
Invito a cenar a una querida amiga y vecina y a su hija adolescente, entre otras cosas porque quiero que valoren mis últimos e innovadores avances en mi legendaria sopa de cebolla, que recientemente he mejorado con un ligero toque de azafrán y un poquito de caldo de carne.
Durante la salutífera libación, con una helada ahí fuera, no recuerdo bien en qué contexto (tal vez hablando de aromas) la adolescente, que debe pensar erróneamente que yo lo sé todo, me pregunta si el uso de los perfumes corporales es bastante moderno.
Le respondo como puedo, remontándome, lógicamente, a los antiguos egipcios.
El caso es me quedo pensando por qué la inteligente adolescente no recuerda ese pasaje de los evangelios en el que tiene lugar la llamada unción de Jesús por parte de María de Betania con el perfume de nardo contenido en el tarro de alabastro (y el sorprendente gesto de haber secado María previamente sus pies con sus propios largos cabellos). O la episodio de los «Reyes Magos, con su regalo de mirra, que era un habitual ingrediente de los perfumes y ungüentos en Oriente Medio.
En realidad, creo que las nuevas generaciones conocen cada vez menos sobre lo que podríamos denominar historia sagrada o religiosa.
No se si eso es bueno. Hay muchas cosas en nuestra cultura que no se pueden entender bien si no es en el contexto de la religión que se ha practicado o creído practicar en Occidente desde hace dos mil años.
Meditando sobre este peliagudo asunto, al terminar la cena, me da por revisar el texto de la misa católica en latín, porque creo recordar que se puede detectar en ese texto latino un buen número de lugares comunes de nuestra cultura.
Y, en efecto, así es. Basta una lectura rápida de esa liturgia, que es a la vez genial obra de teatro y efectista ceremonia de magia blanca, para encontrar no pocas referencias a nuestra forma de hablar y pensar: “mea culpa”, “in illo tempore”, “miserere”, “oremus”, “memento”, “hossana”,“hoc est enim corpis” (hocus pocus), “amen”…son solo algunos ejemplos, y seguramente me dejo algunos más.
Cancelar el conocimiento de la religión es también amputar una parte de nuestra cultura.
A mediados del siglo pasado, Benedetto Croce escribió el famoso opúsculo “Perché non possiamo non dirci cristiani”, en el que acertadamente sostenía que, independientemente del nivel de creencia que tengamos (que en mi caso es cero, ay de mí) todos somos en cierto modo cristianos. Porque nuestra cultura lo es y de una forma muy profunda.
Lo que ya dudo, tal como va la educación, es que esto sea válido “secula seculorum”.
Y por cierto, el uso común de esta expresión-por los siglos de los siglos- se lo debemos también a la misa católica…