Me pregunta Mercedes por qué me obsesiona tanto el saber etimológico.
Pues no se qué decirle.
Le aclaro que la etimología no es interesante en sí misma.
Le explico que muy poco interés tiene saber que tal o cual palabra se relaciona con tal o cual raíz, ya sea árabe, latina o protoindoeuropea.
Lo interesante de la etimología no es tanto lo que nos enseña de las palabras, como lo que nos ilustra respecto a las cosas o las personas.
Si el dato etimológico se limita a derivar un vocablo de otro, estamos ante algo fútil o banal. Y lo malo es que esto ocurre a menudo.
Pondré un ejemplo.
Tomemos la palabra «bujarrón», como sinónimo de aficionado a las prácticas sodomitas. Es una palabra que encontramos a menudo en Quevedo, por ejemplo. Aparece en el famosísimo poema jocoso dedicado a Misser de la Florida, cuyo cuarto verso dice eso de que ningún coño le vio jamás arrecho, y que termina con el lapidario «requiescat in culo, mas no in pace».
Si consultamos a la mayor autoridad en nuestras etimologías, es decir, al profesor Corominas, se nos dice, esencialmente, que «bujarrón» se deriva de «búlgaro», por ser este un insulto que se usaba en la Edad Media por parte de los católicos romanos para referirse a los naturales de Bulgaria, pertenecientes a la Iglesia de Oriente.
¿Sí? ¿Y qué sacamos de esto? Poca cosa, la verdad. Nos quedamos incluso más desorientados de lo que estábamos cuando abríamos el primer tomo del Corominas (A-CA) para conocer el origen etimológico de la palabra tan querida por Don Francisco.
En realidad, el origen de la palabra «bujarrón» nos exige hacer un poco de historia.
Debemos remontarnos al siglo III d.c, cuando el predicador persa Mani enseñaba que para evitar el contacto con el mal del mundo, era preciso abstenerse de trabajar, guerrear o casarse. Estas enseñanzas de Mani pasaron de Persia al Imperio Romano, sobre todo en el norte del continente africano consiguiendo, curiosamente, muchos seguidores, entre los que se encontraba San Agustín. Aunque el que luego fuera obispo de Hipona abjuró de su juvenil maniqueismo, algo le debió quedar. Y cabe pensar que la reticencia católica frente a los placeres de la carne y el sexo algo le deben al maniqueismo residual de ese gran inventor de la religión cristiana que fue San Agustín.
Lo cierto es que en el siglo V, una poderosa comunidad de maniqueos, los llamados paulicianos, se establecieron en Armenia, desafiando el credo niceano oficial impuesto por el Emperador Constantino un siglo antes. Obviamente, no tardaron en ser objeto de pogroms por parte de las legiones de Bizancio, y fueron finalmente deportados en masa a Tracia y a las tierras que mas tarde constuirían el Primer Imperio Búlgaro, que se extendía desde Budapest al Mar Negro. Allí, el maniqueismo echó raíces, dando lugar a una secta fundada por un sacerdote eslavo llamado Bogomil. Esa secta combinaba elementos cristianos y maniqueos, pero rechazaba el Antiguo Testamento, los sacramentos y la jerarquía eclesial. Y en particular, siguiendo el espíritu de las enseñanzas del persa Mani, sostenían que tener hijos era aliarse con el diablo en la perpetuación de una especie maldecida por el contacto con la materia. Ahora bien, en un alarde de comprensión hacia las necesidades humanas, muchos seguidores de Bogomil aceptaban el sexo anal, por no implicar reproducción.
Fue así como en la Edad Media, se fue asociando el patronímico latino «bulgarus» o el romance «búlgaro», a la sodomía. Especialmente cuando buena parte de los combatientes de la Primera y Segunda Cruzada se vieron obligados a atravesar tierras búlgaras en su peregrinación armada hacia Outremer. Y cabe añadir que esos cruzados que se encontraron en su cabalgada de mil leguas con aquellas comunidades paulicianas fundadas por Bogomil no solo importaron al Occidente Europeo la dichosa palabreja, sino que también se trajeron de vuelta algo del espíritu maniqueo original, en el sentido de rechazo del ansia de riquezas materiales y del poder del aparato político y administrativo de la Iglesia. Cabe pensar que los cátaros, los seguidores de Valdés o incluso los franciscanos, algo tuvieron que tomar de los bogomilianos.
¿Tiene interés todo esto que acabo de contar? Puede que algo. Si es así, se lo debemos, en parte, a la etimología, que a menudo nos da las claves no solo sobre el origen de las palabras, sino sobre el origen de las cosas.

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