Tank You Very Much.

Me dijo ayer Mercedes, desde Berlín, que la opinión pública alemana parece apoyar la escalada bélica  en territorio ucraniano.

Por estos lares debe ser lo mismo. 

A mí, todo esto no me sorprende mucho, pues me consta el enorme poder de manipulación de los medios sobre el público en general. Se ha conseguido, explotando la ignorancia generalizada y la credulidad, convencer a la opinión europea de que no hay otra alternativa sino armar hasta los dientes al ejército ucraniano, aunque eso ponga en serio riesgo la vida de todos.

Pero lo que me deja perplejo es que los intelectuales no se levanten como un solo hombre para protestar contra este ciego belicismo que está poniendo en inmenso peligro la vida de todos. ¿Por qué no se escucha ahora el grito de “no a la guerra” por parte de la intelectualidad, tal como se ha escuchado, y bien alto, en tantos otros conflictos. No lo entiendo.

También me deja perplejo que el dichoso envío de tanques esté siendo una decisión tomada por los gobernantes europeos sin la menor tentación de pedir su validación por los parlamentos…Si algo así, si algo tan trascendente como esto, que puede conducirnos a la catástrofe nuclear, no se consulta ni siquiera a los parlamentos…¿dónde queda la idea democrática? Se diría que más que democracia lo que tenemos es un simple teatro de marionetas manejado desde Washington por el gran capital global.

El envío de tanques a Ucrania impulsará la forma mas sanguinaria del conflicto militar, es decir, la batalla en campo abierto, el enfrentamiento a muerte entre masivas fuerzas armadas y acorazadas (medio millón de muertos dejó el malhadado choque de tanques de 1943, en Kursk apenas a 200 kms de Jarkov, que nos debería valer como referencia).

Cuando la guerra toma esta forma de “campestre bellum”, no hay manera de tener certezas sobre el desenlace, salvo la seguridad de que miles, o decenas de miles de seres humanos perecerán calcinados entre el retorcido acero de los ingenios bélicos. Esto último es lo único incuestionable.

Las batallas campales, como la que se promueve ahora mediante el envío de cientos de tanques, son algo que los militares sensatos tratan de evitar a toda costa, si pueden. Esto ya nos lo decía, en su Epitome Rei Militaris, Vegecio, el célebre teórico altomedieval del arte de la guerra: “Los buenos generales nunca entran en combate en campo abierto, salvo porque lo demande la ocasión o porque apremie la necesidad…es mejor someter al enemigo con la escasez, con ataques por sorpresa ocon el miedo, que en combate abierto, pues en este suele jugar un papel más importante la fortuna…”

En las batallas en campo abierto, se tiene la certeza de la masacre generalizada, pero predecir quien ganará es difícil, no importa la habilidad de los estrategas. “Nngún plan, por bueno que sea, resiste su primer contacto con el enemigo, con la realidad”, dejó dicho Motke el Viejo, que algo de guerra sí sabía.

La temeraria decisión sobre los dichosos “Leopard”, escandalosamente hurtada por políticos serviles a los representantes del electorado europeo, tan solo alargará unos meses más el terrible conflicto, pero aumentará al mismo tiempo, de forma proporcional, el valor de las acciones del fabricante de estos ingenios bélicos, la firma KMW, propiedad de la familia Bode, cuyos miembros, a su vez son los descendientes y herederos del infame August Bode, uno de los más conspicuos empresarios de la industria militar nazi, que se enriqueció, durante el horror nacionalsocialista, con el trabajo esclavo de presos políticos y prisioneros de guerra.

Esta mañana, ya he escuchado en la radio, mientras desayunaba, que KMW ha visto subir su valor en bolsa en un 150%, desde que se empezó a especular con el envío de Leopards.

Se me han quitado las ganas de terminar el café con leche.

La Náusea.

Me comenta Laura los muchos anuncios de cruceros que están apareciendo estos días de Enero. Le extraña esta gran concentración de publicidad de algo que prácticamente solo tiene sentido en la estación veraniega. 

–¿Con este frío y hacen publicidad de cruceros veraniegos?

–Cada año es lo mismo–le indico–Estamos en lo que en el mundo de los cruceros se llama “wave season”, el período que cubre dos o tres meses, de Enero a Marzo. Las navieras concentran en esta “Wave Season” todos sus esfuerzos de márketing, pues necesitan contar con el máximo número de reservas anticipadas, de cara a planificar de forma rentable las singladuras. En primavera o verano ya no hacen publicidad, pues una nave dispuesta a navegar tendrá ya la práctica totalidad de plazas vendidas o simplemente no saldrá del puerto.

–Pues el caso es que me parecen tentadoras todas esas ofertas de viajes maravillosos…Lo malo es que siempre me mareo en los barcos. Y acabo vomitando.

–No tiene nada de raro. Creo que es algo que le ocurre regularmente al 30% de la población. Y parece que tres cuartas partes de los que han navegado lo han sufrido en alguna ocasión. Incluso los profesionales. Consta por ejemplo  (por una carta) que Lord Nelson se mareaba a menudo. Y también consta (por otra carta, tal vez apócrifa) que el Duque de Medina Sidonia, al que el imprudente Felipe II asignó el mando de la Invencible, no soportaba el movimiento de las olas: “yo no me hallo con salud para embarcarme–le protestaba el Duque al Rey– porque tengo poca experiencia de lo poco que he andado en el mar, que me mareo, porque tengo muchas reúmas”.

Laura se ríe. Y terminamos esta conversación de temática náutica, porque me dice que tiene prisa. 

Pero yo me quedo meditando sobre el hecho mismo del mareo.

¿Por qué diablos nos mareamos? Y, más específicamente ¿por qué el mareo nos hace vomitar?

Hago un esfuerzo por recordar algo que leí hace tiempo. Al parecer, nos mareamos porque nuestro cerebro no entiende bien lo que está pasando. 

La función básica, el sentido original, del cerebro humano no es pensar, como puede creerse, sino permitir el movimiento, hacer posible la consecución del alimento y poder escapar de los depredadores. 

Sí. El cerebro y los sentidos son el sistema que se empezó a desarrollar desde que aquellas criaturas marinas varadas en las lagunas creadas por grandes mareas (hace millones de años la Luna estaba mucho más cerca de la Tierra) se vieron obligadas a sobrevivir moviéndose en tierra firme. 

Y lo interesante es que este sistema cerebral de movimiento tiene un carácter “automático”, por decirlo así. Es un sistema anclado en la parte reptiliana, en los abismos ancestrales de nuestro cerebro. Por eso nos movemos eficazmente sin tener que pensar en cada paso. Incluso podemos caminar  como sonámbulos. Este pequeño milagro es posible gracias a los llamados mecanismos de propiocepción, es decir, aquellos que nos permiten percibir cómo está dispuesto nuestro cuerpo en cada momento y ajustar convenientemente nuestro equilibrio y la posición de nuestros miembros.

Ahora bien, cuando estamos navegando en un barco, sin otra referencia que el horizonte marino, nuestro cerebro se confunde. Nuestros ojos, y el sistema de propiocepción, nos indican que no nos estamos moviendo, mientras que el sistema vestibular del oído interno nos indica lo contrario. Todo este caos lo tratamos de procesar y hacer coherente en lo profundo de nuestro cerebro reptiliano, sin éxito.

Entonces, ese cerebro reptiliano, al que le debemos la supervivencia de la especie durante millones de años, llega a una conclusión: nos están envenenando; no hay otra opción.

Y esta convicción reptiliana es la que genera la irresistible náusea (palabra etimológicamente relacionada con la navegacion) y el vómito. 

O sea, que el ser humano vomita ante la incoherencia profunda de la información que nos mandan los sentidos. Creemos que algo nos está envenenando y nos las arreglamos para vacíar cuanto antes nuestro estómago.

¿No es fascinante?

Sin duda. Es un maravilloso ejemplo de los muchos «bugs», como se diría ahora, de nuestro cerebro primitivo. 

Medito sobre estas cosillas mientras paseo con Mao, en una mañana gélida.

Y estas elucubraciones de mi mente errabunda me llevan a pensar si la sociedad, a la que podríamos atribuir una especie de entendimiento agente, tal como hacía Aristóteles, reacciona también ante la incoherencia de todo lo que está viendo y viviendo: belicismo, corrupción, avaricia, manipulación mediática, degradación democrática…

¿Puede sentirse envenenada la sociedad como un todo? ¿Puede experimentar también la colectividad el mareo y la náusea?

Tal vez. 

Pero me temo que la forma que adopta el vómito, en la escala social, no sea otra, ay, que el ciego, tóxico y nauseabundo auge de las mil y una formas de populismo que estamos padeciendo…

Crisis

Ayer fue viernes 13 y no parece que ocurriese nada especial en el mundo, si no consideramos especial que prosigan, insufribles, la carestía, el hambre, la guerra y la corrupción en todo el planeta.

Cada viernes 13, alguien me pregunta la razón de este temor al número 13. En realidad, hay mucho publicado al respecto de lo que técnicamente se podría llamar treiscaidekafobia (del griego treis-kai-deka, tres más diez, y fobia, del griego fobos, esto es, temor, odio…)

Se suele mencionar como razón, por ejemplo, el hecho de que fueron 13 los comensales de la Última Cena. El 13 entonces sería el número de la Traición.

Hay también quien busca referencias en no se qué líos de la mitología germánica o nórdica.

Incluso existen explicaciones tan chuscas como el hecho de que fue un viernes 13 cuando se quemó en una hoguera de París al maestre de los Caballeros del Temple, allá por los comienzos del siglo XIV.

Nunca me ha convencido todo esto.

Yo tengo mi particular teoría. Estoy casi seguro de que el temor al 13 está relacionado con un principio de la medicina antigua que estuvo vigente en toda Europa desde los tiempos de Hipócrates hasta el siglo XVI por lo menos. 

Hipócrates (siglo IV a.c), y todos sus seguidores a través de los siglos, especialmente Galeno (siglo II d.c) estaban convencidos de que las enfermedades se relacionaban con los planetas y que por lo tanto, un médico tendría que ser necesariamente un gran experto en matemáticas, geometría y astrología. Con estos saberes a mano, la medicina antigua y medieval establecía que el curso de toda enfermedad implicaba unos ciertos ciclos en los que cierto día el enfermo se ponía malísimo (paroxismo), y al día siguiente se producía la disyuntiva (crisis) entre la recuperación o la muerte. Los planetas y sus posiciones relativas lo determinaban todo.

Para Hipócrates, el primer paroxismo tenía lugar siempre (o mejor dicho, en las dolencias invernales, las más frecuentes según el Padre de la Medicina) en el cuarto día, seguido de una crisis en el quinto y la recuperación (o no) en el sexto. Y así sucesivamente. Pero si la crisis tenía lugar en el día doce, no se podía esperar una recuperación en el día 13, sino a lo sumo en el 14, pues muy frecuentemente, el desenlace era fatal en la jornada decimotercera…

Para mí, que no soy supersticioso (me atrevería a bromear diciendo que no lo soy porque temo que supersticioso me de mala suerte), todas estas historias me traen sin cuidado, incluyendo las disquisiciones planetarias derivadas de la astrología, ese cuento infantil que la Humanidad parece incapaz de proscribir.

Sin embargo, me interesa mucho la concepción de la “crisis” y de las “situaciones críticas” que tenían Hipócrates y, Galeno, a quienes yo me permito atribuir la entrada de estos términos en las lenguas que hablamos.

Para estos protomédicos, la crisis era “un súbito cambio en una enfermedad, bien hacia la muerte o bien hacia la recuperación” (lo entrecomillado es literal de Galeno). Tal vez tomaron el término del léxico de la tragedia griega.

Por su parte, la medicina medieval islámica, alimentada en buena parte por las traducciones de Hipócrates al árabe, tradujo también muy correctamente el término griego κρίσις como buḥrān, es decir, prueba o test. Avicena prefirió traducir el término como fasl, es decir, división. Pero en todo caso la idea es la misma. 

En general, los médicos musulmanes profundizaron mucho en la relación entre los planetas y las dolencias, con la ayuda de los avances astronómicos de Ptolomeo y de instrumentos como el astrolabio, que facilitaban los cálculos astrológicos. De esa vinculación entre los movimientos de los planetas y las enfermedades, ellos deducían la importancia de los diferentes días «críticos» en el curso del mal.

En fin, hoy he mencionado esta interpretación médica original de la “crisis” solo como algo que evoca una cierta esperanza. 

Tal vez, la crisis poliédrica que estamos viviendo sea simplemente un test, una prueba, una división. 

Quizá estamos llegando a ese paroxismo o exacerbación que podría preceder a la recuperación…

Y más vale que lo veamos así.

Más vale que pensemos que, como dice mi amigo Paul, que está sufriendo las turbulencias políticas allá en Perú, las cosas tal vez deban ponerse incluso algo peor, para que empiecen a ponerse bien…

Tal vez haya que llegar, metafóricamente hablando, a la oscura noche del 13, para que amanezca un día 14 tan hermoso como el que he disfrutado este sábado frío y de aire limpísimo, cuando he salido a pasear con Mao por la dehesa, casi al amanecer y me he entretenido pensando en crisis, en planetas y en esperanza.

Cacahuetes.

Voy camino de Barcelona en el magnífico tren de alta velocidad que los italianos acaban de poner en marcha en España. Un carrito con viandas (incluyendo una verdadera cafetera de expreso) llega hasta mi asiento. Pido simplemente unos frutos secos. La empleada me ofrece una bolsita diciendo que son “cacahuetes y arachidi”, interpretando erróneamente el mensaje bilingüe de la bolsa.

Me siento con ganas de bromear y le digo muy serio a la empleada que yo solo quiero cacahuetes, que los aracidi me hacen daño y además suenan como a arácnidos y eso me espanta.

La empleada no sabe bien qué hacer.

Titubea y me dice que solo tiene estos cacahuetes con arachidi…

Sonrió y le digo que estaba bromeando, que arachidi es cómo llaman los italianos a los cacahuetes. Me mira entonces con una expresión en la que adivino cierto malestar. Es obvio que no se ha tomado bien mi bromita…

Es lo que tienen las bromas. Nunca sabes cómo va a reaccionar la víctima de la chanza.

En realidad, ella tenía mucha razón al interpretar que los arachidi eran algo distinto de los cacahuetes. Son dos palabras que no tienen el menor parecido…algo raro cuando se cotejan vocablos del español y del italiano.

El origen de la palabra española cacahuete es nahuatl. Y la palabra original nahuatl significa cacao de la tierra. Muy lógico esto.

Los españoles del siglo XVI conocieron este fruto seco a través de los indígenas de México, así que no dudaron en llamarlo como lo hacían aquellos nativos con los que se relacionaron. En cambio, los ingleses optaron por bautizarlo a su modo, como “nuez-guisante”, y los italianos a su vez, se diría que recurrieron a un término derivado de la palabra griega para pistacho o algarroba, arako, y acuñaron arachide (pronunciado arakide).

Este recurso al griego de nuestros primos italianos vino en realidad mediatizado por la taxonomia de Linneo, quien,en el siglo XVIII, astutamente, combinó el significado nahuatl (recordemos, cacao de tierra) y el término griego para las algarrobas y los pistachos. Así, el sabio sueco acertó a denominar los cacahuetes como “arachis hipogea”, es decir, algarrobas de debajo de la tierra. Y de este “arachis” de Linneo creo que proviene realmente el italiano “arachide”…

Me hubiese encantado comentar todo esto con la empleada del carrito. Pero, de sobra se que mis reflexiones etimológicas aburren a buena parte del personal. No digamos a quienes no se han tomado bien una de mis bromas.

Así que me consuelo en soledad, viendo el carrito alejarse, y consolando mi apetito con los humildes cacahuetes…con el cacao de la tierra, con las algarrobas del subsuelo…

Creo que ya estoy llegando a Sants…

Amor, muerte y belleza.

Cada mañana, cuando salgo a hacer correr un poco a Mao, me quedo pasmado mirando un majestuoso acebo que crece apenas a unos pasos de mi casa, junto a la de Cristina. 

He ido viendo como el color de sus frutos, verdes en el comienzo del pasado Otoño, ha ido variando, semana tras semana, hasta llegar a un rojo intenso a mediados de Diciembre. ¿Será esta sincronización una de las claves que hacen de esta planta un símbolo de las fiestas navideñas, con sus connotaciones de paz y fraternidad?

Estos frutos del acebo, que ahora muestran un tono entre carmesí y amaranto, son muy parecidos a los del muérdago, que en los países anglosajones simboliza también el período navideño; o más específicamente el amor, de acuerdo con esa tradición de besarse bajo los auspicios de una rama de muérdago.

Puede tener lógica que tanto el acebo como el muérdago se asocien a la felicidad y al amor, en sus diferentes formas. La explicación debe estar en el hecho de que estos arbustos se empeñan en mostrar este intenso color rojo, que puede asociarse a la sangre y a la vida, en un momento en el que todo en la Naturaleza parece ser fatalmente gris y marchito. 

Eso es quizá lo más propio del amor: rebelarse frente lo inexorable de lo real, renegar del destino, oponerse a la degradación y a la muerte.

Pero cuando me viene a la mente esta idea de la muerte, ya caminando de vuelta a casa, con Mao renqueando tras de mí y su frisbee en la boca, me doy cuenta de que los bellos frutos de ambos arbustos, que parecen tan deseables, son muy tóxicos en realidad, siendo su ingestión fatal en muchos casos. 

El muérdago, además, es una planta parásita, que necesita asociarse a un árbol, penetrar en su corteza lentamente y absorber el agua, las sales minerales y los nutrientes que el muérdago no puede conseguir por sí mismo…Y haciendo todo eso acaba a menudo con el árbol que parasita.

Prefiero no seguir con estos pensamientos. Quizá son la consecuencia de la noticia que he leído esta misma mañana, sobre el enésimo crimen de género. Me ha producido escalofríos constatar que unirse a una pareja parece ser una de las conductas más peligrosas que pueden realizarse en la actualidad. 

Recuerdo un estudio publicado hace cuatro años por el Ministerio del Interior de España, según el cual el 35% de todos los homicidios está vinculado a relaciones de pareja o ex-pareja.

A partir de este dato escandaloso, se podría decir, en cierto modo, que el amor mata, si no fuese porque no puede llamarse amor al espantoso impulso que lleva a un ser humano a acabar con la vida de otro.

Trato de quitarme estos pensamientos de la cabeza. Y hago esfuerzos por quedarme con la increible magnificencia de esos frutos del acebo impregnados del agua que ha caído en esta lluviosa mañana de enero. 

Al fin y al cabo, la belleza es uno de los pocos consuelos a los que podemos recurrir frente a la brutalidad del odio y del crimen. 

Puede que el amor, mal entendido, acabe matando. Pero la belleza siempre nos regala vida.