
En un almuerzo de este viernes, los comensales, todos ellos más sabios y experimentados que yo, la conversación giró, como era de esperar, en torno al llamado «problema catalán«.
Yo, con insuperable temeridad, me atreví a mediar en la animada charla, que derivaba hacia tonos pesimistas, diciendo que también se podría hablar, con igual justificación, de la «solución catalana«. Porque ambas cosas pueden verse , en cierto modo, como simétricas.
Lo que quiero decir es que las incontables revueltas de masas en Cataluña (alguna de ellas infinitamente más violentas que la que comenzó hace unas semanas en las calles de Barcelona) son una constante en la historia de esa fascinante tierra y de esa contradictoria sociedad. Desde el siglo XV se pueden contar allí hasta 11 o tal vez 12 grandes revueltas populares, todas muy llamativas, y la mayoría vinculadas con el fuego y la violencia, incluyendo esta última. Pero en todos los casos, o al menos en los anteriores a este, las coléricas revueltas fueron seguidas de apaciguamientos y pactos, no menos llamativos.
Porque tanto la revuelta o la revolución como como el pacto o el apaciguamiento negociado, parecen estar en el DNA de Cataluña y los catalanes.
Para empezar, ya nos da una pista que la palabra revolución, en el sentido de una agitación política masiva que pretende subvertir o transformar el sistema político vigente, es una palabra de origen catalán. Así es, la revolution de los ingleses, la révolution de los franceses, la rivoluzione de los italianos, la революция de los rusos, son todas palabras que, en ese sentido específico, tienen su punto de partida en un texto de lengua catalana del siglo XV, siendo hasta entonces un término estrictamente vinculado a la jerga de los astrólogos. Es por entonces, a mediados del Cuatrocientos, cuando se da un primer paso en el cambio semántico comparando los cambios sociales radicales con el giro aparente del sol en el cielo. Y así en 1473, encontramos en los archivos de la Corte de los Antiguos Reinos de Aragón y de Valencia, el primer vagido de la acepción que nos ocupa: «per refformació e redreç de la justícia del dit Principat e tornar en orde les coses qui per occasió de les revolacions passades stan desviades…«
Mas tarde, hacia 1524, también aparece la palabra revolució, en un sentido aún más próximo a la acepción social actual y con carácter totalmente pionero en Europa. Leemos lo que sigue, en las crónicas que se refieren a las reprimidas revueltas de las Germanías: «la molta alegria que tenen els subdits de sa benaventurada venguda (la de Carlos V) en l’administració de justicia que s’espera aprés de tanta revolució popular que aquesta ciutat y regne ha hagut…«
Posiblemente, estas crónicas valencianas de las Germanías tienen el debido eco en Italia, donde, sin duda, la influencia del valenciano Alejandro VI y su familia (a quienes los romanos llamaban «los catalanes«) aún se dejaba notar en aquella tercera década del siglo XV. Y es por cierto en aquellos años (1531) cuando Nicolás Copérnico termina su obra fundamental, de enorme alcance, sobre el movimiento de los cuerpos celestiales. Una obra que, mira por dónde, incluye en su título el término revolución, en su forma latina. Y casi coincidiendo con la publicación de De Revolutionibus… el historiador y traductor renacentista galo Amyot utiliza por primera vez révolution en la lengua francesa, ya con el sentido nítido de transformación social abrupta. Así lo hace Amyot en sus célebres y celebradas traducciones de Plutarco, allá por 1559. Poco después encontramos el mismo uso en Montaigne, que lee a Plutarco precisamente en la traducción de Amyot. Y a partir de Montaigne, ese sentido sociopolítico de la palabra revolución se va consolidando en el acervo cultural europeo, especialmente gracias a Kant, a quien también se atribuye, tal vez sin fundamento, la expresión «revolución copernicana.»
Pues hasta aquí mi esfuerzo, más bien nacido del amable afán de plantear una curiosidad que de fundamentar con rigor una teoría, por justificar esa incrustación de lo revolucionario o rebelde en el alma catalana.
Me queda la otra parte de mi tesis, a saber, demostrar con alguna referencia esa otra pulsión inmarcesible del catalanismo hacia el pacto o la negociación, con el resultado, casi siempre, de obtener fueros ventajosos o privilegios comparativos a favor del Principado. Recordemos cómo se refería Quevedo a las tierras catalanas, en las que Don Francisco veía «un caos de fueros» y un «laberinto de privilegios«.
Pero esta segunda parte es fácil. Basta un pequeño repaso de la historia. Podríamos empezar con la Capitulación de Villafranca, en 1466 que pone fin pacífico y si se quiere fructífero, al alzamiento popular catalán contra Juan II de Aragón, en la segunda mitad del siglo XV. Luego tendríamos la Concordia de Pedralbes en 1472, con la que se puso punto final a la insurrección–netamente revolucionaria– instada por las instituciones catalanas, que incluso se atrevieron a nombrar soberano del Principado de Cataluña al francés Renato de Anjou, desafiando así al legítimo rey de Aragón, un rey que sin embargo, entró triunfalmente en Barcelona al día siguiente de la firma de la Concordia, en el mismo loor multitudinario de su persona que acompañó al General Franco en su famosa visita al Barrio Gótico con Porcioles, pongamos por caso. Otra pacificación exitosa.
A estas revoluciones catalanas del siglo XV les siguieron las del XVII, tras el extraño hiato del XVI, cuando a un Emperador rechazado por los castellanos le sucede un rey que muestra clara preferencia por los altos funcionarios catalanes, como el Conde de Mayalde, Gerau de Spes, Luis de Requesens o el Duque de Sesa. Las revueltas llegan empero al XVII con la música de fondo de esa cancioncita popular: «quisiera ser tan alta como la luna para ver los soldados de Cataluña…» (soldados entre los que se encontraba Calderón de la Barca, por cierto) y que acaso ya comenzó a sonar allá por la primavera de 1640. Fueron aquellas del XVII unas revueltas relacionadas con los trágalas y desafueros de Olivares quien, asfixiado económicamente, con enteros regimientos clamando por fondos de supervivencia en media Europa, forzó a los catalanes a prestar recursos a la Corona, violando con ello uno de los pilares básicos de los pactos catalanes desde los tiempos de Villafranca o Pedrables. Como consecuencia, no solo se alzaron los campesinos y menestrales catalanes, como en 1462, sino que fue toda la sociedad catalana como conjunto la que recurrió (y se lamentaría de ello) a la ayuda de Francia para separarse del Estado español. Pero, una vez más, las aguas volvieron a su cauce en 1652 con el enésimo pacto, es decir, con la instauración de Juan José de Austria como virrey de Cataluña y con la jura de los fueros catalanes por parte de Felipe IV, lo que por cierto dio paso a la Paz de los Pirineos de 1659.
No mucho más tarde, ya en 1701, el cambio de dinastía en España, de consecuencias tan dramáticas en todos los órdenes, provoca una nueva revolución en Cataluña, que también reviste los tintes de una verdadera guerra contra el monarca establecido en Madrid, y que tiene lugar en el contexto de una terrible guerra de ámbito continental, un verdadero aperitivo de las grandes guerras europeas que vendrían después. Pero incluso la forma en la que concluyó este terrible conflicto bélico que duró (en lo que respecta a Cataluña) desde 1701 a 1714, abona la tesis del espíritu pactista catalán; se cuenta que ya con todos los cañones situados en Montjuich, con una Cataluña devastada, y abandonada o preterida por las potencias firmantes de Utrecht y Rastatt, el General Berwick, al servicio de Felipe V, intima a los barceloneses a rendirse. Estos aceptan, pero, ojo, a condición de recibir una indemnización de 5 millones de reales. El real es el real. Entonces Berwick, perplejo, se niega y de forma inmediata ordena entrar a sangre y fuego en la Ciutat. Pero, oh asombro, a la mañana siguiente, todos los talleres y establecimientos comerciales de Barcelona vuelven a abrir como si tal cosa, ante el estupor de las fuerzas de ocupación, que se asombran al ver a los vecinos barriendo pacientemente las calles y retirando los escombros de la refriega. Es decir, como siempre, tras la tempestad de la rauxa y el sinsentido, se impone el seny de la calma y el seguir con la feina. Esto es sumamente catalán.
Es así como llegamos al siglo XIX, en el que la historia parece acelerarse y comprobamos que en Cataluña se viven nada menos cinco revoluciones o insurgencias de enorme magnitud. El primero de esos conflictos tiene lugar en 1821 y 1822 con los brutales enfrentamientos entre «liberales» y «contrarrevolucionarios» que acaban por hartar a la gente sencilla, desesperada de tanta violencia, como nos sugiere el muy expresivo testimonio de un simple campesino Joan Requesens Urgell, que se queja en estos términos: «Hi hagué una gran Revolució: los uns eren Malisianos y los altres Realistes. Nosaltres no erem de ninguna part. Però nos varen fer molt mal. A mi, Joan Reque-sens Urgell, se m’en portaren per tres o quatre vegades y cada vegada me feren fer un pago[…] molts altres treballs pasarem y no podíem estar segurs a les nostres cases y pensan loque patiríem«.
Los enfrentamientos de tipo ideológico del Trienio Liberal son solo el precedente de los de 1835, en los que además hace su aparición el elemento social y laboral. Y estos a su vez preceden a los ecos de la Vicalvarada en Cataluña, en 1854, con la correspondiente represión que lleva a cabo el Príncipe de Vergara y sus cañones, a quien se atribuye al espantosa frase según la cual es preciso bombardear Barcelona cada 50 años…Esa rebelión que Espartero sofoca con obuses es tal vez el germen de la subversión republicana y cantonalista del 68 en Cataluña, en la que a todos los anteriores elementos, económicos, ideológicos y laborales, se añade el factor de un incipiente nacionalismo, coherente con la crisis global que vivía el Estado español y su Imperio. Las revoluciones tienen siempre sentido de la oportunidad…
Pero todas esas crisis del siglo XIX concluyen también con los correspondientes apaciguamientos, que en la mayoría de los casos representan nuevas ventajas para la sociedad y la economía catalana. Algo que sin embargo no evita que en el siglo XX estallen los episodios revolucionarios de 1909 (la Ciutat Cremada) y de 1917, que a su vez son la causa y en todo caso el precedente de los terribles acontecimientos en Cataluña en el 34, cuando se proclama por primera vez desde el balcón de la Generalitat la República Catalana, y seguidamente surgen las barricadas en las calles y la irrupción de las compañías de infantería en las Ramblas para sofocar la subversión. Una subversión que aún sería más brutal tres años después, cuando la sublevación de los anarquistas en plena guerra civil alarmó a medio mundo, por su demoníaca violencia y que condicionó fatalmanete el éxito de la República frente a las tropas nacionales.
Todo ese caos, sin embargo, dejaría paso en los años de posguerra, a una pacificación absoluta y a un tratamiento privilegiado de la sociedad y, sobre todo, de la economía catalana, por parte del regimen franquista.
Resumamos por tanto las «revoluciones» catalanas, pero sin olvidar que a cada una de ellas le siguió la correspondiente «pacificación» o «pacto» (ambas palabras comparten raíz etimológica), con mayor o menor ingrediente represivo; anotemos los años; 1466, 1472, 1640, 1701, 1821, 1835, 1854, 1868, 1909, 1917, 1934, 1937. En total, han sido once grandes episodios, y eso sin contar con las revueltas contra los nobles de 1520 en Lérida, Gerona y, sobre todo, Cambrils.
¿Qué debe pesar más en nuestro análisis, las 11 revueltas o las 11 subsiguientes pacificaciones más o menos pactadas?
Pues, a juzgar por los datos, se diría que cuenta más el efecto benéfico del pactismo catalán. El peso económico y poblacional del Principado es hoy claramente mayor que hace un siglo, mucho mayor que hace dos siglos. Y extraordinariamente mayor que hace tres. Por no mencionar las muchas ventajas que recibió Cataluña durante el odiado período franquista, como las primeras autopistas que se construyeron en España, el monopolio para realizar Ferias Internacionales de Muestras (compartido con Valencia) o la implantación en su territorio de una gran industria automovilística promovida y participada por el Régimen. Todo lo cual no ha sido sino la prolongación de una larga cadena previa de prioridades de la iniciativa pública o semipública a favor Cataluña, como la primera línea de ferrocarril de España (Barcelona-Mataró) la primera empresa de producción y distribución de fluído eléctrico, o la primera instalación urbana integral de alumbrado eléctrico (Gerona, en 1886). Y todo lo cual, por cierto, ha proseguido o se ha intensificado durante la transición, con la conquista de los Juegos Olímpicos para Barcelona, la interconexión en primicia de todas las capitales catalanas mediante la Alta Velocidad o el paso a manos catalanas, auspiciado arteramente por los gobiernos, de lo mejor y más granado del sector energético y financiero español (Gas Natural, Repsol, Caixa…).
Por todo lo anterior, si la Historia nos sirve de algo, cabe que seamos tan optimistas como sea posible en relación con el problema catalán. Será cierto que las crisis periódicas proseguirán, porque de algún modo, la cultura permanece a través de los siglos, y la cultura catalana, que incorpora ese componente de conflicto desde hace 600 años, es el vehículo a través del cual se transmiten los valores y las pulsiones de generación en generación. Pero, por contra, esa misma cultura también incorpora y transmite un principio de sentido común y de prudencia al que se le ha dado en llamar seny. La verdad es no se sabe muy bien donde está ese sentido en estos momentos. Pero si ponemos las luces largas de la Historia, sabemos que tarde o temprano, reaparecerá. Si no es así, eso si será en verdad una extraordinaria revolución…Una revolución copernicana.
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