Stanley.

El gran Stanley revisaba todas las campañas diseñadas por sus creativos. Nadie llevaba un “story board” a un cliente sin que el gran jefe examinase la propuesta, a veces en la misma puerta de la agencia, para consternación de los empleados. Era realmente exigente. Decía que una campaña o era una porquería o era una genialidad. No podía haber zonas intermedias. A mí esto me evocaba la fascinante función delta de Dirac, que tiene todos sus valores iguales a cero en todo el dominio de la variable, excepto en 1, donde toma el valor de infinito…

A Stanley no le disgustaban las campañas publicitarias con “humor”. Pensaba, seguramente con razón, que hacer reir era algo que a veces conseguía bajar las habituales defensas psicológicas del espectador y cancelar siquiera un poco el escepticismo ante los anuncios.

Pero había una excepción. Stanley no toleraba que se hiciese publicidad de bancos con temática humorística. Cuando alguno de los creativos pretendía llevar a un cliente un “spot” con algún toque de humor, para anunciar una entidad financiera, Stanley le detenía, le hacía sentar en un mesa y, sin dejar de fulminarle con la mirada, sacaba de su cartera unos cuantos billetes de curso legal de diferentes países (que siempre llevaba encima) y los extendía ante el aterrorizado creativo. 

–¿Ves aquí a alguien riéndose?–preguntaba Stanley haciendo referencia con el dedo a cada uno de los personajes que aparecían en los billetes.

–Eh, no…–balbuceaba el creativo.

–Entonces piensa otra cosa para tu campaña. Y no te olvides de que el dinero es algo muy serio, demasiado serio–replicaba Stanley, con cara de pocos amigos y dando por terminado el encuentro.

Puedo atestiguar que estas escenas ocurrían a menudo, especialmente con los creativos recién llegados a la agencia, tentados siempre de añadir un poco de humor a las normalmente aburridas y mediocres campañas de los bancos o entidades financieras. Stanley siempre llevaba aquellos dichosos billetes en su cartera, con los adustos gestos de Lincoln, Franklin, José de Echegaray…

Ya hace tiempo que Stanley se jubiló. Pero el caso es que un día me crucé con él en la calle. Nos saludamos efusivamente…tantos años…Mientras tomábamos un café, no se cómo, surgió el  tema de aquellos billetes de banco y del terror que Stanley inspiraba con ellos.  

–¿Sigues llevando encima todos aquellos billetes?

–Pues el caso es que ahora solo llevo uno. Los demás los tiré a la basura.

–¿Solo uno?

–Sí. Es un billete que alguien me mandó por correo hace algún tiempo.

Y, diciendo esto, sacó su cartera y me mostró un billete sueco de 20 coronas con la muy sonriente faz de Astrid Lindgren, la autora de las maravillosas historias de Pippi Langstrum.

–¿Sabes qué?–me dijo–Ahora pienso que ni siquiera el dinero merece que nos lo tomemos en serio. Ni siquiera el dinero…Yo estaba equivocado.

Me pareció bastante sincero y sabio al decir esto.

Miré de nuevo el billete sueco y me dio la impresión de que la mueca de Astrid Lindgren era aún más risueña, como si la autora hubiera escuchado nuestra conversación.

Imaginaciones mías, seguramente.

Moxon’s Master

La relación del ajedrez con la espinosa cuestión de la inteligencia artificial es muy interesante. Esto tal vez se deba a que, con razón o sin ella, se ha considerado tradicionalmente que el noble juego esquematiza de algún modo el pensamiento humano. Por ello, se podría fijar el punto de partida del interés general por la posibilidad de inteligencia en las máquinas allá por los años 60  del siglo XVIII, cuando apareció una especie de muñeco autómata con forma humana que jugaba brillantemente al ajedrez (en realidad era un fraude, pues el muñeco escondía a un pequeño jugador humano). 

Un siglo más tarde, el eco de aquel muñeco ajedrecista y sus implicaciones seguía vivo, como lo atestigua un ensayo escrito por Edgar Allan Poe en 1836 (“Maelzel’s Chess Player”) y, décadas más tarde, un cuento escrito por el genial Ambrose Bierce, titulado “Moxon’s Master”, protagonizado por una máquina que juega al ajedrez contra un humano.

Ya en nuestros días, un potente ingenio informático, desarrollado por IBM, sin sombra de fraude, derrotó convincentemente al campeón del mundo de ajedrez, lo que hizo pensar a muchos que la idea de máquinas con capacidad de tomar decisiones inteligentes no era en absoluto una utopía. A partir de aquella hazaña en la que el computador Deep Blue derrotó a Kasparov, los programas informáticos capaces de jugar al ajedrez no han dejado de evolucionar y perfeccionarse, de modo que, hoy en día, un simple smartphone con una sencilla aplicación, ya es capaz de derrotar con facilidad a los mejores jugadores del mundo. 

¿Realmente es el ajedrez una metáfora del pensamiento humano? Si fuese así ¿nos ha enseñado algo, de cara a lo que está por venir, todo este esfuerzo informático por convertir a las máquinas en fabulosos jugadores de ajedrez? ¿Puede servir el largo proceso de computerización del juego como un “ensayo general con todo”para atisbar lo que puede ocurrir con la emergencia de la inteligencia artificial? 

Tal vez sí. Por de pronto, la aparición de las máquinas que juegan al ajedrez con virtual perfección parece haber modificado el ajedrez de competición. Cada vez se juegan menos partidas de torneo en la forma clásica, con gran abundancia de tiempo disponible para los jugadores y en cambio, proliferan los campeonatos al llamado “ritmo rápido”, donde cuenta tanto o más que el cálculo la psicología, los reflejos y la intuición (mientras escribo estas líneas se está disputando el World Rapid Chess Championship). Es decir, parece como si los jugadores de ajedrez, ante la emergencia de las máquinas, se hubiesen rendido y hubiesen optado por una forma distinta de competir en la que juegan otros factores distintos a la pura profundidad de cálculo.

Quizá esto puede ser una lección a tener en cuenta de cara a la estimación del impacto de la Inteligencia Artificial en la vida humana. De igual modo que los vehículos hicieron del homo sapiens una criatura esencialmente sedentaria o que las calculadoras de bolsillo eliminaron progresivamente nuestra capacidad para el cálculo aritmético básico, pudiera ser que la inteligencia artificial, cuando se perfeccione y popularice, acabe atrofiando la capacidad del ser humano para pensar por sí mismo. 

Y, más allá de este posible problema, que es por cierto muy digno de consideración, quizá existe en la inteligencia artificial otro riesgo para nuestra especie. Es un riesgo cuya pista también nos la da la informatización del ajedrez. Porque resulta que la máquina ajedrecista más poderosa en la actualidad es la llamada Alpha Zero. Y lo escalofriante es que Alpha Zero ha aprendido a jugar con virtual perfección gracias al método de jugar contra sí misma durante años, una y otra vez, día y noche, partiendo de una primera fase en la que tan solo sabía mover las piezas.

¿Podría la inteligencia artificial perfeccionarse a sí misma del mismo modo que lo ha hecho Alpha Zero? ¿Hasta dónde nos podría llevar ese proceso? ¿Qué riesgos implicaría ese salto cuántico en el poder del ingenio pensante?

Nadie lo sabe por el momento. Pero nos podemos quedar con la evocación de las incontables obras de ciencia ficción en las que las máquinas se rebelan frente a los humanos. Y, por cierto, afirmo que la primera de esas obras de ciencia ficción con esa temática sería precisamente el cuento de Bierce que he mencionado más arriba. En esa narración, el autor nos relata la conversación entre el ingeniero Moxon, creador de un autómata ajedrecista, y uno de sus amigos. Departen ambos, mientras Moxon juega contra su máquina, sobre la naturaleza de la vida y de la inteligencia. 

Al día siguiente del encuentro, el amigo vuelve a la casa del amigo y descubre horrorizado que Moxon le había ganado la partida a su máquina pero, esta, furiosa y herida en su orgullo, en medio de una espantosa noche de rayos y tormenta, había asesinado a su creador…

Tik Tok

He probado a entrar Tik Tok. 

Sí, pero de una forma particular. 

Lo que vengo haciendo en esa detestable red social es dar “likes” a todo lo que me aparece. A ciegas. Sin distinción. Ya se trate de unas escenas del Palmar de Troya o de un combate de boxeo. Clic a todo.

Al cabo de unos días, he conseguido volver loco al algoritmo. Ahora me trata con  la más absoluta incoherencia. Por lo tanto, ¡ya soy invisible para el diabólico ingenio!

Esto es una idea. Frente a los algoritmos y la inteligencia artificial, la cuestión puede que no sea aceptarlos o negarlos. 

La cuestión debe ser más bien rebelarnos frente a ellos. Y aquí doy una idea.

¿Algoritmos?¿Inteligencia Artificial! ¡Dios los confunda!

Pero, francamente, podemos empezar nosotros mismos esa tarea…

Elegido.

Durante la cena, hablamos en casa sobre el triste retorno del antisemitismo en Europa, que está resurgiendo a partir de la brutal respuesta del gobierno de Tel Aviv a la no menos terrible masacre del Sheimini Atzeret.

¿Por qué el pueblo judío ha sido víctima, a lo largo de los siglos, de un implacable odio colectivo?–se pregunta Mercedes, que acaba de llegar de Berlín–¿Por qué precisamente los judíos?

Yo tengo mi propia explicación para el enigma. Y tiene que ver, cómo no, con la religión.

El judaismo religioso se diferencia de otras creencias en algo esencial, porque da una primacía a lo grupal sobre lo individual. Toda la religiosidad judía es de orden colectivo; no se plantea la redención como algo individual, sino grupal. Como indica la midrash, hasta el despertar en el fin de los días se producirá en masa. 

Por eso, a partir de la Diáspora, en la vida de los judíos dispersos por el mundo primó la más rigurosa articulación colectiva. Como señala Sánchez Albornoz, en referencia a los judíos de la península ibérica, “allí donde había un grupo de judíos, por reducido que fuese su número, surgía una aljama.” 

Este fenómeno no se daba con ningún otro grupo social y se deriva, en última instancia de la noción de “pueblo elegido”, enunciada con cruda nitidez en el Deuteronomio: “Prestarás a muchos pueblos y tú de nadie tomarás. Dominarás sobre numerosas naciones y a tí nadie te sojuzgará”.

Sinceramente creo que la triste derivada reactiva de esta primacía de lo colectivo en el judaismo y este sentido de grupo privilegiado ha podido ser, a lo largo de los siglos, el antisemitismo. 

Es decir, la noción bíblica de que el pueblo judío fue el pueblo elegido por Dios no ha resultado ser, a la luz de la Historia, una bendición, sino más bien todo lo contrario. 

Pero todo esto puede que sean imaginaciones mías, nada más. 

Es que yo tengo el recalcitrante defecto de pretender encontrar en el fenómeno de religión organizada e institucionalizada el origen último de muchas tragedias que han afligido y afligen al género humano.

En esto, también, soy incorregible.

Inmaculada.

Anteayer, fiesta de la Inmaculada, mi amigo Eliezbar, que es georgiano, me pregunta por la razón de que esta festividad religiosa sea tan importante en España, donde uno puede encontrarse un cuadro de Murillo representando a la «Purísima» ilustrando el calendario colgado en la pared de cualquier taller mecánico y donde hasta no hace mucho se saludaba con el “ave maría purísima”, (a lo que se replicaba “sin pecado concebida”…)

Tiene razón al extrañarse Eliezbar. El tema de la concepción sin pecado de la deípara es una constante en la historia de los hispanos, tal vez desde tiempos de los visigodos, que acaso estaban influidos por sus contactos con los cristianos del imperio bizantino, entre los cuales la “purísima concepción” ya era virtualmente un dogma en los comienzos de la alta Edad Media. Otra hipótesis sería una especie de criptoinfluencia del Islam en la península ibérica, porque el hecho es que María y su pureza son extremadamente notables para el Corán. El libro sagrado de los musulmanes, que la califica como «la más grande de todas las mujeres», da mucha más importancia a María (Maryam, la madre de Isa) que los Evangelios, y afirma una y otra vez su «pureza», incluso en lo relativo a su nacimiento.

El hecho es que durante siglos, la inmaculada concepción sirvió de eficaz caballo de batalla o coartada discursiva para defender internacionalmente los intereses de la monarquía hispánica y de la Iglesia española. Los jesuitas del siglo XVI y el Concilio de Trento consolidaron esta utilización, junto con el llamado milagro de Empel, según el cual la virgen, obviamente inmaculada, intervino en cierta refriega entre soldados de los Tercios y los rebeldes holandeses (a favor de los españoles, claro está). 

La ortodoxia teológica negó durante mucho tiempo, al menos desde San Bernardo de Claraval, que fuese preciso creer que la madre de Cristo naciese sin pecado original, ya que el “borrado” de dicho pecado iba a ser obra exclusiva de su hijo, el propio Cristo redentor. No había razón para verlo de otro modo, pese a que los partidarios de la purísima decían–metafóricamente- que nadie construye una casa (por el útero mariano) dejando que el Maligno la tenga ocupada. 

Tomás de Aquino, en el mejor estilo escolástico, decía que la redención solo podría hacerse sobre seres racionales con alma, y esto hacía imposible una liberación del pecado original en el mismo momento del nacimiento o de forma previa. Por contra, Duns Scoto sostenía que sí era posible y lo argumentaba con la llamada doctrina de redención anticipada, comparando la eliminación del pecado original con una especie de rescate preventivo realizado por el todopoderoso, similar a un rescate anticipado de alguien que pudiera ser capturado como esclavo en el futuro. La disputa se zanjó cuando a mediados del XIX, Pio IX, refugiado en Gaeta, aceptó por fin sentar como dogma el de la inmaculada concepción de María. Y algo tuvo que ver en ello el hecho de que España, junto con Francia y otras potencias católicas, le socorriese frente a los revolucionarios del 48. De hecho, tres años después de la proclamación del dogma, ese mismo Papa, en cuyo honor aún hoy confeccionan en Granada los dulces piononos (emulando la tiara pontificia), inauguraba la columna de la Inmaculada en Piazza di Spagna, desde un balcón de…la embajada española.

Eliezbar se sorprende de que yo sepa todas estas cosillas. 

Pero–le explico a mi buen amigo y maestro de ajedrez–ocurre que a mi me entretiene la literatura fantástica, y considero que la teología es, ciertamente, una deliciosa variedad de la literatura fantástica.

Napoleón.

Me preguntan por mi opinión sobre Napoleón, de Ridley Scott. 

Pues, sinceramente, he disfrutado al ver la película y me ha parecido un gran trabajo cinematográfico. No podía ser de otro modo viniendo de alguien tan talentoso como Scott, al que debemos películas tan geniales como Blade Runner o algunos de los más de 2.000 spots publicitarios que ha realizado, incluyendo piezas tan soberbias como la del pan Hovis o, por supuesto, el 1984 de Apple.

Cosa bien distinta es que la película sea un fistro en términos de exactitud histórica. Pero, tal vez, una película no tiene por qué ser una lección de historia ¿no?

A mí, lo único que me molesta de la película es que nos presente a un Napoleón completamente imbécil, siendo así que el gran matarife galo era sumamente inteligente, culto, hiperactivo, excelente matemático, buen conocedor de la Historia…

Yo no se si el ridículo perfil que del gran corso ha dibujado Sir Ridley tiene algo de broma o de sarcasmo frente al chauvinismo francés. Tal vez sea eso. Me niego a pensar, por ejemplo, que Scott no supiese que Napoleón no solo no tuvo jamás la estúpida ocurrencia de bombardear las pirámides sino que se llevó un equipo de científicos a Egipto, incluyendo a Champollion, quien gracias al viaje regaló a la Humanidad el conocimiento del lenguaje jeroglífico.

Yo tengo alguna imagen grabada a partir de lo que conozco sobre la personalidad de Napoleón. Le veo durante la campaña de Italia contra los austriacos, reunido cada noche con sus asesores, a los que, al parecer, lanzaba durante horas una sarta interminable de preguntas, muchas de ellas sobre arte y cultura clásica. Le veo en una tienda de campaña en Chamartín, cuando, tras venir aquí con la Grande Armée dio un últimatum de 24 horas a las asustadas autoridades de Madrid y luego dedicó toda la noche a promover leyes modernizadoras que sacasen del medievo a aquel triste y decadente país gobernado por degenerados borbones, incluyendo el fin de la Inquisición o un Código Civil similar al francés.

Esa es mi única objeción. No se debería pintar a un personaje como Napoleón como si fuese un perfecto cretino. Porque el riesgo que se corre es hacer creer al personal que los grandes prebostes, desde Hitler a Trump, son después de todo, imbéciles. No lo son. En absouto. Son tenaces, astutos, y notablemente inteligentes, al menos en términos de inteligencia práctica.

Y conviene no equivocarse en esto. Por la cuenta que nos tiene.

Undoubtedly humane.

Marta me dice que el bombardeo de Gaza es una masacre sin precedentes. Le digo que no estoy de acuerdo. Es una masacre, sin duda, una horrenda, absurda y contraproducente represalia por la otra masacre, no menos absurda y contraproducente, que tuvo lugar el pasado 7 de Octubre. Pero lo de Gaza no es una masacre sin precedentes. Porque precedentes de los bombardeos sobre civiles inocentes, desde esa impunidad alevosa que solo dan los ataques aéreos, los hemos tenido durante el siglo XX para aburrir. O para horrorizar. 

Tan solo 11 años después de que los hermanos Wright elevasen su primer avión, durante la Primera Guerra Mundial, los alemanes ya utilizaban su incipiente flota aérea para bombardear París, algo a lo que se apresuraron a replicar los del otro bando. Poco después de Versalles, la RAF lanzaba bombas incendiarias sobre aldeas y campamentos del Iraq rebelde frente a su graciosa majestad. Lo mismo hicieron esos aviones británicos en otros territorios del Imperio. 

Dos décadas después, en 1943,  Churchill decidió lanzar un bombardeo “de alfombra” (carpet bombing) sobre Hamburgo, a modo de represalia concluyente frente a los no menos brutales bombardeos de alfombra de la Luftwaffe, que comenzaron con el de 1940 sobre Coventry, y que dio origen al espantoso término militar de “coventrification”, sinónimo de destrucción completa de un espacio urbano.

Para el bombardeo de Hamburgo, el premier británico asignó casi un millar de bombarderos, cargados con un nuevo explosivo a base de fósforo parecido a lo que hoy llamaríamos napalm. La idea era convertir la ciudad alemana en una hoguera. Y tras cuatro días, se consiguió el objetivo. Hamburgo quedó arrasada y los muertos civiles se contaron por millares.

Pero cuando los aviones regresaron de su tétrica misión, el alto mando de la Raf reunió a los jefes de escuadrilla y les informó que un edificio, tan solo un gran edificio en el que se había refugiado una multitud, había quedado en pie en Hamburgo. Y eso no podía ser. Así que, siguiendo instrucciones, los aviones volaron de vuelta a Hamburgo para destruir aquello que quedaba de la ciudad alemana. Con ello, la misión del terror quedó debidamente cumplida, con un saldo de 35.000 cadáveres civiles y 150.000 heridos.

¿Fue el bombardeo de Hamburgo un crimen contra la Humanidad? Sin duda, como también lo fueron aquellas primitivas bombas que Giulio Gavotti, infame pionero del terror aéreo, lanzó sobre la aldea de Ain Zara, en los alrededores de Tripoli, durante la invasión italiana de 1911. O como también lo fueron otros muchos bombardeos que se fueron sucediendo desde entonces sobre pueblos y ciudades sin interés militar, durante el pasado siglo, incluyendo por supuesto Somalia, Guernica, Madrid, Barcelona, Shanghai, Dresde o, por supuesto, Hiroshima y Nagasaki. Y como también lo está siendo, el atroz bombardeo de Gaza que, por añadidura, está haciendo emerger un nuevo e insufrible antisemitismo. 

Todo esos casos son ejemplos de masacres inhumanas. Y todos esos casos se han justificado una y otra vez, más o menos con la mismas palabras con las que los administradores británicos avalaban el bombardeo de la RAF sobre las ciudades de la India o Sudafrica, al comienzo de los años 20 del siglo pasado. 

La creación del inmenso terror desde el aire que producían los primeros bombarderos británicos sobre los territorios rebeldes del Imperio era considerada por parte de los administradores reales como “outstandingly effective, extremely economical and undoubtedly humane in the long run”. 

Hay una negra lógica en la violencia y el crimen, sea cual sea el bando que la ejerce. Una lógica que quiere hacer del terror algo efectivo, algo incluso humano, a la larga.

Y en realidad, es verdad, ese terror y esas masacres, son, ciertamente humanas. Pero en el peor, y más exacto, sentido del término.

Pelambreras.

Marta me pregunta si tengo alguna explicación para una extraña característica en la que coinciden diferentes matones de nuestro tiempo. Se refiere al extravagante exceso capilar que da sentido de unidad a unos cuantos prebostes del mundo, desde el británico Boris Johnson al argentino Milei, pasando, obviamente, por Donald Trump y llegando, ya recientemente, al lamentable Geert Wilders que parece haber conseguido hacerse con el poder en los Países Bajos, a golpe de bien cuidado flequillo.

–Esto ¿por qué? ¿Es que para tomar el pelo al personal mediante el más burdo populismo resulta conveniente disponer de una larga cabellera?

–Puede ser. La verdad es que una nutrida y un punto desaseada pilosidad ha sido desde hace siglos un cierto signo de poder y fuerza. Y también ha tenido connotaciones de rechazo, a veces violento, frente a un modo de vida más o menos ortodoxo. 

Por ejemplo, en la Atenas del siglo V a.c, surgió un movimiento interno de partidarios de la enemiga y totalitaria Esparta. Los miembros de este grupo-“los laconistas”- vestían ropas cortas y gastaban largas barbas y pelambreras, al uso de los lacedemonios. Era su forma de expresar su desacuerdo con el régimen sociopolítico ateniense.

Más allá de Atenas podríamos mencionar a los romanos, que pelaban al cero a sus esclavos, como para quitarles de ese modo cualquier posible dignidad o poder. Siglos más tarde, en la Galia del siglo VIII d.c. la larga cabellera era un atributo indispensable para los reyes merovingios, que eran conocidos como los reyes sacros de largos cabellos y no se cortaban jamás el pelo ; de hecho, cuando los carolingios se lanzaron a usurpar el poder, cortaron a la fuerza el pelo del joven rey Childerico III, al que secuestraron. Con ese simple expediente capilar, Childerico tuvo que resignarse a abandonar el trono y recluirse en un monasterio.

–O sea, que tú ves los pelos de esos matones, como una especie de signo de fuerza y dominación.

–Pues no exactamente, pese a los precedentes históricos citados. Porque cabe también evocar, por añadir más matices, a los puritanos del siglo XVII en Inglaterra, que detestaban las largas y rizadas cabelleras de los partidarios y cortesanos de Carlos I; cabelleras que se les antojaban signos de corrupción e inmoralidad.

–Ah. Eso es interesante.

–Sí. Yo creo que es más bien por ahí, no por la exhibición de virilidad o fuerza, sino por el lado de la vanidad, por donde van los tiros. Piensa, por ejemplo, en la tonsura de los monjes y frailes. Ese corte de pelo refleja, al menos en teoría, el hecho de que las personas que lo adoptan renuncian al materialismo, al apego a las cosas mundanas, a las actividades relacionadas con el ego y la vanidad. San Isidoro lo expresó con mucha claridad, allá por el siglo VII: “Con esta señal (la tonsura) los vicios que pueda haber en la religión son cortados y se arrancan los crímenes del cuerpo como quien arranca un cabello. La renovación (de la entrada en religión) tiene lugar en la mente, aunque se pueda apreciar (visualmente) en la cabeza, que es donde reside la mente”.

–O sea, que, siguiendo a San Isidoro, podríamos ver esas cabelleras de los capitostes del mundo como un símbolo de vanidad y… corrupción.

–Dejémoslo en vanidad. 

–¡Ah! ¿Es que tú no ves corrupción en esos todopoderosos melenudos? ¿No crees que el poder corrompe y el poder absouto corrompe absolutamente? Para mí esto es dogmático.

–Pues resulta que yo no estoy de acuerdo con esa famosa frase de Lord Acton. 

–¿Ah, no?

–No. El poder no necesariamente hace malas a las personas. Ni tampoco el dinero. Es más, en no pocas ocasiones, lo que arruina el alma del hombre es precisamente la miseria y la falta de medios. Lo que ocurre más bien es que para ansiar y conquistar gran poder y mucho dinero, a toda costa, es preciso tener un espíritu corrupto. La corrupción empodera, y la corrupción absoluta empodera absolutamente, podríamos decir.

–Ya. Solo los que ansian poder y dinero a toda costa, acaban consiguiéndolo…

–Exacto. Corrupción y poder van de la mano, ciertamente. Pero no creo en la específica dirección causal que señalaba John Dalberg-Acton, con esa frase lapidaria que continuaba, por cierto, de forma muy interesante…

–¿Como?

–Lord Acton decía, sí, que el poder absoluto corrompía absolutamente, y proseguía diciendo que “los grandes hombres son también siempre mala gente” y que “no hay mayor herejía que el hecho de que conseguir un elevado puesto público represente la santificación de quienes los consiguen”.

–¡Vaya con ese tal Acton…!