El gran Stanley revisaba todas las campañas diseñadas por sus creativos. Nadie llevaba un “story board” a un cliente sin que el gran jefe examinase la propuesta, a veces en la misma puerta de la agencia, para consternación de los empleados. Era realmente exigente. Decía que una campaña o era una porquería o era una genialidad. No podía haber zonas intermedias. A mí esto me evocaba la fascinante función delta de Dirac, que tiene todos sus valores iguales a cero en todo el dominio de la variable, excepto en 1, donde toma el valor de infinito…
A Stanley no le disgustaban las campañas publicitarias con “humor”. Pensaba, seguramente con razón, que hacer reir era algo que a veces conseguía bajar las habituales defensas psicológicas del espectador y cancelar siquiera un poco el escepticismo ante los anuncios.
Pero había una excepción. Stanley no toleraba que se hiciese publicidad de bancos con temática humorística. Cuando alguno de los creativos pretendía llevar a un cliente un “spot” con algún toque de humor, para anunciar una entidad financiera, Stanley le detenía, le hacía sentar en un mesa y, sin dejar de fulminarle con la mirada, sacaba de su cartera unos cuantos billetes de curso legal de diferentes países (que siempre llevaba encima) y los extendía ante el aterrorizado creativo.
–¿Ves aquí a alguien riéndose?–preguntaba Stanley haciendo referencia con el dedo a cada uno de los personajes que aparecían en los billetes.
–Eh, no…–balbuceaba el creativo.
–Entonces piensa otra cosa para tu campaña. Y no te olvides de que el dinero es algo muy serio, demasiado serio–replicaba Stanley, con cara de pocos amigos y dando por terminado el encuentro.
Puedo atestiguar que estas escenas ocurrían a menudo, especialmente con los creativos recién llegados a la agencia, tentados siempre de añadir un poco de humor a las normalmente aburridas y mediocres campañas de los bancos o entidades financieras. Stanley siempre llevaba aquellos dichosos billetes en su cartera, con los adustos gestos de Lincoln, Franklin, José de Echegaray…
Ya hace tiempo que Stanley se jubiló. Pero el caso es que un día me crucé con él en la calle. Nos saludamos efusivamente…tantos años…Mientras tomábamos un café, no se cómo, surgió el tema de aquellos billetes de banco y del terror que Stanley inspiraba con ellos.
–¿Sigues llevando encima todos aquellos billetes?
–Pues el caso es que ahora solo llevo uno. Los demás los tiré a la basura.
–¿Solo uno?
–Sí. Es un billete que alguien me mandó por correo hace algún tiempo.
Y, diciendo esto, sacó su cartera y me mostró un billete sueco de 20 coronas con la muy sonriente faz de Astrid Lindgren, la autora de las maravillosas historias de Pippi Langstrum.
–¿Sabes qué?–me dijo–Ahora pienso que ni siquiera el dinero merece que nos lo tomemos en serio. Ni siquiera el dinero…Yo estaba equivocado.
Me pareció bastante sincero y sabio al decir esto.
Miré de nuevo el billete sueco y me dio la impresión de que la mueca de Astrid Lindgren era aún más risueña, como si la autora hubiera escuchado nuestra conversación.
Imaginaciones mías, seguramente.