Freud, Adler y Bond.

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He visto Spectre, la creación de Sam Mendes en torno a ese mito moderno (versión contemporánea del Ulises homérico) creado por Ian Fleming. Esta vez no he tenido que salirme a la mitad de la película por no soportar el aburrimiento, como me ha ocurrido en las tres últimas ocasiones en las que he ido al cine (la infumable Regresión, la infantil Marte y otra bazofia cuyo título ni siquiera quiero recordar). Muy al contrario. Con Spectre he disfrutado muchísimo. Me ha parecido un film lleno de espectacularidad y talento cinematográfico. No me extraña que se hayan gastado exactamente dos millones de dólares por cada 60 segundos de esta maravilla audiovisual. Cada uno de los 90 minutos seguramente vale esa fortuna.
Por añadidura, además de los increibles valores de producción, el guión tiene sustancia. Así como Skyfall tenía un trasfondo psicoanalítico profundo, expresado por la relación edípica de Bond con M (M de Madre, por supuesto), ahora, Spectre nos conduce a esos espectrales laberintos del alma que suscitan las relaciones fraternales, los complejos de inferioridad de un hermano frente a otro, la centralidad de la experiencia de la vinculación fraterna en la conformación de la identidad personal.
En Skyfall, Sam Mendes se encargó de que hubiese una buena dosis de Freud. Y en Spectre, es obvio que hay un buen componente de Adler, o Klein. Complejo de Edipo en un caso. Complejo de Acrisio en otro (Acrisio era el abuelo de Perseo, que consiguió el trono de Argos tras incansable lucha con su hermano, espectro de él mismo; una lucha que empezó ya en el útero materno…).
Por lo tanto, un enorme placer sensorial y también una ocasión para reflexionar y mirar hacia dentro. Normalmente, cuando se dan ambas cosas podemos asegurar que estamos ante una verdadera obra de arte. Acaso de un arte menor. Pero, arte al fin y al cabo.

Thriskiáfobo.

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Un amigo me llama por teléfono y se extraña de que yo no haya acudido esta mañana a la manifestación del No a la Guerra. Me recuerda que sí acudí, con él, a la manifestación similar que tuvo lugar hace ya unos cuantos años. Me pregunta si no me he hecho, con el tiempo, un poco islamófobo.
No le puedo responder con precisión.
Lo que sí puedo decir es que soy thriskiáfobo o pistófobo (estas serían las dos formas distintas posibles de definir a partir del griego la aversión a toda religión “institucionalizada” e instrumentalizada, como lo es sin duda el Islam; thriskiáfobo hace referencia a la repugnancia por las ceremonias de veneración, la thriskia, y pistófobo pone el énfasis en el rechazo a todo intento de poner encima de la razón la fé, la pistis).
Soy thriskiáfobo porque creo que las grandes religiones del mundo, en particular las del Libro, han sido utilizadas e instrumentadas institucionalmente por los poderosos a lo largo de la Historia, con resultados nefastos para la libertad y la dignidad humana. Y en esto es difícil señalar cuál de las tres religiones del Libro puede llevarse la palma. En realidad, la intrínseca ambigüedad y potencial interpretativo amplísimo de los textos sagrados (ya sea la Torah, la Biblia o el Corán) es lo que ha facilitado, en cada momento histórico, los abusos, las inquisiciones, los degollamientos, las guerras religiosas…Aunque también, por esa misma ambigüedad y potencial interpretativo, debemos reconocer a la religión un papel clave en el desarrollo de la cultura y la civilización y, ocasionalmente, en el camino de la paz. Es todo muy contradictorio, porque la ambigüedad de los textos sagrados lo permite todo.
En la Biblia, por ejemplo, no hace falta recordar que podemos hallar toda la brutalidad y crueldad que deseemos encontrar (en realidad podemos toparnos con cualquier cosa en ese libro fascinante y atroz a la vez). “Si una joven se casa sin ser virgen deberá morir apedreada” (Deuteronomio). “Si un esclavo está contento contigo, tomarás un punzón y le horadarás la oreja apoyándola en la puerta, así te servirá para siempre, lo mismo harás con una esclava” (Deuteronomio). “Si alguien tiene un hijo rebelde, lo sacarán de la ciudad y todo el puenblo lo apedreará hasta que muera” (Deuteronomio). “Al que ofrezca sacrificios a otros dioses fuera de Yahvéh, lo mataréis” (Deuteronomio). “Si se sorprende a un hombre acostado con una mujer casada, ambos morirán” (Deuteronomio). “Cuando ataquéis una ciudad, primeramente ofreced la paz. Si aceptan y os abren las puertas, tomáis como siervos a todos. Pero si rehusan la paz y se preparan para defenderse, atacadlos. Cuando el Señor les ponga en vuestars manos, matad a todos los hombres de la ciudad. Pero quedaros con las mujeres, niños, ganado y otros utensilios. Podréis disfrutar de los despojos de vuestros enemigos que el Señor os ha otorgado” (Deuteronomio). «Si un hombre yace con otro hombre, que los dos mueran» (Levítico) Y así sucesivamente.
Y lo mismo podemos encontrar en el Corán, por supuesto. Es bastante conocida la sura 47, versículo 4, que sintetiza otros muchos pasajes de inusitada crueldad coránica hacia los infieles: “Cuando os encontréis con los que no creen, cortadles el cuello
Naturalmente, se podrá decir que estos textos “sagrados” deben ser interpretados correctamente, en su contexto, con los matices adecuados, etc, etc…
Y a partir de esta necesidad interpretativa, que es cierta, se tiende a decir, en relación a la crisis internacional que vivimos, que una cosa el Islam moderado, que aspira a la paz, y otra el Islam fundamentalista, que es minoritario y que es el que nos amenaza.
Puede ser que haya diferencias. No lo niego. Pero pienso que si zanjamos el asunto tan solo afirmando esta diferenciación, quizá cometemos un trágico error.
Mi opinión es que el Islam tiene una cierta componente de amenaza para la civilización y la racionalidad tal como la entendemos. Una componente mucho mayor que el cristianismo (que también la tiene, como lo demuestra la Historia). Sirva de pista una comparación entre un personaje fundacional como Jesús de Nazaret, que propugnaba la oferta de la otra mejilla (aunque el Papa por lo visto prefiera el puño, en los casos en los que la ofensa afecte a la progenitora…), y Mahoma, que según la tradición musulmana mató en vida con sus propias manos a 700 infieles (o a 900, esto no está claro).
El Cristianismo, por lo menos hasta el siglo IV, fue un movimiento de humildad y estricto pacifismo. El Islam, apenas fue fundado, sirvió de motor ideológico a oleadas de hombres que en pocas décadas conquistaron a sangre y fuego medio mundo.
Es verdad que hubo un tiempo en que el Islam, en su época de gran esplendor, era sinónimo de tolerancia y cultura. Y lo era precisamente cuando el cristianismo mostraba su cara más terrible. En ese sentido es posible aceptar que el Islam esté viviendo en estos momentos una enfermedad. E incluso también es posible aceptar que esa enfermedad tenga mucha relación con los errores de las grandes potencias occidentales durante los períodos de colonización y descolonización de los territorios musulmanes. Existe una obra excelente, La Maladie de L’Islam, de Abdelwahab Meddeb, que apoya esta tesis  con argumentos que cualquier mente racional podría suscribir. La recomiendo encarecidamente.
Pero todo esto no impide que distinguir entre islam moderado e islam fundamentalista pueda ser una confortable (y peligrosa) falacia. Habría que aceptar que debe haber algo inherentemente “fundamentalista” en el islamismo. Porque precisamente sus características intrínsecas parecen ser las que generan oleadas de fanatismo siglo tras siglo, desde los almohades o los almorávides hasta los hashishin, los wahabis, al Qaeda, el Dais, Boko Haram…
Por lo tanto, sí. Yo soy en cierta medida, receloso del Islam. Y si eso significa ser islamófobo, pues entonces lo soy. Y si eso significa que creo que Occidente debe protegerse activamente de la expansión del Islam como enemigo interno, y también debe hacerlo en el plano ideológico, pues entonces lo soy.
En cuanto a la guerra, a esa guerra frente a la que se han manifestado hoy tanta gente en diversos lugares de España…mi posición es matizada. Hoy por hoy no veo muy claro que sea procedente enviar tropas a enfrentarse sobre el terreno a las fuerzas del Dais. Ese enemigo es una hidra de cien cabezas. Celebrará la posiblidad de crear bajas in situ entre nuestros soldados y renacerá donde menos lo esperemos una vez lo hayamos creído exterminar en el territorio donde ahora opera. Sin embargo, tampoco creo que haya que dar un no sistemático a la posibilidad de una acción bélica. No creo que sea coherente que quienes consideran que la raza humana es una e indivisible a la hora de tomar partido por los refugiados, no piensen exactamente lo mismo a la hora de defender con armas a quienes se están convirtiendo en refugiados (o en algo peor) precisamente por la agresión violenta y armada de las fuerzas del Dais.
Sentado todo esto, y dejando claro que ni me parece bien el No apriorístico a la Guerra ni el Sí apriorístico a la Guerra, creo que caben dos opciones sensatas. La primera sería intentar resolver la raíz del problema, neutralizando sin contemplaciones las fuentes de financiación del Dais (las poderosas redes wahabistas extendidas por todo el mundo árabe, sobre todo), promoviendo un gran consenso político en Siria, habilitando programas de ayuda económica masiva a Oriente Medio, y, last but no least, afrontando de una vez por todas con rigor el problema palestino…La segunda vía sería insistir en una erosión militar progresiva de las fuerzas del Dais, esto es, continuar o intensificar los bombardeos selectivos estratégicos en Irak y la Siria ocupada. Quizá una combinación de las dos opciones sería lo ideal.
Lo que no vale, me parece, es limitarse a un pacifismo genérico, de salón. El pacifismo no es la opción cuando lo que se tiene enfrente es la violencia brutal y el exterminio ciego y masivo. Negarse, por principio, a tomar las armas contra el tirano y el genocida es indignidad. Y la Historia del siglo XX demuestra que cuando se acepta ese tipo de indignidad para evitar la guerra, se acaba teniendo la indignidad…y la guerra.
Por eso no he ido hoy a la manifestación que dice no sin más. Aunque, francamente, tampoco iré a una que diga sí sin más. Palabra de thriskiáfobo.

En torno al casticismo.

 

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Hace algunas semanas me atreví a transcribir un espléndido texto de Felix de Azúa en el que éste afirmaba que el caos y la ignominia política en la que vivimos es un subproducto de la Logse y sus deficiencias. Y que incluso fenómenos sociopolíticos como el de Podemos podrían reconducirse en última instancia a ese desastre que se origina en el tardofranquismo y que se se prolonga hasta nuestros días. Alguien me contestó diciendo que la tesis de Azúa era una exageración si no una boutade. Sin embargo, ayer, cuando todos pudimos comprobar que el lider de Podemos, con un doctorado de ciencias políticas en su curriculum, recomienda, para regocijo general, como libro de filosofía el inexistente “Etica de la Razón Pura” (sic), cobran cierta vigencia las palabras del autor de “Historia de un idiota contada por él mismo”.
Es verdad que confundir “crítica” con “ética” puede ser hasta cierto punto admisible y acaso se deba a un mero lapsus, derivado por la obsesión del líder emergente por «venderse» como modelo ético y como modelo crítico a la vez. Pero lo que a mí me parece indiscutible es que querer recomendar al vuelo a un joven asistente a un debate político, como libro de filosofía, una obra de Kant, si acaso no revela poca cintura intelectual, es índice de una cierta pedantería. Puedo estar equivocado, pero pienso que cuando alguien cita a Kant fuera de los ámbitos especializados, lo está haciendo por puro snobismo intelectual y sin verdadero conocimiento de causa.
Quizá también revela que este no tan joven líder, con tanto futuro a sus espaldas, tiene muy pocos conocimientos directos de filosofía o tal vez no los tiene mentalmente muy a mano. Porque en lugar de recomendar a Kant, a quien muy poca gente ha leído en sus textos originales, yo creo que si tuviese esos conocimientos, podía haber elegido muchísimas opciones más apropiadas (dada la tipología de la audiencia) que el pensador de Koenigsberg.
Yo en su situación, pongo por caso, hubiera considerado a Platón, para empezar (tal vez El Banquete o La República), por ser Platón el primer gran filósofo que “piensa” el problema de la organización social del hombre y porque como alguien muy bien indicó, casi toda la cultura occidental de la que estamos orgullosos no es sino un conjunto de anotaciones al pie de los Diálogos.
Desde Platón podría haber pasado yo, en su lugar, a considerar como opción óptima a Locke por ser ese el primero de los filósofos modernos que aborda la idea de contrato social y anticipa la noción de soberanía popular, Estado de derecho y separación de poderes. La propuesta más obvia sería el Tratado sobre el gobierno civil.
De no haber optado por Locke, podría haber recurrido a Voltaire, tan de actualidad en estos tiempos por su posición respecto a la tolerancia y la laicidad (quizá no es casualidad que Ba Ta Clan estuviese en la misma Rue Voltaire por la que discurrieron los manifestantes del crimen de Charlie Hebdo, si no recuerdo mal). Y si Voltaire o Rousseau no me pareciesen idóneos, pasaría por alto a Kant, por lo difícil de su asimilación directa y llegaría directamente hasta alguna obra de Schopenhauer (“El arte de ser feliz” tal vez) o de Nietzsche (“Humano, demasiado humano” por ejemplo) que son muchísimo más digeribles que nada escrito por Kant y mucho más inspiradores y motivadores para una mente joven interesada por los problemas reales de la existencia. Tanto Nietzsche como Schopenhauer son populares entre muchos jóvenes e incluso adolescentes, creo.
Pero, francamente, de no optar por algún clásico como los que acabo de mencionar, creo que todo un doctor en ciencias políticas, debería haber recomendado algún autor del siglo XX, porque ese es ya un tiempo en el que el pensar filosófico difícilmente puede separarse del pensar político. Hay entonces mucho donde elegir, quedando de maravilla: Weber (que fue el primero en hablar del carisma de los políticos), Croce, Gramsci (al que tanto gusta de citar en sus sesudos artículos y con el que siempre se queda muy bien), Sartre (por su capacidad de vincular filosofía y compromiso político), Laing (por su talento al subvertir la relación entre razón y locura), Foucault (por ser capaz de darle la vuelta mental a todas las cosas), Derrida (por la voluntad de implacable deconstrucción), Arendt (por la profundidad de su reflexión sobre el hecho moral), Habermas (por su idea de la democracia como debate permanente), Rawls (por ser el gran gurú del curriculum de Políticas)…Qué se yo…
Pero, francamente, ante la tesitura de recomendar un buen libro de filosofía, lo que yo hubiese sugerido, de estar yo en el lugar de ese líder que ha ganado imagen y segundos televisivos fustigando sin piedad a una casta a la que no parece que duda en unirse ahora, y que hoy va de metedura de pata en metedura de pata, habría sido, qué duda cabe, el En Torno al Casticismo de Unamuno.
En Torno al Casticismo, es el conjunto de excelentes ensayos de primera hora, en el que Don Miguel dice cosas tan sabias y tan de actualidad como aquello de que «se podrá decir que hay verdadera patria española cuando sea libertad en nosotros la necesidad de ser españoles, cuando todos lo seamos por querer serlo…»

Praesucto

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Camino de Madrid, llegamos casi de noche al precioso pueblecito de la serranía de Aracena, ya en la frontera con Extremadura. Para reponer fuerzas antes de seguir conduciendo, entramos en un bar y pedimos una ración del mejor jamón que puedan ofrecernos. Mientras disfrutamos del manjar que expresamente nos cortan, mi compañero de viaje me dice que es muy curioso que estas tierras hayan podido dar dos cosas tan distintas como el mejor jamón del mundo, símbolo perfecto de la sensualidad y el hedonismo, y la pléyade de tipos duros, primitivos y no pocas veces crueles, que participaron en la conquista de América.
Yo, que tengo la obsesión patológica de ver relaciones en cosas aparentemente distintas o incluso contrapuestas, considero la ocasión pintiparada para marcarme uno de mis speechs.
Empiezo diciéndole a Agustín, quien, qué remedio, me escucha atentamente, que la conquista americana está relacionada directamente con los jamones y con el extremado clima extremeño. Y añado que los jamones de estas sierras, que ahora también conquistan el Nuevo Mundo de otro modo, están igualmente relacionados y no se pueden concebir sin tener en cuenta el particular hábitat extremeño, su dureza y su historia de repoblación.
Para empezar, sepamos que está históricamente contrastado que las naves que zarpaban de los puertos de la cercana Cadiz hacia América llevaban perniles de los cerdos ibéricos de los montes de Aracena y los Picos de Aroche. Cargar aquellos fastuosos perniles curados en la sierra en los galeones era una solución obvia (¡y qué solución!) para bien alimentar a la tripulación durante la travesía.
Por lo tanto, la divulgación del jamón ibérico la debemos atribuir en buena medida al Descubrimiento y a la Conquista, por más que al hábito de salar y curar perniles de cerdos en Iberia ya hacía referencia Marcial en alguno de sus epigramas. Perniles praesucti, los llamaba el poeta de Calatayud, es decir perniles a los que se le ha sacado el sucto, el jugo, el sudor; de aquí el portugués presunto y el italiano prosciutto. Los franceses, en cambio, han preferido fijarse en el hecho de que el pernil es la jambe o camba latina, la pierna grande del cerdo, el jambon, y de aquí nuestra palabra castellana jamón (tiene gracia por cierto que una palabra tan española como jamón tenga origen galo, pero no es menos cierto que, por ejemplo, algo tan franchute como la c cedilla sea una cosa originalmente española, pero esto ya es otra historia).
Por otra parte, tanto la sabia tecnología de curación del jamón ibérico como la extraordinaria contribución humana de estas tierras a la conquista americana, pueden reconducirse fácilmente a las especiales características del clima de estas tierras a caballo de Extremadura y Andalucía en las que nos encontramos.
Los perniles ibéricos, obtenidos de cerdos libres y ágiles, que se han alimentado en buena medida de las bellotas que han caído de los alcornoques, encinas y quejigos de las inmensas dehesas, entran después de cada Navidad en la fase de salazón, para lo que se suben al secadero natural y se dejan allí durante los meses más duros del invierno. En enero y febrero, las frías temperaturas y la contenida humedad de las elevaciones serranas, comienzan a hacer posible el milagro de sabor. Pero, será preciso que tras ese proceso de secado en frío, los jamones sean inmediatamente sometidos naturalmente a muy altas temperaturas, para que la grasa se funda, impregne las masas musculares y caiga al suelo, en lo que se denomina propiamente el proceso de sudado. Este calor intenso, acompañado del bajísimo grado de humedad de los veranos extremeños, es justo lo que favorece las delicadas reacciones que hacen del jamón ibérico de bellota algo delicioso para cualquier paladar.
Pues bien ¿acaso no podemos vincular este clima durísimo y excepcional, de muy elevadas temperaturas en los secos veranos y frío relativamente húmedo en invierno… estas tierras altas llenas de interminables bosques, que solo producen bellotas y donde las sequías cíclicas hacen imposible la prosperidad del campesino (quedaban siglos para el Plan Badajoz…), no podemos vincular todo esto, digo, con el afán de aquellos rudos y casi siempre incultos extremeños del XVI por dejarlo todo y lanzarse a la aventura americana?
Yo diría que sí, que hay una obvia relación entre el milagro del jamón ibérico, la idiosincrasia de estas tierras y el perfil humano de las gentes que se embarcaban en Cadiz hacia América sin otra cosa encima que la inmensa ambición y el hábito de comer buen jamón. Eran gentes que no dudaban en emigrar porque apenas tenían arraigo en estas tierras, no solo porque no eran generosas con ellos sino porque ellos o sus padres habían llegado a ellas no mucho antes, como meros repobladores, generalmente desde el Reino de León, y trayendo poco más, por cierto, que algunos pocos enseres y la noble cultura del jamón (no es casualidad que los jamones extremeños solo rivalicen con los de Salamanca: la etimología del nombre mismo del pueblo en el que nos encontramos nos remite a una palabra del antiguo dialecto del Reino de León: xabugu, bosque de sauces, sauquera en castellano…).
Todo esto es lo que le cuento a mi sufrido amigo Agustín en el bar del pueblo serrano de Jabugo, mientras cae la noche. Veo que me escucha atentamente mientras se deleita en silencio con las finas lonchas entreveradas que nos acaban de servir. Y entonces me doy cuenta que yo no he probado bocado. Tenía razón mi abuela asturiana: oveja que bala bocado que pierde…Debería recordar más a menudo sus sabios dichos.

Hipóstasis.

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En “Racine et Shakespeare”, Stendhal nos cuenta que en 1822, en un teatro de Baltimore en el que se estaba representando Otelo, cuando tiene lugar el quinto acto de la tragedia y el personaje celoso que da nombre a la tragedia se lanza sobre Desdémona para acabar con su vida, ocurre algo inesperado. Resulta que el soldado que estaba realizando labores de vigilancia en el interior de la sala se moviliza, carga su fusil y grita “nunca se dirá que en mi presencia un maldito negro ha matado a una mujer blanca”. Seguidamente dispara y hiere, en un brazo, al pobre actor que representaba al celoso negro imaginado por Shakespeare.
Hay algo de este mismo absurdo sangriento en la tragedia de Ba Ta Clan, aunque su escala e implicaciones sean infinitamente mayores. Los fundamentalistas islámicos sostienen que en ese teatro se estaba invocando al diablo. Es cierto que los extravagantes músicos del Eagles of Death Angel entonaban en Ba Ta Clan canciones de inequívoco contenido satánico (“I will love the devil, I will sing his song, I will kiss his tongue…” y bobaditas similares). Pero, no. Allí no estaba el diablo. Solo sonaba una tonta canción que jugaba a invocarlo.
El fundamentalismo religioso, en cualquiera de sus variedades, tiende siempre a la hipóstasis, es decir, a dar naturaleza de realidad a los puros entes de razón, y a confundir las palabras que hablan de las cosas, con las cosas mismas.
Dispara el fundamentalista sin dudarlo a Otelo, porque piensa que el actor va a asesinar realmente a Desdémona. El muy imbécil.

La Dula de Irak y Siria

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En un post reciente, mencioné el caos que se aprecia en los medios y entre los políticos en la forma de referirse al denominado Ejército Islámico. Es una confusión muy significativa que revela nuestras muchas contradicciones y temores. Cuando tememos a las cosas, nos refugiamos en los nombres.

Alguien me ha preguntado cuál sería la forma más correcta, al menos desde el punto de vista estrictamente lingüistico. Me limitaré hoy a indicar que usar Daech o Daesch, como veo cada vez más a menudo, es muy incorrecto, si lo hacemos en un texto o discurso en castellano, porque esas formas son la mera transliteración mecánica del acrónimo que usan los ingleses o franceses. El acrónimo sintetiza (ad) dawla aislamiya (fi l) iraq (wa) sam. Dawla significa en árabe «turno», «ciclo». En los campos de nuestro levante se sigue usando dula para referirse a los turnos de riego de las acequias. Turno equivale entre los árabes a ciclo, vicisitud, y por eso tiene también en árabe el sentido de «estado» o ciclo de gobierno (nosotros nos referimos ocasionalmente al «turno» cuando hablamos del gobierno rotatorio de la Unión Europea ). Lo que no significa dula es ejército, aunque nosotros queramos verlo como tal. Al islamiya significa islámico, obviamente. Iraq es Irak, derivado del antiquísimo Uruk, posiblemente «ribera» o «banco de arena». Y sam o as sham es el nombre clásico árabe para referirse a las tierras que los occidentales decidimos llamar Siria, si bien literalmente sam significa Norte (no Levante) porque para los habitantes de la península arábiga, «Siria» era obviamente el norte.

Por lo tanto, nuestro acrónimo debería ser en todo caso Dais, y si decidimos enunciar completo el nombre deberíamos decir «Gobierno Islámico de Irak y Siria«, no «Ejercito Islámico de Iraq y Levante«. Y ya puestos, hasta podríamos decir Dula Islámica de Irak y Siria, pues, como he dicho, dula es palabra que está por derecho propio en nuestro diccionario. Pero quedémonos con Dais, y aprovechemos para recordar que los nombres de las cosas no son inocentes. Son la cosa menos inocente que hay.

Hay que hacer bien las cosas.

 

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¿Qué significa que una persona sea cauta o precavida? Ambos términos provienen de un verbo latino, caveo, que significa “retirarse”, “recular”, “protegerse”…Curiosamente, este verbo también está detrás de la palabra “causa”. En latín, “causa” era un participio de caveo y, tenía el significado de protección, retirada a un lugar seguro…Esta palabra se abrió camino en el mundo del derecho romano, y entonces ese significado de “protección” evolucionó hacia el de “justificación”. Obviamente, en los tribunales, estaba protegido quien tenía una justificación para sus actos o sus demandas; uno se presentaba ante el magistrado con una “causa” o justificación bajo el brazo, digamos. A partir de este sentido, en los tribunales romanos, “causa” se convirtió en sinónimo de cuestión enjuiciada (también en los nuestros tiene este mismo significado). Y desde este amplio uso jurídico, «causa» llego a significar entre los latinos, cualquier asunto, tema o entidad.
Comprendemos así que el cosa castellano, ese término tan amplio y genérico, al igual que el chose francés, provenga del latín causa, cuyo significado original, como arriba he indicado, sería justificación, retirada, o incluso pretexto.
Entendemos entonces mejor, gracias a la etimología, esa manía que tiene el jefe del ejecutivo español por pronunciar en todo momento la palabra cosa, pese a que esta ocupa un modesto lugar 312 en el ranking de palabras más usadas de la lengua castellana. Sus declaraciones muestran un evidente uso y abuso de las “cosas”. Esto es objeto incluso de chanza en las redes sociales. “Es preciso hacer las cosas que hay que hacer”, “estamos haciendo bien las cosas”, “somos un gobierno que hace cosas importantes”…son expresiones muy características de este político profesional. La semana pasada nos recomendó además que no hay que “jugar con las cosas de comer”.
¿Podría ser, tal como la etimología sugiere, que el político en cuestión hable continuamente de cosas por un afán de recurrir en todo momento a los pretextos y justificaciones? Puede ser. Quizá el cauto y pusilánime político habla siempre de cosas, no solo porque el término le ofrece una ventajosa falta de concreción y le libera de compromisos, sino porque él gusta de tener siempre un pretexto (causa, cosa) a mano. Un pretexto que puede ser la herencia recibida, la proximidad de las elecciones, el escenario económico internacional o lo que se tercie.
Es muy simple. Etimológicamente simple. Así son las cosas.

Maravillas.

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No hay mucha gente la que se sienta con ánimos de hacer frente, intelectualmente hablando, a la Teoría de la Relatividad, de la que hoy volverá a hablarse porque es el centenario de su presentación oficial y definitiva. Y sin embargo, no es algo que solo esté al alcance de colosos intelectuales. Muy al contrario. Para entender la Teoría de la Relatividad solo hay que tener conocimientos de matemáticas muy básicas (yo diría que solo álgebra elemental y un poco de geometría plana). Eso sí, hace falta bastante paciencia y un cierto grado de entusiasmo. Hay libros que son excelentes a estos efectos. Uno de ellos es el de Brian Cox (“Why E=mc2). Otro sería el de David Mermin (It’s About Time).
Pero si hay poca gente con ganas de hincarle el diente a la Teoría de la Relatividad, aún hay menos que puedan decir en qué medida los hallazgos de Einstein influyen en nuestras vidas. Einstein se ha quedado como un simple icono pop universal, cuya aportación a la comprensión de nuestra vida cotidiana pasa desapercibida. Una lástima.
Hablo de esto con Mercedes mientras conduzco al atardecer por Madrid en busca de un aparcamiento en la zona de estacionamiento regulado. Cuando lo encuentro, utilizo una aplicación de mi móvil para abonar “on line” el parking. Esto me da una ocasión óptima para mostrar un ejemplo muy claro que permite describir el impacto de lo que descubrió Einstein.
Las ecuaciones de la Relatividad Especial nos dicen que a causa del movimiento velocísimo de los satélites de geolocalización respecto a nosotros, los relojes de esos ingenios nos indicarán una hora que se irá retrasando con respecto a la nuestra. Aproximadamente 1 microsegundo cada 4 horas. Por otro lado, por las ecuaciones de la Relatividad General, sabemos que esos satélites, que se encuentran lejos de la Tierra, se ven menos afectados que nosotros por la gravedad de nuestro planeta. Por ello, sus relojes irán, debido a este factor, algo más rápidos que los nuestros, aproximadamente unos 2 microsegundos por hora. Contando todo, Einstein nos descubre que los satélites que permiten funcionar a nuestros GPS (o a nuestros smartphones dotados de geolocalización), se van adelantando algo así como 45 millonésimas de segundo al día. Puede parecer poco, pero no lo es. Porque las velocidades de los satélites GPS son tan grandes, que un simple error de algunos nanosegundos provocaría una desviación  muy significativa. Y sería una desviación que se iría acumulando cada día. De hecho, esos 2 microsegundos por hora de desviación relativística, si no los tuviésemos en cuenta, harían que en un solo día, el error de localización fuese nada menos que de 10 kms. Y en dos días, 20 kms.
Termino de contarle esto a Mercedes mientras consigo aparcar el coche, previo pago con mi smartphone, y haciendo uso por tanto de la Teoría de la Relatividad de Einstein, en una callejuela del centro de Madrid. El sol ya casi se ha puesto, y esto me da pie para decir que Einstein también nos aclaró que nuestra trayectoria elíptica en torno al astro rey no se debe propiamente a una fuerza de atracción solar que nos hace girar, sino que en realidad es más bien una carácteristica del espacio que rodea a una gran masa como la del sol. La Tierra se desvía de su trayectoria recta justamente porque la forma del espacio en torno al sol le obliga a hacerlo. No por otra cosa. Gira y gira porque no hay otro camino posible.
Mercedes se queja y dice que esto le parece incomprensible. No se lo discuto. Seguimos caminando en silencio por una calle de un barrio que tiene el apropiado nombre de las Maravillas.

Excepciones y Reglas.

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Cuando los autores de la Constitución de Weimar (1919) elaboraron y aprobaron el célebre artículo 48, que abría la puerta, en circunstancias excepcionales, a la limitación de las libertades ciudadanas y a la asunción de excepcionales poderes por parte del poder ejecutivo, confiaban, claro está, en que fuera usado solo en casos…excepcionales.
Sin embargo, el primer presidente de la República que emergió tras la derrota germana, el socialdemócrata Ebert (el mismo, por cierto, cuyo nombre se uso para denominar a esa Fundación que, con fondos de dudoso origen y al objeto de frenar el comunismo en la península ibérica financió la conquista del poder por el PSOE en 1982), utilizó el poder excepcional del artículo 48 de Weimar nada menos que 136 veces.
Ebert no dudó en usar el 48 incluso para deponer gobiernos regionales legítimos como los de Sajonia y Turingia, o para promover la abolición del jurado, con la tristemente famosa reforma Emminger.
Naturalmente, cuando Hitler conquistó el poder en las urnas, no tardó en sacar aún más partido del dichoso artículo 48, promulgando, en base a dicha norma constitucional, el llamado Decreto del Incendio del Reichstag que suspendía la práctica totalidad de los derechos ciudadanos. Nunca jamás esos derechos volvieron a los ciudadanos alemanes. Y por supuesto, nunca más dejó de aplicarse en la Alemania nazi el artículo 48 y sus derivados. Era un artículo previsto para tiempos excepcionales, pero nunca dejó de aplicarse durante 26 largos años, y solo se canceló cuando los rusos tomaron al asalto el Reichstag.
La Historia sugiere que abrir la puerta a las suspensiones “temporales” de derechos fundamentales es abrir la puerta a un proceso de degradación cívica que nadie sabe bien cómo puede terminar.
Basta mirar al pasado para comprender que, en materia de restricción de libertades, las excepciones se convierten a menudo en reglas.

La Cuestión de Pepa.

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Mi amiga Pepa me pregunta qué pienso yo sobre el futuro de la izquierda en este país. Sonrío y le contesto que ante esa cuestión cabe citar la archifamosa idea de Gramsci respecto al pesimismo de la Razón y el optimismo de la Voluntad. También vendría al caso la postura de John Dewey (Carta a Scuder Klyce, 1915) que se consideraba sumamente escéptico respecto a las cosas particulares, pero con una enorme fe respecto a las cosas en general (sic). Por último, la cuestión de Pepa evoca lo que dice Woody Allen cuando afirma que él ama a la Humanidad, pero lo que no puede soportar es a la gente.
Gramsci, Dewey, Allen…hace falta recurrir a autoridades para responder a las cuestiones difíciles. Como la de Pepa.