La montaña entera se ha vuelto rosa.

Uno de los regalos que nos da la primavera tardía son las azaleas, esa variedad de rododendros con diez estambres en el androceo, como los que vengo de fotografiar ahora mismo, aprovechando la luz de esta mañana sin sol, que es perfecta para matizar los detalles.

Parece que estas flores llegaron a Europa procedentes de remotas colinas de China occidental, donde son denominadas, como es usual, con un nombre muy poético: «Yang Shan-hung«, que significa «La montaña entera se ha vuelto rosa«.

El nombre de rododendro evoca la misma idea de un color que lo llena todo. El término de origen griego nos habla de árboles enteros de color rosa, pues nos remite a rodon y dendron, rosa y árbol.

El rodon griego es una palabra misteriosa. Quizá es un préstamo que tomaron los griegos de los armenios o los persas. Nadie lo sabe bien. Tal vez su origen remoto es el proto indoeuropeo hwerd, con la idea de lo que crece y se extiende, como el fuego mismo. En sánscrito clásico la palabra verdeti signifca lo que se eleva, lo que crece. Quién sabe.

En cuanto a la palabra azalea, los filólogos dicen que deriva del griego «azo«, resecar, por florecer en tierras áridas. A mí en cambio azalea me evoca a zaleia, que en griego significa lo lujurioso, lo rico, lo que florece de forma exuberante (de aquí tallo). Los griegos llamaban zalía o zalea a la fiesta, a las reuniones amistosas (de aquí Thalía, la musa y patrona de los festivales)

Da igual lo que diga la etimología. La azalea es lo que es. Una explosión inesperada de color en la gloriosa madurez de la primavera. Un regalo de belleza. Una celebración de la vida.

Una montaña de luz rosa que lo impregna todo. Incluso el alma. Yang Shang-hung.

Averno.

Estos días de verano anticipado protesto porque hay ya demasiadas moscas por la Sierra.

–Este año hay más moscas que nunca. Y son más molestas.

–Dices exactamente lo mismo cada año–me reprocha Mercedes con un cierto aire de resignación–Todos los años igual.

Puede ser. Tal vez con el tiempo  yo voy siendo más intolerante en relación con los odiosos dípteros. Quien sabe. 

O a lo mejor, no. A lo mejor es que realmente hay más moscas. Y más molestas.

Porque puede que la hecatombe aviar esté dejando via libre a las moscas. 

Porque el hecho es que tan solo en la última década han desaparecido 30 millones de gorriones en España. Y la especie ha sufrido un descenso del 21%. Estos pájaros han desaparecido virtualmente de las ciudades. Y sin ellos, las moscas campan a sus anchas.

Esta tragedia aviar debe ser cosa del poderoso Beelzebú, literalmente el «Señor de las Moscas», que es como llamaban a esta divinidad cananea los judíos, mofándose de la carne putrefacta que dejaban los adoradores de Baal en sus templos.

Y cabe recordar que hay algo de profundamente diabólico en un mundo con muchas moscas y sin pájaros. 

Baste recordar que los antiguos griegos llamaban Averno al infierno.

Y Averno significa exactamente «sin pájaros» (partícula negativa «a«, y pájaro: ornis). Ni más ni menos.

Cicatrices.

Las rupturas nos hieren. Y nos amputan.

Y esas heridas y amputaciones nos dejan cicatrices y muñones.

Pero lo fascinante es que, muy a menudo, en esas cicactrices y en esos muñones…nacen alas.

Commune.

Este es un año, el 2021, de aniversarios redondos. Se cumplen 200 años de la muerte de Napoleón y 700 de la de Dante. De ambos eventos se habla bastante. Y con razón.

En cambio, no se menciona mucho que se cumplen los 150 años de la Commune de Paris. Y es una pena, porque aquella utopía que terminó mal (como casi todas las utopías) abrió un camino sin retorno para la solidaridad y la justicia social (como la mayoría de las utopías). El siglo XX empieza en la Commune, en cierto sentido.

La Commune de París, desde el lejano pasado, ofrece ciertas lecciones al hombre del siglo XXI. 

Recordemos que en 1928, Shostakovich puso música a una película muda sobre la Commune creada por la productora rusa Sovkino y dirigida por Kozintsev y Trauberg.

Las primeras escenas de la película nos muestran a la burguesía parisina disfrutando de una gran fiesta, y se combinan estos planos con imágenes de la absoluta miseria en los bajos fondos de la ciudad y con escenas de la guerra francoprusiana, que concluía en esos momentos con los avances alemanes sobre territorio francés. Suena siempre el «can can» de Offenbach, con los brillantes arreglos de Shostakovich.

De pronto, llega a la fiesta la noticia de que hay tropas que están entrando en Paris: ¡pero, atención, no son los prusianos, es el ejército francés dispuesto a reprimir a sangre y fuego la revuelta de sus propios compatriotas! 

¿Cómo es posible? ¿Tropas francesas al asalto de nuestra ciudad?

En ese momento, el alegre tema de Offenbach se fusiona con algunos acordes de la Marsellesa. Esta sutil transición es un golpe de genio de Shostakovich y explica, sin palabras, hasta qué punto el nacionalismo no es nada que ayude a los débiles frente a los poderosos, sino más bien todo lo contrario.

Qué lástima que solo se hable de Dante y de Napoleón en este año de aniversarios. En este año de nacionalismos.

Corazón.

No se por qué, ahora que los bancos–nuevamente-van a despedir a miles de empleados, me viene a la mente una vieja historia que me contaron un día.

Se trata de un hombre que necesitaba un trasplante de corazón. 

El cirujano, ante la estantería de órganos, le iba detallando las diversas posibilidades.

–Puedo ofrecerle el corazón de un niño de doce años que era sano y  buen deportista-dice el médico.

–No; es demasiado pequeño–replica el hombre. 

–Ajá. Pues creo que alguien me ha hablado del corazón de un hombre de 37 años, que era banquero de profesión, debe estar por aquí…a ver…

–No lo encontrará, doctor. No conozco a ningún banquero con corazón…

–Mire, mire–responde el cirujano–precisamente tenemos el corazón de otro banquero…eso sí, tenía 70 años cuando falleció…fíjese, está aquí mismo, en este estante. Y, por supuesto, le garantizo que sí era banquero. Se lo certificamos todo.

–¡Ajá!–exclama alborozado el hombre–¡entonces ese corazón es justo el que quiero!

–¿Sí? ¿De verdad es el que quiere?–pregunta un poco desorientado el cirujano–¿y por qué le gusta tanto a usted el corazón de un banquero de 70 años?

–Pues porque tengo la garantía de que no ha sido usado nunca…–respondió con convicción el hombre.

Bayes y mi hipocondria.

Me dice Marta que muchas de las personas con las que trata están convencidas de que, en algún momento durante los últimos doce o trece meses tuvo un contagio del Sars-Cov-2. Piensan así, al parecer, al evocar algún episodio de fiebre, dolor de cabeza o malestar muscular…

Esto es un buen ejemplo de lo que nos cuesta pensar en términos bayesianos, le respondo a Marta. En realidad, basta hacer unos números para comprender que esos episodios de fiebre, dolor de cabeza o malestar muscular, apenas elevan un poco la probabilidad de haber sido infectado, haciéndola pasar de, digamos un 1/8 a 1/6, al máximo. Es decir, por mucho que haya tenido esos síntomas una persona, sigue siendo muy probable que no haya sido contagiado.

Marta me pide que le aclare por qué digo esto.

Pues porque a la hora de decidir la probabilidad de que un síntoma implique una enfermedad, hay que evaluar tres cosas distintas. La primera, a) es la probabilidad objetiva de la enfermedad, es decir, el nivel de incidencia de la dolencia. La segunda, b) es la correlación entre el síntoma y la enfermedad (es decir, qué porcentaje de los enfermos sufre el síntoma). La tercera, c) es la incidencia del síntoma mismo (es decir, si está normalmente muy extendido el síntoma entre la población, por diferentes causas posibles).

La probabilidad buscada (es decir, la probabilidad de que el síntoma implique la temida enfermedad) está en relación directa con a) y con b), pero en relación inversa con c). Dicho de otro modo, el síntoma hace plausible la enfermedad si la enfermedad está muy extendida y sí hay una fuerte correlación entre los enfermos y los que padecen el síntoma; pero el síntoma deja de ser tan significativo si se trata de algo sumamente usual, que cualquiera puede sufrir por diferentes razones.

El hecho es que la probabilidad objetiva de haber padecido la enfermedad, en estos momentos, es todavía pequeña, según los datos que tenemos . Y, entonces, el alto grado de normalidad de los síntomas (muy normales en tiempo fuera de pandemia), así como la no completa correlación de los mismos con el contagio, apenas eleva un poco la mencionada baja probabilidad de haber sufrido la enfermedad. 

Se pueden hacer sencillos cálculos respecto a lo dicho en el anterior párrafo. Basta tomar en consideración los valores proporcionados por las autoridades sanitarias respecto a los tres elementos mencionados y aplicar la famosa regla de Bayes. Le ahorro al amable lector el enojo de mostrar aquí dichos cálculos, pero mi resultado es que por mucho que una persona haya tenido los síntomas de la Covid, la probabilidad de que efectivamente la haya padecido realmente no pasa del 14 o 15%.

Le digo a Marta que esta forma de pensar, considerando tres elementos para evaluar la relación causal entre algo y su efecto, es decir, considerar la probabilidad objetiva o actual, junto con la correlación de la posible causa y efecto y con la normalidad o excepcionalidad de la posible causa, es justamente lo que llevó al reverendo Bayes a determinar su famosa regla, que simplemente expresa formalmente lo que arriba he indicado en cuanto a relaciones directas e inversas.

Ciertamente es curioso que al ser humano le cueste tanto pensar en términos bayesianos, al menos en lo relativo a las enfermedades. 

Debe haber algo antropológico o evolutivo que nos hace temernos lo peor cuando tenemos un síntoma, sin tomar en consideración la escasa excepcionalidad del síntoma o la rareza de eso que consideramos «lo peor». Quizá esto nos ha salvado como especie.

La verdad es que yo mismo trato de pensar siempre en términos bayesianos, pero en lo relativo a enfermedades, mi notable hipocondria hace que al primer síntoma de algo, yo ya me considere a las puertas de la muerte. 

No puedo entonces culpar a los amigos de Marta por su poca familiaridad con Bayes.

Insidioso y Marrullero Animal

Alguien ha dicho, hablando de ciertas difíciles decisiones de gobierno, que su eficacia estaría condicionada por «las habilidades de ese insidioso y marrullero animal, al que vulgarmente conocemos como hombre de estado o político, cuyas posiciones son guiadas por la evolución de las circunstancias en cada momento«

Es curioso que tan aguda frase frase, que muchos suscribirían hoy como perfecta descripción de los prebostillos y mandamases que sufrimos, fue escrita precisamente, hace dos siglos y medio, por el gran patriarca del sistema económico liberal. El sistema que, en cierto sentido, fundamenta y soporta precisamente a todo este desolador tinglado de la política y los políticos. 

Puedes encontrar la fuente en el Libro IV , capítulo II de la Riqueza de las Naciones. 

Y por si no me crees, aquí te transcribo las mismísimas palabras usadas por Adam Smith:

«…of that insidious and crafty animal, vulgarly called a statesman or politician, whose councils are directed by the momentary fluctuations of affairs«

No hay nada nuevo bajo el sol.

Uppgivenhets-Syndrom

Pensemos en un tema para un cuento cautelar. Para una fábula de carácter más bien infantil.

La idea sería que los niños del mundo, indignados por cómo lo están dejando los adultos, deciden rebelarse. Y su forma de rebelarse es dormirse. Así que millones de niños en todo el planeta entran en un sueño profundo y continuo del que no despertarán hasta que las cosas empiecen a cambiar. Solo su sueño colectivo podrá salvar el mundo.

Bueno, pues, en cierto modo, esto ha venido ocurriendo en realidad, aunque parezca una fábula. Ha venido ocurriendo-y ocurre- en Suecia y lo llaman Uppgivenhets-Syndrom. 

Es algo que ha afectado y afecta a niños (y adolescentes) de familias de refugiados que llegan de los Balcanes o bien–recientemente– de origen yazida.

No es un virus. No es una enfermedad infecciosa, aunque lo parece. Es una reacción al dolor y a la tristeza.

Los niños que padecen el síndrome no simulan. Se ha comprobado cuidadosamente. Lo saben bien los médicos y los padres, que alimentan a sus hijos dormidos mediante sonda.

Al parecer, estos niños perciben la tensión en sus familias de refugiados. Sienten la angustia insoportable, la miseria, la tensión. Y reaccionan entrando en un sueño del que no despiertan. 

Solo salen del mundo de los sueños cuando, de algún modo inexplicable, perciben el retorno de la serenidad a sus hogares.

Cuesta trabajo creer en esto. Pero un largo artículo en el New Yorker ha explicado con todo detalle la naturaleza del fenómeno. 

Podría ser una fábula. Pero es una turbadora realidad. Como tantas cosas que nos rodean.

Uppgivenhets-Syndrom; significa síndrome de resignación infantil.

Pero quizá la verdadera resignación es la nuestra. Y tal vez los que estamos tristemente dormidos somos nosotros.

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Tristis

Se llama R21 y es la nueva vacuna contra la malaria, que mejora sustancialmente la que se desarrolló hace 30 años y que solo ofrecía un 50% de eficacia. Hablan de ella en Le Figaro de hoy, 3 de Mayo.

La innovación se debe a la Universidad de Oxford, y es el fruto del trabajo del mismo equipo que ha hecho posible la vacuna Astra Zeneca contra la Covid.

Es una gran noticia, porque la malaria es, desde hace muchos siglos, el enemigo público número 1 del hombre; un insidioso, constante e implacable verdugo del género humano. 

Tan solo en el pasado año se calcula que más de un cuarto de millón de niños menores de 5 años murieron por esta dolencia. 

A pesar de esta pandemia silenciosa que se sucede año tras año, se dedican pocos recursos para perfeccionar una vacuna realmente eficaz contra el paludismo. Esto debe ser porque la malaria es esencialmente una enfermedad de países pobres y, por lo tanto, para las grandes compañías farmacéuticas resulta inútil invertir en este asunto. 

Tiene triste gracia que el nombre del mosquito que transmite la malaria signifique precisamente esto tan escandaloso que comento.

Porque, mira por donde, anopheles es palabra griega que indica lo que no es provechoso, lo que no produce beneficios. Lo inútil.

Anopheles incluye la particula de negación «an«, seguida de «opheles«, que significa en griego «ventajoso«, «provechoso«, «aumentador de recursos«, tal como se nos indica en el monumental diccionario de Liddell (novena edición, página 1277).

Por lo tanto, «an-opheles» es lo que no da beneficio.

El adjetivo griego, «opheles«, es interesante. No solo nos lleva al dichoso mosquito «inútil«, sino también, nada menos, que al texto de la oración principal cristiana, el «Padre Nuestro» (tal como se lee en el Evangelio de Mateo), y a una traducción escandalosamente manipulada.

Ahí se dice (Mateo 6,12) que hay que pedir que nos sean condonadas las ventajas o recursos que hemos adquirido (se sobreentiende que adquiridos mediante endeudamiento) del mismo modo que nosotros perdonamos a los demás sus cargas (afes hemin ta ofeilemata hemon, os kai hemeis afekamen tois ofeiletais hemon). 

Sin embargo, recientemente, los que mandan en la Iglesia Católica, han renunciado a la traducción fiel, modificando el texto tradicional del Padre Nuestro e introduciendo, sin ninguna base, la idea de «ofensa«, que no guarda ninguna relación con el término original del Evangelio, esto es, ofeilemata, (ὀφειλήματα), el cual significa propiamente, carga, beneficio pendiente de devolución, deuda económica o moral, en suma. Nada de ofensa.

He aquí pues una traducción manipuladora, realmente. 

En fin, veo que en mi errabundo vagar mental de esta mañana de Mayo, antes de irme a caminar con buenos amigos por el Valle del Lozoya, he pasado de la malaria a la oración, con pensamientos bastante tristes en ambos casos.

Acaso es porque el día ha amanecido lluvioso en la sierra (tristis era en latín la forma de referirse al cielo cuando se oscurecía por las nubes, y por extensión a un día gris y lluvioso)

O puede que sea porque en mi subconsciente ha palpitado aquel delicioso poema de Rubén Darío sobre Francisco de Asís y el lobo de Gubbia, que concluye con el santo mínimo murmurando en voz baja un Padre Nuestro, triste y resignado ante el pertinaz imperio del mal entre los hombres.

Al-iftitan bi-l-suwar

Le comento a Marta que este año es el año de Dante, que falleció hace siete siglos justos. Surge al poco el tema del amor y su relación con la belleza, y hablamos de todo ello mientras, desayunamos en el jardín, en una incierta mañana primaveral.

Llegamos a la conclusión de que es la belleza la que desencadena el enamoramiento, lo queramos o no. 

Y que la belleza entra por los ojos, eso es algo que acordamos también, con resignación. 

Le digo a Marta que sobre este hecho irrefutable han meditado mucho los filósofos y han versificado sin descanso los poetas. 

Para Platón, lo bello y lo bueno solo podían ser la misma cosa. Por ello, en la lógica platónica, el amor no tendría sentido sin la belleza. 

Para la lírica europea medieval, solo la belleza idealizada, incluso divinizada, de la amada es el factor capaz de provocar el impulso amoroso puro. 

A su vez, aquellos poetas medievales, especialmente en el midi francés y en las penínsulas itálicas e ibéricas, beben del caudal de los poetas islámicos, verdaderos inventores del concepto de «flechazo» amoroso. 

Mucho antes de que los trovadores de Aquitania, Provenza o Sicilia cantasen apasionadamente al fin’amor, en el mundo musulmán ya se asumía como algo normal el trastorno o conmoción amorosa que sufre el alma al contemplar la belleza y la armonía de las formas. 

En ese mundo musulmán daban un bello nombre al flechazo irresistible y perturbador: «al-iftitan bi-l-suwar«, y se remontaban sus raíces y su justificación nada menos que a los textos coránicos. Se distinguía en árabe además dos modalidades del trastorno amoroso; por un lado, la variante irremediable, el idtirari, una especie de «amor fatal», y por otro la forma libre y evitable, esto es, el ijtiyari

Pero ya se traté de idtirari o ijtiyari, lo cierto es que la lírica islámica idolatraba la contemplación de la belleza de los cuerpos vivos, quien sabe si como una forma de sabia compensación por la prohibición coránica de reproducir imágenes humanas en cuadros, esculturas o decoración. 

A su vez, esta adoración de los cuerpos en la lírica del Islam podría estar en relación, como contrapartida, con el peculiar rigor de las prohibiciones y restricciones que impone la religión musulmana respecto al cuerpo femenino y a su percepción. «El que mientras ayuna mira a una mujer hasta el punto de imaginar su anatomía, rompe el ayuno«, se dice en el Corán. 

«Lo que me mueve a amarte, oh mi tormento / es la hermosura de tu rostro«, escribe el andalusí Ibn Zaydun dirigiéndose a la bella Wallada. 

Esa flecha que hiere y atormenta a Ibn Zaydun es la misma que penetra en Dante cuando ve pasar, en un rincón de Florencia, a Beatriz.

Al-ifitan bi-l-suwar.