
Vuelvo a viajar a Barcelona en los estupendos trenes italianos, que son una versión mejorada de los Freccia Rossa, esos que te llevan de Roma a Milán en un abrir y cerrar de ojos (lo cual es un despilfarro de paisaje, dicho sea de paso).
Esta vez, alguien ha tenido el caritativo gesto de reservar para mí la llamada “tarifa infinita” de la compañía italiana. Es una tarifa que incluye diferentes “amenidades”, si se me disculpa por usar ese feo anglicismo que se está abriendo camino.
“Tarifa Infinita” ¡Qué nombre tan curioso! Querrán significar que las ventajas son incontables, supongo.
Ciertamente, pienso, mientras el tren se pone en marcha, se usa y abusa mucho en marketing y publicidad del concepto de infinito.
Por ejemplo, el ubicuo logotipo del pasado mundial de fútbol era también el símbolo del infinito, eso sí, girado 90 grados. Era una versión incorrecta del símbolo, porque esa versión “vertical” contradecía el origen del grafismo, que posiblemente fue una derivación del romano CIƆ, es decir un millar, de acuerdo con una variante del sistema romano de numeración llamada “apostrophus”, que usaban en Roma solo para denotar grandes cantidades que fueran múltiplo de 500 (el sistema ordinario era impracticable para grandes cifras, y dificultaba mucho las operaciones).
A mí me fascina la idea de infinito. Y me estimula.
Porque pensar en lo impensable, como lo es la noción de algo que no tiene límites, me da opciones para creer que en la existencia hay mucho más de lo poco que puede atisbar a captar nuestra limitada razón.
Puedo poner un simple ejemplo para ilustrar lo que digo respecto al infinito.
¿Cuál será el resultado de ir sumando “hasta el infinito” todos los enteros positivos: 1, 2, 3, 4…?
Nuestro sentido común nos dice que el resultado será…infinito.
Pues resulta que no es así. Ya a principios del siglo pasado, el genio matemático indio, Srinivasa Ramanujan, dejó probado que el asombroso resultado de esa suma “infinita” es justamente -1/12.
La demostración de este hallazgo, absolutamente contrario al sentido común, no es difícil y está al alcance de cualquier lego en matemáticas. Es un pequeño, pero impecable proceso desde el punto de vista lógico (aunque no deja de haber algunos matemáticos que cuestionan la metodología). Basta hacer un legítimo malabarismo con diferentes sumas infinitas que a su vez se suman entre sí para acabar llegando al inconcebible resultado de que la suma de enteros positivos infinitos es -1/12 (si algún lector quiere comprobarlo, que me lo diga, y haré que pueda verlo con sus propios ojos en menos de cinco minutos).
Y lo mas increíble es que esta demostración de Ramanujan (que ya entrevió Euler, por cierto, un siglo antes) no es meramente un ejercicio de estilo. Parece ser que es un resultado que encaja con la física que conocemos, especialmente en el ámbito cuántico…Incluso resulta que es útil en ese esotérico mundo de las partículas subatómicas.
¿Cómo asimilamos todo este “absurdo” pero a la vez completamente “lógico” resultado? ¿Cómo asimilamos su adecuación a la realidad física?
Pues no cabe otra que pensar que lo que creemos conocer de la realidad no es sino una pequeña fracción de lo que es esa realidad. Si las matemáticas se ajustan al universo, como todo parece indicar, y las matemáticas desafían nuestra razón, entonces es el universo mismo es el que plantea el desafío a nuestro intelecto.
¿Es deprimente constatar esto? Tal vez. O tal vez todo lo contrario. Este asunto de la suma infinita de los enteros positivos es un indicio más que nos hace intuir que la puerta de lo maravilloso sigue estando bien abierta para el hombre, por mucho que haya avanzado la ciencia.
Sí. Podemos esperar lo inesperado. Y acaso eso hace algo más tolerable nuestra existencia.
Y con estos pensamientos, llegando ya a los Monegros, me dispongo a disfrutar de la comida en el confort del vagón restaurante del Iryo. Tengo un apetito notable, de modo que esto de que me den de comer y beber en el tren, viajando a 300 kms por hora, mira por donde, me produce un deleite…infinito.