Es curioso como se va consolidando la asociación de los colores a las formaciones políticas: los rojos, los azules, los violetas, los naranjas, los verdes…
Creo que esto tiene relación con el hecho de que el color es la máxima banalización posible. Y ayuda a distinguir el amigo del enemigo, como los estandartes en las batallas medievales, en las que único que tenía que hacer cada soldado es permanecer cerca de sus colores y arremeter con la mayor energía contra los del adversario. El color es el máximo grado de la simplificación. El color no dice nada en concreto. Solo es eso, un color. Y el votante se adhiere a él sin nada que pueda ponerse en cuestión. Somos azules porque somos azules. O rojos porque somos rojos. No hay nada más que decir.
Uno de los colores que está cobrando más protagonismo en la dinámica social de nuestros días es el amarillo. Es el color de los chalecos franceses, de los lazos catalanes, del movimiento italiano 5 Estrellas…Y esto es tal vez coherente con la ambivalencia de ese color, que corre parejas con la ambivalencia de nuestros tiempos. Porque el amarillo era un color de prestigio en la antigüedad, evocador de la majestad del oro. Luego, en el medievo, fue el color de la traición, el color de Judas. En el Renacimiento recuperó cierto prestigio (recordemos los maravillosos amarillos de Giotto, o de Piero della Francesca o de Vermeer). Más tarde volvió a caer en el descrédito, como lo atestigüan expresiones como prensa amarilla o el amarillo de la estrella de David que los nazis imponían a los judíos. Y ahora son un símbolo del impulso antisistema o de la rebeldía frente al orden establecido.
A mí no me gusta mucho esta policromía de la política. En la medida en que aborrezco la simplificación y la intolerancia. Y me viene al pelo recordar que para Platón, no solo los narradores o constructores de poemas debían ser proscritos de la vida pública, sino también los tintoreros, por ser enemigos de la verdad.
Conversando con un amigo, nos preguntamos cómo es posible que personajes a todas luces mediocres (como mucho) ocupen las más altas magistraturas de la vida política. No me apetece analizar este tema. Supongo que cuenta mucho la casualidad y la suerte. Es difícil explicarlo de otro modo. En cualquier caso, le cuento a mi amigo una historieta que me contaron hace mucho en un college de Cambridge. Tiene más sentido en inglés, pero puede comprenderse también en español. Al parecer, un día, las diferentes partes del cuerpo tuvieron una reunión para decidir quién debía mandar. El cerebro alegaba la inteligencia, necesaria para el gobierno del conjunto. Las piernas argumentaban que sin ellas todo el cuerpo se derrumbaría. Las manos insistían en que de nada vale el resto del cuerpo si no es posible utilizar las manos para hacer cosas útiles. Los ojos, por su parte, señalaban que, sin ellos, de poco serviría el cerebro, las piernas o las manos. En último lugar intervino el agujero del culo que reclamó para sí el mando, aunque sin dar ningún argumento. Naturalmente nadie le hizo el menor caso. Y se le marginó de la elección, que se pospuso para una nueva sesión. Así que a partir de la reunión, el agujero del culo decidió declararse en huelga. Al poco tiempo todo comenzó a ir mal en el cuerpo. El cerebro entró en fase febril. Las piernas empezaron a temblar, al igual que las manos. Y hasta los ojos producían una visión borrosa, como consecuencia del terrible taponamiento del sistema excretor. No pasaron muchos días en esa tesitura y, finalmente, las diferentes partes del cuerpo se rindieron y reconocieron la suprema autoridad del agujero del culo, nombrándole jefe indiscutible. Esto es lo que explica que veamos tantos agujeros del culo en las más altas cumbres del poder. Naturalmente, como dije arriba, en inglés tiene mucha mas gracia el cuento. Porque, como es sabido, en inglés un agujero del culo, es decir, un asshole, se puede traducir más o menos como…perfecto imbécil.
Ese controvertido líder político que está a punto de coaligarse (o no) con el muy resistente y resiliente preboste doctorado en funciones (stupor mundi et immutator mirabilis), ha reconocido, en una carta a sus militantes, que ahora el «cielo se conquista con perserverancia». Esto contrasta un poco con lo que famosamente declaró ese mismo lider en el año 2014 (18 de Octubre), en el sentido de que «el cielo no se toma por consenso, sino por asalto«. No tiene mucho de extraño este cambio de actitud, pues es sabido que las declaraciones solemnes de principios, como nos han enseñado personajes como el Cardenal Mazzarino o Groucho Marx, son meramente instrumentales, y están al servicio de las circunstancias. Por otro lado, es mas coherente en quien lo dice eso de conquistar el cielo por perseverante consenso que lo de conquistarlo por asalto, por estar más en la línea del pensamiento gramsciano al que tanto se acoge el lider de referencia. Después de todo, la esencia de Gramsci es la idea de avanzar progresiva y consensuadamente hacia la hegemonía, mediante el paciente juego posicional de las influencias y las confluencias… Pero a mí todo esto me trae bastante sin cuidado. En realidad lo único que me llama la atención es el uso continuado de esa extraña metáfora del cielo y del asalto, que parece tener relación con la conquista del poder. Y que se usa una y otra vez, en muy diferentes contextos. Yo creo que el origen de la relación entre el asalto y el reino de los cielos tiene su inequívoco precedente en la Biblia, como tantísimas expresiones y lugares comunes que utilizamos a diario. En el Evangelio de Mateo (11:12) se mencionan las palabras de Jesús cuando les indica a los mensajeros enviados por su primo desde la cárcel: «…desde los días de Juan el Bautista el reino de los cielos sufre violencia y los violentos lo asaltan por la fuerza» (en el texto bíblico de los Setenta se usa el poco usual verbo griego «biazomai» que realmente significa asediar violentamente o usar la fuerza y el poder para asediar, lo que bien puede traducirse por acosar al asalto). A partir de esta referencia, posiblemente se consolidó la idea de que el Reino de los Cielos era algo susceptible de ser atacado o o defendido por la fuerza, como si fuera una fortaleza cualquiera. De hecho, los primeros y muy tenebrosos siglos del cristianismo, en su nueva condición de intolerante religión de Estado, desde la victoria de Constantino en Puente Milvio («in hoc signo vinces«) y el Edicto de Milán, hasta los sangrientos tiempos de los cruzados y los caballeros templarios, hospitalarios de San Juan o teutónicos, son la prueba de esa profunda vinculación que el aparato doctrinal clásico de la cristiandad quiso ver entre el uso de la fuerza y el «Reino de los Cielos». En particular, esto lo expresan muy bien las palabras de San Bernardo de Claraval dirigidas a los señores feudales ingleses, en el contexto de sus exitosas prédicas para promover la Primera Cruzada y enviar el mayor número posible de mamporreros a Palestina:
«El Señor del Cielo está perdiendo su tierra, la tierra en donde él se apareció a los hombres, en la que vivió entre los hombres durante treinta años (…) vosotros tenéis una causa por la cual podéis pelear sin poner en peligro vuestra alma; una causa en la que ganar es glorioso y por la que morir no es sino ganar (…) no perdáis esta oportunidad. Tomad el signo de la Cruz. De inmediato tendréis la indulgencia por todos los pecados que confeséis (ahora) con arrepentimiento. No os cuesta mucho comprarla; y si la usáis con humildad, descubriréis que es el reino de los cielos.»
En realidad, la triste historia de aquellas Cruzadas en Palestina epitomiza perfectamente la idea según la cual tiene pleno sentido la violencia y el asalto si es con fines más o menos santos y nos ayudan a conquistar el Reino de los Cielos. Cabe recordar en este sentido el muy acertado título que Ridley Scott dio a su film sobre la violentísima Segunda Cruzada, esto es «Kingdom of Heaven«.
Pero es que se trata en todo caso de la «santa violencia«, que viene a ser una idea que también tiene profunda raigambre bíblica, como deducimos de las palabras que el evangelista Lucas (49:53) pone en boca del nazareno:
«…He venido a traer fuego a este mundo y ojalá que ya estuviera ardiendo…«
Y esa virtualidad justificativa de la agresión incendiaria la encontramos, por ejemplo, tanto en las barricadas encendidas de estos días como en las palabras de aquellos que desde los púlpitos atizaban hace 83 años la rebelión contra la República, con propuestas como aquellas tan bizarras del clérigo Escrivá de Balaguer, que ponderaba desde su refugio en una embajada de Madrid la «santa coacción«, y la «santa intransigencia» en sus prédicas a favor de esa otra Cruzada-oficialmente llamada así por el Vaticano- que fue el violento alzamiento del 36 al que el fundador del Opus Dei (gran admirador de San Bernardo de Claraval) se adhirió con toda el alma…
Por lo tanto, ya tenemos configurado, a partir del Evangelio, los Padres de la Iglesia y el santo de Clairvaux, el lugar común que vincula el Reino de los Cielos y el asalto. Entonces se explica bien la anécdota que circulaba en Roma el invierno de 1513, con ocasión de la muerte del muy belicoso y agresivo Papa Julio II, alias «El Papa Guerrero«. Se decía jocosamente que a las puertas del Cielo, San Pedro le negó la entrada, argumentando que con lo muy rico que era, podría construir él mismo su propio y privado paraíso y que además había inducido al mundo entero a la guerra más espantosa…para poder mentir impunemente…y que había celebrado triunfos después de haber hecho morir a tantos cristianos por sus intereses personales. Entonces, proseguía el chiste popular recogido en el panfleto anónimo «Iulius exclusus e coelo«, Julio II amenaza a San Pedro con excomulgarle (!) y le insta a rendirse amigablemente, avisándole que si nos lo hacía, en unos meses volvería encabezando una gran tropa de sesenta mil hombres armados…deciso a prendere d’assalto il cielo si gli si rifiuta l’entrata. Todos los obispos son de este género?, le pregunta entonces San Pedro al Angel de la Guarda del Papa Julio. La mayoría son de la misma pasta, pero ninguno está a su altura, le contesta el «nume» del pontífice a San Pedro.
Creo que este divertido libelo contra el «Il Papa Guerriero«, con todos los precedentes evangélicos y clericales que he mencionado antes, es lo que consolida en los tiempos modernos la pintoresca idea de que el Reino de los Cielos se puede tomar por asalto (eso sí, siempre que tengas suficientes hombre armados). Y tal vez por eso no debemos extrañarnos de que Hölderlin, en uno de sus poemas de temática mitológica se refiera al asalto del Olimpo por parte de los Titanes o que Karl Marx, buen lector e incluso amigo de Hölderlin, recurriese también a ese lugar común de la conquista del cielo por asalto en una carta a su amigo el Dr. Kugelman, en 1871, en la que alababa la heroica resolución de los Communards de París y su firme decisión de conquistar el poder mediante asalto.
A partir de esa carta de Marx, la expresión «tomar por asalto los cielos» se divulga entre los comunistas románticos mitad del siglo XIX. Persiste y circula aún más la idea entre los comunistas de primeros del XX (recordemos que la secretaria de la Pasionaria titula sus memorias precisamente con la frase «Asalto a los Cielos«) y cobra nuevo vigor en el marxismo autonomista italiano, como lo prueba la conocida frase de Antonio Negri en «Dominación Capitalista y Sabotaje de la Clase Trabajadora»: «Nuestro sabotaje es el que organiza el asalto a los cielos del proletariado, a fin de que esos malditos cielos no existan nunca más«
No me diga el lector que no tiene cierto interés seguir la pista de esta curiosa frase, que nos lleva desde el evangelista Lucas o Eusebio de Cesarea hasta Negri o el líder emergido del 15M, pasando por San Bernardo de Claraval, el Papa Julio II, Hölderlin, Karl Marx o la Pasionaria. A mí esto es lo que sí me parece digno de ser resaltado, mas allá de las insensateces e incoherencias de los prebostes o prebostillos con los que el destino parece habernos castigado y que no merecen, la verdad sea dicha, mucho comentario por sí mismas, como no sea decir que la Historia sugiere que quien pretende tomar el cielo por asalto, no pocas veces acaba abriendo las puertas del infierno.
Ayer tuvo lugar un debate electoral televisado. Lo protagonizaban cinco candidatos, de otras tantas orientaciones políticas. Tras el debate, muchos informativos digitales realizaron encuestas anónimas entre sus audiencias, al objeto de valorar cuál de los candidatos había «estado mejor» a juicio de los lectores. Curiosamente (o no tan curiosamente), no había unanimidad. Con alguna excepción, los candidatos ganadores en cada medio se correspondían con la orientación política o ideológica del medio en cuestión. ¿Cómo es posible? ¿Acaso no vieron todos el mismo debate? Naturalmente, esto puede explicarse por el afán de cada persona por presentar como ganador a su propio candidato, en detrimento de los demás. Y contribuir a ello mediante su voto en la encuesta. Pero puede haber una causa aún más profunda. Y más interesante. En realidad, la mente humana no es exactamente como una ventana abierta a través de la cual entra la realidad objetiva desde el exterior al interior para convertirse en conocimiento. Es más bien al contrario, por extraño que parezca. Lo que percibimos está profundamente condicionado por lo que a priori pensamos o creemos. A través de la percepción simplemente tratamos de validar lo que previamente suponemos (y eso que suponemos está definido por numerosas percepciones y experiencias previas). El cerebro del que nos ha dotado la evolución es, en esencia, una máquina de previsión, esto es, un instrumento sumamente útil para permitirnos movernos por el espacio con seguridad, cazar y no ser cazados. Por lo tanto, el sentido y la función del cerebro no es tanto comprender la realidad como preverla. Pero para prever esa realidad, es preciso que el cerebro sea una maquinaria incansable y veloz capaz de plantear escenarios probables que se han de ir validando mediante la percepción. Con la percepción, la experiencia nos va proporcionando datos que van haciendo más o menos plausibles los escenarios que estamos considerando como hipótesis. Lógicamente, lo que nos complace es que la experiencia certifique en la mayor medida posible y cuanto antes la validez de los escenarios que aventuramos como hipótesis. Lo contrario produce gasto mental adicional. En otras palabras, tenemos prejuicios y no podemos evitar condicionar nuestra percepción al objeto de validar esos prejuicios. Este transgresor enfoque epistemológico, que rechaza la tradicional concepción de la realidad como algo que va desde el exterior al interior y la sustituye por un modelo radicalmente inverso en el que la «realidad» proviene de dentro y se proyecta hacia fuera, está siendo cada vez más reconocido por los más destacados neurocientíficos y por los especialistas en inteligencia artificial y «Machine Learning». Es un enfoque que suele denominarse como la teoría de la «alucinación controlada», en el sentido de que nuestra relación con el mundo es esencialmente alucinatoria, si bien vamos controlando esa alucinación mediante la experiencia y la percepción. Es decir, que existe un fundamento neurocientífico para explicar que los lectores de los diarios digitales de una tendencia determinada, crean, con toda honestidad, haber visto como indudable ganador de un debate al candidato que representa esa misma tendencia. Ocurre que, al comenzar el debate, ya asumían la hipótesis de que ese candidato era el mejor y el que habría de decir cosas más ciertas, y entonces, durante el debate, fueron regulando o condicionando su percepción para incrementar, bayesianamente, la validez de la hipótesis previa. No se trata de mentiras. No hay un intento de manipulación de las encuestas. Se trata de percepciones reales, condicionadas por la ideología de cada uno. Vemos lo que queremos ver. Y esto nos lleva a la raíz del enorme problema que estamos ya viviendo. En estos tiempos de la postverdad las redes sociales están fortaleciendo los prejuicios de los individuos, al sesgar, intensificar, canalizar, segmentar y focalizar la información que reciben. Y precisamente por ello, tal como acabo de indicar, a la larga, esas redes sociales están haciendo posible que cada persona o más bien cada grupo de personas, vea y sienta verdades que son más distintas unas de otras cada vez. Pero esta multiplicidad de la verdad es contradictoria con la idea misma de verdad, y es el fundamento de una conflictividad social cuyas dimensiones quizá ni siquiera acertamos a imaginar. Se acercan tiempos de un tipo de crisis que no habíamos conocido hasta la fecha. La crisis definitiva de la verdad. La crisis de la alucinación.
Hace algún tiempo, viendo juntos un partido de fútbol de «la roja» (curioso eufemismo para evitar como sea la palabra tabú «española») mi amigo Ignacio, que es de Bilbao (nadie es perfecto), me aclaró que esa cancioncilla que escuchábamos en los graderíos era en realidad una canción de origen vasco: «campeones, campeones, oé, oé, oé…« Ignacio sostenía que en realidad, la letra de canción, originalmente era «txapeldunak, txapeldunak, hobe, hobe, hobe…«, es decir, «campeones, campeones, el mejor, el mejor, el mejor» (txapeldunak es término que proviene de la pelota vasca, pues a los pelotaris vencedores se les imponía la txapela de ganador). Ignacio no tenía razón. Curiosamente, esa canción que se ha convertido en casi un himno del nacionalismo futbolístico español, proviene del entorno en el que históricamente más se ha odiado a todo lo hispano. El verdadero origen de «campeones, campeones, oé, oé, oé» mal que le pudiese pesar a Ignacio o a quienes la entonan para apoyar a la selección, es una canción popular holandesa conocida como Oranje Boven, es decir, el grito de guerra de los partidarios de los Príncipes de Orange que se rebelaban para liberarse de la soberanía española en la interminable guerra de los 80 años. Un grito de guerra que significa «Orange por Encima» (el boven holandés nos recuerda al inglés above), en coherencia con esa manía que tienen los del norte europeo por poner lo suyo por encima de los demás, como en el Deutschland Über Alles… En realidad, los rebeldes de las Provincias Unidas no entonaban esa melodía, sino tan solo utilizaban el grito de guerra que da nombre a la canción. Fue en el siglo XIX cuando ese grito de guerra se combinó con la melodía de una canción infantil popular holandesa. Y en esa forma se popularizó durante la Segunda Guerra Mundial, como canción de la resistencia (más bien comedida) de los holandeses frente a los nazis. ¿Cómo pudo convertirse una canción antiespañola de las Provincias Unidas, que data del siglo XVII, en el himno no oficial de la Roja? ¿Cómo se explica algo tan paradójico? Muy sencillo. Ocurre que en el año 2000, Bélgica y los Países Bajos organizaron el Campeonato de Europa de Fútbol y, cómo no, eligieron esa dichosa melodía antiespañola de Oranje Boven como base musical de los coros del himno oficial que se compuso para el evento. El himno se titulaba «Campione 2000» o «Kampioen 2000» y los coros sustituían el «Oranje boven, Orange boven» por «campione, campione…». Queda muy claro. Y se podría pensar que no podía ser de otro modo tratándose de flamencos…Quién sabe si no fue un guiño malicioso frente al hecho de que universalmente se vincula la bravura futbolística de «la Roja» con la expresión «furia española» de tan triste recuerdo para los flamencos, pues dicha expresión surgió con el Saqueo de Amberes, en 1576, cuando los Tercios de Felipe II, hambrientos y sin paga, hicieron de esa ciudad flamenca el objeto de su más bien furibunda y poco considerada rapiña, y protagonizaron uno de los más famosos e infames episodios de la llamada Leyenda Negra Española, además de dar argumentos y razones para una guerra que aún se prolongaría 72 años y que marcaría el ocaso del Imperio Español. ¿Le conté todo esto a mi amigo Ignacio, que estaba tan ufano de sus txapeldunak? Pues no. Le dejé con su grata creencia. Pero es que el Eclesiastés nos dice (12:9:12) que la ignorancia es una bendición. Y cuantas más cosas va conociendo uno, menos va sabiendo. Y más va penando. Lo puedo acreditar.
Me pregunta un amigo por qué dije anteayer que las casualidades son altamente probables. Pues la razón es porque que, a la larga, todo es sumamente probable. Todo es sumamente probable, incluidas las casualidades. Y los milagros. Se puede razonar este punto con mucha facilidad. Y debemos al gran matemático John E. Littlewood la explicación más sencilla. Se le suele llamar la Ley de Littlewood. Littlewood definía un milagro como un evento especialmente llamativo que solo ocurre una vez por millón aproximadamente. Seguidamente, este matemático asumía que, durante las horas en las que cada uno de nosotros estamos despiertos y alerta (pongamos que 8 al día) percibimos algo así como un evento diferente por segundo, ya sea un evento normal o un evento excepcional. Entonces, basta hacer unas multiplicaciones para llegar a la conclusión de que cada 35 días percibimos un millón de eventos. Por lo tanto, los milagros deben ser una cosa totalmente habitual: podemos esperar que ocurran una vez al mes, aproximadamente. No debe sorprendernos, por lo tanto, que un buen día nos crucemos en la calle con esa persona a la que no veíamos desde hace tiempo, en el mismo instante en que, sin saber por qué, estábamos pensando en ella. Ni que a alguien le toquen dos veces seguidas un premio gordo de la lotería. Ni que, como nos ha ocurrido a nosotros, Marta y yo hayamos sido elegidos en estos comicios para estar como vocales en la misma mesa electoral de nuestra población (probabilidad de 1/2400, aproximadamente). Oímos a veces esa expresión según la cual «las casualidades no existen«. Se suele utilizar el dicho para expresar la realidad de lo sobrenatural, o sea, la existencia de alguna fuerza supramundana que sería la responsable de la ocurrencia de eventos altamente improbables. Y que, al fin y al cabo…todo pasa por «algo». En verdad es cierto que «las casualidades no existen«, pero no hay nada misterioso en ello. Y, de hecho, siendo así que podemos esperar un milagro al mes, más o menos, no es de extrañar que, por ejemplo, ocurran milagros en cualquier sitio, incluido el santuario de Lourdes, pongamos por caso. Allí, la Iglesia Católica ha reconocido la veracidad de tan solo 70 milagros en 161 años (el último en 2013). Si lo miras bien, es mucho menos de lo que podía esperarse de acuerdo con la Ley de Littlewood.
Le aclaro a Mercedes que hoy día 1, no es el día de difuntos (palabra que curiosamente está casi en desuso por razones que algún día me atreveré a intentar explicar), pese a ser el día en el que se acude masivamente a los cementerios. Técnicamente, prosigo, estamos en la víspera del día de difuntos, que es mañana, 2 de Noviembre. Al hilo de esta aclaración, Mercedes me pregunta por la palabra luto. ¡Cuánto me gusta que me pregunten por el origen de las palabras! ¡Cuánto lo agradezco! Le explico que, curiosamente, en sentido etimológico, significa hipo. Así es. Luto viene del verbo latino lugere, relacionado con la idea de padecer pena o melancolía. Es el mismo verbo vinculado a luctuoso o a lúgubre. Pero el lugere latino proviene de un verbo griego, λυζω, que significa tener hipo (con este sentido lo encontramos en Aristóteles, por ejemplo. A su vez, el λυζω griego se relaciona con la raíz indoeuropea sluk, que connota la idea de sorber o tragar. Como quiera que cuando alguien llora desconsoladamente no es raro que le asalten suspiros o incluso ataques de hipo, ese verbo griego λυζω acabó por usarse para referirse a los gemidos de quien padece una pena insufrible y sin consuelo. Y con ese significado pasó al latín lugere. Y, por cierto, que en castellano tenemos la palabra «hipido» que suele usarse tanto para representar el sonido gutural que emite el borracho como el sollozo entrecortado de alguien que pena. –Interesante. Y otra cosa. ¿Por qué tenemos esa imagen de las mujeres en los pueblos vestidas de negro, guardando rigurosamente el luto? ¿Por qué no tenemos una imagen equivalente de hombres guardando el luto? Esa sí que es una buena pregunta. Esa asimetría de género en la tradición del luto tiene relación con el origen de la costumbre en la Antigua Roma. Por entonces, se obligaba a las viudas a guardar luto, al objeto de significar visiblemente que no estaban disponibles para nuevos encuentros con hombres. Y esto se hacía por una sencilla razón: había que garantizar que el hijo que podría venir, una vez muerto el padre, perteneciera, sin la menor duda, a la familia de ese difunto. Esa y no otra es la razón por la que las mujeres romanas debían guardar el luto durante 10 meses lunares exactamente (los 280 días del tiempo medio de gestación), con la obligación de vestir de un feo y simbólico negro y abstenerse de participar en la vida social. Vivir virtualmente recluidas durante el período de una hipotética gestación iniciada justo antes de la muerte del cónyuge. –¿Por eso el luto ha sido históricamente casi una costumbre femenina? –Sí. –Muy fuerte.
Se diría que el nepotismo de los gobernantes lo tenemos inscrito todos en nuestros genes. Desde hace siglos vivimos en el mundo del «colócanos a todos, Pepe», que Fernández Florez ponía en boca de aquella multitud que, en una localidad gallega, aclamaba al cacique recién elegido como diputado. Este cacique, llamado «Pepe», discursea desde el balcón de la Casa Consistorial del pueblo y se compromete con la multitud. Proclama que «cuando yo vaya a Madrid, hablaré de lo vuestro con premura«. A lo que la multitud replica al unísono con un «¡Viva Premura!, seguido de una gran ovación. Carlos Cano también tiene una canción en la que se hace eco del ancestral «colócanos a todos, Pepe». En forma de murga, se le suplica la consabida prebenda a alguien que ha puesto «despacho en Madrid de mucho postín«: «¡colócano..colócano…ay por tu madre colócano…!» Hace unas semanas hemos sabido de la alcaldesa de la tercera mayor ciudad de las dos Castillas , quien tras ganar las elecciones municipales, muy ufana, no tardó en colocar adecuadamente a la mitad de su familia. Es que, indudablemente, la primera obligación de todo gobernante parece ser la de colocar a sus amigos o deudos. Esto ya lo intuía Cervantes cuando nos relata cómo reaccionó Teresa Panza, cuando le llega la noticia del nombramiento de Sancho como gobernador de la ínsula Barataria. «¡A fee que agora no hay pariente pobre! ¡Gobiernito tenemos!« Pues de eso se trata y para eso se nos pide el voto. ¡Que viva el gobiernito! ¡Y que viva Premura!
La catástrofe climática que ya empezamos a sufrir es el resultado de una dinámica socioeconómica planetaria ciega y que se autoencamina únicamente a satisfacer los intereses de los poderosos. Nos estamos movilizando frente al cambio climático porque ya sentimos sus terribles efectos. Son visibles. En cambio, hay otras catástrofes con un mismo origen que no nos movilizan de igual modo, tal vez porque nos afectan de una manera progresiva, artera, casi indetectable. Es el viejo cuento de la rana y el agua que poco a poco va hirviendo. Un ejemplo es el déficit crónico de sueño. La economía de mercado, la competitividad, la productividad, el capitalismo en suma, ha logrado generar una verdadera epidemia global de insomnio. Existen datos muy llamativos sobre la reducción del tiempo de sueño entre los adultos norteamericanos, por ejemplo. A principios del siglo XX, por extraño que parezca, la media de sueño de un adulto en cada noche era de diez horas. ¡En la actualidad apenas si llega a las seis horas y media! Si nos fijamos en el país vecino francés, los datos son igualmente alarmantes. Allí se consume cada año 117 millones de cajas de anxiolíticos y consta que uno de cada 7 franceses consume benzodiazepinas al menos una vez al año. Pero aún es peor la situación en España, que ocupa el quinto puesto de Europa en consumo de ansiolíticos y el segundo en consumo de hipnóticos o somnífereos. ¿Quién nos ha robado el sueño? Tal vez los mismos (o lo mismo) que nos ha robado los sueños: un sistema implacable que nos empuja sin descanso hacia la productividad, el consumo, la competitivdad. O el conjunto de respuestas más bien: el aumento del trabajo nocturno, los ruidos urbanos, el stress, la precariedad, la búsqueda implacable del mayor rendimiento laboral a cualquier precio (como nos recuerda la reciente sentencia del TS que ha puesto de manifiesto el vergonzoso artículo 52 del malamente reformado y vigente Estatuto de los Trabadores, según el cual un trabajador solo pueden enfermar por cáncer o enfermedad grave, si no quiere correr el riesgo de un despido improcedente…). El sistema, si, ha conseguido crear una sociedad enferma y, sobre todo, insomne. Una sociedad tan vigilada como vigilante. Con unas luces siempre encendidas que no nos dejan ni dormir, ni soñar ni ver las estrellas. Cuando hace doscientos años entraba la Humanidad en el Siglo de las Luces, se diría que iban a desaparecer para siempre las sombras. No desaparecieron. Desapareció solo la sombra.
Antes de inventar a Mickey Mouse, Walt Disney fue despedido del periódico en el que trabajaba porque «le faltaba imaginación y no tenía buenas ideas«. Sin trabajo, inició varios negocios sin éxito, que le llevaron a la ruina. Fue entonces cuando creó a Mickey Mouse. Por su parte, a Edison le decían sus profesores, en la escuela, que era demasiado estúpido como para aprender nada.
Todo el mundo tiene derecho a creer que en algún momento puede aparecer su Mickey Mouse.
Todo el mundo tiene derecho a creer que algún día se encenderá su propia bombilla.