
Esta mañana, muy temprano, bajo una fascinante luna llena que aún protagoniza el cielo azul del amanecer, nos cruzamos, en la dehesa, con Itziar y su boxer Linda, que siempre celebra con frenéticas piruetas el encuentro con mi compañero canino.
Hago notar a Itziar que Linda parece haber cogido peso.
–Sí. Pero ya le he cambiado la dieta. He empezado a prepararle yo misma la comida.
–¡Bien hecho!
–Sí. Creo que el problema era el dichoso pienso. Es que no me fío nada del pienso, sea cual sea la marca. ¡Hasta el nombre me parece feo!
–Estoy de acuerdo. Sabemos bien el daño que hace al humano la comida procesada. Y el pienso es comida procesada por excelencia. Seguro que no es muy bueno para ningún mamífero. Ahora bien, no se si el nombre de pienso me parece tan feo…En realidad, si te fijas bien, está relacionado con la idea de pensamiento.
–¿Pienso y pensar? ¿Qué tienen que ver ambas cosas, además de la semejanza de las palabras? ¿Me vas a contar otra vez de esa teoría según la cual nuestra forma omnívora de alimentarnos es lo que permitió el crecimiento del cerebro en los homínidos?
–No exactamente. Tranquila, Itziar. Ocurre que la palabra pienso se deriva de la idea de pesar algo, es decir, de preparar una una ración bien medida de alimento. Es la misma idea que está detrás de la palabra pensión, es decir, dar algo tasado, algo que se entrega una vez se ha calculado su cuantía exacta.
–Pues muy bien. ¿Pero qué tiene que ver ese «peso» y el pensamiento?–me protesta Marina, mientras Linda intenta inútilmente animar al viejo Mao a jugar con ella.
–El caso es que pensar es, también etimológicamente, pesar. El pensamiento es, esencialmente, tomar razón de algo, contar, comparar…ponderar. Esta idea se confirma incluso cuando consideramos la vinculación entre medida y mente, que son términos relacionados en ambos casos con la importante raíz protoindoeuropea “me”, que connota esencialmente la idea de medir.
–Interesante lo que dices. Es otra forma de entender el “pienso, luego existo”. Aunque a mí sigue pareciendo muy feo el pienso “de comer”. Pero te aseguro que, en el camino a casa, voy a “pensar” en tus dichosas etimologías que siempre encuentran extrañas relaciones entre nuestras palabras y no se qué lenguajes ancestrales, así que…¡agur a los dos!
–¡Agur!–respondo.
Y me quedo con ganas de decirle a Itziar que ese “agur” con el que nos despedimos, el adios vasco, también nos lleva a “lenguajes ancestrales”.
Podríamos remontar el agur vasco al acádico ahratu, “lo que viene después”, “el futuro” (mismo significado que el ugarítico uhryt o el hebreo ahrit).
De este ahratu deriva el también acádico “ahhururu”, cuervo, por ser la observación de este ave y su aparición en el cielo el objeto de la tarea de los magos y adivinos en las primitivas civilizaciones de Oriente Medio.
Y a su vez, del acádico “ahhururu” deriva, en última instancia, el latín augur, para denominar al adivino que interpreta el vuelo de las aves.
El paso siguiente nos lleva al término “augurio”, con la idea de un buen pronóstico o deseo y, finalmente, llegamos al euskera agur, forma cortés de despedirse, que está tomado directamente del latín, como el italiano “auguri”, para indicar buenos deseos o buena suerte…
Pero todo esto me lo cuento a mí mismo.
Itziar y su alocada boxer ya están muy lejos.
Por hoy, el prójimo ya ha tenido bastante de mi habitual pienso etimológico.