, con lo que ello representa de mejor garantía de buena justicia. Si el que acusa primero es el mismo que juzga después, es plausible que se distorsione la correcta y objetiva aplicación de la ley. El solapamiento de las dos funciones haría explicable una tendencia del magistrado a forzar sentencias que confirmen sus acusaciones…
Como he indicado arriba, se suele decir que la figura del fiscal tal como la conocemos, se remonta a los modernos sistemas penales europeos, que datan del siglo XIX. Pero en realidad, el fiscal/acusador es una institución muchísimo mas antigua.
En cierto modo, el fiscal comparte con la prostituta el derecho a ser considerado el oficio más antiguo del mundo. Porque la primera referencia histórica (o mítica, si se quiere) que tenemos del «acusador» profesional nos remonta a la Biblia. Ahí nos encontramos con la profesión de «demonio«, que en el Antiguo Testamento no es sino un mero ayudante de Yahveh encargado de denunciar ante él las transgresiones de los hombres. El relato bíblico no nos habla de una especie de ángel caído y principe del Mal. Ni mucho menos. Simplemente nos habla de demonios en el sentido de adversarios, enemigos o acusadores, pero siempre bajo la esfera organizativa de Yahvé y a su estricto servicio. Así es, lo satanes del Pentateuco son poco mas que pobres diablos encargados de vagabundear por el mundo y dar servicio como espías al Todopoderoso (en la Septuaginta, se traduce el «satán» hebreo como «diabolos» que en griego significa simplemente «el que acusa«.
Se crea o no, en el Antiguo Testamento no hay una sola referencia al concepto de «ángel caído» (eso es un mito fruto de una elaboración del siglo III totalmente ajena a la Biblia). Tampoco es cierto que en el Génesis, el Demonio tentase a Eva. No hay tal Demonio en esas páginas, como puede fácilmente comprobarse. Solo una serpiente parlanchina que invita a Eva a morder el fruto de la vida («fruto», que no manzana).
En el Nuevo Testamento, y gracias a ese gran inventor del cristianismo que fue Pablo de Tarso (13 de los 28 libros del Evangelio son de su autoría), es donde se introduce la idea del Demonio como Príncipe del Mal. Es decir, el Demonio o los Demonios tal como lo conocemos son básicamente un artefacto cristiano. Y durante los primeros siglos del cristianismo, además, se tendía a identificar también a los dioses paganos como demonios. Por eso el bautismo cristiano implica el compromiso previo del bautizado (o su padrino) a renunciar a sus creencias previas (el demonio) y a los ritos asociados a esas creencias (las pompas, es decir, los típicos desfiles de los ritos paganos, pues pompa no significa etimológicamente otra cosa sino procesión).
En suma, que el asunto de este segundo oficio más antiguo del mundo, y su verdadera naturaleza, es intrincado y escurridizo, y nos lleva a la temática de los acusadores bíblicos. Una temática fascinante y diabólicamente complicada. No es extraño que haya tanto debate al respecto en los medios.

Il biglietto

Reverdece furioso el antisemitismo en Europa. Y ayer domingo, en Italia, uno de los países en donde los brotes vuelven a germinar con más fuerza, el nuevo duce populista achaca ese antisemitismo rampante… «a los inmigrantes árabes» (sic). Con ello, el caudillo soberanista une la estupidez a la infamia, pues obviamente lo árabe viene a ser tan semita como lo judío…
Esta memez del lombardo falaz me ha hecho recordar il biglietto.
Me refiero al papel que los esbirros de la SS entregaron, casa por casa, a las familias de origen judío en la Roma ocupada por el Reich, en una mañana de 1943.
Aquel infausto día de Octubre, 300 miembros de las SS, por parejas, fueron visitando cada uno de los domicilios del barrio judío romano. Llamaban con violencia a las puertas y entregaban un documento mecanografiado. El documento daba 20 minutos (¡20 minutos!) para que la familia completa cogiese sus cosas y saliese de su hogar camino de los lager. Las instrucciones eran claras:

1) junto con su familia y con los otros hebreos que pertenezcan a su casa, será transferido
2) hace falta que lleve consigo:
a) víveres para al menos 8 días
b) la cartilla de racionamiento
c) documento de identidad

3) Se puede llevar en el viaje
a) pequeña maleta con efectos personales y mudas.
b) dinero y joyas
4) Cerrar con llave el apartamento resp. la casa
5) Los enfermos incluso en los casos gravísimos no pueden por ningún motivo quedarse atrás. En el campo hay enfermería.
6) Veinte minutos después de la presentación de este documento la familia debe estar lista para la partida.

¿Por qué este biglietto produce (al menos en mi caso) un escalofrío de horror que iguala o incluso en cierto modo supera a la náusea infinita del relato de las cámaras de gas? Tal vez la se deba a que la Shoah fue una enormidad tan colosal que de algún modo escapa a la valoración. En nuestro subconsciente, percibimos el Holocausto casi como algo irreal o imposible, y acaso lo hacemos como puro mecanismo de supervivencia frente a la debacle de la fe en el hombre que aquello supone. Pero este biglietto…ah, este biglietto nos pone en la mismísima piel de esas familias–padres, hijos, ancianos–que abren la puerta de su hogar a una pareja de matones armados y vestidos de negro (elegantes uniformes creados por el jerarca de las Schutzstaffel Hugo Boss) y que son informados de que en poco más de un cuarto de hora deben dejarlo todo, cerrar con llave, para siempre, sus casas y partir hacia el infierno con una maletita para llevar el nécessaire, la ropa interior y poco más.
Resulta casi imposible interiorizar el Apocalipsis de los campos de exterminio. Pero es muy fácil–dolorosamente fácil–ponerse en el lugar de aquellas familias burguesas de la Roma del Otoño de 1943 que recibían el fatal biglietto.
Habría que imprimir muchas copias facsimiles de este espantoso papel tan malamente redactado y mecanografiado. Cada una de esas copias debería servir para alertarnos. Debería servir para hacernos ver que la serpiente puede estar saliendo ahora de su huevo, si es que no lo ha hecho ya. Y que este es el momento de aniquilarla. Antes de que algún día abramos la puerta de nuestra casa y nos entreguen…el biglietto.

La cosa.

Desde hace algún tiempo, la actualidad política es, esencialmente, actualidad judicial o actualidad jurídica. Todo son cuestiones y querellas sobre leyes y sentencias.
–Se diría que no hay otra cosa sobre lo que debatir–me comenta un amigo al respecto.
–Lógico–le respondo–porque no hay otra cosa como «la cosa».
–¿Qué quieres decir?
–Pues que los asuntos judiciales son «la cosa» por excelencia.
–Explícate.
–Ya te habrás imaginado que me estoy refiriendo al origen de las palabras.
–Me lo temía. Es incurable tu obsesión al respecto. Pero, adelante, dime a qué te refieres cuando relacionas el concepto cosa con las togas y los togados.
–Muy sencillo. Y creo que ya te lo he comentado alguna vez. La palabra cosa es una derivación de «causa». De causa entendida como asunto judicial. La palabra causa, en su acepción de cuestión disputada en tribunales, evoluciona hasta servir como referente de algo indeterminado, tal vez por la inherente dificultad de precisar bien lo que se dirime en los foros.
–Curioso, realmente. Pero me parece que tu tesis está cogida con alfileres; la evolución de «causa» a cosa puede ser algo casual, más que causal, valga la redundancia. Puede ser tan solo una particularidad exclusiva de la evolución del latín hacia las lenguas romances. No creo que se pueda generalizar nada a partir de ahí.
–Cierto–le respondo a mi escéptico interlocutor–pero ocurre que se da el mismo fenómeno en otras lenguas. Por ejemplo el inglés.
–¿Ah sí? ¿me vas a decir que la palabra inglesa «thing» tiene también un origen judicial?
–Exacto. Te interesará saber, por ejemplo, que en el idioma que hablaban los islandeses en el siglo X (una lengua muy vinculada al inglés medieval) la asamblea en la que se debatían asuntos judiciales y de interés público, era denominada el «althing», con el significado de «foro general» o «foro para todo».
–¿Y?
–Pues que, en realidad, esa denominación del islandés/antiguo noruego, se debía a que tanto el thing del inglés medieval como el althing de los islandeses, derivan de una misma fuente germánica que relaciona la palabra «thinga» con una asamblea judicial, y por extensión con un asunto jurídico.
Con el tiempo, esta palabra comienza a servir como término para referirse a cualquier asunto o ente en general, no solo en el ámbito jurídico. Es el mismo proceso que lleva del latín causa a cosa en español, o chose en francés.
–Interesante–me dice mi amigo, resignado–pero me viene a la cabeza que en catalán, por ejemplo, cosa se dice res, y no parece tener eso mucha relación con el derecho o los jueces. Eso refuta tu teoría.
–¡En absoluto! La fascinante anomalía del catalán, que para cosa usa res en lugar de un derivado del latín causa, avala de manera ejemplar lo que te acabo de contar.
–Ya estamos…Me lo temía.
–Sí. Porque en el Derecho Romano se usaba también la palabra «res», cosa, para referirse a los asuntos tratados en el Senado o en los tribunales. Ahí tienes, por ejemplo, la conocida expresión «res judicata», para referirse a un asunto sobre el que ya no cabe un segundo juicio (non bis in idem). O la palabra república, sin ir más lejos, que como sabes, se deriva de res, cosa, y publica, la cosa de todos, en concreto.
–De acuerdo. Pero me deja un poco perplejo todo esto que me dices. No alcanzo a entender esa vinculación entre la cosa y el derecho, que al parecer es tan esencial. ¿Cuál puede ser la razón?
–Pues–concluyo–no sin una reconfortante sensación de triunfo dialéctico–esto puede deberse a que en la concepción primitiva de las cosas y de las leyes, la definición de cosa era precisamente todo objeto o entidad del mundo exterior susceptible de que en ella recayesen derechos.
–O sea, que si algo no estaba en el mundo jurídico, no era cosa, no existía…
–O sí existía. Existían las obligaciones y los servicios. Pero básicamente se regulaban en referencia a alguna cosa material.
–Un poco como ocurre ahora, vistos los interminables debates sobre leyes, normas y sentencias que inundan en estos tiempos los medios, y que en última instancia son debates sobre cosas, principalmente dinero.
–Pues sí. Eso mismo. Althing.

Lo que é.

Una de las grandes desgracias de la historia del pensamiento es el hecho de que en muchas de las lenguas indoeuropeas exista el verbo ser, y que esté en perpetua confusión con el verbo estar.
Ambas formas verbales son, si lo miras bien innecesarias. Para indicar que la nieve es blanca, podríamos simplemente unir los dos términos, dejando implícito el elemento copulativo. Y la cosa quedaría meridianamente clara. Nieve blanca: sin pronombres añadidos tiene el mismo valor que «esta nieve es blanca». Y no nos conduce a la metafísica.
Los verbos ser y estar han invitado a los filosofos a engolfarse en vericuetos infinitos sobre que es o que no es «el ser», a partir de la nefasta hipóstasis del verbo griego «einai», ser. Pensemos en el filonazi y enormemente sobrevalorado Heidegger, ese hifenador compulsivo, con sus interminables enredos ontológicos y su característica terminología farfollesca a base de guiones: «ser-en-el-mundo», «ser-hacia-la muerte», «ser-ahí» (In-der-Welt-sein…Sein-zum-Tode….Da-Sein). «La nada nadea», llegó a decir en un seminario, sin darse cuenta que esa chistosa expresión definía perfectamente su forma de tomar el pelo al personal. Cuesta trabajo entender cómo su prestigio pudo sobrevivir a análisis demoledores como el lógico-formal de Carnap en 1931, o al divertidísimo sarcasmo de Mugnai en 1997.
La llamada ontología no es sin sofistería triunfante. Juegos verbales tomados en serio. Parménides escribe un poema sobre el Ser, y una pléyade de charlatanes se olvidan de que era un poema. Pero toda esta palabrería ontológica no tiene demasiado sentido para los hablantes de lenguas semíticas como el árabe o el hebreo en las que en muchos casos es totalmente innecesario utilizar el copulativo. Esta ventaja simplificadora también se da en otros idiomas, como el húngaro, el ruso o el japonés.Y mira por donde en esos idiomas, que yo sepa, no abundan los pensadores «ontológicos». Tampoco hay tantos en la cultura inglesa, quizá porque, en inglés la expresión de marras «el ser», es intraducible (lo es solo en el sentido de «ente», «the being», pero no en el sentido favorito de los ontólogos; los ingleses no pueden decir «the to be». Felices ellos.
En ontología, la última palabra, a mi juicio, la tiene el sabio murciano que dejó dicho aquella expresión agudísima que supera con mucho el «cogito ergo sum» cartesiano: Lo que é, é.
No se puede ir mas lejos. Lo que é, é, y lo demás son chuminás. Platón lo hubiera suscrito.

Babel

Comento con unos amigos mi tesis sobre la relación entre nuestra condición de mamíferos (es decir, alimentados por mamas, ese bien escaso que los hermanos se disputan sin piedad en cuanto vienen al mundo) y la prevalencia de la envidia, los celos, la competitividad y el afán de dominio que caracteriza al hombre. Escribí al respecto el otro día.
Pero, pensándolo bien, les digo a mis pacientes interlocutores, la «mamiferidad», debe estar detrás de muchas otras características de nuestra especie. Y no todas negativas, ni mucho menos.


Hace 200 millones de años, la aparición de los primeros mamíferos supuso la entrada en el juego de la vida en la tierra de especies capaces de generar su propio calor. A fin de mantener esa elevada temperatura, se veían obligados a comer diez veces más que las criaturas de sangre fría. Eso requería capacidad para moverse por el mundo, explorarlo en busca de alimento, protegerse de las amenazas inherentes a ese movimiento exploratorio, etc…Para ello, los cerebros de los mamíferos necesitaban un cortex, es decir, un módulo cerebral capaz de prever, aprender y adaptarse. Pero el desarrollo de este nuevo instrumento cerebral de supervivencia exigía una inmadurez de los recién nacidos, a fin dejar sitio en sus cerebros y sistemas motores para el aprendizaje. Ahora bien, esta inmadurez exponía a las crías de los mamíferos al riesgo de ser capturadas por depredadores, y además las hacía incapaces de alimentarse por sí mismas. El cableado neuronal de esas nuevas especias era por tanto una respuesta a esas limitaciones, de modo que todos los mamíferos estamos programados para defender ferozmente a nuestras crías.


Es muy posible que ese afán de cuidar, fanáticamente, a nuestra progenie sea el origen remoto de los comportamientos de los mamíferos que de algún modo se relacionan la idea de moralidad, justicia distributiva, empatía…Es bien sabido que un chimpancé que ve cómo se privilegia a su compañero, se enfada. (y es menos sabido que el mono privilegiado no se siente del todo confortable con su privilegio, tal vez porque teme la reacción de su colega). También está probado que entre los chimpancés y los bonobos, cuando uno de ellos se accidenta o cae de un árbol, los demás se aproximan para ayudarle. Igualmente está comprobado que un niño, apenas sabe andar, se apresura a abrazar tiernamente a otro niño si le ve llorando.


En suma, tal vez es nuestra mamiferidad la que nos ha hecho empáticos. Y esa misma mamiferidad, que ha puesto en nuestro interior la semilla del egoismo y la competitividad es la responsable, también, de lo mejor que tiene la especie humana: la solidaridad intra-tribal, el ideal de justicia social, la moralidad y el sentido del bien.
Un poco ángeles y un poco demonios. Así somos los humanos. Simplemente mamíferos, después de todo.