Se cuenta que al gran sabio talmúdico Hillel, que llegó a ser nasi del Sanhedrin de Jerusalén, y solía predicar a las puertas del Templo, un gentil le planteó cierto día un desafío: se convertiría al judaismo solo si el rabí le explicaba toda la Torah mientras permanecía de pie apoyado en una sola pierna…
El rabí aceptó la prueba. Encogió inmediatamente la pierna izquierda, y se mantuvo unos instantes en equilibrio, los suficientes para decirle al goi: «lo que es odioso para tí, no se lo hagas padecer a tu vecino. Esto es toda la Torah, el resto es pura glosa. Vete y la estudias.»
Le cuento esta anécdota a Marta. Se queda pensativa. Me dice que le parece ingenuo pensar que haya cosas que se puedan sintetizar hasta tal punto. Y, como para probarlo, seguidamente me desafía a que yo le explique a ella la teoría de la Relatividad apoyado en una sola pierna.
Eso que me pide excede mis posibilidades con mucho, aunque soy muy bueno manteniéndome en perfecto equilibrio sobre la pierna derecha por lo menos algunos minutos. Lo aprendí cuando hacía yoga y me esforzaba con la utkatasana…
Pero lo digo a Marta que, sobre una o dos piernas, como guste, sí que le puedo abrir una pequeña claraboya al maravilloso cambio de paradigma que debemos a Einstein.
Encojo por si acaso la pierna y empiezo contándole que cierto día, al atardecer, Einstein tomó un tranvía en la plaza de Berna en la que se encuentra la famosa torre del reloj. Mientras se alejaba de la plaza, Einstein miraba fíjamente al reloj que estaba allí arriba. De repente, tuvo una intuición: si su tranvía acelerase hasta la velocidad de la luz, el tiempo marcado por el reloj de la torre no coincidiría con el tiempo marcado en su reloj de pulsera. Esto le parecía indiscutible, pues la luz proveniente de las grandes manillas del reloj de la torre, no sería capaz de alcanzar al tranvía en el que viajaba.
Dejemos ahora a Einstein en su tranvía. Y viajemos hasta el siglo XVII para encontrarnos con Galileo. El sabio italiano razonó, mediante hábiles experimentos mentales, que los fenómenos físicos no deberían estar afectados por la velocidad. Por ejemplo, los marineros de un barco, ven caer los objetos desde lo alto del mástil a la cubierta de una forma totalmente normal, sin que el movimiento regular del barco pueda afectar la trayectoria del objeto que cae. También nosotros sabemos que aunque viajemos en un avión a 800 kms/h, todo parece comportarse como si estuviésemos en quietud. Dicho de otro modo, Galileo intuyó acertadamente que la velocidad de un objeto no puede comprobarse de ningún modo por un sujeto que se encuentre en el mismo marco de referencia. Todos los experimentos físicos que se puedan realizar en una nave que se mueve por el espacio a enorme velocidad darán el mismo resultado que si estuviésemos en tierra firme. En este sentido, Einstein, al igual que Galileo, tenía una certeza, por decirlo así, puramente filosófica, sobre el carácter indetectable de la velocidad.
Por otro lado, Einstein sabía bien que el físico escocés Maxwell había determinado, solo unas décadas antes, que la velocidad de la luz, en cuanto onda electromagnética, era constante en todo marco de referencia. Esto sirvió de punto de partida a Einstein para otro de sus fascinantes Gedankenexperiments, es decir, experimentos mentales. Se imaginó viajando en una nave junto a un rayo de luz. Siendo la luz una vibración, una onda, al viajar a su lado y a su misma velocidad, él tendría que ver una especie de onda congelada. Esta idea le repugnaba. ¿No habíamos quedado en que la velocidad era indetectable? Si el viajero que, moviéndose a altísima velocidad acompañando a la luz, observa ese pintoresco océano de ondas congeladas, entonces no será cierto que la velocidad sea indetectable.
Esta terrible paradoja atormentó a Einstein durante años.
Y lo hizo justamente hasta aquella tarde en la que cogió el tranvía en la plaza de Berna.
Al comprender que se podría admitir que el tiempo fluyese de distinta manera para dos objetos que se alejan uno de otro en el espacio, Einstein comprendió que todo podía encajar, tanto las intuiciones de Galileo sobre la velocidad como las ecuaciones de Maxwell y la naturaleza ondulatoria de la luz. Simplemente atisbó que a medida que un viajero en una nave comienza a acelerar en busca de un fugitivo rayo de luz, su tiempo se tendría que ir ralentizando progresivamente y por ello, la velocidad a la que el rayo de luz se iría alejando de él sería siempre la misma, no importa la velocidad que adquiera el perseguidor, pues al fin y al cabo la velocidad del rayo de luz no es sino la relación del espacio que recorre entre el tiempo que emplea para hacerlo. Y ocurre que el tiempo empleado, desde la perspectiva del viajero que va tras la luz, es progresivamente mayor, por lo que aunque el espacio de separación se reduzca, el tiempo subjetivo para recorrerlo aumenta, y eso hace que la velocidad de alejamiento sea constante.
«¡Tenía que ser el tiempo!»…se dice que esta fue la exclamación que Einstein profirió cuando tuvo la iluminación en el sentido de que el tiempo es algo elástico, y que cuando modificamos nuestras coordenadas espaciales con respecto a las coordenadas de otro objeto o sujeto, en realidad estamos modificando también nuestras coordenadas temporales. Separarse de alguien es como irse situando en otros lugares del espacio…y ¡en otros lugares del tiempo! O más precisamente, es como trasladarse en una entidad más o menos abstrusa para nuestra mente de mamíferos a la que deberíamos llamar espacio-tiempo.
En suma, para atisbar la relatividad einsteniana, lo esencial es aceptar que no hay un espacio y un tiempo absoluto e igual para todos, sino que lo que resuelve las paradojas físicas es la existencia de una entidad gomosa en la que el tiempo es inseparable del espacio. Los relojes, como bien intuyó Einstein en el tranvía, pierden su sincronicidad cuando los sujetos modifican sus respectivas coordenadas espaciales. Esto no lo apreciamos en la escala de lo cotidiano. Pero en una escala superior no tiene más remedio que ser así.
Pero añadamos Einstein no se conformó con destruir la idea del tiempo como algo absoluto. También, partiendo de sus iluminaciones sobre la relatividad del tiempo, consiguió hacer mas o menos lo mismo con el espacio. Llegó a demostrar que el espacio tampoco es un absoluto sino una simple muletilla que usa nuestra mente para relacionarse con la realidad. El espacio einsteniano es estrictamente un conjunto de campos de fuerza que se están creando y modificando constantemente por la sinfonía de masas y energía que constituye el Universo. Moverse en el espacio einsteniano es simplemente discurrir por los «rieles» de esos campos de fuerza. Y esta concepción, junto con la relatividad del tiempo, es la que permite entender de verdad lo que pasa ahi fuera, en el mundo real a gran escala, y hacer que encajen todas las ecuaciones físicas (sin perjuicio del misterioso mundo cuántico y sus aparentes contradicciones respecto a la física relativista).
Tiempo, espacio, masa, luz, campos de fuerza…todo está relacionándose en un infinito laberinto de vinculaciones. Todo se relaciona con todo. Todo modifica todo. Todo es relativo. Esa es la esencia de relatividad einsteniana.
Y dicho esto, recupero mi posición bípeda, que ya iba siendo hora. Con la satisfacción del deber cumplido.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s