Hybris, hamartía y peripeteia.

Me dice un amigo que lo de la hospitalización del pirado mandamás planetario puede acabar en tragedia.
Ya lo es, le respondo.
Arístóteles dejó bien claro cuáles son los principales elementos que configuran la tragedia.
Por un lado, el argumento debe incluir la peripeteia, esto es, el hecho de que la fortuna súbitamente cambia de signo para el protagonista, que ha cometido serios errores–hamartía. Esos errores o más bien esas transgresiones (en griego antiguo no existía una palabra específica para «pecado«) son siempre el producto de un excesivo orgullo y una temeraria confianza en sí mismo, es decir, de la hybris o soberbia.
Verdad es que en esa noción aristotélica de lo trágico, debe darse la anagnorisis, esto es, el humilde reconocimiento de que la reversión de la fortuna se ha producido y que la buena suerte ha dejado paso a la desdicha.
Esto último es lo que no se ha dado por el momento. Y lo que te rondaré morena.
Pero tenemos ya la hybris, la hamartía y la peripeteia.
Tan solo nos falta la anagnorisis. Un simple detalle.
No es el arte el que imita a la vida. Es la vida la que imita al arte.

Salir adentro.

Me resisto a salir en bicicleta por el monte, por la lluvia que ha empezado a caer, así que me entretengo ordenando fotos antiguas, titánica tarea.

Me topo con este cartelito que me encontré en algún lugar, creo que en California, con unas sapientísimas palabras del fundador del conservacionismo.

No necesito más para quitarme la pereza, abrigarme y salir afuera.

Es decir, salir adentro.

Viento

Vamos subiendo penosamente por el cerro del Telégrafo, cuando notamos que nos viene viento y lluvia de cara. Mercedes se queja y dice que no se explica por qué siempre que hay viento, nos tiene que entrar de frente…
«Es que cuando te empuja desde atrás, no lo notas», le respondo yo, casi sin aliento.
Pero es que esto pasa en muchos ámbitos.
Cuando el viento sopla a favor… no se nota. Y cuando somos dichosos, no nos damos cuenta de serlo. Esto es lo que nos ocurría antes del virus, por cierto, cuando eramos felices…y no lo sabíamos.

Las imaginativas pautas de la realidad.

Hablando de política y actualidad, me pregunta Mercedes por qué nos cuesta tanto conocer la verdad de las cosas.
Como en esta mañana otoñal de domingo me siento un poco metafísico, le respondo que, tal vez, porque es erróneo pensar en las cosas como objetos susceptibles de ser verificados con certeza. No pueden serlo. Es una imposibilidad que nos sugiere la física de partículas.
Por esa física de partículas sabemos, casi con toda seguridad, que las únicas verdades que podemos conocer hacen referencia no a las cosas, sino a las relaciones entre las cosas; relaciones que además solo parecen poder ser expresadas en términos de probabilidad.
Así que la verdad, en la escala subatómica al menos, no es predicable de las cosas, sino a lo sumo de las interacciones entre las cosas. Y quizá esto es así no solo en la escala subatómica sino en todo lo que nos rodea.
Nos cuesta mucho comprender que el mundo puede estar hecho tan solo de relaciones, no de cosas. Ahí fuera hay algo como un entramado inabarcable de relaciones, mucho más difíciles de entender y determinar que las cosas mismas.
Es quizá inútil buscar la verdad de las cosas. Lo más que podemos hacer es acercarnos humildemente a una aproximativa verdad de las relaciones.
Y es por tanto comprensible que al intentar captar la verdad de las cosas, esta se nos escape como el agua entre los dedos.
Al parecer, solo nos es dado tratar de atisbar la forma en la que la cosas interaccionan en ese misterioso escenario granuloso, sin continuidad, que se muestra ante nuestros sentidos y al que llamamos realidad.
Esto, que nos lo enseña o sugiere la física cuántica (y acaso la poesía de William Blake, «nothing is real beyond the imaginative patterns men make of reality.«), también se antoja aplicable a la vida diaria, donde nada es inteligible por sí mismo, sino por sus pautas de relación con lo que le rodea.
Pensar en términos de relaciones es el mejor ejercicio que podemos hacer para comprender un poco mejor el mundo. Y esto, curiosamente, parece ser válido para casi todos los aspectos de la vida humana. Incluyendo, por supuesto, la política y sus miserias.

Lo evidente.

Si dos fincas están separadas por un arroyo, para pasar de una finca a otra necesitarás mojarte los pies (salvo que exista un puentecito). Esto parece obvio. Pero Bolzano (1781-1848) dedicó notables esfuerzos hasta que lo demostró, matemáticamente, con su famoso Teorema del Valor Intermedio.
No hay nada tan necesario y urgente como probar como lo que a todo el mundo le parece intuitivo y autoevidente. Y nada más difícil.