
Uno de los regalos que nos da la primavera tardía son las azaleas, esa variedad de rododendros con diez estambres en el androceo, como los que vengo de fotografiar ahora mismo, aprovechando la luz de esta mañana sin sol, que es perfecta para matizar los detalles.
Parece que estas flores llegaron a Europa procedentes de remotas colinas de China occidental, donde son denominadas, como es usual, con un nombre muy poético: «Yang Shan-hung«, que significa «La montaña entera se ha vuelto rosa«.
El nombre de rododendro evoca la misma idea de un color que lo llena todo. El término de origen griego nos habla de árboles enteros de color rosa, pues nos remite a rodon y dendron, rosa y árbol.
El rodon griego es una palabra misteriosa. Quizá es un préstamo que tomaron los griegos de los armenios o los persas. Nadie lo sabe bien. Tal vez su origen remoto es el proto indoeuropeo hwerd, con la idea de lo que crece y se extiende, como el fuego mismo. En sánscrito clásico la palabra verdeti signifca lo que se eleva, lo que crece. Quién sabe.
En cuanto a la palabra azalea, los filólogos dicen que deriva del griego «azo«, resecar, por florecer en tierras áridas. A mí en cambio azalea me evoca a zaleia, que en griego significa lo lujurioso, lo rico, lo que florece de forma exuberante (de aquí tallo). Los griegos llamaban zalía o zalea a la fiesta, a las reuniones amistosas (de aquí Thalía, la musa y patrona de los festivales)
Da igual lo que diga la etimología. La azalea es lo que es. Una explosión inesperada de color en la gloriosa madurez de la primavera. Un regalo de belleza. Una celebración de la vida.
Una montaña de luz rosa que lo impregna todo. Incluso el alma. Yang Shang-hung.