Oigo en la radio, mientras desayuno, que el mandamás que sufrimos ha emprendido un viaje vacacional al Imperio y, al parecer, allí ha dicho que desea pasar a la Historia «por mi labor contra la pandemia…» (sic).

Es una notable declaración. Casi se me atraganta la tostada. Es frase que expresa un deseo fácilmente validable, aunque tal vez no en la forma y sentido que el preboste querría.

Quien sabe, pienso: Sánchez I el Vacunador, o Sánchez I el Loimofobo. O Sánchez I el Antigénico. ¿Todo es posible?

Sí que puede ser. Porque en realidad, el alias de los diferentes monarcas de nuestra historia no siempre hace justicia a quienes lo han acabado llevando. En absoluto.

Fernando VII fue «El Deseado«, siendo así que resultó ser el monarca más indeseable, felón e infame que ha pasado por estas tierras.

Felipe IV fue llamado «El Grande» o «Rey Planeta«, pese que durante su ejecutoria, el inmenso reino que heredó no dejó de empequeñecerse día tras día y en casi todos los sentidos.

Y lo mismo podría decirse de Alfonso X el Sabio, a quien por sus hechos mas propiamente deberíamos conocer como Alfonso X el Majadero. Tal vez merezca la pena repasar un poco su ejecutoria para comprenderlo. Si mi esforzado lector tiene hoy gusto de un poco de historia, le animo a que siga leyendo. Pero reconozco que hay cosas mejores que hacer.

Veamos. Al comenzar su reinado, tras la coronación en 1254 en Toledo, y dada la ruina del país por causa de la costosísima campaña sevillana de su padre Fernando, más tarde elevado a los altares, Alfonso X comprobó que era muy difícil recaudar los ingentes impuestos que necesitaba para llevar a cabo su fantasía de convertirse en Emperador de Europa, a lo que juzgaba tener pleno derecho por ser su madre prima del Emperador Federico II y por sus antepasados godos.

Así que a este rey memo no se le ocurrió otra cosa que empezar por acuñar cuanta moneda fuera posible, de mínimo valor intrínseco, para iniciar así su campaña de promoción personal en Europa. La devaluación subsiguiente provocó una inflación galopante y, entonces, para evitar la carestía, ordenó un control estricto de los precios de los alimentos. Naturalmente, esto provocó que los comerciantes escondiesen los géneros y que surgiese por todas partes el mercado negro.

Furioso ante esta natural reacción, este monarca de ínfulas imperiales decidió promulgar leyes de austeridad, que fueron objeto de mofa por parte del paisanaje. Más aún, para recuperar algo de la fiscalidad, incautó las herencias de los hermanos para con hermanos, entre otros atropellos a la elemental justicia e ignominiosos desafueros.

Pese al absoluto caos al que llevó al país, este monarca incompetente se sentía muy orgulloso por su control de buena parte de la península ibérica (Granada le pagaba tributos e incluso poseía el Algarve en usufructo). Decía no tener a nadie por encima de él en términos de poder temporal en la Tierra y se autoproclamó vicario de Dios en este mundo. Tal cual.

En coherencia con esta autoproclamación, y para congraciarse con Roma, puso en marcha un costoso programa de expansión territorial hacia las tierras infieles del norte de Africa, invirtiendo una fortuna en naves y tripulaciones genovesas (lo que fue propiamente el punto de partida de una triste rivalidad secular marítima entre Castilla y Cataluña). 

También, como correspondía a un candidato a emperador, decidió llevar una vida de máximo lujo y pompa, como demostró en el gran bodorrio de su hijo Fernando con Blanca de Francia, en Burgos. La gente se escandalizó y enfureció con esos dispendios, que se producían al mismo tiempo que se ordenaba un nuevo impuesto sobre el ganado y se intentaba aplicar, a sangre y fuego, las dichosas leyes de austeridad.

Pero este monarca no solo extorsionó y soliviantó al pueblo llano, sino que también se enfrentó con las ciudades y con la pequeña nobleza. Lo hizo, por ejemplo, al apropiarse por las buenas del montazgo, o impuesto local por el paso de rebaños (fuente clave de ingresos de los pueblos y de los pequeños propietarios). Tuvo pues la suprema habilidad de hacerse odiar por todos: nobles, obispos y concejos. Un hacha.

Decidió huir hacia adelante y un mal día viajó a Lyon en la idea de que iba a ser coronado allí Emperador por el Papá. Nada más lejos de la realidad. Fue burlado. Ni Papa ni corona imperial encontró Alfonso en la ciudad francesa, y ese fracaso sirvió de señal del comienzo de muchas y diversas hostilidades en su contra, que trajeron la desdicha al Reino.

Tuvo que regresar apresuradamente de Lyon, «molt ayrat e malaut» como dejó dicho el cronista Muntaner. Porque aprovechando el inmenso fiasco y ridículo real de Lyon y su larga ausencia, no solo los mudéjares se alzaron en armas por todas partes, sino que su propio hijo Sancho conspiró para proclamarse unilateralmente monarca de Castilla, con el apoyo de Aragón y de su tío Don Fadrique, al que, furioso, el rey, su hermano, ordenó ejecutar cruelmente en Burgos (1277) tras acusarle de homosexualidad.

Entre tanta desazón, su esposa, Violante de Aragón, lo abandonó, al tiempo que llegaba a España un legado Papal para apercibirle del enfado generalizado del clero castellano. El desastre era general.

En 1282, las Cortes de Valladolid despojaron a Alfonso de la corona. Pero el malhadado monarca se negó a ser depuesto y decidió pedir ayuda al caudillo benimerín Abu Yusuf para defender su posición. Con ayuda de estos musulmanes reconquistó Córdoba y maldijo y desheredó a su hijo, recuperando por breve tiempo el trono de Castilla, para fallecer en 1284, no sin antes dejar un testamento que era una bomba de relojería, pues consagraba los derechos de su nieto Alfonso de la Cerda para heredar el reino de Castilla. Esta disposición anunciaba un enfrentamiento inminente entre dicho nieto y el desheredado hijo Sancho, con mayor derecho. Así ocurrió, y el conflicto, de carambola, acabaría provocando una guerra entre Aragón y Castilla, dando paso a un siglo entero (el XIV) de hegemonía en la península de Aragón/Cataluña, cuyos monarcas capitalizaron lo mucho logrado por el muy hábil y muy longevo Jaime I el Conquistador, verdadera antítesis de su contemporáneo Alfonso X, al que deberíamos llamar el Insensato.

Así que esta fue en grandes rasgos, la lamentable trayectoria de un rey que no escribió por sí mismo un solo libro y que muy pocos debió leer, y que ha pasado a la historia como «Sabio», sin duda por su promoción de la Escuela de Traductores de Toledo (creada por su padre, no por él), que fue una iniciativa orientada más bien a la propaganda y el prestigio, y que no era sino la imitación de la ingente labor cultural que venía haciendo en Sicilia Federico II Hohenstaufen, quien por ello, en su caso y con toda razón, fue llamado «Stupor Mundi«.

«Sabio» ha quedado pues como apelativo el de un monarca que arruinó a su pueblo con sus locas y costosísimas fantasías imperiales y que dejó a Castilla como subsidiaria de Cataluña/Aragon por más de cien años.

Siendo esto así, el apelativo con el que pase a la historia el actual preboste puede ser cualquiera.

Incluso puede ser también «Sabio«.

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